No podían avanzar muy rápidamente. Constituían ya una multitud demasiado numerosa de hombres, mujeres y niños, que reían y cantaban, embriagados con el vino de la libertad. Se hizo de noche antes de que estuvieran a más de treinta kilómetros de Capua, y acamparon en un valle junto a un espumoso arroyo, y allí encendieron hogueras y comieron carne fresca hasta hartarse.
Carneros y ovejas y, en algunos casos, hasta bueyes enteros fueron a parar a los asadores, y el aroma de la crujiente carne del asado llenó la atmósfera. Fue un maravilloso festín para aquellos seres que, durante años, no habían conocido otro alimento que potajes de puerro y nabo y cebada. Mojaron la carne con vino, y sus cánticos y risas sazonaron sus alimentos.
¡Qué compañía aquélla, de galos y judíos, griegos y egipcios, tracios y nubios, sudaneses y libios, persas y asirios y samarios, germanos y eslavos, búlgaros y macedonios e hispánicos y muchos italianos también que, con el pasar de las generaciones, habían sido vendidos en calidad de esclavos por una u otra razón, sabinos, umbríos, toscanos y sicilianos y gente de muchas otras tribus cuyos nombres han sido olvidados para siempre, singular compañía de sangre y de naciones, pero unida primero en su esclavitud y ahora en su libertad!
En tiempos pasados había habido la familia de las
gens
y la comunidad de la tribu, y finalmente el orgullo y el privilegio de la nación; pero este mundo de ahora era algo nuevo en su curiosa camaradería de los oprimidos y en toda aquella gran multitud de tantas naciones y pueblos no hubo esa noche voces que se elevaran con ira o descontento. Estaban poseídos por un poco de amor y un poco de gloria. Muchos apenas si habían visto a Espartaco o les había sido señalado tan sólo a la distancia, pero estaban empapados de Espartaco. Él era su líder y su dios, ya que en sus mentes no estaba claro si los dioses andaban o no ocasionalmente por la tierra y... ¿acaso Prometeo en persona no había robado el fuego sagrado del cielo y se lo había dado como el más precioso de los presentes a la humanidad? Y lo que una vez había ocurrido podía volver a ocurrir. Por lo pronto, ya se narraban cuentos en torno a las hogueras y así nacía toda una leyenda sobre Espartaco. Entre ellos no había uno solo —no, ni siquiera entre los niños más pequeños—que no hubiera soñado con un mundo en el que no hubiera esclavos...
Y mientras tanto Espartaco se sentó entre los gladiadores y hablaron y sopesaron los hechos que habían ocurrido. El pequeño arroyuelo ya se había convertido en un río y se estaba formando un torrente. Lo expresó Gannico. Sus ojos brillaban con sólo mirar a Espartaco. «¡Podemos marchar a través del mundo y darle vuelta, piedra a piedra!» Dijo eso, pero Espartaco tenía mejores ideas. Yacía con la cabeza en el regazo de Varinia y ésta pasaba sus dedos por sus apretados rizos castaños y sentía la suavidad de sus mejillas y por dentro ella se sentía plena de riqueza y satisfacción. En esos momentos, ella se sentía satisfecha, pero un fuego ardía dentro de él; bajo la esclavitud se había sentido más satisfecho. Miró a las claras y brillantes estrellas de la noche italiana y lo invadieron pensamientos y anhelos y temores y dudas y sobre él sintió el peso de lo que tenía que hacer. Tenía que destruir a Roma. El sólo pensarlo, la insolente enormidad de pensar eso, le hizo sonreír, y Varinia se alegró y recorrió sus labios con los dedos, cantándole en su propia lengua:
Cuando el cazador,
desde el bosque,
trae al rojo ciervo de la caza,
fija sus ojos sobre el fuego,
habla a los niños, a las mujeres...
El ritmo de gente de los bosques en una tierra fría y agreste. ¡Cuántas extrañas canciones de su tierra había oído! Ella cantaba y él se repetía para sí sus pensamientos volcados sobre el fondo de la música, sus sueños diseminados entre las brillantes estrellas del cielo:
«Debes destruir a Roma, tú, Espartaco. Debes llevarte a esta gente y con ella ser decidido y fuerte. Debes enseñarles a luchar y a matar. No hay vuelta atrás..., ni un solo paso atrás. Todo el mundo pertenece a Roma, de modo que Roma debe ser destruida y hacer de ella sólo un mal recuerdo, y entonces, allí donde estuvo Roma, daremos vida a una nueva vida donde todos los hombres vivan en paz y fraternidad y amor, sin esclavos ni esclavizadores, sin gladiadores y sin circos, una época que sea como las épocas pasadas, las de la edad dorada. Construiremos nuevas ciudades de fraternidad y en torno a ellas no habrá murallas.»
Varinia dejó de cantar y le preguntó:
—¿En qué sueñas, hombre mío, tracio mío? ¿Te están hablando los dioses de las estrellas? Si es así, ¿qué es lo que te dicen, querido mío? ¿Te confían secretos que nunca podrás compartir?
Ella lo creía así. ¿Quién podía saber lo que era cierto y lo que no lo era respecto a los dioses? Espartaco odiaba a los dioses y no les rendía culto. Y una vez le había preguntado a ella: «¿Hay dioses para los esclavos?».
—En toda mi vida —le dijo a ella— nada habrá que no comparta contigo, amada mía.
—¿Entonces, en qué sueñas?
—Sueño en que haremos un mundo nuevo. Y ella sintió temor de él, pero él le dijo suavemente: —Este mundo fue hecho por hombres. ¿Ocurrió por casualidad, querida mía? Piensa. ¿Hay algo en él que no hayamos construido, las ciudades, las torres, las murallas, los caminos y los barcos? ¿Por qué entonces no podemos hacer un mundo nuevo?
—Roma... —dijo ella, y en esa simple palabra estaba implícito el poder, el poder que dominaba al mundo.
—Entonces destruiremos a Roma —respondió Espartaco—. El mundo está harto de Roma. Destruiremos a Roma y destruiremos aquello en que cree Roma.
—¿Quiénes? ¿Quiénes? —dijo ella suplicante.
—Los esclavos. Antes ha habido rebeliones de esclavos, pero ahora será diferente. Haremos un llamamiento que oirán todos los esclavos del mundo...
Y hubo paz y hubo esperanzas y, mucho tiempo después, Varinia recordaba aquella noche cuando la cabeza de su hombre reposaba en su regazo y los ojos de él estaban fijos en las lejanas estrellas. Y fue una noche de amor. A pocos seres les son dadas algunas noches como aquélla, y entonces son afortunados. Yacían ellos allí, entre los gladiadores, junto a la hoguera, y el tiempo transcurría lentamente. Se tocaban los unos a los otros, percibían la existencia de cada cual. Y se convirtieron en una sola persona.
Que informa acerca de Léntelo Graco, da cuenta
de parte de sus memorias y proporciona algunos detalles
de su estada en Villa Salaria
A Léntelo Graco le agradaba decir que su peso aumentaba en la misma proporción que su habilidad para mantenerse en la cuerda floja, y el hecho de que de sus cincuenta y seis años hubiera pasado treinta y siete interviniendo exitosamente en la política romana apoyaba su aserto. La política, como declaraba de vez en cuando, requiere tres invariables aptitudes y ninguna virtud. Muchos políticos, afirmaba, han sido destruidos por la virtud más que por cualquier otra causa; y las aptitudes las enumeraba de la siguiente manera. La primer aptitud era la habilidad para elegir el lado ganador; si se fracasaba en esto, la segunda aptitud era la habilidad de apartarse del lado perdedor, y la tercera consistía en no hacerse nunca de enemigos.
Las tres aptitudes eran ideales, y siendo los ideales lo que son, y siendo también las personas lo que son, era imposible que se cumplieran al ciento por ciento. Por su parte, le había ido bien. Habiendo comenzado como hijo de un simple pero emprendedor zapatero remendón, a la edad de diecinueve años ya compraba y vendía votos, y los compraba y vendía gracias a sus oficios y a un asesinato a la edad de veinticinco años, para dirigir después una influyente facción política a los veintiocho y constituirse luego en un indiscutido líder de la famosa Guardia Caeli a los treinta. Cinco años más tarde, ya era magistrado y, al cumplir los cuarenta años, entraba en el Senado. En la ciudad conocía a diez mil personas por su nombre y a otras veinte mil las conocía de vista. En sus listas de favores incluía hasta a sus peores enemigos y, aunque nunca cometió el error de creer que ninguno de sus asociados fuera honesto, nunca cayó en el error más profundo aun de dar por descontada la deshonestidad de ninguno de ellos.
Su peso y enjundia estaban en correspondencia con su posición. Nunca había confiado en las mujeres ni había advertido que fueran particularmente provechosas para sus colegas. Su vicio era la comida, y las enormes capas de grasa que había acumulado en el transcurso de exitosos años no sólo habían hecho de él un hombre de figura impresionante, sino también uno de esos pocos romanos a quienes nunca se veía en público como no fuera envueltos en los pliegues de una toga. Con túnica, la figura de Léntelo Graco no era muy agraciada. Con la toga era el símbolo de la enjundia y la virtud romanas. Sus ciento treinta y cinco kilos de peso servían de base a una cabeza calva de amplia quijada, firmemente asentada sobre anillos de grasa. De voz profunda y ronca, sonrisa persuasiva y alegres ojillos verdes que emergían de sus carnosos párpados, tenía la piel rosada como la de un bebé.
Graco era menos cínico que bien informado. La fórmula del poder romano nunca había sido un misterio para él, y le divertían bastante los cautelosos avances de Cicerón hacia lo que éste gustaba creer que era la más reciente e importante verdad. Cuando Antonio Cayo le pidió su opinión sobre Cicerón, Graco respondió lacónicamente: —Un joven confundido.
Con Antonio Cayo, Graco estaba en los mejores términos, como lo estaba con muchos patricios. La aristocracia era el único misterio y altar que se permitía a sí mismo.
Le gustaban los aristócratas. Los envidiaba. También, en cierta medida, los despreciaba, porque consideraba que todos eran bastante estúpidos, y nunca pudo comprender cómo era posible que obtuvieran tan escaso provecho de su privilegiada cuna y posición social. No obstante, cultivaba su amistad, y esto le daba una sensación de placer y de orgullo cuando era invitado a una de sus espléndidas casas de campo, como la de Villa Salaria. Nunca se dio aires ni trató de pasar por aristócrata. No hablaba el latín amanerado y elegante de los aristócratas, sino más bien el lenguaje fácil de la plebe. Aunque podía permitírselo, nunca intentó tener su propia casa de campo. Por su parte, ellos apreciaban su sentido práctico y el hecho de que fuera fuente de útil información; además, su inmensa figura comunicaba seguridad. Antonio Cayo gustaba de él porque Graco era un hombre absolutamente indiferente ante los juicios morales, y a menudo se refería a Graco como al único hombre totalmente honesto que había conocido.
Aquella noche Graco no se perdió detalle. Sopesaba y evaluaba, pero no juzgaba. Por Cayo no sentía otra cosa que desprecio. El destacado y adinerado general Craso lo divertía, y en lo que se refiere a Cicerón, le comentó a su huésped:
—Posee todo, menos grandeza. Creo que degollaría a su madre si ello beneficiara a la causa de Cicerón.
—Pero la causa de Cicerón no es tan importante.
—Precisamente por eso. Y, en consecuencia, fracasará prácticamente en todo. No es nadie a quien deba temerse ya que no es nadie a quien deba admirarse.
Aquél era el más penetrante comentario que pudiera hacerse de Antonio Cayo, quien era alguien a quien se podía admirar, si bien sus tendencias y prácticas sexuales habían descendido a la altura de un ser de doce años.
Graco estaba dispuesto a admitir para sí mismo que el terreno en que estaba pisando se iba convirtiendo en lodo. Su mundo se desintegraba, pero como quiera que el proceso de desintegración era extraordinariamente lento y ya que él mismo estaba lejos de ser inmortal, no tenía interés en engañarse a sí mismo. Era capaz de ver qué era lo que estaba ocurriendo sin tomar partido; no había necesidad, en su modo de ser, de tomar partido.
En esa noche determinada permaneció despierto hasta bastante después que los demás se hubieran ido a dormir. Durmió poco y mal y salió a dar un paseo por los alrededores, a la luz de la luna. Si alguien se lo hubiera preguntado, habría podido responder con bastante exactitud qué compañeros de cama habían sido elegidos esa noche; pero lo había observado sin entrometerse y no sentía resentimiento alguno. Ésa era Roma. Únicamente un loco lo consideraría de otro modo.
Mientras caminaba vio a Julia sentada en un banco de piedra, triste figura en medio de la noche, desposeída y aterrorizada por su propia incapacidad de adaptación y por la forma en que había sido rechazada. Se volvió hacia ella.
—Somos dos, esta noche —le dijo a ella—. Es una noche incomparable, ¿verdad, Julia?
—Si usted lo siente, así es.
—¿Y usted no, Julia? —arregló su toga y agregó—. ¿Le gustaría que me sentara un rato?
—Por favor, siéntese.
Se sentó y durante un rato permaneció silencioso, sensible a la belleza de los alrededores iluminados por la luna, la enorme casa blanca tan graciosamente enhiesta sobre su lecho de arbustos y siemprevivas, la terraza, las fuentes, el pálido destello de una que otra escultura, las glorietas con sus hermosos bancos de mármol rosa suave o negro intenso. ¡Cuánta belleza había logrado Roma! Finalmente comentó:
—Al parecer, todo esto debería contentarnos, Julia.
—Sí, así debería ser.
Él era amigo y huésped de su esposo.
—Es un privilegio ser romano —señaló él.
—Usted nunca dice tonterías como ésas, salvo cuando está conmigo —respondió Julia en voz baja.
—¿Usted cree?
—Sí, así lo creo. ¿Dígame, oyó alguna vez hablar de Varinia?
—¿Varinia?
—¿Usted nunca suelta prenda sobre nada sin antes haberle dado vueltas mentalmente al asunto por lo menos cuatro o cinco veces? No estoy tratando de hacerme la inteligente, mi amigo. —Posó su mano en la enorme manaza de Graco y prosiguió—: No podría hacerlo. Varinia era la mujer de Espartaco.
—Sí, he oído hablar de ella. En realidad, ustedes están obsesionados con Espartaco. Esta noche no he oído hablar de otro tema.
—Bueno, el caso es que perdonó a Villa Salaria. No sé si tengo que agradecérselo o no. Supongo que se debe a los símbolos de castigo. Yo no he salido aún al camino. ¿Es muy terrible verlos?
—¿Terrible? No les he prestado mucha atención. Allí están y eso es todo. La vida es barata y los esclavos no valen nada en estos días. ¿Por qué me preguntó sobre Varinia?
—He estado tratando de pensar en alguien a quien envidio. Creo que la envidio.