La comisión estaba integrada por cinco senadores. Dos de ellos eran
consulares
; los otros tres eran patricios distinguidos y sagaces. La comisión había ido a visitarlo con el fin de prevenir cualquier iniciativa política que Graco estuviera a punto de emprender, y no tanto por la emergencia que se vivía en ese momento. De modo que le hablaron de manera directa e íntima y lo riñeron.
—Pero, Graco, ¿cómo es posible que hayas pasado un año entero sentado en tu escaño, esperando el momento de ofendernos?
—No tengo ni el talento ni la gracia necesarios para pediros perdón en la forma que vosotros merecéis —dijo Graco disculpándose.
—Tienes ambas cosas, pero eso es un asunto aparte.
Hizo que trajeran asientos y se sentaron formando un círculo en torno a él, cinco hombres de edad y plenos de dignidad, envueltos en finas togas blancas que se habían convertido en el símbolo del dominio romano sobre el mundo. Graco ordenó que trajeran vino y una bandeja con dulces. El
consularis
Caspio hizo de portavoz. Aduló y desconcertó a Graco, ya que el anfitrión no consideraba que se hubiera desencadenado una crisis de tanta magnitud. Siempre había soñado con representar el papel de cónsul, pero ése no era plato para él y no tenía ninguna de las habilidades o especiales conexiones familiares requeridas para ello. Trató de adivinar qué era lo que se traían entre manos, y lo único que pudo detectar fue que podía tratarse de algo relacionado con Hispania, donde la revuelta contra el Senado —y, por supuesto, contra Roma—dirigida por Sertorio se había convertido en una lucha por el poder entre Sertorio y Pompeyo. Graco ya había efectuado sus cálculos al respecto. Despreciaba a ambos rivales y estaba decidido a permanecer neutral y dejarlos que se destruyeran mutuamente. Y lo mismo ocurría con los cinco caballeros que estaban frente a él.
—Tú ves, entonces —dijo Caspio—, que esta rebelión de esclavos en Capua implica un enorme peligro.
—Yo no veo nada de eso —respondió llanamente Graco.
—Tomando en cuenta lo que hemos tenido que padecer a raíz de levantamientos de esclavos...
—¿Qué es lo que sabéis, respecto a este levantamiento? —preguntó Graco en un tono más cortés que el empleado anteriormente—. ¿Cuántos esclavos están implicados? ¿Quiénes son? ¿Hacia dónde se han dirigido? ¿Qué hay de real en vuestra preocupación?
Caspio respondió las preguntas una por una:
—Nos hemos mantenido en contacto constantemente. Al comienzo se trataba tan sólo de los gladiadores. Hay noticias de que únicamente escaparon setenta. Una información posterior afirma que se trata de más de doscientos, entre los cuales hay tracios, galos y numerosos negros africanos. Las informaciones más recientes proporcionan un número más alto. Esto puede ser resultado del pánico. Por otra parte, es posible que se hayan producido disturbios en los latifundios. Al parecer, los insurrectos han provocado numerosos daños, pero no disponemos de detalles. Y en cuanto hacia dónde se han dirigido, parece que avanzan en dirección al Vesubio.
—¡Solamente parece! —exclamó Graco impaciente—. ¿Son tan idiotas en Capua que no pueden ni siquiera saber qué es lo que ha ocurrido en su propia casa? Allí hay una guarnición. ¿Por qué esa guarnición no puso fin a eso rápida y expeditivamente?
Caspio miró fríamente a Graco.
—Tenían solamente una cohorte en Capua.
—¡Una cohorte! ¿Cuántos efectivos se necesitan para aplastar a unos cuantos infelices gladiadores?
—Tú sabes tan bien como nosotros lo que debe de haber ocurrido en Capua.
—No lo sé, pero puedo imaginármelo. Y lo que me imagino es que el comandante de la guarnición debe de estar a sueldo de cuanto asqueroso
lanista
opere en el lugar. Veinte soldados aquí, una docena allá. ¿Cuántos quedaban en la ciudad?
—Doscientos cincuenta. Así es. No es necesario que demos muestras de rectitud, Graco. Las tropas fueron derrotadas por los gladiadores. Por ese motivo estamos tan preocupados, Graco. Pensamos que las cohortes de la ciudad deben ser enviadas de inmediato.
—¿Cuántas?
—Por lo menos seis cohortes... por lo menos tres mil hombres.
—¿Cuándo?
—Inmediatamente.
Graco movió la cabeza. Eso era precisamente lo que debía haber esperado. Pensó en lo que se proponía decir. Lo pensó cuidadosamente. Reunió mentalmente cuanto sabía y había sabido de psicología de los esclavos.
—No lo hagáis.
Tenía la costumbre de oponérseles. Todos preguntaron por qué.
—Porque no confío en las cohortes de la ciudad. Dejad en paz a los esclavos por ahora. No enviéis a las cohortes de la ciudad.
—¿Y a quiénes enviaremos?
—Llamad a una de las legiones.
—De Hispania. ¿Y Pompeyo?
—¡Que reviente Pompeyo, maldito sea! De acuerdo, dejad Hispania en paz. Haced bajar de la Galia Cisalpina a la tercera legión. No os precipitéis. Se trata de esclavos, de un puñado de esclavos. No pasará nada a menos que hagáis algo...
Así discutieron el asunto y en sus recuerdos Graco revivía la discusión y veía a los cinco senadores, con su increíble temor por la sublevación de los esclavos, decididos a enviar a seis de las cohortes de la ciudad. Graco durmió muy poco. Despertó al alba, como hacía siempre, independientemente del tiempo que hiciera y del lugar en que se hallara. Bebió agua y comió fruta en la terraza como hacía cada mañana.
La luz del día disipa los temores y las confusiones que suelen embargar al hombre y muy a menudo es como un bálsamo y una bendición. Muy a menudo, pero no siempre, ya que hay ciertas categorías de seres humanos a quienes no les agrada la luz del día. Un prisionero se abraza a la noche, que es para él tibio abrigo que lo protege y reconforta, y la luz del día no trae alegría al condenado. Pero con frecuencia la luz del día disipa las confusiones de la noche. Los grandes hombres recuperan cada mañana el manto de su grandeza, porque hasta los grandes hombres son como los otros durante la noche, y algunos hombres hacen cosas despreciables y otros lloran y otros se hunden en el temor de la muerte y de una obscuridad mayor aún que la que los rodea. Pero por la mañana vuelven a ser otra vez grandes hombres, y Graco, sentado en la terraza, cubierto con una toga fresca de níveo blancor, alegre y confiado su grande y carnoso rostro, era el vivo retrato de lo que debía ser un senador romano. Muchas veces se ha dicho, entonces y después, que nunca hubo mejor ni más noble ni más sabio conjunto de hombres reunidos para legislar que los que integraban el Senado de la República de Roma, y observando a Graco, uno se inclinaría a aceptar tal aserto. Era cierto que no procedía de noble cuna y que la sangre que corría por sus venas era de ascendencia extraordinariamente dudosa, pero era muy rico, y una de las virtudes de la República era la de que los hombres fueran medidos tanto por sí mismos como por sus ancestros. El hecho mismo de que los dioses dieran vida a un hombre era indicio de sus cualidades innatas, y si se quería prueba de ello no había más que mirar cuántos eran pobres y cuan pocos eran ricos.
Mientras Graco se hallaba sentado allí, se le unieron los otros integrantes del grupo que había honrado con su presencia a Villa Salaria. Era un extraordinario conjunto de hombres y mujeres el que se había reunido allí a pasar la noche, y ellos estaban absolutamente convencidos de que eran personas extraordinarias y muy importantes. Se sentían cómodos entre ellos y este hecho servía para subrayar su confianza en Antonio Cayo, quien nunca cometía el error de mezclar inadecuadamente a la gente en su casa de campo. Pero en el ámbito de la campiña romana no resultaban tan fuera de lo común. Es cierto que entre ellos había dos de los individuos más ricos del mundo, una mujer joven que se convertiría en una de las prostitutas más famosas de todos los tiempos, y un hombre joven que mediante una existencia plena de frías y calculadas intrigas y maquinaciones haría que se lo recordara en los siglos venideros, y otro hombre joven cuya vida disoluta llegaría a ser famosa por sí misma; pero casi en cualquier oportunidad podía encontrarse el mismo tipo de huéspedes en Villa Salaria.
Aquella mañana se agruparon en torno a Graco. Era el único entre ellos que llevaba toga. Era el inconmovible señor magistrado, sentado allí con su agua perfumada, mondando una manzana y dirigiendo unas palabras a éste o aquél. «Se recuperan bien», pensó, mirando a los bien vestidos caballeros y a las bien pintadas mujeres, con el cabello experta y hermosamente peinado y el lápiz labial y el colorete tan artísticamente aplicados. Hablaron de esto y aquello y la conversación era interesante y bien ensayada. Si hablaban de escultura, Cicerón adoptaba una posición oficial, como era de esperar:
—Estoy cansado de oír hablar tanto de los griegos. ¿Qué es lo que han hecho que los egipcios no hubieran realizado ya hace mil años? En ambos casos hay una degeneración particular, un pueblo incapacitado para el crecimiento y el mando. Que es lo que refleja su escultura. Por lo menos, los artistas romanos reproducen lo que es.
—Pero que puede ser muy aburrido —protestó Helena, con la prerrogativa de la juventud y de su condición de intelectual y de mujer.
Era de esperar que Graco proclamara su total ignorancia respecto al arte. No obstante, declaró: —Yo sé lo que me gusta.
Y Graco entendía bastante de arte. Había comprado obras de arte egipcio, porque le habían tocado alguna fibra íntima. Craso no tenía opiniones muy firmes sobre arte y era de notar cuan escasos eran los conceptos firmes que tenía, aunque era un buen general, tal como se demostró con el transcurso de los años. Al mismo tiempo, no le agradó la afirmación engreída y pedante formulada por Cicerón. Era muy fácil hablar de degeneración cuando no se tenía que luchar contra esos supuestos degenerados.
—Debo decir que estoy por la escultura griega —hizo notar Antonio Cayo—. Es barata y muy agradable una vez que el color desaparece. Por supuesto, se trata de esas obras descoloridas que uno encuentra por ahí, pero quedan bien en los jardines y yo, de todos modos, las prefiero.
—Entonces usted debería haber comprado los monumentos de Espartaco antes de que nuestro amigo Craso los hubiera mandado destruir —dijo Cicerón sonriendo.
—¿Monumentos? —preguntó Helena.
—Hubo que hacerlos destruir —replicó Craso con tranquilidad.
—¿Qué monumentos?
—Si no me equivoco —dijo Cicerón—, fue Graco quien firmó la orden de destrucción.
—Usted nunca se equivoca, ¿verdad, joven? —bramó Graco—. Tiene usted bastante razón. —Y explicó a Helena—: Había dos grandes monumentos, tallados en piedra volcánica, que Espartaco erigió en las laderas del Vesubio. Yo nunca los vi, pero firmé la orden de que fueran destruidos.
—¿Cómo pudo hacer eso? —preguntó Helena.
—¿Cómo podía no hacerlo? ¡Si la inmundicia erige un emblema a la inmundicia, no hay más que barrer con él!
—¿Cómo eran los monumentos? —preguntó Claudia. Graco movió la cabeza, sonriendo apenado por la forma en que los fantasmas de los esclavos y el fantasma de su líder interferían en la conversación, no importando cómo hubiera comenzado ésta.
—Yo nunca los vi, querida Claudia. Craso los vio. Pregúntele a él.
—No puedo darle ninguna opinión artística —dijo Craso—. Pero aquellas estatuas tenían el aspecto que se supone debían tener. Había dos. Una representaba la figura de un esclavo y medía unos quince metros de altura, según creo. Era una figura de pie, con las piernas separadas, que había roto sus cadenas, que colgaban a su lado. Con un brazo estrechaba a una criatura contra su pecho, y en la mano del otro brazo, que colgaba a su lado, blandía una espada hispánica. Así era este primer monumento, y supongo que se le podría denominar coloso. Estaba bastante bien hecho, por lo que pude ver, pero, como ya he dicho, no soy juez en cuestiones de arte. Pero estaba sencillamente realizado, y el hombre y el niño estaban bien formados, aun en detalles como las callosidades y las llagas que normalmente producen las cadenas. Recuerdo que el joven Gayo Taneria me hizo notar la sólida forma de los hombros del esclavo y las hinchadas venas de sus manos, tal como pueden observarse en cualquier labrador. Como ustedes saben, con Espartaco iban numerosos griegos, y éstos son muy habilidosos en esta actividad. Nunca tuvieron oportunidad de pintarlo o posiblemente no tuvieron ocasión de conseguir pintura y, en su conjunto, recordaba a esas viejas estatuas que se ven en Atenas, de las que ha desaparecido la pintura, y estoy de acuerdo con Cayo en que en esa forma son muy agradables... y muy baratas también. El otro monumento no era tan alto; las figuras medían poco más de seis metros de altura, pero también estaban hábilmente realizadas. Eran tres gladiadores, un tracio, un galo y un africano. El africano, lo que es muy interesante, había sido tallado en piedra negra; las otras figuras eran blancas. El africano estaba en el centro, era algo más alto que los otros dos y empuñaba el tridente con ambas manos. A un lado del africano estaba el tracio, puñal en mano, y en el otro lado el galo, blandiendo la espada. El monumento estaba concebido de una manera muy realista: podía verse que habían combatido, porque presentaban tajos en los brazos y las piernas. Detrás de ellos había una mujer en una actitud muy orgullosa; se dice que Varinia había servido de modelo. La mujer tenía un desplantador en una mano y un azadón en la otra. Debo confesar que nunca pude comprender el significado de aquello.
—¿Varinia? —preguntó Graco en voz baja.
—¿Por qué tuvo que destruir esos monumentos? —inquirió Helena.
—¿Podíamos dejar en pie sus monumentos? —replicó Graco—. ¿Íbamos a dejarlos allá para que los contemplara todo el mundo y se comentara: «Aquí está lo que hicieron los esclavos»?
—Roma es lo suficientemente poderosa como para permitirse dejarlos... sí, y que llamen la atención —declaró Helena.
—¡Muy bien dicho! —hizo notar Cicerón, pero Craso pensó en cómo se habían desarrollado los acontecimientos allí, con diez mil de sus mejores hombres tendidos en un campo cubierto de sangre, y los esclavos alejándose cual enfurecido león que solamente está molesto pero apenas herido.
—¿Qué aspecto tenía la escultura de Varinia? —preguntó Graco, tratando de que la pregunta pareciera lo más intrascendente posible.
—No creo que pueda recordarlo muy bien. Podía tomársela por una mujer germana o gala, de cabellos largos, túnica suelta y todo lo demás. El cabello trenzado y sujeto en la forma en que lo llevan las germanas y las galas. Tenía hermosos pechos y una agradable figura, como la de algunas de esas mozas germanas que suelen verse en el mercado y que todos se muestran dispuestos a comprar. Por supuesto, no se sabe si se trataba de Varinia o no. Al igual que en todo lo que se refiere a Espartaco, no sabemos casi nada con certeza. Salvo que uno quiera tragarse toda la propaganda y dejar que las cosas sigan de ese modo. Todo lo que yo sé respecto a Varinia es lo que me contó ese sucio y viejo
lanista
, Baciato, y fue muy poco, salvo que se le soltó la lengua y se le caía la baba al recordarla.