—¿Quién es?
—Nadie. No sé.
—Tú la conoces, ¿verdad? ¿Qué sabes de ella?
—Ya te he dicho que no es nadie.
—Eso no es cierto. Te pregunté por ella cuando nos encontramos en el tanatorio y me dijiste que era alguien a quien habías conocido hacía tiempo.
—Pues te mentí. No es nadie a quien conozca.
—¡Sí lo es! —exclamó Darío al tiempo que extraía de su cartera la foto tomada por Silvia el día de su muerte—. Sólo sé que se llama Ana y que frecuenta —o, mejor dicho, frecuentaba— The Gargoyle. Y tú también la conoces. Sabes algo sobre ella, ¿verdad?
Violeta empezaba a inquietarse. No podía contarle quién era Ana, pero intuía que estaba a punto de descubrir algo importante sobre la no-muerta.
—Por favor, no me pidas que te hable de ella. ¡No puedo!
—¡Sí puedes! ¿Sabes quién sacó esta fotografía y dónde fue tomada?
—¿Cómo quieres que lo sepa? No estaba ahí.
—Pues yo te lo diré. ¡La hizo mi hermana justo antes de morir! Esa noche esta mujer estuvo en casa de Silvia, en su habitación. ¡Ella la mató!
—Eso es absurdo. ¿No me dijiste que tu hermana murió de un paro cardíaco? Lo que estás contando no tiene sentido. Además, tú estabas con ella cuando ocurrió. La habrías visto.
—¡Y la vi! Pero ella se encargó de borrar mis recuerdos. Por eso no lo comprendí hasta que vi la fotografía. Tienes que creerme. Esa mujer no es humana. No sé lo que es, pero sospecho que pertenece a la legión de los no-muertos. Darky, necesito que me ayudes. Si sabes algo sobre ella, éste es el momento de contarlo.
Violeta no sabía qué hacer. ¿Debía contarle la verdad?
—No puedo hablar sobre Ana, me mataría. Tú no la conoces. Es capaz de cualquier cosa con tal de salvaguardar su secreto.
—Por favor...
Darío la miraba con ojos de cordero degollado. ¿Cómo podría negarse? Además, estaba harta de Ana. La odiaba por completo.
—Ella no es humana —dijo al fin—. Se alimenta de sangre y yo vivo en su casa.
—Pero tú...
—¡Yo no! Ella me esclavizó, me obligó a hacer cosas terribles, como matar a un gato para probarle mi lealtad. ¿Recuerdas la noche del móvil? Cuando me preguntaste qué llevaba en el abrigo. En realidad, tenías razón: guardaba una daga. Pero yo no maté a Alejandra Kramer.
Cualquier otra persona la habría tomado por una demente. ¿Quién podría escuchar semejante relato sin pensar que estaba enferma? Esa muchacha no sólo creía en la existencia de vampiros, sino que aseguraba vivir con uno. ¡De locos!
Sin embargo, a Darío no había que convencerle de nada. Él ya creía en la presencia de vampiros entre nosotros desde hacía muchos años, así que sus palabras no podían resultar menos chocantes que las de Violeta.
—Eso ya lo sé. Han cogido al asesino hace poco. Pero no entiendo por qué llevabas eso en el bolsillo.
—Es de Ana. La guarda en una caja y esa noche la cogí para sentirme segura. Tenía miedo de que me pillara al regresar a casa. Ella me tiene prohibido frecuentar los locales góticos. ¡Y me descubrió cuando volví! Pero fui incapaz de usarla contra ella.
—¡Entonces fue Ana!
—No pienso que ella haya matado a tu hermana. Créeme cuando te digo que Ana es demasiado inteligente para dejarse fotografiar. No va dejando pruebas de su existencia por ahí. Por eso nadie ha logrado acabar con ella todavía.
—Yo lo haré. Acabaré con ese monstruo.
—¡No podrás! Es mucho más fuerte que cualquier humano. ¡La luz no la afecta! Posee poderes que nosotros no tenemos: lee tus pensamientos, tiene mucha más fuerza física, es capaz de imitar voces a la perfección y puede hacer otras muchas cosas que la convierten en un ser indestructible.
—Todo el mundo tiene un punto débil, incluso los vampiros. Lo averiguaré y la destruiré.
—Es posible que lo tenga, pero no podrás hacer nada sin ayuda. Y nadie te ayudará por la sencilla razón de que nadie te creerá.
—Tal vez tú podrías...
—No puedo, y no por falta de ganas, te lo aseguro, pero ella me produce espanto. Y eso que ahora, con lo del embarazo, está mucho más permisiva.
—¿Embarazo? ¿Has dicho embarazo?
—Sí, está a punto de dar a luz. Yo creía que las no-muertas no tenían la capacidad de quedarse preñadas, pero te puedo asegurar que su «bombo» es tan real como mis arrugas.
Darío sonrió enigmáticamente. Quizá, después de todo, aún existiera una oportunidad para acabar con la no-muerta.
Aquella tarde Alejo no hizo una buena elección.
Había pasado toda la tarde observándolos a través del cristal y al final se había decantado por seguir a Darío. «La otra seguro que no sabe nada», se dijo cuando vio que los jóvenes se disponían a salir del viejo café.
Su única obsesión era encontrar a Ana. ¿Dónde se había metido? Parecía que se la hubiera tragado la tierra. Había estado en todos los locales góticos de la capital y nadie recordaba haberla visto. Se había desvanecido igual que un fantasma.
«Aquí todo el mundo viste igual. No sabría decirte si ha estado o no», le explicó una de las camareras del Dark Hole.
«Si la hubieras visto, la recordarías —pensó mientras abonaba la consumición —. ¡Como para olvidarla!»
Ojalá pudiera hacerlo. Deseaba desterrarla de su mente para siempre, pero no podía. Ana le había destrozado el corazón y la vida. O, mejor dicho, lo había hecho él sólito, sin ayuda de nadie. Su padre tenía razón. Era un completo desastre, un perdedor que nunca llegaría a nada. Y ahora ni siquiera tenía trabajo. Suerte que disponía de algunos ahorros para ir tirando.
De Silvia no había vuelto a saber nada. Seguro que ya habría encontrado a otro mejor que él. No podría reprochárselo. La había llamado un par de veces al móvil, pero la primera vez que lo hizo saltó el buzón de voz, mientras que la segunda ni siquiera pudo dejarle un mensaje. Tenía el buzón lleno. Ella no le había devuelto la llamada, así que suponía que no quería volver a saber nada de él.
A su padre aún no le había hablado del despido. No tenía ganas de escuchar sus reproches. Seguro que pondría el grito en el cielo. No le diría nada hasta que encontrara otro empleo, pero eso era difícil. «Mírate. Son las tres de la madrugada y aquí estás, tomándote una copa en el Dark Hole. Mañana no habrá quien te levante para llamar a los anuncios.»
La vigilancia a Darío no había sido productiva: éste se había limitado a salir a tomar un café con una amiga. Después, el joven gótico había regresado a casa de sus padres y a Alejo no le quedó más remedio que regresar a casa para esperar a que se hiciera de noche. Cuando oscureció, se cambió de ropa y se dirigió al Dark Hole. Era el que tocaba esa noche. ¿Pero para qué engañarse? El verdadero motivo por el que estaba allí era por si a Ana se le ocurría aparecer.
—¡Santo Dios, no podemos dejarla ahí! —susurró Merino mientras Castro le arrastraba de la levita.
—¿Es que no has visto lo que acaba de hacerle? La niña está muerta —le apremió su amigo—. Ya no podemos hacer nada por ella, sólo salvar nuestras vidas e idear un plan para acabar con esos monstruos. ¿Has visto sus ojos?
—No es seguro que esté muerta.
—¡Sí lo es! ¡Son revinientes! Le ha succionado la sangre y después le ha roto el cuello. La pequeña Beatriz está muerta y...
Súbitamente, Mariana giró la cabeza y permaneció atenta, a la escucha ante cualquier sonido extraño. Quizá su instinto había detectado la presencia de los intrusos. Los hombres vieron sus pies aproximarse a la rejilla que les protegía. Instintivamente, se apartaron de ella. Sus zapatos de niña contrastaban con la monstruosidad de sus actos. Un mechón de la pequeña Beatriz colgaba de su mano. Mariana estaba furiosa, quizá por la discusión que acababa de mantener con su madre.
Merino y Castro enmudecieron. Lo único que podía oírse era el latido de sus corazones y sus respiraciones entrecortadas. Estaban aterrados ante el horrendo espectáculo que se les mostraba al otro lado de la trampilla. La niña permaneció allí unos instantes, inmóvil. Después regresó junto al cadáver para continuar su juego macabro. Le estaba cortando el pelo al cero, «sabe Dios con qué oscuras intenciones», pensó Merino. Sus espectadores lo ignoraban —quizá, de haberlo sabido, se habrían sentido aún peor —, pero Mariana se estaba confeccionando una almohada con el pelo de sus víctimas.
—¡Vamos! Antes de que sea tarde. No quiero ni pensar lo que ocurrirá si regresa la otra.
Los hombres retrocedieron a tientas por la galería angosta y mohosa. Habían apagado sus antorchas ante el temor de ser descubiertos por las no-muertas y avanzaban rápido, en completa oscuridad —a pesar de que el miedo casi les inmovilizaba las piernas—, por instinto de supervivencia.
Recorrieron el túnel como almas en pena. Si la luz hubiera permitido a Castro contemplar el rostro de su amigo, habría advertido que en sus ojos se acumulaban lágrimas de impotencia. Cuando por fin divisaron la salida que conducía al sótano del internado, ambos respiraron aliviados, conscientes de que tal vez habían salvado la vida de manera milagrosa.
Sin decir una palabra y sin mirarse a la cara se dirigieron al despacho de Merino. Allí, en uno de los cajones de su buró, el director del internado guardaba una petaca del más puro brandy. Merino sirvió dos copas que apuraron de un trago. Después, otras dos, pero éstas las saborearon con más calma, sentados junto al fuego. Sus ropas aún olían a moho y tenían el frío metido en los huesos.
—Dime que lo que acabamos de presenciar es sólo una pesadilla. Despiértame si es preciso —rogó Merino a su amigo.
—Me temo que esos monstruos son tan reales como tú y como yo.
—Sigo pensando que no debimos dejar allí a Beatriz.
—No había otra opción. La niña ya estaba muerta y nosotros no podíamos hacer frente a esa «cosa» sólo con nuestras manos —explicó Castro aún con el rostro desencajado—. Durante los años que pasé en París tuve la oportunidad de leer un tratado escrito en 1746 por un famoso abate, el padre Agustín Calmet. Su obra estaba dividida en dos volúmenes, uno de los cuales dedicó por completo a los revinientes o vampiros. Así los llamaba.
—Yo nunca he creído en ese tipo de leyendas —le interrumpió Merino.
—Ni yo... hasta hoy. Sin embargo, algunos de los casos descritos por Calmet en su tratado recuerdan a lo que hemos presenciado hace apenas un rato.
Las manos le temblaban cuando extrajo su pipa del bolsillo, pero a pesar de ello comenzó a preparársela con toda la calma que era capaz de mostrar, que no era mucha.
—Por lo que leí, la única forma de terminar con los revinientes es clavándoles una estaca en el corazón, pero para mayor seguridad hay que cortarles la cabeza a continuación.
—¡Eso es una locura! ¿Pretendes acaso...?
—¿Te parece de cuerdos lo que ha hecho esa bestia? Son peores que lobos. ¡Métetelo de una vez en la cabeza! Y seguirán actuando a menos que tomemos cartas en el asunto.
—¿Y por qué nosotros? Trasladémosle esa responsabilidad al investigador Torres. A fin de cuentas, él representa a la autoridad. Que se las arreglen él y su ayudante.
—Porque nadie va a creernos. ¿No te das cuenta? Ni tú mismo sospechabas que existieran seres como ésos hace tan sólo unos minutos. Además, ¿recuerdas su reacción cuando Tristana le contó lo que había visto en el baño? No sólo no le dio crédito —tampoco nosotros lo hicimos—, sino que amenazó con castigarla de manera severa. No otorgará la menor credibilidad a nuestro testimonio. Y mientras tanto puede morir otra niña más.
—Pero...
—Agustín, si quieres salvar a las alumnas y evitar el cierre de este centro, debes ayudarme a acabar con esos demonios. De otro modo, ellos lo harán con nosotros.
—No sé qué decir, no me veo capaz de hacer algo así.
—Yo lo haré. Será suficiente con que me cubras las espaldas.
—¿Y cómo?
—Entraremos por la trampilla, igual que hicieron ellas. No sabemos dónde se encuentra esa casa. Sin duda tiene que estar cerca del internado. Pero hemos de actuar rápido y con cautela, no hay tiempo para averiguarlo.
En ese momento los hombres fueron interrumpidos. Alguien llamaba con insistencia a la puerta.
—Señor, disculpe que les moleste, pero el investigador Torres está aquí —anunció una de las profesoras—. Insiste en hablar con usted.
Merino miró a Castro y éste le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Está bien, hágale pasar.
Cuando la profesora se marchó, Castro se volvió hacia su amigo.
—No se te ocurra revelar nada de lo que hemos descubierto. En caso contrario, ese hombre se empeñará en declararte no apto para dirigir este internado.
Merino asintió mientras Torres y su ayudante entraban en la sala.
—Me parece que no conozco a su amigo —dijo Torres a modo de saludo.
—Le presento al señor Castro. Ha venido a pasar unos días con nosotros.
—Bien, tanto mejor —dijo triunfante—. Así podrá ayudarle con los preparativos. Traigo una orden para el cierre provisional de este centro. Como comprenderá, después de la última desaparición no se puede hacer otra cosa.
En el fondo, Torres era un acomplejado y no había olvidado el desplante que le habían hecho él y su abuela días atrás. Odiaba a la clase pudiente y, además, seguía obcecado con la idea de que el criminal tenía que ser alguien muy cercano a las niñas. Y, de momento, no se le ocurría mejor sospechoso que el propio director.
—No se saldrá con la suya, Torres.
Celso Castro le interrumpió.
—No se preocupe, investigador Torres, hoy mismo iniciaremos los preparativos para el cierre. Avisaremos a los padres y tutores de las niñas para que vengan cuanto antes a buscarlas. Y ahora, si no le importa, tenemos mucho trabajo por delante —apostilló al tiempo que abría la puerta invitándole a salir.
Merino miró a su amigo con sorpresa. ¿Es que acaso iba a ponerse de su parte?
Torres se quedó desconcertado y, como no se esperaba su reacción, fue incapaz de hacer o de decir nada. Así que, cuando quiso darse cuenta, la puerta se había cerrado ante sus narices.
—Mejor así. ¡Al cuerno con Torres! —exclamó Castro—. De este modo tendremos más libertad de acción. Lo importante era quitárnoslo de encima para que no meta sus narices en este asunto.
—Pero él cree que yo las maté.
—Déjale que crea lo que le plazca. Cuando todo esto termine, no le quedará más remedio que venir arrastrándose a pedirte perdón. ¡Confía en mí!