Havana Room (17 page)

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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

BOOK: Havana Room
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Pero no lo hice. En lugar de eso, rodeé con mis manos calientes la enorme mano que estaba congelada. Conté hasta treinta, luego junté las mías para calentármelas y volví a empezar. Al cabo de varios intentos, tenía las manos entumecidas de frío y la de Herschel seguía exactamente igual. No era para sostener las manos de un muerto para lo que había ido a la facultad de derecho de Yale, ni para lo que había trabajado setenta horas a la semana durante los diez primeros años de mi carrera, ni para lo que había dicho que sí a Allison. Era una locura. Pero, a pesar de mí mismo, seguía dando vueltas al problema, tratando de hallar una solución.

—Poppy tiene café —recordé—. En su camión.

—¡Exacto! —gritó Jay.

En un abrir y cerrar de ojos había subido y bajado la pendiente, y echaba café del gran termo de Poppy sobre la mano de Herschel. A través del resplandor de la linterna se elevaba vapor.

—Esto va a funcionar —dijo, sacudiendo la palanca de cambios con violencia. Echó más café—. Ya casi está.

Movió la palanca hacia un lado y esta vez la mano se alargó rígida al vacío.

—A ver si conseguimos ponerlo en marcha.

No había demasiado espacio entre la barriga congelada de Herschel y el volante. Jay se retorció hasta quedarse medio incorporado medio encorvado, con las nalgas contra las ingles del muerto.

—Herschel, tío, siento mucho todo esto —murmuró—. Claro que si no fueras tan gordo…

Hizo girar la llave. No pasó nada. Volvió a intentarlo. Oí un débil clic.

Jay bajó de la cabina y levantó la tapa de la caja de herramientas empotrada en el escalón inferior del bulldozer.

—Probablemente se ha dejado las luces encendidas. La batería está casi agotada. —Sacó lo que parecía un bote de pintura de spray, se inclinó sobre el motor y roció el embudo metálico en forma de chimenea que salía de él—. Es éter —explicó—. Para el motor de arranque. Esto pone en marcha lo que sea.

Dejó caer el bote en la caja de herramientas, luego volvió a rebuscar en ella y sacó una lata más pequeña. Caminó tambaleante por la arena blanda hasta la parte delantera del bulldozer, apoyándose con una mano en el borde dentado de la enorme pala. A pesar de su juventud y de su visible vitalidad física, parecía estar realizando un esfuerzo. Desenroscó el tapón de la gasolina que sobresalía de los escalones del otro lado de la cabina y vació la lata en el depósito, dándole golpecitos. Luego extrajo con el dedo una especie de mantequilla azul y la dejó caer también en el depósito.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Gel. —Echó más—. Calienta el gasoil.

Arrojó la lata a la oscuridad y se subió de nuevo a la cabina. Los mandos de la retroexcavadora y los brazos hidráulicos estaban en la parte trasera, en el lado de la cabina que miraba hacia abajo, mientras que los mandos de la pala delantera y del bulldozer propiamente dicho miraban hacia arriba.

—Dame un palo —gritó Jay—. En forma de horca.

Yo tenía los pies helados y se me había metido arena en los zapatos, pero busqué alrededor y vi un árbol muerto a unos metros. Arranqué una rama de aproximadamente un metro de longitud y volví corriendo hasta Jay. Me cogió la rama de las manos.

—Normalmente puedes girar en redondo en el asiento.

Esta vez se sentó en el regazo de Herschel. Miré instintivamente la cara del hombre para ver qué sentía con Jay sentado encima. Pero su máscara pétrea no cambió, por supuesto. Jay hizo girar la llave. El motor hizo clic, giró, tosió. El bulldozer vibró con fuerza. Sentí una mezcla de alegría y preocupación. Empezó a caer arena por detrás del bulldozer, y uno de los enormes brazos hidráulicos bajó despacio hasta clavarse en la arena. Jay apagó el motor.

Subimos la cuesta. Poppy había vuelto con la cadena y estaba sentado en el gran camión. Sobre el volante había un guante, como una mano incorpórea, y supuse que deslizaba sus dedos arruinados en él para aferrarlo mejor. Se bajó de un salto, y entre él y Jay fijaron los dos extremos de la gruesa cadena a la anilla de remolque que había en la parte trasera del camión. A continuación arrastraron la cadena hasta el bulldozer, donde Jay lo enganchó a un aro de la parte superior de la pala. Yo seguía sus movimientos gracias al oscilante arco que describía su linterna. Entretanto Poppy sacó a rastras un leño grueso de las zarzas, lo puso paralelo al borde del precipicio y colocó la cadena por encima, de modo que se moviera sobre el leño sin hundirse en la arena. Sabían lo que se hacían, y se movían sin apenas decir nada. Cuando terminaron, la doble cadena que se extendía del bulldozer al camión descansaba sobre el leño.

—Esto es una locura —dije—. Estáis a punto de infringir la ley. Jay, deberías dejarlo aquí y llamar a la policía. ¡Escucha, soy abogado, hazme caso!

—Así es como quiero hacerlo —dijo Jay—. Poppy, pon en marcha el mil cuatrocientos. Y deja el freno de mano puesto. Yo pondré en marcha el Gato. Cuando toque la bocina es que estoy listo. Entonces yo avanzo hacia delante y tú también. Hazlo con cuidado. Me moveré muy despacio, si es que me muevo. No quiero que se parta el cable… Caería hacia atrás. Pero tampoco que la cadena se destense. Bill, quiero que te quedes aquí con la linterna. Ni Poppy ni yo podremos vernos, pero yo te veré a ti y Poppy podrá hacerlo por el espejo retrovisor.

—Es una locura. Yo no…

—Bill, voy a hacerlo con o sin tu ayuda.

—No pienso ayudaros… no pienso hacerlo.

—Entonces quédate al margen. —Me tendió la mano—. Gracias por todo lo que has hecho esta noche. Si me pasa algo, quiero que sepas que me alegro de haberte conocido.

—¿Cómo?

—Escucha, si el bulldozer se cae hacia atrás, estoy acabado, tío. Cuarenta y cinco metros, dando vueltas y más vueltas, y luego el mar. La marea está alta. Te lo digo, estaré acabado.

Y, dicho esto, bajó por el acantilado con su calzado resistente.

—¡Eh! —gritó Poppy detrás de él—. No corras tanto por ahí.

Pero antes de que pudiera preguntarle por qué. Jay se había subido al bulldozer. Yo tenía el ánimo por los suelos, pero apunté la linterna hacia la cabina tal como me habían pedido. Poppy saludó despacio con la mano. Desde mi posición en el borde del acantilado veía a los dos hombres. Hice señas a Jay. Se había sentado encima de Herschel y volvió a poner en marcha el bulldozer. Levantó la palanca estabilizadora y a continuación la gran pala delantera para que no se encallara cuesta arriba. Siguió un breve bocinazo. Hice una señal a Poppy, y el camión avanzó medio metro. La cadena se tensó, pero el bulldozer no se movió. Luego las orugas se estremecieron y giraron treinta centímetros, haciendo crujir la arena de debajo. Hice señas a Poppy para que avanzara más. Jay cambiaba las marchas con una mano mientras aferraba el volante con la otra. El bulldozer empezó a subir poco a poco, sacudiéndose la nieve de encima y aplastando bajo sus orugas la hierba congelada de la duna. El humo del diesel quemado me llenó las fosas nasales. Oía el motor del camión funcionando con dificultad. La cadena estaba tensa. El camión arrojaba hielo y barro detrás de él, los neumáticos daban vueltas. Pero Jay seguía subiendo. La cadena se aflojó de pronto. El camión avanzó un metro o metro y medio, y el bulldozer dio una sacudida. A partir de entonces las dos máquinas se movieron sincronizadas, y el bulldozer llegó a la parte superior del acantilado arrastrando un par de ramas pequeñas, pero al alcanzar la cima ésta se hundió bajo su peso, casi arrojando a Jay hacia delante y levantando un remolino de diez metros de altura de polvo, arena y nieve, hasta que estuvo fuera de peligro, a tres metros del borde. Apunté la linterna de un lado a otro, y el camión se detuvo.

Poppy se bajó de un salto y se acercó corriendo.

—¡Ha funcionado!

—¡Ya lo creo! —exclamó Jay, sentado encima del hombre muerto. Dejó el motor del bulldozer en marcha y se bajó.

Poppy se detuvo frente al cadáver y lo miró por primera vez. Lo que pareció fascinarle más fue la mano rígida alargada al vacío.

—Me estoy haciendo viejo para toda esta mierda —murmuró. Luego su veneno natural pareció fluir de nuevo a través de su organismo—. No quiero tener que venir a Nueva York cada vez que haya un problema.

—No va a haber más problemas —dijo Jay—. Esta noche vamos a deshacernos del único problema. —Metió una mano en el bolsillo, sacó un fajo de billetes y apartó cinco de cincuenta dólares—. Toma, Poppy, por tu tiempo y demás.

Poppy aceptó el dinero. Era más de lo que esperaba. Señaló el camión.

—Pero creo que se ha jodido la transmisión.

—¿Se moverá?

—En primera y a veinte kilómetros por hora, tal vez.

—Vuelve a dejarlo en el cobertizo.

—De acuerdo. ¿Qué vas a hacer con él? —Señaló el cadáver con el pulgar.

—Quiero que lleves el Gato al cobertizo azul.

—Quieres decir a la vieja propiedad.

—Sí, eso es lo que quiero decir. Poppy. Y que lo aparques fuera.

Traspasando los límites de una propiedad. Me pregunté por qué.

—Eh, espera…

Poppy comprendió el plan.

—Como si él hubiera estado aparcando el bulldozer cerca del cobertizo cuando… ¿no?

Jay respiró pesadamente.

—Sí. No te olvides de volver a poner la palanca de cambio debajo de su mano y de dejar todo tal cual. Y deja que se amontone un poco de nieve sobre las orugas. Recorre tal vez un par de veces el camino, como si acabaras de llegar.

—Yo estaba fuera, haciendo algo.

—Luego llama al nueve uno uno y di que lo has encontrado.

—De acuerdo.

—Yo no tengo nada que ver con esto —dije—. Estáis actuando fuera de la ley. Jay, o me llevas de nuevo a la ciudad o me dejas en una estación de tren, pero sácame de aquí.

Pero él seguía dando instrucciones a Poppy.

—Vas a tener que derribar la cerca y volver a levantarla.

—Lo sé.

—¿Lo has entendido?

—Herschel ya estaba muerto —dijo Poppy, volviendo a repasar la secuencia lógica.

—Eso es. Tú sólo lo has encontrado aquí, en el Gato, y has llamado al cero uno uno.

—Es verdad. Está igual que antes, nadie lo ha movido de sitio.

—Yo no tengo nada que ver con esto.

—Nadie te está pidiendo que te involucres. —Jay se volvió de nuevo hacia Poppy—. Una vez que atravieses la cerca, ve derecho a la carretera del este… ten cuidado con la zanja de ese terreno donde solíamos plantar coles, y luego acorta por el sendero de tierra hasta el camino de acceso que conduce al cobertizo azul. No te salgas del camino de acceso, porque la nieve se está amontonando y habrá cubierto las huellas dentro de media…

—Además, todos los vehículos que entren y salgan, la ambulancia, lo que sea, tendrán que pasar por ahí. Eso también las cubrirá.

—Sí —susurró Jay.

Poppy se frotó las manos con vigor.

—Escuchadme, estáis… —empecé a decir.

—¡Eh! —Jay me interrumpió—. Ya estaba muerto, ¿de acuerdo? Herschel tenía mal el corazón. Le pregunté si estaba en condiciones para hacerlo. ¡Se suponía que tenía que haber acabado de nivelar el terreno la semana pasada, cuando todavía hacía calor! Le dije que lo haría yo personalmente.

Me quedé allí de pie, con nieve en la cara, los pies helados, mudo de asombro ante el giro que había tomado la velada.

—Ha sido un golpe de mala suerte —explicó Jay—. Se suponía que estaba nivelando el terreno para tener la propiedad preparada, allanando las viejas zanjas, como una gentileza. —Me miró con la boca abierta y los ojos sin parpadear, y me pregunté si era un hombre violento—. Me llamó para decirme que había terminado, pero supongo que no era cierto, que me mintió.

—¿Y cómo lo encontraste tú, Poppy? —pregunté—. ¿Saliste a dar un paseo?

—Vi el bulldozer y me pregunté qué pasaba.

—Eh, eso no cambia las cosas para Herschel —dijo Jay—. Además, hay gente que pasea por la playa por las mañanas. Haz que un par de chicos se suban a ese trasto, ¿quién sabe qué puede pasar? Poppy va a llamar a la policía. No puedo perder el contrato, tío. Vamos, ¿qué importa si Herschel murió aquí o allá?

Podría haber respondido que saltaba a la vista que a él sí le importaba mucho, ya que había venido de la ciudad en mitad de la noche y con una tormenta de nieve para trasladar el cadáver, pero no me pareció que fuera a ganar nada con el comentario. Sólo quería largarme de allí.

—Mira —dijo Poppy señalando la carretera principal. Se acercaban unos faros.

—Coge tú el cuatro mil quinientos —ordenó Jay a Poppy—. He cambiado de opinión. Ve con los faros apagados hasta el cobertizo. Ya llevo yo el Gato.

Corrieron hacia sus respectivos vehículos. Poppy desenganchó la cadena de la parte trasera del gran camión de patatas, subió de un salto a la cabina por donde había estado la puerta y bajó despacio por la carretera. Entretanto Jay soltó la cadena del bulldozer y tirando de ella, la recogió y la colocó en la pala. Luego se subió a la cabina, se sentó de nuevo en el regazo congelado de Herschel, con el viento azotándole el pelo y el abrigo, colocó el bulldozer paralelo a la costa, con los faros apagados, y avanzó con estruendo en la oscuridad, dando tumbos a través del terreno desnivelado.

Me quedé solo allí con la furgoneta de Jay. Los faros seguían acercándose. El otro extremo del campo quedó envuelto en oscuridad al desaparecer los dos vehículos. Eché a correr a través de la nieve, sabiendo que verían la furgoneta. Veinte pasos más allá salté por encima del borde del acantilado y me tumbé, apretando el pecho contra la arena cubierta de nieve, sintiendo el viento en las piernas.

El coche se acercó, aminoró la velocidad. Un coche patrulla, con las luces del techo apagadas. Describió un círculo despacio, iluminando con los faros la furgoneta de Jay, luego se detuvo. Si encontraban una caja con doscientos sesenta y cinco mil dólares, las cosas se pondrían interesantes. El haz de una linterna apuntó a la ventana del conductor, iluminando la nieve que caía, se desplazó hasta el lado del pasajero; no encontró nada. Por último recorrió el suelo y se detuvo en la matrícula. Yo esperaba que bajara alguien para inspeccionar el vehículo, pero en lugar de eso el coche patrulla dio media vuelta, las ruedas agarrándose de nuevo al camino, y desapareció por donde había venido, y las luces rojas de los pilotos se hicieron cada vez más pequeñas.

Me levanté nervioso, deseando huir de allí. ¿Dónde estaban Poppy y Jay? Tal vez el coche patrulla los había encontrado por la carretera. Consideré bajar por el acantilado y echar a andar a lo largo de la costa, pero hacía un frío glacial y el viento que llegaba del estrecho me azotaba la espalda. En la furgoneta de Jay haría más calor, y tal vez había dejado las llaves puestas. Me abrí paso por el suelo helado hasta la puerta del conductor y me dejé caer en el asiento. Lárgate de aquí, Billy. Pero las llaves de contacto no estaban puestas. Busqué debajo del asiento. Nada. En la guantera encontré un manual del propietario, otra pelota de béisbol muy gastada, los papeles del seguro (que había vencido), una caja vacía de munición y, curiosamente, un programa de los deportes de invierno de uno de los colegios privados de Manhattan, en el que estaban marcados con un círculo los partidos de baloncesto femenino de cada jueves por la noche. Cosas sueltas, inútiles. Lo volví a meter todo y me acurruqué en el asiento, sintiéndome profundamente desgraciado.

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