Allison volvió a abrirse paso por el suelo de baldosas hasta nuestro reservado con una botella y tres copas. Le dio un beso a Jay y escudriñó su mirada para ver si estaba contento.
—¡Qué emocionante! —exclamó, y yo comprendí que sólo se refería de pasada al trato y a la milagrosa aparición de una caja llena de dinero.
Jay le sonrió, pero cuando se abrazaron, y ella se perdió en el gran pecho y los brazos de él, él miró para otro lado, como si traspasara las mismas paredes del edificio, sin emoción o satisfacción manifiesta, sino más bien con tristeza, la resolución de alguien a quien le espera un largo y complicado viaje hacia un destino que sólo él conoce. Se suponía que ya no debía ver eso reflejado en su rostro, pero lo hice.
—Vamos a celebrarlo. —El estado de ánimo de Jay pareció levantarse—. Sé de un pequeño local. Tengo que encontrar el modo de darte las gracias, Bill.
Se mostraba amable y yo les dije adiós con la mano.
—Mañana nos ocuparemos de tus honorarios, ¿de acuerdo?
Asentí.
—Continuad vosotros con la celebración. Ha sido estupendo. He disfrutado mucho. Agarra bien esa caja. Felicidades, Jay. Tú y los cuervos sois dueños de un pedazo de la isla de Manhattan.
—¿Quieres verlo? —dijo con tono enérgico—. Pasaré por allí mañana por la mañana.
Luego cogió el abrigo, sonrió radiante al camarero y posó la mirada en Allison. Ella echó la cabeza hacia atrás, con ojos soñadores. Estaba lista para él y no le importaba que los demás lo supiéramos. Ambos estaban desesperados, cada uno a su manera, pero la gente desesperada tiene una forma de hacer coincidir sus frecuencias y de encontrarse antes de que llegue el final. De momento había ocurrido algo mágico, y el Havana Room parecía arremolinarse en una densa nube de dinero, humo y luz de lámpara. Los vi alejarse, ella apoyada en Jay, y éste con la caja debajo del brazo y el puro en el bolsillo. A pesar de mí y del afecto que sentía por Allison, él me había caído bien. A veces la gente te cae bien enseguida. Ésa era, aparentemente, otra de las razones por la que las cosas fueron más lejos. Era la explicación que me habría dado a mí mismo o a otro. Pero la verdad es más complicada; por alguna razón percibía en la trayectoria de Jay un ángulo cerrado, si no su dirección hacia arriba o hacia abajo, sí una velocidad vertiginosa hacia unas consecuencias que yo quería conocer. Era la misma atracción magnética que desprenden los políticos, los entrenadores de fútbol y los directores de cine. Sus adeptos creen en ellos. No sólo te cae bien la persona, sino que quieres averiguar algo más de ella, algo terriblemente importante y verdadero; quieres ver si gana o pierde, si vive o muere.
Supuse que a partir de ese momento la velada decaería hasta hundirse en el olvido. Pedí otra copa para acompañar mi pastel de chocolate. El Havana Room era una sala oscura y confortable, y los hombres iban y venían de la barra o los lavabos despacio, disfrutando, al parecer, de su propia gravedad. Las conversaciones eran comedidas. En los murmullos se oía susurrar de dinero, de cómo se desatrancaban y desmontaban los problemas. Escuché con avidez, porque eso era lo que solía hacer yo, me gustaba estar en el confuso meollo de la acción, desentrañando las complejidades, ensamblando la solución, esperando el gesto de aprobación del grupo. En los grandes bufetes como era el mío hay básicamente dos tipos de abogados: el primero es el que estrecha con fingida efusión la mano y aprovecha las oportunidades, el que acepta que los hombres y las mujeres son criaturas sin alas caídas, y está allí por el juego, el dinero y las densas estructuras de conectividad que se acumulan sobre una carrera; el segundo tipo, menos común, es el erudito que no se involucra emocionalmente, más interesado en la pureza de la ley que en la impureza de los seres humanos. Esos hombres (por lo general son hombres) podrían haber sido fácilmente sacerdotes o investigadores, y tal vez se sienten decepcionados por no formar parte del Tribunal Supremo. Se les paga para componer estructuras legales (fundaciones, compañías, fusiones) que se abran como tulipanes al sol para la persona o entidad adecuada, pero que por lo demás permanezcan ocultas, impermeables, indestructibles. Las dos clases de abogados pueden ser políticamente peligrosas, y las dos tienen sus defectos. Los que sonríen en grupo y dan palmadas en la espalda tienden a beber demasiado, a follar en los viajes de negocios, a atraer a clientes marginales con el tipo de problemas legales que no convienen, y a morir de forma repentina en la cancha de tenis. Los sacerdotes legales aborrecen el trabajo repetitivo y enrevesado que es esencial para la firma. No se puede contar con que charlen amistosamente en las recepciones o se reserven sus opiniones políticas extraoficiales. No permiten que los beneficios se interpongan en el camino de la rectitud. Suelen desentenderse de los socios más jóvenes y vivir eternamente. Yo había pertenecido a la primera clase de abogados, y reconozco que cuando un cliente acudía a mí con las palabras «Bill, necesito que me aconsejes» o algo parecido, me sentía feliz, agradecido de verme solicitado, deseoso de ser de utilidad a alguien. Esa es, en parte, la razón por la que muchos hombres disfrutan encorvándose sobre pilas de papeles y agendas: les hace sentirse útiles, o al menos no inútiles; les permite rebotar en la red sobre el vacío. Yo había disfrutado con mi pequeña escaramuza con Gerzon, el embrollo sobre grandes sumas, el inesperado sprint por caminos poblados de pensamientos. Había probado una pequeña dosis de la vileza de mi vieja profesión, del veneno de la inteligencia, y me había sabido a gloria.
Sumido en ese estado de ánimo, inspeccioné la sala, que había empezado a llenarse a pesar de la hora avanzada. Unos cuantos hombres consultaron su reloj, como si esperasen algo. Pero ¿qué? En la ciudad de los placeres terrenales, ¿qué podía ser realmente novedoso y original? ¿Y empezaría sin Allison?
Ha, el manirás chino, entró en la sala con tal encorvada humildad que los hombres apenas lo miraron mientras se abría paso hasta detrás de la barra. Esperé a ver si el camarero o el barman le hacían caso. No. Pero a Ha tampoco pareció importarle; su semblante era una serena máscara surcada de arrugas. Allison había dicho algo sobre que estaba preparado, de modo que allí lo teníamos, ocupándose en algo detrás de la barra, al parecer a la hora prevista.
Pero yo no era el único que observaba a Ha; había despertado también el interés de un hombre de aspecto distinguido de la barra a quien reconocí como una de las grandes figuras literarias de la ciudad en el pasado. Lo acompañaba un séquito juvenil, y cada lamedor de fama se había colocado en la postura que creía más ventajosa para recibir la atención del gran hombre. ¿Los había invitado Allison? Hubo un tiempo en que admiré a ese hombre; había sido un brillante escéptico y una personalidad enérgica en la ciudad, aunque muy disoluto en sus hábitos personales, a pesar de que cada año costaba más recordar sus iniciales logros literarios.
—¡Señor! —gritó dirigiéndose a Ha—. ¡Estoy aquí para averiguar si es usted un farsante!
Ha no respondió ni parpadeó.
—¡Como sospecho que es!
El literato había sido reconocido por los hombres de la sala y disfrutaba con ello, asintiendo con gravedad a los que lo saludaban desde sus asientos. Ahora era famoso como el autor de su propia autodestrucción, conocido por su perpetua presencia en los abrevaderos de la ciudad, donde, inclinado sobre su copa, se le veía contar historias de un cuarentón a veinteañeras. Pero seguía teniendo buen aspecto con su traje hecho a medida, y era evidente que no escatimaba en su dentadura.
—Es pura mentira —anunció arrastrando las palabras—, un juego de salón, un número de circo. —Abarcó la sala con un gesto amenazador—. ¿Quién está confabulado? ¿Quiénes de ustedes son los impostores?
Los hombres de los reservados, que no carecían de mundo, percibieron la hostilidad y vieron el alcoholismo, y cuando miraron para otro lado, él volvió a dirigir sus comentarios a los jóvenes, que sonreían satisfechos a su alrededor y que sin duda disfrutaban del secreto poder que ejercían sobre él, porque él los necesitaba mucho más de lo que ellos lo necesitaban a él.
—¡Sí, sí, ya lo veremos! —exclamó en respuesta a una pregunta que no se oyó—. ¡Seremos testigos de la ilusión del apetito humano!
Golpeó la barra con el puño, como si llamara a los perros de la inquisición; con ese gesto puso de manifiesto su vigor momificado, su saciedad perdida. Y en la tos profunda y desagradablemente flemática que siguió también había muerte, presagiada de forma insistente. Pero aún no. Llegó a sus manos otra copa, y enseguida volvió a esperar alegremente, como los demás. De pronto oí alboroto en las escaleras.
—¡Me he invitado yo mismo! —se oyó una voz furiosa—. ¿Dónde está?
Los hombres de la sala levantaron la vista expectantes. En el umbral apareció un hombrecillo con una cazadora de lana que observaba con los ojos entornados a través del humo de los puros. Había nieve en su gorra de vigilante. Los hombres desviaron la mirada decepcionados. Quienquiera que fuese la persona que esperaban, no era él. Se puso a discutir con el camarero, que me señaló.
El hombre se precipitó hacia delante con rigidez, y me encontré frente a la cara roja de un hombre de unos sesenta años, pero sesenta años duros, castigados y perrunos.
—Buenas noches —dije con el talante indulgente que da tener el estómago lleno, puesto que la velada ya me había proporcionado más entretenimiento del que esperaba.
—¿Dónde está Jay? —preguntó el hombre.
Dejé el tenedor.
—No está aquí.
El hombre lanzó una mirada reprobatoria a los platos de la mesa y a los vasos vacíos.
—¿Ha estado aquí?
Le dije que sí.
—¿Cuándo? ¿Ahora mismo?
—Hace una media hora —dije.
—¿Quién es usted? —exigió saber.
—Vengo mucho por aquí. Lo he conocido esta noche.
El hombre hizo una mueca.
—¡Vamos, hombre! —exclamó—. ¡Tengo que encontrarle!
—No sé dónde está. Se ha ido.
El hombre escudriñó mi cara y pareció llegar a la conclusión de que yo era de fiar, y, para mi sorpresa, se sentó pesadamente frente a mí en el reservado.
—Sólo voy a permanecer unos minutos, necesito descansar. Llevo dos horas en la carretera. —Se quitó los guantes y dejó ver dos manos enormes con los dedos tan retorcidos e hinchados que casi daba pena mirarlos y las uñas llenas de mugre—. Dios, qué cansado estoy. He tenido que aparcar en la acera. Ha empezado a nevar. La nieve viene del nordeste y pronto arreciará. —Apartó los platos, pero sin quitar ojo a unas pocas patatas fritas reblandecidas—. ¿Tiene idea de dónde está?
—La verdad es que no.
Se quitó la gorra. Parecía haberse peinado con aceite de motor.
—¿Y dónde puede estar a estas horas? —Frunció la cara en una sonrisa lasciva—. Ya sabe a qué me refiero.
Seguramente en el apartamento de Allison.
—Puede que lo vea mañana, en el centro de la ciudad.
—No, es demasiado tarde. —Se toqueteó un diente como si estuviera suelto.
—¿Es amigo suyo?
—¿Amigo? —Sacudió la cabeza—. Todos me llaman Poppy. —No me tendió la mano; se limitó a recorrer con la mirada el Havana Room—. Es bastante pijo este local, lleno de gilipollas. No querían dejarme entrar.
—¿Ha intentado llamarle por teléfono? —pregunté, suponiendo que Jay no quería hablar con nadie.
—Por supuesto. —Poppy reparó en mi pastel—. ¿Lo quiere?
Se lo ofrecí. Él cogió el plato y masticó con diligencia un minuto, luego se bebió uno de los vasos de agua.
En ese momento se acercó el barman, me hizo un gesto de arrepentimiento con la cabeza y se dirigió a Poppy.
—Señor, ésta es una sala privada.
—La puerta estaba abierta.
—La puerta estaba cerrada, señor.
—Yo la he abierto.
—Señor, me están diciendo que hay un gran camión lleno de patatas aparcado en la acera.
Poppy asintió.
—Es mío.
—Le están pidiendo que lo retire, señor.
—Lo haré. —Me sonrió, con los dientes manchados de pastel—. Cuando esté preparado.
—Señor, es un trastorno para…
Poppy se volvió.
—Sería más grave si dejo caer todas esas patatas frente a este local, ¿no le parece?
—Creo que vamos a tener que llamar a la policía, señor.
—Está bien, llámenla.
—¿Señor?
—Pero no cuente con que ellos recojan nueve mil patatas congeladas.
El barman se alejó.
—¿Tiene un bolígrafo?
Yo tenía uno. Desplegó ante sí una servilleta estampada con el nombre «HAVANA ROOM» y trató de escribir algo en ella.
—Voy a… —Rompió la servilleta.
Le pasé otra. Lo intentó de nuevo.
—¿Qué ocurre?
—Se me ha cortado la circulación. Ésta —levantó la mano derecha y dobló los dedos con rigidez— me la pilló un cargador hace dieciséis años, y deje que le diga que me dolió una barbaridad. —Levantó la izquierda—. Y ésta… tiembla entera. Tengo todos los tendones paralizados. No tiene fuerza para agarrar nada.
Con la segunda servilleta Poppy tuvo más éxito. Desplazaba el bolígrafo despacio, como el niño que graba sus iniciales en la corteza de un árbol. Cada vez que terminaba una letra arqueaba las cejas.
—Tome. Dele esto.
—¿Puedo leerlo? —pregunté.
—No voy a impedírselo.
En la servilleta se leía:
Jay: Tenemos un provlema con Hershul y el Gato. No es culpa mía. Ve allí enseguida. No puedo hacer nada. Esperaré toda la noche.
Poppy
Volvió a ponerse la gorra y se levantó.
—¿Puedo confiar en que se la dará? —preguntó.
Me guardé la nota en el bolsillo.
—Intentaré hacerlo.
Agarró un puñado de patatas fritas frías y se las metió en el bolsillo del abrigo.
—¿Lo intentará?
Fue entonces cuando me fijé en la atractiva mujer negra que había visto en otras ocasiones, con un traje de noche azul, en el otro extremo de la sala. De pronto los hombres parecían atentos. ¿Era a ella a quien estaban esperando?
—¿Lo intentará? —repitió Poppy.
Lo miré de nuevo.
—Por supuesto.
—Quiero decir esta noche —dijo tosiendo—. Lo antes posible, maldita sea.
—Sí, claro —murmuré.
La mujer negra, alta y elegante, saludaba a cada cliente con un apretón de manos y una sonrisa efusiva. El literato se había levantado de su taburete expectante.