Havana Room (15 page)

Read Havana Room Online

Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

BOOK: Havana Room
7.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Eh, eh, le estoy hablando! —dijo Poppy—. Tengo el presentimiento de que usted podría encontrarlo, ya que conoce a su chica y sabe dónde encontrarla. Me han dicho que regenta este local. —Señaló la servilleta—. Jay lo entenderá, tiene que hacerlo.

Hice un gesto de asentimiento.

—De acuerdo.

Él se mostró cauteloso.

—No puedo explicarle más porque es totalmente confidencial.

—Lo entiendo.

—Dígale que he tenido que volver allí.

La mujer escuchó las bromas del literato que, por lo que vi, se creía muy chistoso en su ebriedad, hasta que dejó caer su cigarrillo en los zapatos de la mujer y ésta se escabulló para saludar a otros.

—He dicho que tengo que volver allí —repitió.

—Ya.

—Por la nieve. —Poppy se subió la cremallera de la cazadora y pareció encorvarse contra el frío de la noche—. Si no le avisa, usted tendrá la culpa de todo. Él lo sabrá porque se enterará.

No me gustó cómo sonó aquello.

—Y dígale que no sé cómo ha pasado.

—De acuerdo.

Advertí que Ha había dejado sobre la barra un trapo blanco enrollado, que luego desenrolló y levantó de un extremo. Algo brilló dentro del trapo doblado.

—Todavía tengo café en el camión.

—Muy bien. Poppy —dije.

—Tiene que darle ese mensaje.

Ha estaba llenando un cubo de agua en el fregadero de detrás de la barra.

—Lo haré.

—Dígale que tiene que ver con Herschel.

Me di cuenta de que la elegante mujer negra conocía a casi todos los hombres de la sala.

—Ya le he dicho que lo haré.

Poppy vio que estaba distraído.

—Tengo que volver, él tiene que entenderlo. Cuando vea lo que ha pasado lo entenderá.

—Muy bien.

—Probablemente necesitará llevarse a alguien que le ayude. Mis manos no sirven para nada. Se trata de un problema serio, tiene que decírselo también.

—Muy bien.

—Usted parece un tipo honrado. Confío en usted.

Poppy se levantó y se marchó, no sin antes reparar en el bol de frutos secos de la barra y tomar una generosa muestra. Volví a leer el mensaje de la servilleta, sin encontrarle sentido. ¿Cómo iba a dárselo a Jay? Si él y Allison habían salido a celebrarlo, podían estar en cualquier parte. Seguramente los dos tenían móvil, pero yo no sabía el número de ninguno. Ella me había comentado que figuraba en la guía de teléfonos, lo que era lógico, si te parabas a pensarlo; necesitaba estar localizable si el restaurante se incendiaba en mitad de la noche.

—Oiga, enseguida vuelvo —dije al camarero—. Necesito utilizar el teléfono de arriba. Guárdeme la mesa, ¿de acuerdo?

Él se encogió de hombros.

—Yo que usted me daría prisa, amigo.

El comentario me pareció innecesariamente grosero, pero lo pasé por alto, y me precipité hacia la salida del Havana Room, pasando por delante del literato, a quien el barman acababa de entregar la cuenta. Mientras subía la gastada escalera de mármol, veía cómo se alzaba mi sombra por delante de mí. En el vestíbulo, mientras marcaba el número de información, vi a Tom Brokaw entrar para tomar una copa tardía. Un hombre impresionante, Experimentado, elocuente, apaciguador, dando una imagen profundamente americana. Apuesto a que él nunca había matado a nadie con un vaso de leche. Allison figuraba, en efecto, en la guía, de modo que le dejé un lacónico mensaje sobre Poppy y colgué. El teléfono sonó al instante.

—Hooola, Bill —llegó la voz de Allison, divertida, sedosa, relajada.

—Qué rapidez. ¿Te sabes de memoria el número del teléfono público?

—Por supuesto.

—¿Estás en casa?

—No. Tengo ese chisme que me llama donde estoy.

—Te he llamado a tu apartamento.

—Lo sé.

—Pero no estás allí.

—No, estoy con Jay. En su enorme y masculino SUV. Puedes convertirlo en «suvear», que suena muy seductor, ¿no te parece?

—Necesito decirle a Jay…

—Como vamos a suvear… ¿O te apetece venir para un rápido suveo? O todo lo que hicieron fue suvear sin parar…

—¿Has bebido, Allison?

—Algo así. Estamos regresando. Llego tarde, pero me esperarán. Sólo hemos ido a dar una vuelta.

—Parece que están a punto de empezar.

—No lo harán sin mí —dijo ella—. Estaremos allí dentro de tres minutos. Te paso a Jay.

—Hola, tío —dijo él—. Quiero que vengas a mi oficina mañana para darte lo que te debo y enseñarte…

—No llamo por eso.

Le hablé de Poppy y también de las patatas. Me pidió que le leyera el mensaje.

—Mierda —murmuró él, y tapó el teléfono.

Me pareció oír el tono de una argumentación femenina. Luego volvieron a oírse las interferencias y el ruido del tráfico. Mientras escuchaba me fijé en que una mujer mayor con un largo abrigo de pieles esperaba para utilizar el teléfono.

—No tengo móvil —dijo al
maître
—. Mi hermana tenía uno y le provocó cáncer cerebral.

El
maître
hizo un gesto de aprobación ante su buen juicio. Yo seguí escuchando.

—Muchas gracias —se oyó la voz de Allison de fondo.

—¿Bill?

—Jay, creo que tendré que revisar el papeleo mañana. Sobre todo la escritura.

—Claro. —No me escuchaba.

—Buenas noches, Jay. —Yo quería volver al Havana Room—. Felicidades de nuevo.

—Bill, ¿tienes planes para esta noche? —preguntó Jay.

—Tengo previsto meterme en la cama en algún momento.

—Me ha surgido un contratiempo. Necesito ayuda.

—Estoy cansado. Jay. De verdad. Es casi la una.

—Espera, espera, no te…

Oí ruidos apagados, Allison diciendo algo, discutiendo tal vez, interferencias. Alrededor de mí seguía entrando gente en el restaurante, a pesar de la hora. El camarero sacaba del Havana Room al gran literato con su séquito.

—¡Pero si la noche todavía es joven! —exclamó él. Se le doblaban las piernas a cada paso—. ¡Todo está a punto! ¡He visto los cuchillos!

—Bill. —La voz llorosa de Jay volvió a sonar en mi oído—. Necesito que alguien me acompañe a Long Island y me ayude a hacer algo. Serán tres o cuatro horas… Puede que necesite a alguien que me ayude a sostener algo, un par de manos, eso es todo.

¿Le había conseguido un cuarto de millón de dólares más por la cara hacía unas horas, y ahora me necesitaba como peón? Sin embargo, me mostré educado.

—¿Un par de manos?

—Sí, las de Poppy no sirven.

Vi cómo se cerraba la puerta del Havana Room.

—Dame tu número, te llamaré.

Recorrí los nueve o diez pasos que me separaban de la puerta. Estaba cerrada. Hice girar el viejo pomo de porcelana. Nada. Habían retirado la tarjeta amarilla de la placa de latón.

—Está cerrado —anunció el
maître
.

Me sentí engañado.

—Pero si estaba abierto hace un momento.

—Sí —dijo él, sin levantar la vista de su libro de reservas—. Lo estaba.

Volví a aferrar el pomo y sacudí la puerta. Estaba sorprendentemente firme y ni siquiera vibró, como si estuviera fijo a una pared.

—Señor —me reprendió el
maître
con brusquedad.

—¡Estaba ahí dentro, tengo comida a la mesa! —exclamé.

—Lo siento —replicó él sin compasión.

—Me ha invitado Allison Sparks —dije.

—Sí —respondió él—, pero ella se ha ido. Y ahora la puerta está cerrada.

—No lo entiendo —protesté.

—Le ruego que se aparte de la puerta —dijo.

—No hay nadie, no…

—Por favor, señor —dijo él con un tono que no presagiaba nada bueno.

La mujer del abrigo de pieles sostenía el teléfono con las dos manos.

Fui en busca de mi abrigo y salí a la fría noche, irritado y decepcionado, mientras contemplaba cómo caía la nieve. Allison había dicho que estaría de vuelta en tres minutos, pero habían pasado más de diez. Vi unas cuantas patatas en la cuneta. El viento invernal que sopla por la Séptima avenida te abofetea, te mete un dedo frío por el cuello, te espabila. Pero no te recuerda que eres falible y necio. Por fin una furgoneta verde se detuvo junto a la acera e hizo una señal con los faros mientras los limpiaparabrisas apartaban la nieve que se arremolinaba. Allison bajó de un salto con un gran abrigo con capucha y se acercó corriendo a mí bajo la nieve. Estaba despeinada, y tenía el maquillaje corrido y las mejillas encendidas.

—A veces no entiendo a este hombre, de verdad que no lo entiendo.

Miré la sombra de Jay detrás de la ventanilla cubierta de nieve de la cabina de la furgoneta.

—Creía que la noche estaba saliendo bien, después de cerrar el trato y demás —dije.

—Sí. Nos lo estábamos pasando en grande. Hasta hace diez minutos él estaba bien.

No parecía tan borracha como por teléfono, y me pregunté si había sido un reflejo de su felicidad.

—¿Qué ha pasado?

Allison se inclinó hacia mí encogiéndose dentro de su abrigo.

—Tu llamada, Bill.

—¿Te ha dicho cuál es el problema?

—No, pero se ha quedado muy afectado después de tu llamada. Lo he notado.

Una ráfaga de nieve recorrió la calle, y nos apretujamos más.

—Quiere que lo acompañe al East End de Long Island.

—Lo sé. ¿Vas a ayudarle? —preguntó—. Me preocupa que vaya solo.

—Esperaba que me dejaras entrar otra vez en el Havana Room y ver el número de circo o lo que sea que hacéis en él.

Ella parpadeó bajo la nieve.

—¿Quién ha dicho que es un número de circo?

—¿Qué pasa ahí dentro? ¿Ha y la mujer negra hacen algo?

Allison frunció el entrecejo.

—Es algo pervertido, Billy, sí. —Consultó su reloj—. Deben de haber empezado sin mí. Ha debe de haber decidido cambiar el orden.

—Quiero volver a entrar.

—Si te pierdes la primera parte de Ha no funciona.

—No lo entiendo.

Ella asintió.

—Te dejaré entrar otro día, no te preocupes.

—¿Cuándo?

—Otra noche. Pronto. —Ella se volvió hacia la furgoneta de Jay, que tenía las luces de emergencia encendidas, como si me esperara—. Dice que va a ir allí pase lo que pase.

Ella me pedía que ayudara a Jay por segunda vez esa noche, y yo no pude evitar confiar en que eso me hiciera ganar puntos a sus ojos. La miré a la cara con frustración y percibí inesperadamente la suya. Para ella toda la velada formaba parte de un asunto sexual sin terminar Allí estaba, con la nieve cayendo con suavidad en su capucha, toda pulmones y labios, ojos y pechos, y deseaba, deseaba con vehemencia, lo deseaba a él, o a mí, o quizá todo, y ese deseo me hacía desearla a mí también.

—Por favor, Bill —susurró—. ¿Vas a ayudarle?

—Debería irme a casa. Estoy cansado.

Ella me escrutó un momento.

—No lo pareces.

—Pues lo estoy. Cansado y viejo.

—Todo el mundo sabe que a las chicas les gustan los hombres mayores —dijo ella—. Encuentran interesantes sus arrugas.

Pensé en Judith y Wilson Doan, los ojos extraños de él, de pie con un abrigo negro en el funeral de su hijo. Ese pensamiento me evocó otras cosas, y me sorprendí pensando en Timothy en una villa de la Toscana, dando patadas a una pelota de fútbol contra un viejo muro de piedra, él solo. Esperaba que su padrastro fuera bueno con él, que lo quisiera, que no estuviera demasiado absorto en cómo gastar sus cientos de millones de dólares. Pero no había necesidad de que yo pensara precisamente en eso, y la perspectiva de hacer una gestión en Long Island a altas horas de la madrugada tuvo de pronto un nuevo valor de diversión.

—De acuerdo —murmuré—. Iré.

—Gracias.

—Pero me dejarás entrar en el Havana Room.

—Te lo prometo.

—Quiero ver…

—Lo sé. Te lo prometo, Bill.

—Entonces, trato hecho.

—Conducid con cuidado, por favor —dijo ella—. Los dos. —Se inclinó hacia arriba y me besó en la mejilla—. ¿Vendrás mañana?

—Sí —dije.

—Bien. Me gustaría que lo hicieras.

Y luego desapareció como un torbellino por la puerta, con la nieve tras de sí.

* * *

Todavía estaba a tiempo de abrir la puerta de la furgoneta y ofrecer una torpe disculpa a Jay, pero no lo hice. En vez de eso, me quedé bajo el toldo del restaurante, inmóvil, sintiendo cómo el viento me abofeteaba las mejillas. Tenía sobrados motivos para preguntarme en esos momentos por qué no me retiraba con discreción. Estaba cansado, y debería haberme ido a la cama. Sin duda tenía que ver con Allison, había percibido algo genuino en su voz, tal vez una muda petición de socorro. Pero la razón por la que me abrí paso a través de la nieve amontonada hasta la furgoneta de Jay iba más allá de eso, y dice poco en favor mío: percibía en Jay una debilidad animal y quería averiguar de qué se trataba. Para ser más exactos, percibía un problema, y no necesariamente el que preocupaba a Poppy. Percibía asperezas. un cambio, conflictos. Un problema serio que pedía una solución. Una solución requiere una estratagema, como yo mismo había demostrado poco antes esa noche, y algo en mí recibía de buen grado otro desafío.

En eso fui necio. Había olvidado que los juegos de verdad se juegan contra un adversario, o incluso contra dos a la vez, con el azar indiferente como telón de fondo. Quién gana y quién pierde a menudo resulta difícil de decir, o queda sin resolver, o al final es reversible. Como había aprendido el mismo Wilson Doan padre, sin ir más lejos. Sí, yo había olvidado todo eso, de modo que rodeé la furgoneta hasta el lado del pasajero y abrí la portezuela. Jay todavía llevaba el abrigo bueno y el traje de unas horas atrás. Levantó la vista hacia mí, con los ojos un poco apagados, pensé, y las manos en el volante.

—Te lo agradezco mucho —dijo casi sin aliento.

Me acomodé y vi una pelota de béisbol en el salpicadero. La cogí. Siempre es agradable tener en las manos una pelota de béisbol.

—No es precisamente lo que esperaba hacer esta noche.

—Eso va por los dos.

Detrás de su asiento estaba la caja con el dinero.

—Parece que lo estabas pasando en grande con Allison. Siento haberos interrumpido.

La mayoría de los hombres habrían respondido con una sonrisa a la vez avergonzada y orgullosa. Pero Jay parpadeó mientras reflexionaba sobre ello, con los labios cerrados. Tuve la clara impresión de que Allison no era su tipo de mujer. Señaló la guantera.

—Hay un bote de pastillas ahí dentro. ¿Me pasas una? Abrí el compartimento y encontré un bote sin etiqueta.

Other books

Kiss of Death by P.D. Martin
The Vanishing Act by Mette Jakobsen
Countdown to Armageddon by Darrell Maloney
The Heartbreakers by Pamela Wells
Out of Sight by Stella Cameron
Elektra by Yvonne Navarro
Searching for Sky by Jillian Cantor
In a Handful of Dust by Mindy McGinnis