Sí, una mañana lluviosa de noviembre fue el agua lo que me interesó, cómo llegaba a la ciudad y cómo salía de ella, después de haber tocado a gente que yo ya no conocía. Las vías fluviales de Manhattan empiezan como corrientes borboteantes a ciento cincuenta kilómetros al norte, y se convierten en enormes acueductos que rugen a través de un lecho de roca a treinta metros por debajo del nivel de la calle, que se dividen hacia arriba en una maraña de cañerías que se estrechan a medida que el agua es impulsada cientos de metros hacia arriba, es capturada en depósitos en las azoteas y liberada a través de cañerías de hierro a grifos de latón, de acero cromado, hasta con baños de oro. El agua, pura como la lluvia, si no fuera por el fluoruro que se incorpora corriente arriba, y que es mantenida a una presión ascendente y descendente relativamente constante, pero siempre con la seguridad de que será recogida de nuevo por las cañerías y caerá hacia la tierra, al tirar de la cadena de los inodoros, por los desagües, los grifos que gotean, mezclándose inmediatamente con posos de café, orina, comida, pelo, sangre menstrual, incluida la de la esposa de Wilson Doan, pensé, el agua con que nos enjuagamos la boca al cepillarnos los dientes, tierra, vómito, el frío semen del mismísimo Wilson Doan (¿trataban de tener otro hijo?), colillas, la barba entrecana de Adolphus Clay III, la espuma de jabón que dejaba Larry Kirmer al ducharse a las cinco de la mañana antes de ir al trabajo, los recibos de las tarjetas de crédito de Dan Tuthill y otros documentos de pequeño tamaño que contenían información comprometedora convertidos en confeti, y las células de la piel de la cara dulce pero decepcionada de Selma. Esa sopa lodosa, ese caldo de humanidad, se juntaba con la lluvia cuando ésta caía en forma de cortina a través de las fachadas de cristal de los rascacielos y corría por tejados de cobre, cartón alquitranado, tejas planas de asfalto, canalones de aluminio, las ventanas por las que solía mirar mi hijo, tubos de desagüe, gárgolas, revestimiento de granito, ladrillos de todas las formas y colores, mármol, piedra rojiza, listones de madera pintados, revestimientos exteriores de vinilo, escaleras de incendios oxidadas, aparatos de aire acondicionado, incluidos los que habían refrescado la piel de mi mujer después de haber follado con Wilson Doan, los conductos de ventilación de la caldera, las ventanas de cristal doble herméticamente cerradas que dejaban entrar la luz en mi antiguo despacho del bufete (hay un nuevo socio en él hablando por teléfono, todo a lo salvo que pueda estar un hombre), la lluvia que repiqueteaba en el cristal emplomado de colores de las ventanas de la iglesia donde se había llorado la muerte del pequeño Wilson Doan, la terraza de madera de cedro del ático de lujo donde su padre bebía martinis en verano… y por debajo de todo eso, pasando por remaches, tornillos, clavos, pernos, juntas, enmasillados, cables de antena de televisión, cámaras de seguridad giratorias o fijas, entre ellas las que había fuera de nuestro antiguo apartamento y que grabaron el traslado del cuerpo sin vida del joven Wilson a una ambulancia, los miles de millones de gotas de esa tierra inundada vertical que arrastraban hojas, hollín del incinerador, partículas de plomo y metales pesados, excrementos de paloma y de roedor, pintura descascarillada, herrumbre, montones de insectos muertos o agonizantes, toda la cascada de sedimentos mezclados que volvían a caer por debajo del nivel de la calle, sumidos en el olvido en las alcantarillas…
… Sí, puedes no hacer nada en Manhattan aparte de vagabundear con traje y corbata, y observar cómo cae la lluvia, pero tienes que mirar por dónde vas. Lo que no hice ese día de noviembre pasado por agua mientras bajaba las escaleras de la estación de metro de la Sexta avenida con la calle Treinta y cuatro. Llovía torrencialmente y por todas partes las calles estaban inundadas, los taxis salpicaban las aceras, las aceitosas aguas de escorrentía se sumían gorgoteantes por los desagües de tormenta. Esa mañana había completado mi estúpido disfraz con un paraguas, una gabardina y un
The Wall Street Journal
de la semana anterior. Pero no reparé en la lodosa cascada que caía sobre el depósito de compensación que había por encima de las escaleras del metro, y cuando sentí sobre mí la fría ducha y di un salto hacia un lado, choqué con un hombre más joven con una cazadora de cuero cubierta de tachuelas que subía rápidamente las escaleras.
—Jodido ejecutivo.
Se cuadró de hombros, y me fijé en los aros que llevaba en las fosas nasales y en el tatuaje de un tigre que se le enroscaba por el cuello.
—Ha sido sin querer —balbucí—. Lo siento.
—Me lo imagino. —Y, alargando el puño, me asestó un puñetazo en la mandíbula, directo y con autoridad, como si lo hubiera hecho cientos de veces antes. Caí hacia atrás en las resbaladizas escaleras, mientras me sujetaba la boca—. Si sigues chocando con la gente van a romperte tu jodida cara de ejecutivo, tío.
Me fulminó con la mirada y siguió subiendo.
Me caí sobre una rodilla, y sentí cómo el dolor me martilleaba la cabeza. Al final recuperé el equilibrio y levanté la mirada. ¿Nadie había visto la agresión? Un grupo de chinas adolescentes pasaron a toda prisa por mi lado, todas con gabardinas de colores y cuchicheando felices. Con el aluvión casi no repararon en mí. Escupí una muela rota y volví a subir las escaleras tambaleándome, tocándome con la lengua la parte dolorida de la mandíbula, y muriéndome por beber algo y sentarme a cubierto. Cualquier maldito lugar serviría. Cualquier lugar donde la civilización siguiera intacta. La cabeza me dolía tanto como la mandíbula. Frente a mí, un grupo de ejecutivos jóvenes con paraguas azules e idénticos logos caminaba alegremente por la Sexta avenida dándose empujones entre sí. Los seguí, una figura tambaleante con una mano en la mejilla. Los hombres giraron en la calle Treinta y seis y desaparecieron tras una gran puerta flanqueada por arbustos en macetas. En el cristal se leía en letras doradas: «fundado en 1847». Era un viejo restaurante especializado en bistecs. Había pasado por delante de él cientos de veces, pero nunca había entrado. Esta vez lo hice, empujando la pesada puerta.
Y así —el grasiento vaso de leche, mi larga caída en picado, el repentino puñetazo en la cabeza— fue como descubrí el Havana Room.
Desde fuera sólo veías las letras doradas y la pesada puerta; nada indicaba lo grande que era en realidad ese local, ni lo que ocurría en él o a quién. Al bajar a la planta principal, un sótano revestido de caoba y adornado con óleos del siglo diecinueve (vías férreas, la expansión al Oeste, barcos de guerra), te envolvía el olor a bistec. El
maître
saludaba a cada recién llegado desde su puesto, y, una vez que lograbas penetrar su escepticismo, dos camareras rubias te llevaban a una mesa. Podías pedir ostras Rockefeller o salmón ahumado escocés de entrante, pero eran un mero preludio del solomillo
au poivre
de cuatrocientos veinticinco gramos, el incomparable corte de carne vacuna del cuarto trasero de Nueva York, o el Kove de cuatrocientos cincuenta gramos. Auténticos placeres de los que sirven para echar panza y provocar infartos. ¿El precio? Desorbitado, por supuesto, y todo regado con licores que costaban cinco veces su precio al por mayor. Pero a nadie le importaba. Todos los días el restaurante preparaba cuatrocientos almuerzos, la mayoría para los oficinistas que trabajaban por la Sexta avenida y Broadway, así como para un puñado de oriundos del Medio Oeste y turistas japoneses que creían erróneamente que el restaurante representaba nada menos que un curioso ejercicio de nostalgia e historia estadounidense. Sin embargo, después de las prisas del almuerzo, en las tardes largas y lentas, y en las veladas que iban in crescendo, el local se llenaba con sus verdaderos clientes —traficantes de espacio y corredores de deudas, mordedores de sexo y devoradores de mentiras—, en otras palabras, precisamente la gente que ha hecho siempre de Nueva York la ciudad tan espléndida que es.
Tan pronto como entré tambaleándome ese lluvioso día de invierno, se apoderó de mí la oscura y agradable gravedad del local: el revestimiento de las paredes desgastado por el roce de las sillas, el techo oscurecido por el humo de los quinqués. No había nada deslustrado, pero todo había sido amansado y suavizado por los siglos. Al poco rato me había bebido una copita de whisky, que alivió el dolor de mi mandíbula, y había probado un humeante bol de sopa de pescado, el primer verdadero placer, me di cuenta, que me permitía en mucho tiempo. En la pared que tenía a mi lado había un mapa de Manhattan que mostraba el perfil costero de la isla antes de que lo rellenaran, las ensenadas, las corrientes y las ciénagas ahora desaparecidas. Al lado colgaba un recorte de periódico enmarcado sobre el gran incendio de 1837, que especificaba el número de víctimas que se había cobrado la tragedia, así como el valor perdido de las tiendas, las fábricas de sillas de montar y las boticas destruidas por las llamas. Sobre el papel amarillento se extendían huellas de putrefacción que convertían las nítidas letras mecanografiadas en borrones negros ilegibles. Al parecer, hasta la gran catástrofe sería olvidada con el tiempo. Y eso era un consuelo. Nadie me conocía allí, me dije, nadie sospechaba que había fracasado o cometido un asesinato por accidente, nadie me daba de mala gana la sopa, la pesada cuchara.
Volví esa misma noche con una camisa limpia, y al día siguiente, y diez veces más las diez noches siguientes. Comía, bebía y charlaba con cualquiera. A la porra el gasto. ¿Por qué no me había hablado nadie de ese lugar? ¿Dónde había estado metido? Esas primeras semanas observé con disimulo a estrellas de cine recién nacidas y a políticos que eran muertos vivientes, a raperos envueltos en pieles blancas a la moda del gueto, a la teórica feminista con más renombre del país (con una pesada servilleta metida en el cuello de la camisa mientras masticaba con ferocidad su carne), al alcalde y su cortejo mal avenido, a la chica de alterne más famosa de la ciudad (una rusa que comió sola, con gafas de lectura y un libro), y a miembros de todas las profesiones de Nueva York. También habían comido allí hacía tiempo presidentes y boxeadores profesionales, aunque a nadie le importaba en realidad, porque todas las noches había movimiento, subiendo con pasos pesados y cigarro en mano las escaleras que conducían a las Salas de Churchill y Roosevelt (reservadas con seis meses de antelación para fiestas privadas, donde había un piano en alquiler y se admitían a profesionales del striptease), o sentados con un aire demasiado misterioso en la barra, fumando con impunidad y esperando… quién sabe. Acudían exactamente a ese local porque no era nuevo, no se había hecho famoso de golpe por sus salsas picantes ni sus artísticas guarniciones de verduras; no, los términos del trato no tenían nada que ver con un descubrimiento reciente, sino más bien con lo que había quedado demostrado hacía tiempo: que tú y yo, y todos los que estábamos allí, estábamos condenados. Los cuadros y las litografías de las paredes representaban sólo a personas fallecidas hacía tiempo, y comer bajo su mirada inmutable equivalía a comprender —por encantadora que fuera la sonrisa de ella o gruesa la cartera de él— que no importaba si te contaminabas los pulmones, el hígado o las tripas con los productos de primera calidad que servían allí, porque la vida de un hombre o una mujer era en sí misma una breve comida, por así decirlo, y uno tenía la obligación de vivir bien y vivir el presente, y comer con apetito según la lógica de la carne.
Por las noches las mesas se llenaban hacia las seis y media, y no tardé en advertir que la clientela estaba compuesta sobre todo por hombres que se reunían a comer para hablar de negocios, siete de cada diez por lo menos. Las mujeres se dividían en dos grupos: las más jóvenes, que era la primera, segunda u octava vez que se dejaban ver allí y que caminaban rígidamente con una ilusión mal disimulada, y las no tan jóvenes, que por el mero hecho de estar allí habían dejado prácticamente de contar, hasta las copas de la noche. Entre los hombres había mayor variedad de edades y gradaciones, o eso me pareció, tal vez porque eran muchos, o porque yo los estudiaba buscando a mi viejo yo —ese tipo optimista, la minifurgoneta feliz—, así como versiones de mi ex futuro yo, el Bill Wyeth que ya nunca sería: un cincuentón asentado en el bufete, que tomaba café con Judith por las mañanas, que tal vez llevaba al colegio a un segundo o tercer hijo, cada año más rico, que pasaba cada agosto en la casa de veraneo de Natucket. Y esos antiguos yoes, ya fueran futuros o pasados, estaban allí a docenas, sudando a través de sus camisas de tela oxford después de la segunda copa, jugueteando con sus aparatos portátiles o sus móviles, lo bastante jóvenes para temer más las entradas en el pelo que el corazón, y lo bastante viejos para haber visto a colegas caer de lo alto. Siempre perforando en busca de las ocultas corrientes de dinero que circulaban por la ciudad. Excitados por la ambición pero preocupados por si su pene, como si de un valor tecnológico volátil se tratara, se veía sujeto a repentinos descensos en sus funciones. Había oído muchas bromas y había visto muchas sonrisas, pero las conversaciones giraban en su mayoría en torno al dinero; la risa era hipotecada; la ambición, vendida de antemano. Eran hombres prósperos y solicitados, amados por mujeres y niños, hombres con un seguro de vida y ropa interior limpia. La mayoría eran republicanos excepto cuando llegaban a un acuerdo con los demócratas. Entendían de tipos de interés. Cambiaban el aceite del coche cada cinco mil kilómetros. Tenían un plan de jubilación consolidado. Una ironía consolidada. Estaban a salvo… como lo había estado yo.
La encargada del restaurante, una mujer morena y con gafas llamada Allison Sparks, me toleró al principio porque me suponía una fuente de ingresos constante, si bien pequeña, y no tenía inconveniente en sentarme a la mesa 17, la peor del local, una mesa de dos cubiertos colocada contra la pared del fondo, casi tocando el ruidoso calientaplatos. Dentro de la atmósfera cargada de humo que era el restaurante, la mesa 17 se encontraba en las más profundas sombras, y si bien el cliente que se sentaba a ella no aportaba nada al ambiente escalofriante, tampoco podía desmerecerlo. Allison Sparks, de treinta y cinco años según mis cálculos, hacía mucho que regentaba el local, y se conocía todos los rincones con poco movimiento y los lugares muertos. Me gustaba esa mujer y la observaba de lejos, y confieso que ella era otra de las muchas razones por la que volvía todos los días, normalmente con traje y corbata. Sí, confieso que si la forma de ser de Allison no me hubiera parecido tan atractiva desde el principio —su nerviosa y grácil eficiencia cuando pasaba por mi lado, su perfumado ajetreo— las cosas habrían sido diferentes, para mí y para los demás, en ciertos aspectos tal vez para peor y en muchos para mejor.