Havana Room (13 page)

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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

BOOK: Havana Room
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Levanté la vista hacia Gerzon.

—Se está desprendiendo de una propiedad marginal del centro de la ciudad, con contratos de arrendamiento a largo plazo poco lucrativos y posiblemente afectada por el desastre del World Trade Center, a cambio de un extenso terreno junto al mar —dije—. Mi cliente anda justo de fondos para cubrir los gastos del cierre de la transacción y en consecuencia usted lo ha presionado para bajar el precio. Van a aflojar cuatrocientos mil dólares, que no es nada, ¡absolutamente nada! —Me volví hacia Jay—. Debes comprender que una vez que firmes este contrato…

—Cerremos el trato, señor Wyeth —gruñó Gerzon—. Cerremos el maldito trato y vayámonos a casa.

El camarero anciano pasó por nuestro lado, casi confundiéndose con una figura de humo de puro. Allison le hizo señas.

—¿Alguien quiere comer algo, o una copa o un postre antes de empezar? —preguntó nerviosa.

Barret puso sus rosadas manos en la mesa y pidió el bistec más grande de la carta.

—¿Señor Gerzon?

—Para mí nada.

—¿Bill?

—Tomaré un poco de pastel de chocolate.

Allison hizo un gesto de asentimiento al camarero para inducirlo a la acción v luego me miró con una expresión tensa detrás de su sonrisa. Algo acerca de Jay la desconcertaba, pensé, aunque él ya le había colocado una manaza en la parte inferior de la espalda.

—Tráeme uno de esos puros —dijo, y cuando ella volvió con uno, él lo examinó un momento, lo pasó por debajo de su nariz y, asintiendo satisfecho, se lo metió en el bolsillo superior de la americana.

—Está bien —dije a todos—. Voy a insistir en que se me permita estudiar el contrato en privado. Indicadme una habitación tranquila donde pueda leerlo —consulté el reloj— los próximos veintinueve minutos.

—Estupendo —dijo Jay—. Luego…

—Veinticuatro —soltó Barret—. Necesito cinco minutos para mí, de principio a fin, ni uno más pero tampoco ni uno menos.

—Veinticuatro entonces.

Gerzon sacó más papeles de su maletín.

—También tenemos los formularios de la transferencia, que puedo autentificar, y todos los formularios del condado de Suffolk. Eso también le llevará cinco minutos.

Jay se puso nervioso.

—¿Podemos hacerlo en diecinueve minutos? Podría limitarme a…

—No —dije—. No firmes nada mientras estoy fuera.

Allison me condujo de nuevo por las escaleras, a través del comedor y la cocina, y a lo largo de un pasillo abarrotado de sacos de cebollas y patatas.

—¿Es la única forma de salir del Havana Room? —pregunté.

—Sí —dijo por encima del hombro—. El contable del turno de noche está en mí despacho en estos momentos, de modo que no puedo instalarte en él; la calculadora vuelve a todos locos. —Observé la curva de los músculos de sus pantorrillas mientras subíamos una escalera trasera. ¿Qué había dicho Lipper? «Ella sabe trucos de los que la mayoría de los hombres no han oído ni hablar». Nos cruzamos con camareros y una bandeja de canapés, y tres tramos de escalera más arriba ella abrió una pequeña puerta sin ventana—. Es el lugar más tranquilo que tenemos.

Era la lavandería del restaurante, que no había visto en mi anterior visita guiada. En el interior había una mujer inclinada sobre una antigua máquina de coser Singer, dando rítmicas patadas al pedal eléctrico a medida que introducía la tela por debajo de la aguja, mientras detrás de ella, en tres lavadoras de tamaño industrial, manteles, servilletas y delantales de algodón daban vueltas en una tormenta de lejía.

—Señora Cordellin, necesitamos un momento la habitación —dijo Allison.

La mujer se levantó y salió. Allison despejó una pequeña mesa de madera.

—Llamaré a la puerta dentro de quince minutos.

Me concentré en las hojas y, con los sentidos aguzados por el fuerte olor a lejía de la habitación, enseguida me hice una idea de la clase de contrato que era. Era un tinglado perfectamente legal de cláusulas adicionales, enmiendas, poderes de abogado y disposiciones de fideicomisos. Constaba de párrafos llenos de vaguedades y suma paranoia. Según entendí, Jay Rainey había hecho varias declaraciones, «sujetas al examen del comprador», para el que había vencido el plazo, según las cuales el terreno que se intercambiaba era realmente subdivisible, estaba desprovisto de depósitos de gasolina enterrados, había sido aprobado por el Ministerio de Sanidad por sus múltiples sistemas sépticos a gran escala, tenía agua de pozo con niveles aceptables de perclorato, un residuo de los fertilizantes químicos utilizados durante años por los cultivadores de patatas de Long Island, no se hallaba sobre ningún cementerio de indios americanos, no era zona de anidamiento de la salamandra moteada ni de otras especies poco comunes, amenazadas o en peligro de extinción, y llevaba aparejados varios acuerdos y restricciones en relación con las marismas federalmente protegidas, convenios de drenaje, contratiempos mínimos para la construcción, permisos para viviendas concentradas, etcétera. Por lo general, cuanto más grande era el terreno, más complicado era su traspaso. El comprador, Voodoo LLC, por su parte, representado por Gerzon, había comprobado todas esas condiciones sin cambiar ninguna, lo que era extraño; por lo general, en toda gran transacción de bienes raíces hay discusiones de última hora sobre un gran número de temas residuales, ya que las dos partes tratan de obtener una ventaja final antes de firmar.

Además, Voodoo LLC parecía tan impaciente por deshacerse de la propiedad de la calle Reade que no había tenido particular interés en averiguar el régimen de propiedad del terreno de Long Island. No vi ningún documento revelador acerca de posibles deudas, gravámenes o fallos judiciales. Por otra parte, al adquirir la propiedad de la calle Reade, Jay no exigía que se hiciera ninguna mejora, ni que se tuvieran en cuenta determinadas circunstancias, o la eventualidad de que se descubrieran determinadas circunstancias más adelante. Y Gerzon se había permitido un lenguaje hábil aunque ilegal que prohibía a Jay hacer «cualquier reclamación o revocación de la indemnización» a Voodoo en caso de que surgieran problemas.

No había directamente involucrado ningún banco que financiara la transacción, lo que tampoco era habitual. A las compañías les suele gustar aplazar las transacciones de bienes raíces, y guardarse el preciado dinero en efectivo cuando es posible. Por otra parte, la transacción era un intercambio que podía tener consecuencias fiscales ventajosas… era evidente que necesitaba más horas. En los viejos tiempos me habría llevado varios días analizar un contrato como ése. El hecho de que no se redimiera ni se contratara ninguna hipoteca también podía ser negativo. Los bancos, pese a todos sus excesos, sirven para rectificar algunas de las prácticas más necias o ilegales, porque suelen emplear inspectores independientes para examinar la propiedad hipotecable. No era el caso. Por lo que se refería a contratos, ése era único, y apuesto a que la razón por la que Jay no tenía abogado era porque ningún abogado decente habría intervenido en una transacción así sin insistir en que se reescribiera de cabo a rabo el contrato. Probablemente las dos partes eran legalmente vulnerables. Una de ellas iba a hacer un gran negocio y yo no sabía cuál de las dos era.

La puerta se abrió y apareció Allison.

—¿Todo listo? —preguntó animada.

—No puedo mezclarme en esto.

—¿Por qué?

—Es un follón.

—Por favor, Bill.

—Estoy tratando de protegerlo, Allison.

—Creo que conoce los riesgos.

—Lo dudo.

—Significa mucho para él, Bill.

—Me parece estupendo, Allison, pero yo acabo de conocerle.

—Significa mucho para mí.

Di la vuelta al contrato.

—Alguien va a salir perjudicado, y voy a decírselo, Allison.

Al cabo de menos de un minuto estábamos de nuevo en el Havana Room.

Jay consultó el reloj.

—No tenemos mucho tiempo.

En mi sitio me esperaba un enorme bistec humeante, que no había pedido, así como un pastel, que sí había pedido, y Barret ya se había manchado la corbata de mantequilla. Jay se había pulido un par de copas en mi ausencia.

—¿Todo bien? —preguntó—. ¿Podemos despegar?

—Creo que deberíamos hablar un momento. Jay.

Gerzon señaló su desmesurado reloj.

—Maldita sea. Son las once cincuenta y tres. No pienso dar marcha atrás al reloj.

Me incliné hacia el oído de Jay.

—Supongo que vas a firmar, por podrido que esté o aunque te aconseje que no lo hagas.

Clavó sus ojos en los míos y asintió sutilmente.

—Estás casi desesperado.

De nuevo un sí silencioso.

—Supongo —continué— que eres consciente de que Gerzon tiene probablemente autoridad para subir el precio.

Jay sacudió la cabeza.

—Voy a demostrártelo. —Miré a Gerzon a los ojos y esta vez hablé en voz alta—. Mi cliente no va a firmar este documento si no le ofrece trescientos mil dólares más.

La cara de Gerzon pareció introducirse en un túnel aerodinámico.

—¿Cómo dice?

—Tacharemos los cuatrocientos mil dólares y escribiremos setecientos mil. Sólo hay que cambiar la primera cifra. No es nada del otro mundo.

—¡Está usted loco!

—Se hace continuamente. Pregunte a Donald Trump.

—Pregúntele usted.

—No me hace falta, le he visto hacerlo.

—¿Ha perdido la…?

—Barret, ¿ha visto alguna vez la primera cifra corregida? —lo interrumpí, disfrutando de lo lindo.

—Sí, por supuesto.

Jay se volvió hacia mí.

—Bill, el caso es que…

Le puse una mano en el brazo.

—No digas nada. Deja que tu abogado se ocupe de todo.

Allison observaba con los ojos muy abiertos.

—¿Qué dice, Gerzon?

Él ya había sacado el móvil. Se levantó ceñudo y salió con paso airado de la sala.

—¡Voy a perder el trato! —se quejó Jay furioso de verdad—. ¡No me lo puedo creer!

—Bueno, tal vez… —empezó a decir Allison.

Jay se enfrentó a mí con incredulidad.

—¡Bill, voy a perder el jodido trato!

—Creo que no.

Nos quedamos sentados un momento mientras el hombre de la compañía de títulos de propiedad engullía el pastel.

—¡Ya vuelve!

Gerzon regresó cerrando el móvil.

—Ciento cincuenta —anunció sentándose de nuevo—. Es todo lo que puedo hacer.

—Trescientos.

—Doscientos.

—Doscientos setenta y cinco —dije—. No necesitamos un talón.

—Doscientos veinticinco.

—Doscientos setenta.

—¡Vamos!

—Doscientos setenta —repetí.

—Doscientos cincuenta, joder.

No respondí.

—He dicho doscientos cincuenta.

Me Volví hacia Jay.

—¿Sabías que en la segunda mitad del siglo veinte las propiedades en primera línea de mar de Long Island han dado cerca de un seis mil por ciento de beneficios?

—No.

—Podrías quedarte esa propiedad otros cinco años y doblar fácilmente su valor.

—Bueno…

—¡He dicho doscientos cincuenta! —gritó Gerzon.

Me incliné hacia él y hablé en voz baja.

—Doscientos setenta.

—Doscientos cincuenta es mi última oferta.

Observé cómo el segundero de mi reloj avanzaba diez segundos.

—Doscientos setenta.

—Doscientos sesenta y no se hable más.

—Doscientos sesenta y cinco, y no se hable más —repliqué yo.

—Doscientos sesenta y cinco. Trato hecho.

—De acuerdo —dije tendiéndole la mano.

—Váyase a la mierda —dijo Gerzon.

—Sé que me odia, pero deme la mano de todos modos.

Lo hizo. Me volví hacia Jay.

—Vas a recibir doscientos sesenta y cinco mil dólares más al contado por tu propiedad.

Él asintió perplejo.

—Caray —exclamó Allison—. Ha sido un tanto… —Se limitó a mirarme. Creo que podría haber dicho «excitante», pero se contuvo.

—Supongo que puedo pagarle en efectivo —dijo Gerzon, dejando en la mesa el segundo maletín.

—¿Efectivo… efectivo? ¿Billetes? —preguntó Jay.

—Sí.

—Supongo que sí. ¿Por qué?

—Son las instrucciones que me han dado. —Gerzon tenía el maletín abierto sin dejar ver lo que contenía. Probablemente podría haberle pedido más. Contó fajos de billetes sujetos con una banda. En cada fajo había diez mil dólares—. Tendrá que firmarme un recibo.

—¿Está blanqueando algo, Gerzon? —pregunté.

—Váyase a la mierda —murmuró, sacando los últimos cinco mil—. Es dinero limpio y auténtico.

Jay se volvió hacia Allison.

—¿Tienes una bolsa o algo parecido?

—Supongo que sí. —Ella se retiró detrás de la barra.

—Adelante —dijo Gerzon—. Puede contado.

—Eso voy a hacer —respondí. Y así lo hice, fajo tras fajo. Estaba bien.

Allison volvió con una caja de cartón de agua de seltz en la que amontoné los fajos.

—¿Puedo firmar ahora?

Corregí los contratos.

—Sí.

Luego empezó el papeleo. Disponíamos de cuatro minutos.

—Tengo el talón de los cuatrocientos… —explicó Gerzon, pasando rápidamente los formularios alrededor de la mesa—. El señor Barret tiene su talón, gracias… puedo autentificarlo… el informe del título de propiedad, su copia… firme aquí, el recibo por la sangre que su abogado ha chupado a mi cliente… Y aquí está la escritura, sí, el formulario de la transferencia…

En un minuto habíamos rellenado todos los documentos. Gerzon ordenó su montón de papeles, sacó de su maletín un tampón con la fecha, comprobó el día, cambió la hora y el minuto, y selló cada hoja, pum, pum, pum…

—Ya está todo.

Jay carraspeó ligeramente, con la caja del dinero a su lado.

—Las once cincuenta y nueve… y las doce, caballeros.

—Adiós, amigos. —Barret se levantó para marcharse—. La escritura notarial será inscrita mañana en el registro de la propiedad del centro.

Gerzon sacó del bolsillo un manojo de llaves y lo dejó encima de la mesa.

—Todas suyas —dijo a Jay sin mirarme.

Jay cogió las llaves con extraña cautela. Luego sacó una sola llave de su bolsillo y se la dio a Gerzon.

—Es la del candado de la cadena que hay al final del camino.

Y eso fue todo… el momento, la consumación. ¿Se creían que uno había estafado al otro? Gerzon estrechó la mano a Jay y, ante mi sorpresa, volvió a estrechar la mía, aunque su apretón fue más bien una dolorosa advertencia. Luego desvió la mirada y se marchó.

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