—¿Así? ¿KROW?
—Ahora una L y una A —insistió él abriendo los ojos—. Como la abreviatura de Los Ángeles.
—¿Se pronuncia «la». o «lei»?
Poppy me sonrió con malicia. No parecía sólo borracho, sino loco o con el cerebro lesionado.
—He visto a abogados como tú. Solía dar palizas a tipos como tú.
—No lo dudo. —Me incliné para mirar la servilleta.
—¡Eh! —Poppy la tapó con una mano—. Aparta tus ojos de esto.
Me recosté. Supuse que lo miraría después.
—¿Eso es todo? —pregunté.
—He dicho LA, ¿no?
—¿Krowlei? ¿Krowla?
—Sí.
Sonaba como el principio de un apellido polaco, algo como «Kowalski» o «Krawczyk», y recordé que en la primera mitad del siglo veinte se habían establecido muchos polacos en el este de Long Island. O tal vez había cometido una falta de ortografía y era otra palabra, francesa tal vez.
—¿Qué significa? ¿Es el nombre de alguien?
Poppy sacudió la cabeza.
—Es para Jay. No he venido aquí para decírtelo a ti.
—Esa palabra no tiene sentido —dije—. ¿Krowlei? ¿Cómo vamos a decirle eso a Marceno?
Poppy le dio la servilleta a Allison con tierna formalidad.
—¿Se lo dará, señorita?
Ella asintió nerviosa y se la guardó en el bolso.
—Allison —llamó Ha desde lo alto de las escaleras—. Hay unos hombres que quieren verte.
—Muy bien —dijo ella—, diles que bajen.
Oímos pasos.
—Es un tipo llamado Marceno —dije—. El hombre que compró el terreno de Jay. Por suerte Poppy todavía está aquí.
—Pero me voy —anunció Poppy—. Antes de que vengan.
Ha apareció en el umbral, con los ojos muy abiertos.
—Señorita Allison… —empezó, y se tambaleó hacia delante.
—Sigue andando, buda.
Los hombres de H. J. bajaron por las escaleras detrás de Ha, con las pistolas apuntando hacia el suelo. Miraron alrededor para hacerse una idea del lugar. Recordé que el más alto se llamaba Denny.
—Entra.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Allison.
—Puedes llamarme Gabriel —dijo el otro, que llevaba corbata y un reloj bastante bueno—. Buscamos a personas perdidas. —Movió el arma—. Sugiero que nos sentemos todos en este encantador bar subterráneo.
Denny sacó un móvil.
—Dile a su señoría el gordo que sus mal pagados gorilas ya están en el restaurante, que el gran artista americano llamado Wyeth está aquí y que debería personarse para echar un vistazo.
Denny apretó una serie de números.
—Es tu día de suerte —me dijo Gabriel—. Y gracias —dijo a Poppy.
—¿Por?
—Has hecho exactamente lo que esperábamos que hicieras, viejo.
—¿Ah sí?
—Nos has traído a Manhattan y nos has conducido hasta tus amigos, tu comunidad internacional. —Me apuntó con el arma y luego alrededor—. Se puede hacer mucho ruido aquí abajo y nadie lo oiría.
Nos quedamos sentados unos diez minutos, sin hablar. Estudié a Gabriel y a Denny, observé su forma de respirar. La mayor parte del tiempo era normal. Estaban acostumbrados a esa clase de situaciones.
—Lo siento pero tengo que ir al lavabo —dijo Allison.
—Lástima.
—Hay uno al fondo.
—Tendrá que ir acompañada.
—De acuerdo —dijo ella con un suspiro.
Gabriel la siguió hasta el lavabo de hombres y miró dentro antes de dejarla entrar. Sostuvo la puerta.
—No, deje esa puerta abierta —dijo.
Oí una voz protestar.
—No me importa su maldita intimidad. —Gabriel se quedó de pie, mirándola—. Así me gusta. Una ropa interior con mucho gusto, señorita, muy cara, diría yo. Victoria’s Secret.
—¿Lo es? —preguntó Denny, mirando de un lado para otro.
—No puedo decirlo con seguridad.
—¿Está bien dotada?
—Normal. En buen estado. —Seguía los movimientos de Allison—. Ahora el papel. Dese prisa, por favor.
Un momento después salió Allison.
—Espero que haya disfrutado del espectáculo —dijo.
—Siéntese al lado del buda —ordenó Gabriel.
Oímos ruido en el piso de arriba, unos golpes en la puerta.
—¿El jefe? —dijo Gabriel—. ¿Ya?
Denny se levantó y subió. Unos momentos después se oyeron pasos por las escaleras. Un negro alto con un abrigo grueso apareció en el umbral, echó un vistazo a la habitación y se hizo a un lado para dejar pasar a H. J., que entró con expectante agresividad, con la cara enorme y oculta tras unas gafas de sol, y la cabeza que parecía una gran pelota de carne afeitada. Denny entró el último.
—¡Lamont! ¡Me encanta este lugar! —anuncio H. J. mirando alrededor y mostrando unos clientes brillantes—. Es muy acogedor. —Clavó la mirada en mí—. ¡El abogado blanco! Te dije que me consiguieras el dinero y no lo has hecho, y ahora tenemos un problema. —Miró a Allison y se levantó las gafas—. Mmm… ¿y tú quién eres?
—Soy la encargada.
—Puedes encargarte de mí. —Señaló a Ha—. ¿Y ese chino viejo?
—Trabaja aquí —dijo Allison—. No tiene nada que ver con esto.
—¿Qué hace, limpiar las letrinas de los blancos?
—Es un cocinero excelente. Un chef cualificado.
—¿Es cierto eso? ¿Tienes alguna especialidad? —Pero no esperó la respuesta; en lugar de ello abarcó la sala con un ademán, disfrutando de su poder—. Está bien, aquí es donde vamos a hacer tratos hoy. Mi tío está en una pequeña urna llena de cenizas esperando a que yo zanje este asunto. Su fantasma me está diciendo: Resuélvelo, chico. Un hombre que ha trabajado treinta y tantos años no debería morir congelado. Mi tía está sola en casa llorando desconsolada y dice que tengo que hacer algo por la familia. Me están presionando mucho. Ahora voy a presionar a otros. Mi tía dice que pasó algo, que hay gato encerrado. No está satisfecha con la explicación que le ha dado la policía. Dice que no tiene a nadie más que a su sobrino. De modo que tengo obligaciones, ¿me oís bien? No me importa el tiempo que nos lleve, tengo todo el día. Me esperan en Filadelfia más tarde, pero tengo todo el maldito día. —Me miró de nuevo y sonrió al ver mi incomodidad—. Me recuerdas, ¿verdad? ¿Recuerdas mis jodidas tendencias antisociales?
—Sí —respondí.
—Bien. ¿Dónde tenemos a tu hombre?
—¿Rainey? No lo sé.
—¿Y a qué esperas para llamarlo?
Saqué mi móvil y marqué el número de Jay.
El nuevo hombre de H. J., Lamont, apuntaba con su arma a Allison y a Ha. Gabriel tenía la suya apuntando hacia Poppy.
Dejé que el teléfono sonara. No hubo respuesta.
—No está —dije.
—¿Tú eres el Poppy del que no paro de oír hablar? —preguntó H. J. sacando una automática dorada del bolsillo de su abrigo.
Poppy se encogió de hombros.
—Ya les he dicho todo lo que sé.
—¿Tú eres el hombre que mató a mi tío Herschel?
—No fue así.
—Mi tía dice que estaba congelado en un bulldozer.
Poppy levantó la mirada.
—Yo estaba trabajando con el bulldozer. Él vino y me preguntó qué estaba haciendo. Él había nivelado el terreno con el bulldozer la semana antes y creyó que estaba estropeando su trabajo. Creyó que yo estaba haciendo algo que no debía. Le dije que no era asunto suyo, y tuvimos una fuerte discusión. Él era más grande, tenía bien las manos. Se subió de un salto al Gato… Supongo que se llevó una fuerte impresión y tuvo el infarto.
H. J. sonrió de forma desagradable.
—Esto huele mal. —Me apuntó con el arma—. ¿Qué dices tú, abogado?
—Él pasó en coche —gimió Poppy—. ¡Ya lo he dicho! Me vio y quiso saber qué estaba haciendo.
—¿Por eso se paró?
Poppy apoyó la cabeza en la mesa.
—Sí. Yo sólo estaba añadiendo tierra.
H. J. pareció sorprendido.
—¿Por qué?
—Porque no quería que nadie supiera lo que hay debajo.
—¿Y qué hay debajo? —pregunté yo.
Poppy cerró los ojos.
—No voy a decírtelo.
H. J. se acercó a Poppy y le clavó el arma en el oído.
—¿Mi tío Herschel te ve excavando en el campo cuando pasa en coche y se para, baja del coche y te dice que dejes de hacer lo que estás haciendo?
—Sí.
—¡Por favor, no dispare! —exclamó Allison.
H. J. apretó el arma aún más fuerte contra el oído de Poppy.
—¿Por qué? ¿Por qué lo hace? ¿Un día frío y nevoso?
Poppy empezó a levantar la cabeza, pero sintió la presión de la pistola.
—¡Porque yo estaba estropeando su trabajo!
—Y entonces, ¿él te dijo: «Déjame subir al tractor»? Esto no tiene ningún sentido. No lo entiendo.
Recordé que el tractor había caído por el acantilado al dar marcha atrás.
—Poppy —pregunté yo—. ¿Le dejaste que se subiera al Gato?
—No le dejé hacer nada. Era más grande que yo.
—Se subió él solo.
—Sí.
H. J. apartó el arma, interesado en esa secuencia.
—¿Y qué pasó entonces?
—Me preguntó qué hacía, y yo me puse furioso y se lo dije, le dije la verdad.
—Y entonces, ¿qué pasó?
Poppy levantó la mirada. Era un tipo triste y ya no tenía tiempo para más mentiras.
—Tuvo un infarto. Se sujetó el pecho y cayó hacia atrás.
—¿Se lo dijiste y tuvo un jodido infarto? —H. J. sacudió la cabeza ante la aparente absurdidad de la historia—. Tienes que ser mucho más convincente, amigo.
—¿El bulldozer en el que trabajabas estaba situado en línea recta con respecto al acantilado?
Poppy me miró.
—Sí, pero…
El problema, me di cuenta, era que H. J. todavía no sabía que el bulldozer y Herschel habían sido rescatados del acantilado y llevados al cobertizo de la propiedad vecina.
—¿Por qué lo preguntas? —dijo H. J.—. ¡No le encontraron en el campo!
Pero antes de que pudiera responderle. Poppy se levantó.
—Me voy —anunció—. Ya os he dicho suficiente. —Señaló a Allison—. Dele esa servilleta a Jay. Yo no puedo hacerlo.
—¡No vas a ir a ninguna parte! —dijo H. J.—. Vuelve aquí. —Hizo un gesto a su guardaespaldas para que se plantara frente a la puerta—. ¿Lamont?
—Me vuelvo al camión.
H. J. extendió el brazo, con el arma a un metro de Poppy.
—¿Sabes quién soy?
—No, ni me importa —dijo Poppy arrastrando las palabras—. Me voy a Florida.
—Te vas a quedar aquí hasta que yo lo diga.
—No.
—Siéntate, Poppy —advertí—. Estos tipos hablan en serio.
—No tienes motivos para hacerme daño. —Poppy extendió las manos.
—¡Vuelve aquí, viejo!
—No puedo más —lloriqueó Poppy tambaleándose—. Estoy cansado, me duele la cabeza. —Se precipitó hacia la puerta—. No he estado en Florida desde…
—¡Vuelve!
—Vete a la mierda, sólo quiero…
Lamont empujó a Poppy hacia atrás. Chocó contra la pared, pero eso no pareció asustarle, y midió la distancia hasta la puerta.
Gabriel hizo una mueca.
—Siéntate, viejo —ordenó Lamont, apuntándolo con la pistola—. No quiero hacerte daño.
—Me voy de aquí —dijo Poppy.
Y así lo hizo… o se disponía a hacerlo cuando se oyó un gran estruendo y el cuello le estalló en sangre. Allison gritó. Poppy cayó al suelo con la cabeza suelta.
—¡No os mováis! —gritó Lamont apuntándonos.
Poppy yacía acurrucado en el suelo mientras la sangre se derramaba por las baldosas negras y blancas. Palideció y en la herida del cuello se oyó un ruido de ventosa, luego se relajó y murió delante de nosotros.
H. J. miró su arma. No se había disparado. Miró a Lamont, que tenía una pistola en la mano.
—Mierda, Lamont —dijo H. J.—. ¿Para qué has hecho esto?
—Se estaba acercando demasiado a ti, jefe.
—Oh, Dios —gimió Allison mientras se elevaba humo por encima de nosotros—. ¡Es un anciano! Haced algo.
Pero no había nada que pudiéramos hacer H. J. nos prohibió movernos.
—Quedaos donde estáis —nos ordenó mirando alrededor—. ¡Joder, Lamont! ¡Ahora tenemos un problema, negro!
Desde luego que lo tenían. Tres hombres que no eran de los suyos —Allison, Ha y yo— habían visto lo que había hecho su guardaespaldas. Nosotros éramos el problema. Miró a Allison.
—¿Sabes dónde vive Rainey?
Allison hizo un gesto de negación.
—¿Y tú? —me preguntó.
—Sí —dije—. Pero dudo que esté allí. No ha contestado el teléfono.
—¿Sabes dónde vive? —preguntó Allison.
H. J. miró a Ha y a Allison.
—¡Eh, vosotros! Tenéis que decirme cómo conseguir que este tipo venga aquí y me dé mi dinero, y me diga lo que necesito saber, porque si no vamos a tener un problema aún más gordo, ¿entendéis?
El ambiente parecía sofocante, como si flotara en el aire un pensamiento siniestro. Cuatro personas podían morir fácilmente. Esas cosas ocurren de vez en cuando en la ciudad. Lo lees en el periódico mientras te tomas un café, sacudes la cabeza ante la extraña carnicería y luego te concentras en las cotizaciones de la Bolsa. Los hombres podían detener un camión frente a las puertas laterales y cargar en él lo que quisieran, y nadie se enteraría.
—¡Quiero que alguien responda mi pregunta! —bramó H. J.—. ¡Quiero saber qué le pasó a mi tío y quiero el dinero de mi tía! Vivimos en un jodido país en el que todas las universidades de ciento cincuenta años de antigüedad, todas las vías férreas y los bancos se construyeron con dinero de la trata de esclavos, fue el dinero de la trata de esclavos el que los financió. Martin Luther King dejó las cosas a medio hacer. Jesse Jackson nos vendió y Clarence Thomas no hizo nada. Los blancos siguen haciendo dinero a diario a costa de los negros. ¿De quién son esas compañías que construyen prisiones, de quién es la jodida NFL? De mi tío no, os lo aseguro. ¿Comprendéis lo que quiero decir? ¡Y ahora quiero saber por qué murió, por qué tuvo un infarto!
Permanecí sentado en el reservado, atónito. A mi lado estaba Ha, con la cabeza sumisamente inclinada.
—Jefe —dijo Gabriel por fin, con tono apaciguador—. Creo que Lamont ha matado al hombre que podría habernos ayudado a responder esa pregunta.
H. J. ordenó a sus hombres que limpiaran. Gabriel y Denny encontraron unas bolsas de basura y las extendieron al lado de Poppy. Fuera lo que fuese lo que había en sus intestinos, había empezado a salir de ellos y nos llegaba el olor. Lo levantaron, sujetándolo por los brazos y las axilas, y lo colocaron encima de las bolsas. La sangre se había colado por entre las baldosas. Gabriel buscó detrás de la barra y cogió una cuerda que Denny utilizó para atar a Poppy. Luego lo colocaron detrás de la barra. Encontraron el retrete de detrás de la puerta y fregaron las baldosas.