Me aparté de la gente y observé cómo Jay se levantaba durante los entusiastas aplausos que el público dedicaba al niño y se abría paso entre la gente, hacia la hilera de detrás de la niña. Se excusó con sonrisas educadas mientras pasaba por el lado de madres, padres y niños que aplaudían, hasta detenerse justo detrás de la cabeza de Sally Cowles, mirándole fijamente el pelo. Puso las manos en el respaldo del asiento de Sally, tal vez rozándole sin querer el hombro o la melena. Luego levantó una mano a un lado de la cara de ella, como si quisiera acariciarle la cabeza, y me alarmé. ¿Quería hacerte daño? La madrastra de Sally se fijó en él y lo miró con curiosidad. Jay siguió andando, entornando los ojos y asintiendo mientras se disculpaba, hasta que llegó al final de la hilera y se escabulló hacia la entrada. Yo estaba preparado y lo seguí, pero cuando salí a la calle Cincuenta y siete, su ancha espalda ya estaba una manzana más adelante.
Corrí hasta alcanzarlo.
—Jay, espera —dije cogiéndole del brazo.
—¿Bill? Eh, qué coincidencia.
—No ha sido una coincidencia.
Sonrió con falsa confusión y tuve que recordarme que era el mismo hombre que había visto inhalar adrenalina y estrellar pelotas de béisbol en la caja de bateo, un hombre que se encerraba en una cámara de oxígeno escribiendo cartas que no llegaba a enviar al padre de Sally Cowles. Seguí agarrándole del brazo.
—Vas a hablar conmigo, Jay, ahora mismo.
—¿Cuál es el problema?
Era un buen intento por su parte, y de no haber sabido más, tal vez habría creído que había cometido un terrible error.
—Eres hábil, Jay. Has engañado a Allison y me has engañado a mí un tiempo, y a saber a quién más habrás engañado, pero…
Se soltó.
—Te has vuelto loco, Bill. —Se quedó allí, cuadrando los hombros en actitud desafiante, probablemente intrigado por ver lo que yo sabía en realidad.
—La chica que tocaba el piano era Sally Cowles, Jay. —Hablé lo más despacio que pude, tratando de calmarme—. Como sabes, Sally Cowles es la hija de David Cowles, el arrendatario del cuarto piso del edificio de la calle Reade. Hace unas noches estuvo en el banquillo en el partido de baloncesto. Querías el edificio donde él trabajaba. Ese edificio en concreto y no otro. Cuando Marceno me lo dijo pensé que estabas loco. Negociaste una transacción a cambio del terreno. Ellos lo estudiaron y vieron que les ofrecías un trato fantástico, de modo que aceptaron. Y luego está el apartamento de Allison. No es una casualidad. No sé aún cómo está relacionado todo, Jay, sólo sé que es muy extraño, casi morboso.
Rainey me examinó fríamente, con la boca ligeramente abierta, como si estuviera a punto de pegarme un puñetazo en la cara.
—Y luego están tus pulmones.
No dijo nada, pero pareció ablandarse, o incluso derrumbarse delante de mí.
—Por el herbicida.
Él parpadeó.
—¿Lo has averiguado?
—Martha Hallock.
—Ella tenía que saberlo.
* * *
Jay me prometió que me lo explicaría, pero insistió en volver antes a Brooklyn. Al principio me pareció ilógico, ya que en Manhattan había muchos bares y restaurantes donde podríamos haber entrado, pero luego caí en la cuenta de que probablemente necesitaba un medicamento o inhalar oxígeno.
—No voy a separarme de ti hasta saberlo todo —dije.
—Está bien. —Tenía la cabeza gacha y noté que se había vuelto a encerrar en sí mismo.
—Te buscan, Jay, y me están haciendo la vida imposible.
—Está bien, está bien.
—No, no está bien. Vas a ayudarme a mejorar las cosas esta misma noche, Jay. Vas a contarme todo lo que necesito saber para salir de la jodida situación en la que estás atrapado.
Guardamos silencio durante el largo trayecto en taxi hasta Brooklyn, y sabe Dios lo que pensó el taxista cuando dejó a dos hombres frente a un oscuro taller de reparación de coches en las entrañas de Brooklyn. Jay sacó las llaves mientras subía las escaleras. A la luz de la farola vi las rayas que habían dejado las carretillas en las contrahuellas al subir y bajar las bombonas de oxígeno.
—Alguien entró en mi casa ayer —dijo—. No se llevó nada.
Entramos y se sentó inmediatamente en la cama.
—Deja que haga algo antes —dijo.
Cogió de una mesa lo que me pareció que era un aparato de plástico transparente, se metió la boquilla entre los dientes e inhaló fuerte. Se encendió un indicador rojo. Tosió con fuerza y escupió una flema a la papelera. Luego estudió el indicador rojo y se inclinó sobre una gráfica para anotarlo. El aparato, sospeché, era un medidor de flujo máximo que se utilizaba para calcular la capacidad pulmonar.
—¿Qué es eso? —pregunté.
No respondió, de modo que lo cogí y vi lo que marcaba el indicador rojo.
—¿Doscientos diez?
Recordé, de las tablas de la biblioteca, que un hombre del tamaño y la edad de Rainey debería tener una capacidad pulmonar superior a seiscientos. Hice cálculos. Tenía un FEV de treinta y cinco; terrible. Me sorprendió que pudiera mantenerse de pie.
A continuación cogió de la mesa una lata de aerosol, la agitó y la encajó en el inhalador. La apretó y oí el rápido estallido del medicamento al introducirse en su garganta. Cerró los ojos y contuvo la respiración hasta que finalmente exhaló. Se estaba abriendo las vías respiratorias. Luego se puso una máscara de oxígeno, apretó un botón rojo y respiró hondo. La máquina de oxígeno zumbó. Sus movimientos tenían la fluidez inconsciente de un hábito. Luego encendió otro aparato que mostraba varias lecturas: pulso, tensión arterial, respiraciones por minuto, porcentaje de oxigenación. Todas estaban en cero. Cogió un cable con una presilla y una luz roja en un extremo, deslizó el dedo en la presilla, y el indicador del porcentaje de oxigenación se encendió con un pitido. Ochenta y nueve por ciento.
—Hasta yo sé que eso es bajo.
Asintió quitándose la máscara.
—Puedo funcionar unas cuantas horas, pero no mucho más.
—¿Y la noche que volvimos en coche a la ciudad?
—Estuve a punto de palmaria.
—¿Tienes una especie de bombona de oxígeno en la parte trasera de la furgoneta?
—Sí.
Miró el monitor. Había alcanzado noventa y uno. Toqueteó las pastillas que había en un plato, seleccionó varias y se las tragó sin agua. Me di cuenta de que vivía en un ciclo de medicamentos que actuaban y dejaban de actuar a lo largo del día, y por lo que yo había visto, en cada fase del ciclo era un hombre distinto: animado, carismático y eufórico bajo el efecto de los esteroides; abatido y casi catatónico cuando dejaban de surtir su efecto.
—¿Acabas de administrarte esteroides?
—Sí. Siento haberte metido en todo esto, Bill. No lo esperaba. No estaba previsto, sólo trataba de volver… He estado, he estado muy lejos, tío. Ya siento el oxígeno.
Se tumbó en la cama con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios, y sentí que lo perdía.
—¿Quién era tu padre? —pregunté, porque a menudo eso te da mucha información sobre alguien.
—¿Mi padre? Un cabrón, un auténtico cabrón. Él es la razón… sólo fue un mal granjero. No debería haberlo sido, pero mi madre tenía las tierras. El cultivo de la patata venía de la familia de ella, pero el cultivo de la patata en Long Island empezó a morir en los años sesenta. Él se sentía frustrado. No me extraña. Un hombre frustrado y amargado. No creo que mi madre fuera fácil tampoco. Se peleaban mucho. Una vez ella le arrojó una cafetera. Pero yo la quería, siempre la quise.
—¿Trabajabas en la granja?
—Claro. A los once años ya sabía conducir el camión de las patatas.
—¿Tu padre siguió cultivando las tierras?
—Aunque no ganara dinero, sí. Algunos años recuperó los gastos. Plantamos árboles decorativos que luego vendíamos a jardineros paisajistas y esa clase de cosas.
—¿Quién era la chica de Inglaterra?
Jay no se esperaba esa pregunta, y en su rostro se reflejó la misma melancolía atormentada que había visto la primera noche que lo conocí, cuando había abrazado a Allison después de comprar el edificio de la calle Reade. La chica era el santo grial de Jay, el verdadero norte, su idea fija, como queráis llamarlo.
—Se llamaba Eliza Carmody —dijo—. Una chica guapa, muy descarada. Estábamos en junio y yo había terminado mi segundo año en la universidad. Iba a… había… —Suspiró, incapaz de pronunciar las palabras.
Señalé el recorte amarillento de la pared.
—¿Los Yankees?
Asintió, y apretó los labios y cerró los ojos.
—¿Lo habrías conseguido?
—¿Quién sabe? Es posible. Tienen un buen sistema de granja. Yo llevaba jugando bien dos temporadas en la universidad.
—Tuviste una oportunidad.
—Sí.
—Eras un chaval grandullón que venía de un pueblo de Long Island, tu familia no tenía dinero, tus padres discutían mucho y tú tuviste una oportunidad. Lo habrías dado todo. —Pensaba en voz alta—. ¿No es cierto?
—Es cierto, sí —coincidió—. Aun después de tanto tiempo.
—¿Y entonces apareció Eliza Carmody? —presioné.
—Sí, fue en verano, yo trabajaba para mi padre. Ese año había tenido muchas novias en la universidad, ya sabes, lo típico, nada del otro mundo, nada realmente serio, básicamente pasábamos más tiempo follando que estudiando, hacíamos deporte y bebíamos cerveza. Luego me ficharon y me dijeron: «Termina esta temporada en la universidad, acaba los partidos de la serie final de junio y en julio te meteremos en el equipo Triple A», Tenía dos o tres semanas que matar, de modo que volví a casa y entrené todos los días. Me limité a esperar a que las cosas se pusieran en marcha.
Durante ese tiempo trabajó un poco para su padre, dijo Jay, llevó el camión lleno de setos de alheña a una gran casa que quedaba a unos kilómetros de distancia, junto al mar, con ayuda de un par de chicos sudados y quemados por el sol que trabajaban por siete dólares la hora, más de lo que cobraban los mexicanos, sólo por el color de su piel. Aparcaron el camión verde en el camino de acceso y empezaron a descargar los setos, cada uno con una gruesa pelota de tierra envuelta en arpillera. Fue entonces cuando vio a una joven alta de unos veinte años lanzar una pelota de tenis contra una pared. Llevaba una falda plisada de tenis que le cubría justo hasta las nalgas, y los chicos de la cuadrilla la observaban con avidez, no sólo los muslos y los hombros bronceados, sino la agresividad con que lanzaba la pelota, una y otra vez, gruñendo al golpearla.
—Tenía que hablar con ella —dijo Rainey, colocándose bien la máscara—. Era despampanante. Me daba igual si era un chico pobre de una granja de patatas. Lo peor que podía pasar era que me mandara a paseo.
Él tiró la pala al suelo y entró en la cancha, y de pronto se sintió incómodo y fuera de lugar dentro de las pulcras líneas blancas.
—Hola —dijo ella—, no llevas exactamente zapatillas de tenis.
Él se miró las botas.
—No.
Ella se acercó.
—¿Puedo ayudarte en algo?
¿Le divertía su presencia? ¿O era sólo su acento mágico?
—No, la verdad es que no.
—No has entrado para sacar por mí, ¿verdad?
Él cayó en la cuenta de que su acento era británico. Le gustó.
—¿Perdón?
—¿No has entrado para lanzármela?
—No.
—¿Juegas al tenis?
—La verdad es que no.
—¿En qué eres bueno? —Ella estaba bastante cerca de él, teniendo en cuenta que no sabían ni cómo se llamaban—. ¿Practicas algún otro deporte?
—Béisbol.
Le vio bajar la mirada hacia su cuello y pecho, y volver a levantarla.
—Ya veo.
—¿Eres británica? —aventuró él.
—Sí.
—Te he estado mirando lanzar la pelota.
—Sí, eso es evidente.
Ella le llevaba un par de años, se dio cuenta él, y décadas de mundología.
—¿Estás de visita?
—Sólo he venido una semana para estar con mi madre y luego me vuelvo a Londres.
—¿Vives allí?
—Sí. ¿Y tú vives aquí?
—En Jamesport.
—¿Dónde queda eso?
—Aquí mismo, en el North Fork. Sólo es una pequeña ciudad.
—Entonces eres lo que se llama un chico de pueblo.
Él no estaba seguro de si le tomaba el pelo o lo menospreciaba. Sin embargo, supo que pronto estarían haciendo el amor, tal vez ese mismo día.
—Supongo.
—Un chico grande de pueblo.
—Supongo que sí.
—Debes de hacer deporte.
—Béisbol.
—Oh, sí, ya lo has dicho. ¿Eres bueno?
—Sí.
—¿En serio? —Ella sonrió para sí—. ¿Cómo de bueno?
Era su baza, lo supo entonces y lo recordó ahora, la única que tenía, y nunca la había utilizado antes, al menos no de ese modo, con alguien de fuera de su mundo, y no sabía si a ella le parecería valiosa o si sabría siquiera lo que significaba.
—Bueno —dijo—, me han fichado los Yankees.
—¿Los Yankees de Nueva York?
—Sí, los Yankees de Nueva York. Me refiero a su sistema de granja.
—El equipo de béisbol.
—Sí —dijo él, sintiéndose un poco frustrado—, los Yankees.
—¿Te han fichado entonces?
—Debo jugar primero en su equipo granja, y con el tiempo tendré mi oportunidad en las grandes ligas.
Ella se había acercado aún más, arrastrando su raqueta por la tierra verde.
—¿Lo conseguirás?
Él esperó.
—No lo sé.
—¿Tú qué crees?
—Yo creo que sí. Sí.
Y esa chica de veintiún años que, según descubriría Jay más tarde, ya había tenido muchos amantes, desde un profesor de Oxford a un banquero colega de su padre, vio en Jay, sospecho, lo que había realmente en él. Fuerza, dignidad, seguridad en sí mismo y talento puro. No fueron sólo su tamaño y su salud animal, sino la franqueza de su cara, y de todo ello había sobrevivido lo suficiente para atraer a Allison Sparks años después. Aún resentida, divertida y escéptica, Allison había visto eso mismo en él. Al igual que yo. En esa cancha de tenis al sol había sido un atractivo niño-hombre. Eliza Carmody había conocido antes a hombres como él, pero su pureza le intrigó. Era una novedad.
—Creo —dijo Eliza Carmody bajando un poco la voz— que deberías pasar a recogerme esta noche a las siete.
—De acuerdo —dijo él.
—Quieres, ¿no?
—Sí —respondió él, y su mirada la traspasó.
La comunicación entre ambos, que tan fácil había sido cinco minutos antes, de pronto dejó de serlo.