—¿Estuviste en contacto con la granja, con tu padre?
—No, no mucho.
—¿Tu madre no había dado señales de vida?
—Mi padre me dijo que estaba seguro de que se había ido a Texas, porque su padre era de allí. Ella siempre había querido conocerle Tuve que escoger entre perseguir a mi madre por Dallas, Houston o donde fuera, o quedarme en Londres.
—Esperabas a que Eliza volviera.
Sí, dijo, al menos inconscientemente. A esas alturas tenía contactos laborales para localizar a David Cowles, hasta había tenido trato social con varios de sus socios. Y un día oyó decir que Cowles había vuelto a Londres.
—Averigüé dónde estaba su oficina y lo seguí hasta su casa. Con gafas de sol y sombrero. Fácil, ¿no? Él no me conocía. No había habido ningún contacto directo entre nosotros, y estoy seguro de que Eliza nunca le había contado nada. Él no tenía ni idea. Para entonces era propietario de una bonita casa en un barrio residencial. Setos altos, tejado abuhardillado, ventanas de bisagras. Había ganado mucho dinero en Tokio. Lo espié un poco. Vi a Sally. Ahora tenía casi siete años. Una Eliza en miniatura. Exactamente igual que ella, el pelo, los ojos y las piernas. Ahora es igual que Eliza a los veinte años. Quiero decir que es perturbador, Pero incluso entonces me mató verla, Bill, me partió el corazón. Era mi hija. Mi hija. Y entonces…
Dejó de hablar.
—¿Qué?
—Ella murió.
—¿Eliza?
—En un coche, con un hombre.
—¿Un accidente?
—Conducía él, iba demasiado deprisa, y dieron una vuelta de campana, en un Jaguar. El techo se hundió.
Le habían arrebatado la vida. Yo no sabía muy bien qué preguntar a continuación.
—El tipo salió con vida —continuó Jay—. El muy cabrón, aunque ya no queda gran cosa de él.
—¿Quién era…?
—Se conocían. Volvían a Londres del campo a gran velocidad a última hora de la tarde. Es todo lo que pude averiguar.
—¿Quién era él?
—Un tipo que también pertenecía al mundillo financiero. Me informé sobre él, había estado en Japón en las mismas fechas que ella. Tenían la misma edad.
—¿Un amante con el que volvía a toda prisa a la ciudad?
—Sí, es posible. Es difícil saberlo. Ella era capaz. Después de todo, así es como se quedó embarazada de Sally.
—La gente tiene secretos.
—Sí —observó Jay—. Siempre. No pude ir al funeral, no pude. Debería haberlo hecho. Es imperdonable. Pero estaba hecho polvo. Fue un sábado por la tarde, y me quedé sin conocimiento en el apartamento de una chica.
Jay se levantó, como si quisiera apartarse de ese último pensamiento, y se acercó a la nevera y la abrió. Sacó tres pastillas de un frasco y se las tragó.
—Fue el principio del fin —murmuró.
—¿Qué quieres decir?
Quería decir, añadió, que no pudo seguir sobreviviendo en Londres. Ya no era capaz de funcionar. Perdió su empleo y volvió a Nueva York. El boom empezaba a languidecer Había ahorrado el dinero justo para alquilar el apartamento donde estábamos en ese momento, y encontró trabajo rehabilitando casas de piedra rojiza en los mejores barrios de Brooklyn. Y entonces llegó el día que se despertó y se encontró sin resuello, no ahogándose pero sí respirando con más dificultad que nunca. «Tu capacidad pulmonar ha caído en picado —dijo el médico—. Y va a seguir haciéndolo».
Entonces me habló del oxígeno.
—Me mantuve alejado de él todo el tiempo que pude. Una vez que empiezas, aunque sea un poco, tu cuerpo se acostumbra, quiere más. Estoy bien la mayor parte del tiempo. Si me canso me cuesta más. Como pudiste comprobar esa noche en la granja. Estaba hecho polvo esa noche.
Al cumplir los treinta años, empezó a fallarle la salud. Lo notaba de formas muy sutiles. No podía subir las escaleras como antes. Los labios se le ponían morados de vez en cuando y le dolían las yemas de los dedos. Tuvo que pensar en respirar como no lo había hecho nunca. Eso significaba que el descenso natural de su capacidad pulmonar, que ocurre a todos, empezaba a crearle serias dificultades respiratorias. Nacemos casi con el doble de la capacidad pulmonar que necesitamos en realidad. Por eso la gente puede sobrevivir con un solo pulmón, y por eso también los fumadores que mueren de enfisema tardan tanto en expirar. Cuando la capacidad pulmonar total desciende alrededor de un treinta por ciento, empiezan los problemas. Respirar se vuelve laborioso, los pulmones no son capaces de eliminar la mucosidad que producen. En el caso de Jay, el especialista pulmonar dijo que tenía la capacidad pulmonar de un hombre que llevaba setenta años fumando o, dicho de otro modo, la capacidad pulmonar de un hombre que nunca había fumado y había vivido hasta los ciento veinte años.
Su vida estaba de pronto limitada por el deterioro de su función pulmonar; salvo en caso de accidente, moriría de asfixia gradual. El ritmo del deterioro era variable; podía acelerarse o disminuir de velocidad, pero siempre avanzaba en una dirección. Tenían que examinarle los pulmones cada seis meses, durante los cuales se medía el volumen respiratorio forzado, el FEV, el cual no cesaba de bajar. La enfermedad era particularmente cruel porque podía permanecer estable durante un período de tiempo y un buen día despertar con que había perdido otro tanto por ciento de su capacidad respiratoria.
—Y estando aquí averiguaste de algún modo que David Cowles se había venido a vivir a Nueva York.
—Sí.
—¿Cómo?
—Tuve curiosidad y llamé a su oficina de Londres. Se había puesto a trabajar con una nueva compañía. Los llamé. Me dieron un número. Hablé con tono persuasivo con la gente, dije que tenía una transacción que quería que él supervisara. Ya sabes, mentí. Compadecía al tipo. Su mujer se había matado, probablemente porque se acostaba con otro tipo. Lo admiraba, de verdad. Se había recobrado y vuelto a casar. Y tenía suficiente capital para trasladarse aquí.
—¿Y una vez que supiste que él estaba en la ciudad?
—Una fría certeza.
Lo miré fijamente.
—De encontrar a Sally.
—Compraste su edificio.
—Sí.
—¿Por qué?
Su mirada se endureció.
—Curiosidad.
Era una respuesta desconcertante, y recordé la aparente afabilidad que había mostrado Jay al conocer a Cowles en su oficina después de comprar el edificio. Esa actuación era el colmo de la farsa, ahora me daba cuenta. Además, recordé que Jay había permitido que Cowles negociara un alquiler más bajo.
—¿Has pinchado el teléfono de Cowles? —pregunté—. ¿En el sótano del edificio?
—¿Eso es lo que harías tú, si estuvieras en mi lugar?
—Si —confesé.
Él asintió.
—Sí. Sólo tienes que conectar con la centralita para extensiones. Compras el material por catálogo, en realidad. La mayoría de las conversaciones son muy aburridas. Pero a veces oigo hablar a Sally. Es una forma de saber qué pasa, a qué se dedica. Cowles y su nueva mujer hablan continuamente de sus hijos, la canguro, las fiestas de cumpleaños, asuntos del colegio, visitas al médico, todo lo habido y por haber. La mujer es una buena madre, por cierto. Se casó con una buena mujer.
Oír eso me hizo pensar en mi vida perdida con Judith y Timothy, de modo que sus palabras tuvieron una doble tristeza para mí; éramos dos seres patéticos, a los que se les había arrebatado todo menos la añoranza. Sin embargo, Rainey y yo también éramos distintos, me di cuenta. Y lo vi en el apremio de sus ojos brillantes. Un aspecto del carácter de Rainey se me escapaba, no algo relacionado con la vieja granja y lo que podría haber enterrado en ella, sino un elemento más esencial que guiaba su vida, empujándolo a hacer cosas arriesgadas, como seguir a Sally Cowles a partidos de baloncesto y recitales de piano.
—¿Para eso compraste el edificio, para escuchar unas cuantas llamadas? Creo que hay algo más.
Él no respondió. No quería responder.
—Eso no está bien, Jay.
—Sé lo que me hago —respondió indirectamente—. Reflexiono mucho antes de dar cada paso.
Pregunta algo más, pensé, cambia disimuladamente de tema.
—¿Y Allison? ¿Por eso empezaste a salir con ella?
—Tío, no se te pasa ni una. —Jay sonrió, liberándose de la tensión, y aunque no fue una sonrisa maliciosa, percibí en ella una especie de frialdad que me preocupó—. No fue muy difícil. Fingí estar interesado en comprar un apartamento dos plantas más arriba. El abogado de la finca me lo enseñó. Pero era un poco demasiado alto y no se veía bien desde él. Sin embargo, la segunda vez que estuve allí coincidí con el ascensorista cuando repartía la correspondencia. Vi el apellido de ella. Vivía justo en la planta adecuada. De modo que sabía el apellido y el piso. Su nombre estaba en la guía telefónica, A. Sparks. No había otro nombre. Probablemente era soltera. Hice una especie de apuesta conmigo mismo: si tenía menos de cincuenta años lo intentaría.
—Pero antes tenías que averiguar quién era.
Rainey se rió, pero a mi costa.
—Pagué cien dólares al portero.
—¿Cómo lograste que picara?
—Le dije que era policía. Que no era a ella a quien buscaba sino a uno de sus amigos.
—Tengo el presentimiento de que ella entra y sale con muchos hombres a lo largo del año.
—Eso es lo que me dijo el portero. En cuanto me lo dijo supe que lo conseguiría. La espié, vi que a menudo desayunaba en el mismo lugar Fue sencillo. Un buen traje, te sientas con un periódico. No es muy difícil.
—¿Os veis mucho?
—Sobre todo por las tardes.
Jay restó importancia al asunto, y vi en ello la razón por la que Allison se había enamorado tan rápidamente de él; su indiferencia hacia ella era de algún modo emocionante, y le restituía una parte de sí misma más primitiva, tal vez la situación de una niña con un padre severo. Me pregunté si también comía el pescado con él, aunque me pareció poco probable, dado lo poco a menudo que podía conseguirse.
—¿Y cómo estás de salud ahora? —aventuré.
—¿Quieres decir lo deprisa que me estoy muriendo?
—Eso ya lo sé.
—¿Ah sí?
—Antes he calculado que tienes un treinta y cinco por ciento de FEV.
Él sonrió.
—No está mal.
Me encogí de hombros.
—Pero no es del todo correcto.
—¿Qué quieres decir?
—Estoy en un veinticuatro por ciento. —Tosió un poco, como para subrayar la afirmación.
—Deberías estar en una cámara de oxígeno.
—Probablemente.
—¿Y?
—Tengo cosas que hacer, Bill. —Cogió la máscara e inhaló con los ojos cerrados.
De pronto comprendí que se estaba preparando para ponerse en contacto con su hija. Su deseo de verla, aunque sólo fuera de vez en cuando, se había convertido en un deseo de conocerla, lo que en sí mismo se había convertido en un deseo de hablar con ella. Era el principio organizativo, el polo gravitacional. Cuanto más sabía de Sally, más quería saber. Oírla hablar por teléfono con su padre debía de haber sido una exquisita tortura. Es algo innato en los hombres querer lo que no pueden tener, pero, al oír la inocente voz de su hija, debía de parecerle que si había llegado tan lejos, todo era posible. Y tal vez lo era. Esa misma tarde, en los almacenes Steinway, Jay había permanecido de pie detrás de su hija, le había rozado los hombros con los dedos, había mirado su pelo bien peinado y brillante; era una especie de triunfo en realidad; demostraba que no estaba totalmente desconectado de su antiguo yo, demostraba que parte de su juventud y vigor, y su propia inocencia seguían vivos. Que a los catorce años Sally fuera la viva imagen de Eliza Carmody a los veinte debía de haber sido un tormento aún más irresistible para él, ver simultáneamente el pasado y el futuro en la cara de su hija. Había perdido a la madre, pero allí estaba ella, una niña perfecta sin sus padres biológicos. ¿Cómo iba a volver la espalda a eso? ¿Cómo no iba a sentir el impulso de acercarse cada vez más a ella para mirar y decidir mirar más tiempo? Extirpar la simple y poderosa verdad constituiría una muerte en sí misma, una muerte que sucedía a la de Eliza y presagiaba la de Jay. ¿Y quién era capaz de hacer eso, quién podía dejar de mirar a su propio hijo? Yo mismo había reprimido el impulso de volar a la costa Oeste e ir en un coche alquilado hasta la nueva mansión de Jay, dondequiera que estuviera, chocar contra el garaje y correr por los pasillos hasta la habitación de Timothy, y estrujarlo en mis brazos. Que no lo hiciera, era prueba de mi maldita debilidad, y de pronto me di cuenta de que Jay me estaba dando una lección, en ese preciso instante, sobre lo que tal vez hacía falta para retener a tu hijo. Tenías que estar un poco loco, tenías que ser enfermizamente devoto a la idea de redención. Sentí cómo mi propio anhelo congelado se resquebrajaba; necesitaba recuperar a Timothy, lo necesitaba como necesitaba el aire para respirar, y lo lograría, costara lo que costase.
De modo que esa noche no juzgué a Jay con mucha dureza al oír su historia, en absoluto. Me asustó, pero admiré la franqueza de sus intenciones. Todas sus manipulaciones y sus mentiras, el laberinto que él mismo había diseñado, habían sido para conseguir la única cosa buena que todavía podía aspirar a tener: el reconocimiento que existe entre padre e hijo.
—¿Y adónde nos lleva todo esto? —me atreví a preguntar.
—Muy sencillo. —Jay se quitó la máscara y me miró a los ojos—. Me estoy muriendo, tío.
—¡Patatas! —exclamó Allison por teléfono más tarde esa mañana—. Desparramadas por toda la acera del restaurante.
Yo había estado tumbado en la cama de la habitación de mi hotel, escuchando el siseo de la cinta en blanco que giraba en mi cabeza y preguntándome qué podía hacer por Jay, cuando ella llamó.
—Hay un camión enorme subido a la acera —continuó—. Dentro hay un viejecillo que se niega a bajarse. Dice que conoce a Jay. Está borracho o lo parece, y dice que tiene que hablar con él inmediatamente. ¡Le he dicho que no sé dónde está, Bill!
—¿Al camión le falta una puerta?
—Creo que sí.
Era Poppy.
—¿Puedes pasármelo?
—No querrá bajarse del camión. Le llevaré el teléfono.
Así lo hizo. La oí salir a la calle, el silbido del viento a través del micrófono.
—¿Poppy? —dije.
—¿Jay?
—No, soy Bill, su abogado. ¿Te acuerdas de mí?
—No pienso hablar con ningún capullo.
—Estaré ahí dentro de unos minutos. —No estaba a más de quince manzanas de distancia—. No te vayas a ninguna parte.