Havana Room (51 page)

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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

BOOK: Havana Room
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El vehículo aminoró la marcha en medio del griterío de voces masculinas. El camión parecía estar ejecutando una acrobacia aérea detrás de otra, o tal vez era yo, que me caía hacia los lados. Volví a vomitar, tumbado boca arriba, y esta vez lo probé y sentí en los ojos el ácido chorro del estómago. La furgoneta o camión aceleró y pasó como una bala sobre baches, piedras, cráteres, pozos de miles de metros de profundidad y todo lo que pudiera reventar sus neumáticos. Luego se detuvo en seco, y la voluminosa masa se tambaleó hacia delante y recuperó el equilibrio. Vomité por tercera vez, y me cayó una bolsa encima. El motor seguía en marcha. Oí voces y una puerta abrirse, luego las voces se movieron a lo largo del vehículo. Alguien retiraba el candado de la puerta. Levanté la cabeza. En un extremo se abrió un rectángulo de luz y aparecieron ante mí dos chinos con delantal y largos guantes de goma. Volví a gritar a pleno pulmón, y ellos se subieron a la plataforma del camión y tiraron bruscamente de mí por los pies, gritando como si los hubiera traicionado. Yo me defendí de forma instintiva, pero ellos me sujetaron las piernas con sus guantes para sacarme de entre las bolsas de basura que goteaban y arrastrarme por la resbaladiza plataforma. Caí al suelo, golpeándome el hombro con el guardabarros, pero antes de que cerraran las puertas de golpe, uno de los hombres recogió una bolsa llena de cascaras de huevo y pieles de gambas que se había caído, y tuve el tiempo justo para levantar la vista y mirar dentro de la furgoneta —era una furgoneta— y ver, o creer ver, entre los desperdicios, un zapato marrón de hombre, un zapato que no era mío, ya que seguía teniendo los dos puestos. Caí hacia atrás, débil y aturdido, con los pulmones llenos de gases de escape, mientras la furgoneta se alejaba a una velocidad imprudente por un descampado cubierto de escombros y salía a través de una valla rota a la calle. El cielo sobre mi cabeza era un infinito azul sin nubes. Una gaviota me sobrevoló perezosamente. Logré darme la vuelta hasta quedar tumbado boca abajo y doblar una rodilla, y me levanté tambaleándome, y enseguida volví a vomitar, esta vez gachas poco espesas y ardiendo. Me limpié la boca con la manga, me arranqué del pelo un trozo de lechuga mustia y vi que estaba en un solar abandonado lleno de ladrillos y botellas desparramadas. No llevaba el abrigo, que, recordé, había colgado pulcramente en el guardarropa del restaurante. Me palpé los bolsillos y me alegré al encontrar en ellos mi billetera y toda mi documentación. Además de un juego de llaves que no reconocí. Las estudié. Eran las de Jay, tenía que devolvérselas. Conté el dinero que llevaba encima y comprobé que no me habían robado. No, eso habría sido un alivio en cierto modo. Se proponían deshacerse de mí, tirándome junto con la basura.

Deshacerse de mí, como si me dieran por muerto. Al igual que el otro tipo de la furgoneta.

* * *

En un establecimiento a tres manzanas de distancia pedí café, zumo y tres huevos revueltos con patatas fritas caseras, y compré una camiseta de los Giants de Nueva York a un chico que repartía periódicos. No estaba seguro de cómo me sentaría la comida, pero la pedí de todos modos. El cocinero, un hombre corpulento y autoritario, me dijo que era de Queens. Me dejó utilizar el lavabo, donde me quité mi maloliente camisa con cuello de botones. Apenas podía mover los brazos de lo rígido que estaba. En la manga encontré una cucaracha. Me lavé el pecho, las axilas y la cara con toallas de papel, tiré la camisa a la papelera y me puse la camiseta.

—Te drogaron, ¿verdad? —preguntó el cocinero al verme salir, frotándose con una mano su panza en forma de pera. Llevaba un bolígrafo detrás de la oreja.

—Algo así. —Yo tenía el pelo enmarañado. Habían transcurrido más de catorce horas.

El hombre dejó el kétchup frente a mí.

—No, no, escucha. Te lo digo yo, te drogaron. No te acuerdas de nada, ¿verdad? Ese descampado es como… ¿cuántas, tres, cuatro veces a la… cuántas veces vemos tirar a tipos donde estaba la vieja fábrica de pintura, Jimmy?

De la parte trasera llegó una voz.

—¿Cómo coño voy a saberlo?

—No le hagas caso —dijo el cocinero—. Su mujer está menopáusica y él se ha contagiado. Drogan a los tipos y luego los tiran a ese descampado porque está junto a la autopista. Un tipo detuvo el coche al ver a una puta, y cuando ella le sacó la polla, había otro hombre esperando, y a otro tipo lo dejaron allí tirado un par de psicópatas, le pegaron con esparadrapo un gato muerto en la cabeza, fue la hostia, trataban de acojonarlo, y luego esa vez que tiraron un jodido residuo tóxico allí, y los del gobierno vinieron con todos esos trajes de astronautas blancos, ya sabes, y vendimos como doscientas tazas de café.

—¡No recogieron todo! —se oyó una voz detrás de la puerta.

—¿Qué? ¿De qué hablas, Jimmy?

—No recogieron todo el jodido residuo tóxico.

—¿Qué quieres decir?

—Te dejaron a ti, ¿no?

Miré el reloj.

—¿Qué día es?

—¿Qué día?

—Es, mmm… martes, tío.

—No, me refiero al día del mes.

—¿Del mes? Deja que… ¿qué día del mes es, Jimmy?

—¿Cómo coño quieres que lo sepa?

El cocinero se rascó la cabeza y consultó un calendario salpicado que había junto a la caja registradora.

—Es día uno —declaró—, el primer día del mes.

Uno de marzo. El día que debía empezar a trabajar, Me esperaban dentro de tres horas, duchado, afeitado, con una corbata limpia: capital humano ambulante, Tardé otro momento en recordar que ya no vivía en ninguna parte. Conté el dinero que llevaba en la billetera.

—¿Me haríais un favor, amigos? —dije.

—Sí. Lo que quieras.

—Quiero que me llaméis a un taxi que me lleve a Manhattan.

—Olvídalo.

—¿Por qué?

—Ya te llevo yo.

—No, no te preocupes.

—Vamos, son veinte minutos. —El cocinero cogió el abrigo—. Jimmy, sal a la barra. —Señaló la puerta—. Hoy hay poco movimiento, de todos modos. Ha habido poco movimiento esta semana. De hecho ha habido poco movimiento todo el año.

Avanzamos en silencio en un viejo Chevy Caprice que parecía repintado. Tal vez un viejo taxi. Me sentía inmensamente agradecido. Le pedí al cocinero que me dejara en el centro.

—Entonces, ¿conoces a la gente que te drogó? —El cocinero se volvió hacia mí y, bajo su mirada escrutadora, no pude mentir—. ¿O te cogió por sorpresa, estabas en el lugar inadecuado en el momento inoportuno?

—Básicamente los conocía —dije.

El cocinero asintió, como si esperara esa respuesta.

—Deja que te dé un consejo —dijo—. Yo he sido policía. Me cansé y me retiré. Pero he visto muchas cosas.

Me puse rígido.

—Adelante.

—Quieres reanudar tu vida, ¿verdad? Quieres evitar más problemas.

¿Había disparado yo el arma? ¿Recordaba haberlo hecho?

—Sí.

—No trates de vengarte.

—No es eso.

Estábamos cruzando el Harlem español.

—Escúchame. No trates de vengarte, no trates de explicarlo a la gente, no digas nada a nadie, no se lo cuentes a la policía, por Dios, no hagas nada. Y no vuelvas a juntarte con esa gente, no te relaciones con ella, no hables de esto.

—De acuerdo.

Me di cuenta de que no le había dicho ni cómo me llamaba.

—Has salido de ésta con vida, ¿no?

—Sí.

—Pues has tenido suerte.

—Volveré a mi vieja vida y dejaré que pase el tiempo.

Él asintió mientras detenía el vehículo.

—Sí. Continúa con tu vida de siempre y olvídalo todo. Muere de viejo.

* * *

¿Cómo entras en tu hotel a las ocho de la mañana oliendo a basura y sin otra muda, y llegas dos horas después a tu nuevo empleo impecable con un traje nuevo? Respuesta: no es posible. Entré rígida y apresuradamente en el hotel, me duché, me afeité, me lavé, luego bajé con el albornoz y las zapatillas del hotel, compré un ridículo chándal rojo en una tienda de regalo de la Quinta avenida, volví a mi habitación, me lo puse, luego cogí un taxi a Macy’s, que abre a las nueve, compré un traje, camisa, calcetines, zapatos, me vestí en el pequeño probador, cogí el metro para ir a trabajar… y llegué diecisiete minutos tarde.

Pero no importó. Dan hablaba por teléfono con alguien; su nueva amante, según me enteré luego. Esa mañana, después de presentarme a los demás abogados (hombres y mujeres más jóvenes que tiraban de la correa, ávidos de gloria, ascensos y mucho dinero) y a las nuevas secretarias (tres cincuentonas endurecidas por la lucha, y acostumbradas a las prestaciones de la asistencia sanitaria y al horario flexible para acudir a las obras de teatro del colegio de sus nietos), después de inspeccionar mi despacho (decente, pero sin punto de comparación con el anterior, que tenía una vista de helicóptero de la avenida Lexington) y de pedir a mi secretaria que me encargara papel y sobres de carta, y una tarjeta American Express de la compañía, después de abrir mi nueva dirección de correo electrónico del nuevo bufete y de firmar el formulario de declaración de la renta sobre nómina, después de hacer todo eso y más, salí a hurtadillas a la calle y me metí en una cabina que había a unas manzanas de distancia para llamar a Allison. Primero marqué el número de su casa. No hubo respuesta, de modo que la llamé al restaurante. Me saltó un contestador con su voz. El restaurante iba a permanecer «cerrado para la limpieza anual» los tres siguientes días, pero se abriría de nuevo el fin de semana. Por favor, llamen el viernes a partir de las tres de la tarde para confirmar o reservar Etcétera. Llamé a Jay Rainey. Todavía tenía sus llaves. Nada. Llamé a Martha Hallock, pero no había sabido nada de Jay. Yo tampoco, dije.

Volví a mi oficina, organicé los pocos papeles que tenía en mi escritorio, hice llamadas utilizando una voz que sonaba como la mía, y al terminar la jornada volví al hotel. Desde allí llamé al abogado de Judith y le di el número de mi nuevo trabajo.

A partir de ese momento empiezo a hablar con evasivas, a callar información, a escurrir el bulto. A un abogado se le puede inhabilitar en diez minutos por haber formado parte de actividades ilegales, de modo que me planteé ir a la policía y decirle todo lo que sabía, y dejar que ellos lo resolvieran. Pero no sabía qué iba a lograr con eso, aparte de crearme problemas. Poppy había muerto a manos de Lamont, a quien yo podría haber disparado. Sospechaba que Gabriel y Denny estaban muertos, por la forma tan violenta en que habían reaccionado ante los sushis de Ha. Por supuesto, esos hombres tenían familia en alguna parte. La gente querría saber qué había sido de ellos. Pero nada de lo que yo dijera podría devolverles la vida. Además, el asunto de Marceno y el terreno seguía sin resolver. Poppy estaba muerto, y lo que fuera que había garabateado en la servilleta del Havana Room lo tenía Jay Rainey. «No se lo digas a nadie, no se lo digas a la policía, por Dios, no hagas nada». Era un buen consejo, pensé. Ilegal, inmoral, poco ético, egoísta, cobarde, totalmente equivocado y reprensible. Pero un consejo excelente de todas maneras, de modo que todas las mañanas fichaba en la oficina, impaciente por ensimismarme en el trabajo que tenía entre manos, contando las horas que faltaban para que Timothy llegara a la ciudad. Timothy, mi hijo, mi hijo perdido.

* * *

El sábado siguiente vi en la sección de noticias locales del
Times
un pequeño artículo sobre un tal Harold Jones, propietario de un club de rap de Nueva York, que había sido encontrado muerto junto a un contenedor de basura detrás de un McDonald’s de Camden (New Jersey). Era H. J. Lo habían visto por última vez con vida en su limusina en el barrio Overbrook de Filadelfia a última hora del pasado martes. Unos chicos habían robado la limusina y habían dado vueltas con ella varios días, al parecer con H. J. muerto en el maletero, y se les buscaba para interrogarlos. Compré el
Daily News
y el
Post
para averiguar más información. Le daban menos importancia de lo que yo esperaba, tal vez porque había muerto fuera de la ciudad y no había buenas fotos, y H. J. no era una figura muy conocida, salvo entre los negros que frecuentaban su club. No era músico ni producía discos. Así funcionaba la lógica cultural. Sólo era un hombre de negocios de poca monta, en realidad. Otro gordo negro con reloj de oro que fingía ser más rico de lo que era. Terminé yendo al quiosco de la Grand Central Station para comprar los periódicos de Filadelfia. Ofrecían más detalles, y entre los cuatro periódicos logré hacerme una idea de lo ocurrido. Pero leí que su chófer no recordaba haber consumido drogas. El periódico decía que los informes toxicológicos no eran concluyentes. A saber qué había habido en su flujo sanguíneo en cualquier momento. Se había subido a su limusina después de asistir a una reunión en el centro de la ciudad, con un maletín de cuero, había gritado algo y lo habían llevado a Filadelfia. Durmió durante el trayecto, declaró el chofer. Se quedaron atascados en el peaje de la autopista de New Jersey y llegaron por fin a Filadelfia, al gran vecindario negro de Overbrook. Una casa grande, una gran fiesta. El chófer juró que, al abrir la puerta de la limusina, había visto a H. J. sentado en ella. La gente enseguida se subió a la parte trasera con él, para hablar y montar juerga. El chófer confesó que él había terminado en un trastero el resto de la noche. Se había encontrado la limusina abandonada en el campo de fútbol de un instituto de Chester (Pensilvania), una moribunda ciudad industrial que colgaba de la barriga de Filadelfia. Cómo había terminado Harold Jones en Camden (New Jersey), y su limusina a sesenta y cinco kilómetros, en Chester (Pensilvania), no se sabía. La policía había encontrado en el asiento trasero del coche «parafernalia de drogas», así como «una suma de dinero no revelada». Debía de tratarse de lo que quedaba del dinero de la compraventa que yo había negociado para Jay, dinero ganado inicialmente, si te paras a pensarlo, por los jornaleros de una viña chilena a miles de kilómetros al sur. Me sorprendió que quedara algo. Me imaginaba la escena, la reacción de la gente al ver a H. J., la gran bolsa de dinero, la música a tope que llegaba de la casa, la confusión, el paso de las horas, los rumores de que había un hombre muerto, «Sacad de allí el coche, en mi propiedad no, dadme las llaves, llevaos el cadáver a otra parte». Y eso es lo que hicieron.

Mientras leía los periódicos volví a sentirme raro, otra vez con náuseas. Podía pensar que H. J. se lo había buscado, pero no era cierto, porque sus motivos iniciales habían sido nobles; su desconsolada tía le había pedido que llegara a un acuerdo beneficioso para su familia. Yo no había contado con sentirme mal por H J. y, sin embargo, así era como me sentía.

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