Havana Room (49 page)

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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

BOOK: Havana Room
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Volví a concentrarme en la gran silla encapuchada y me acerqué a ella. ¿Qué se escondía detrás de la tela? Levanté un poco el extremo y vi una pierna y el zapato de un hombre colgando. Dejé caer la tela sorprendido. ¿Estaba muerto? ¿Se había suicidado? Tal vez Jay nos había oído llegar, o tal vez… Aparté la tela, preparado para enfrentarme a algún horror sanguinario, y allí estaba Jay, dormido en su silla, echado hacia delante contra la pared, con una bombona de oxígeno dentro de una tosca cuna construida a propósito y un tubo que se elevaba hasta su cabeza. Una máscara de oxígeno le cubría la nariz y la boca. Parecía muy cansado para su edad, como sin duda lo estaba, arrastrándose a todas partes sin suficiente aire. Respiraba de forma superficial y demasiado deprisa, como un niño febril. ¿Cuántas horas había vigilado en silencio a través de esa rejilla, estudiando a Cowles, observándolo, viviendo a través de él, vigilando las cámaras, las imágenes digitales? ¿Qué probaba eso para él? ¿La imposible distancia que había entre él y su hija, ahora prisionera abajo? ¿Estudiaba al hombre que cuidaría de ella después de que él muriera? Y, por ridículo que sonara, ¿era ésa la razón por la que había comprado el edificio, incapaz de resistirse a nuevos actos de voyeurismo? ¿O la idea se había alojado en las sombras de su inconsciencia? No importaba. Estaba allí.

—Despiértalo —dijo Gabriel.

Me llevé los dedos a los labios.

—Si quieres hacerlo discretamente, déjame a mí —susurré—. Es posible que reaccione. Si haces mucho ruido tendremos más problemas.

Gabriel no me hizo ninguna concesión, se limitó a indicarme con el arma que lo despertara. Me incliné hacia delante y miré por la rejilla.

Allí estaba Cowles, con su traje, hablando por teléfono. Con el escritorio cubierto de papeles.

—De acuerdo, te lo enviaremos —dijo—. Perfecto. —Colgó. Su ayudante entró y Cowles le entregó un papel—. Aquí tienes los números de lo de Martin.

—Muy bien.

—¿Qué está pasando con el euro?

—Está subiendo un poco.

—¿De qué tamaño son los edificios?

—Varían.

—¿Van a comprar los japoneses?

—No sabría decirlo.

—Deje que eche un vistazo.

Cowles salió de la oficina detrás de su ayudante y aproveché para despertar a Jay.

—Eh —dije con suavidad—. Jay, despierta.

Esperaba que se pegara un susto, pero no lo hizo. Abrió despacio los ojos y levantó la cabeza.

—Me has encontrado —susurró, sin que pareciera importarle.

—Despierta.

Cambió de postura en su silla.

—Tienes que bajar a la calle —dije.

—¿Por qué?

—Tienen a Sally.

—¿A Sally?

Asentí.

—No lo entiendo.

—Lo harás.

Ése era Gabriel, que había dado un paso hacia delante con el arma apuntando.

* * *

Fuera, la puerta de la limusina se abrió mientras nos acercábamos.

—Subid —dijo Gabriel, y Jay y yo obedecimos.

Sally, apretujada entre Denny y Jay, nos miró con consternación. No nos conocía ni a mí ni a Jay.

—¿Qué está pasando? ¿Qué me vais a hacer?

—No te va a pasar nada, Sally —respondí, tratando de hablar con el tono más firme posible.

—Ya me ha pasado algo. —Se echó a llorar de nuevo—. ¿Por qué todos sabéis cómo me llamo?

—Si alguien te pone un dedo encima —dijo Jay—, lo mataré.

Pero eso no la tranquilizó, sólo la asustó aún más. Miró frenética a un hombre y a otro, con los labios apretados, asiendo con fuerza la camisa de su uniforme.

—¿Vais a… voy a ser…?

—Está bien, Gabriel —dije—, ahora deja que se vaya.

—Antes queremos el dinero.

—¿Jay? —dije—. Estos tipos quieren su dinero. ¿Dónde está?

No hubo respuesta. Jay no había apartado los ojos de Sally. Hasta ese momento sólo había estado de pie detrás de ella en la sala del Steinway, no había vuelto a tenerla tan cerca desde que era niña.

—Quiero hablar con ella.

Esas palabras sólo lograron asustar más a Sally. Pero me pregunté si, en lo más profundo de su ser, ella había percibido que había una relación entre ambos. Podías verlo a él en ella. En la fiereza de sus cejas y el ancho de sus hombros. En las piernas largas que lo serían aún más.

—Hazlo, pero date prisa —dijo Gabriel.

Jay se inclinó hacia Sally. Ella retrocedió asustada al ver cómo la escudriñaba y se volvió hacia un lado.

—Tranquilo, Jay —dije.

—¿Eres feliz? —preguntó Jay a su hija.

—¿Quién eres? —replicó ella.

Él respiraba pesadamente.

—¿Eres feliz?

—Bueno, en este momento no.

—No, quiero decir… —Jay tosió con violencia—, quiero decir en la vida.

Hasta Sally se dio cuenta de lo absurda que era la pregunta en esas circunstancias.

—Sí, claro.

—Una bonita charla —interrumpió Gabriel—. Pero tenemos que…

Jay se volvió hacia Gabriel. No le tenía miedo y Gabriel se dio cuenta de ello.

—Un minuto —concedió Gabriel.

Jay se volvió de nuevo hacia Sally.

—¿Te sientes a gusto en tu familia?

—Sí.

—¿Echas de menos a tu madre?

La chica lo miró parpadeando.

—¿Quién eres?

—Un viejo amigo de ella.

Sally pareció recelar.

—¿De cuándo?

—De hace años.

—¿La conociste?

—Sí. —Jay sonrió con dolor.

—La echo de menos —admitió ella—. Pienso mucho en ella.

—Eres igual que ella, ¿lo sabes?

—Sí. Pero eso me pone triste.

Jay asintió, mordiéndose el labio.

—Está bien —gritó Gabriel—. ¡Ya es suficiente!

—Escucha —dijo Jay a Sally Cowles con voz ronca de dolor—. Tengo que pedirte un pequeño favor.

—¿Qué? —Ella miró a los demás—. ¿De eso se trata?

—Deprisa, Rainman —dijo Gabriel.

—Quiero que me dejes tocarte la oreja por dentro. Muy deprisa.

—Eso es de mal gusto.

—Un poco sí —reconoció Jay—. Es lo último que te voy a pedir.

Ella se puso el pelo detrás de las orejas y se inclinó un poco hacia delante.

Jay respiró hondo con esfuerzo y alargó la mano derecha. Su hija dio un respingo cuando la tocó.

—Tranquila —murmuró él. Le tocó con los dedos la oreja frente a su larga melena y le recorrió con el pulgar la cresta interior del cartílago. Ella nos miraba a él y a mí.

—Baja un poco más la cabeza —pidió.

Ella lo hizo, intentando no llorar.

—Ya está bien —dije.

Jay frotó la oreja de su hija.

—¿Es…? —empezó a decir Sally, apartándose.

—No te muevas —ordenó Jay.

Cerró los ojos, recordando, midiendo el tiempo que había transcurrido desde que había tocado por última vez a su hija. Hacia trece años, en un parque de Londres, y Eliza ya se había casado con Cowles, ya se la habían arrebatado. Jay dejó caer los dedos.

—¿Ya? —pregunté con suavidad.

Él asintió en silencio.

Sally se encogió asustada, mirando a cada lado.

—Sally —empezó a decir Jay, con dolor en la voz.

—¡No lo hagas! —dije con brusquedad—. No lo hagas, Jay.

—¿Por qué?

—Porque no es necesario. —Le sostuve la mirada—. Sería una crueldad.

Sally nos miró a ambos.

—¿De qué estáis hablando?

—De nada —respondí—. De nada de lo que tengas que preocuparte.

—El dinero —dijo Gabriel.

—Está en una bolsa de herramientas de cuero —respondió Jay. Sacó una sola llave de su bolsillo—. En el armario del lavadero, en el pasillo del primer piso.

—Quédate con ellos —dijo Gabriel a Denny. Cogió la llave y bajó del coche.

Esperamos. Yo observé. Observé al padre estudiar a su hija. Jay recorría con la mirada el perfil de Sally, la frente, los ojos, la nariz, los labios, debajo de la barbilla, acariciándola, abrazándola, conociéndola.

—Tu madre era buena persona —dijo por fin.

Sally no respondió.

—Y… —Tosió, luego buscó en su interior algo, una certeza, una voluntad—. Y tu padre… tu padre te quiere mucho.

Jay lo había dicho, lo había sacado de dentro.

—Gracias —dijo ella, tratando de parecer alegre y agradecida—. Yo también lo quiero.

Gabriel volvió con la bolsa. Hablaba por el móvil.

—¿Que lo lleve de todos modos? Bien. ¿Ella se puede ir? —Colgó—. Señorita —dijo con brusquedad—, márchese inmediatamente.

—¿Me puedo ir?

—Sí, baje ahora mismo del coche. —Él arrojó las llaves de Jay dentro del coche, golpeándome con ellas en la cabeza—. Dejad vuestras jodidas huellas en ellas. Todos.

—Bueno —dijo ella cogiendo la mochila—. La verdad es que mi padre trabaja aquí.

Gabriel nos miró a Jay y a mí confuso.

—Dejadla bajar —dije cogiendo las llaves.

Él abrió la puerta.

—Lárgate.

Sally bajó de un salto a la acera y se volvió para asegurarse de que no la perseguíamos. Vi que todo el asunto la había dejado muy confundida. La habían secuestrado aproximadamente media hora sólo para llevarla a la oficina de su padre. De modo que no había acabado como un secuestro sino como un incidente extraño. La ansiedad se borró de su cara y dio paso a la belleza y la curiosidad. En realidad se dobló por la cintura y miró dentro del coche. Creo que buscaba a Jay, y él le sostuvo la mirada, con tristeza en los ojos.

Luego la puerta se cerró, y nos pusimos en camino.

* * *

Jay se volvió hacia sus interrogadores, tosiendo.

—¿Para qué nos necesitáis?

—El jefe quiere tener una última palabra con vosotros —respondió Gabriel—. Todas las llaves —me dijo. Luego inspeccionó la bolsa del dinero—. Qué preciosidad. Infunde optimismo en los seres humanos.

Introdujo una mano debajo del asiento y sacó un maletín de cuero, que abrió con el pie. En el interior había cajas pequeñas de munición. Cogió una y se la guardó en el bolsillo delantero. Se dio cuenta de que yo lo observaba.

* * *

Diez minutos después el coche se detuvo con suavidad frente al restaurante. Gabriel y Denny se habían asegurado de dejar la pesada puerta abierta. Lamont salió y nos hostigó a Jay y a mí para que entráramos.

El comedor principal estaba vacío, todas las mesas puestas, esperando el estruendo de los clientes que cenaran en él. ¿Empezarían a llegar los empleados del restaurante a las cuatro, como había dicho Allison? Alguien tenía que poner a enfriar el vino y empezar a contar bistecs.

—Abajo, caballeros —ordenó Gabriel, y bajamos los diecinueve escalones de mármol.

En el Havana Room Jay se encontró frente a Allison y Ha, que seguían sentados en el reservado del fondo. H. J. aguardaba. Entre Allison y Jay pasó algo que se me escapó.

—Bueno, ya falta poco —anunció H. J.—. ¿Qué hora es?

—Las dos cincuenta y ocho.

—¿A qué hora empezarán a llegar tus camareros? —preguntó a Allison.

—Pronto —respondió ella—. A las cuatro.

—Eso es mucho tiempo. Tengo hambre.

—Jefe, deberíamos irnos —dijo Gabriel—. Deberías irte. Denny y yo ya hemos terminado aquí.

—No hasta que sepa lo que le pasó a mi tío Herschel —dijo H. J.—. Estoy saldando una deuda. Ese hombre vino a verme unas cincuenta veces a la cárcel. Cruzó en coche todo el estado para hacerlo. —Señaló a Jay—. Tu hombre, Poppy, ha dicho que mi tío tuvo un infarto… Un momento, capullo. Tengo hambre. ¿Tienes algo de comer, comida decente?

—¡Escucha, jefe! —dijo Gabriel.

—Tengo hambre. No puedo regir bien sin calorías. El cerebro utiliza casi todas, ¿sabes? Soy gordo y peligroso. América ama a los negros gordos porque creen que no son peligrosos.

—¿Perdón? —dijo Lamont.

—Ahí tenéis a George Foreman, gordo y rico, o a Bill Cosby, a Al Roker, el hombre del tiempo, o a Sinbad, o a ese gordo de los anuncios de cervezas. —Miró a Allison expectante—. Todos esos negros son ricos porque a los blancos no les asustan los negros gordos.

—No tenemos gran cosa aquí abajo —dijo Allison—. Sólo comida para picar, frutos secos, galletas saladas, cosas así.

—Porquerías —dijo H. J.—. No son buenas para la salud.

—Hay una pequeña cocina detrás de la barra —dijo Denny señalándola.

—¿Al caballero le gusta el pescado? —preguntó Ha.

Allison lo miró fijamente.

—No lo sé —dijo ella despacio, aunque la pregunta no iba dirigida a ella.

—¿Pescado? No jodas. ¿Tienes pescado? —preguntó H. J.

Ha miró a Allison secamente.

—Tenemos buen pescado aquí, muy fresco.

H. J. señaló a Ha, que inclinó la cabeza sumiso.

—¿Has dicho que sabe cocinar?

Allison lanzó una mirada a Ha.

—Sí, su especialidad es el pescado.

—¿Qué es, pez espada? ¿Atún?

—¿Qué tienes, Ha? —preguntó Allison, la sinceridad personificada.

Ha asintió, como si reflexionara.

—Tengo el pescado especial, una exquisitez. Se prepara en forma de sushi.

—¿En serio? ¿En un restaurante especializado en bistecs? —preguntó H. J.

—Muy bueno, sí. Tenemos el pez fresco en el acuario si quiere verlo, detrás de la barra.

—Necesito algo que me llene —dijo H. J.—. El pescado no llena.

Denny fue detrás de la barra.

—Aquí está. —Se inclinó y por un momento dejamos de verlo—. ¡Qué pez más feo!

—Pero es la especialidad —dijo Allison—. Una especie de sushi chino. Ha fue cocinero de Mao Tse-tung, ¿saben?

—Yo también tengo hambre —admitió Denny.

—¿El chino viejo, el que era emperador o una mierda así?

Ha asintió con humildad.

—Dame un poco de ese pez que preparabas para el emperador chino —dijo H. J.—. Pillaremos unas hamburguesas por el camino. —Apuntó a Jay con el arma—. Luego hablaré con éste. Porque no se trata sólo del jodido dinero.

—Como quieras.

—Sí, tenemos hambre. —H. J. miró a Lamont—. Tenemos que conservar las fuerzas. Nos espera una gran fiesta esta noche.

Ha bajó la cabeza.

—Trabajo muy deprisa, verán.

Se levantó de la mesa y pasó por el puente que había debajo de la barra. Desconectó el acuario y lo empujó a través de la barra. Luego colocó su tabla encima y sacó los cuchillos envueltos en un trapo blanco.

—Antes de desenrollar este trapo —dijo—, debo advertirles que estos cuchillos son muy afilados. Los necesito para preparar pescado. Por favor, no disparen a Ha. Los cuchillos sólo son para pescado.

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