* * *
Luego está el asunto de las cartas de Jay y lo que ella tal vez sabía. Eso fue lo más difícil de todo. Analicé la cuestión. En serio que lo hice. Ella no comprendió por qué la habían secuestrado. No le habían hecho daño, no físicamente. Nadie le había puesto la mano encima. Había estado menos de una hora de su vida en compañía de unos desconocidos. Si estaba traumatizada, tal vez el padrastro y la madrastra se habían encargado de que fuera a Disneyworld o a esquiar, alguna distracción que disolviera y emborronara una hora extraña. ¿Qué era una hora en la vida de una chica?
Se trataba de una gran responsabilidad. Yo podía darle las cartas, tanto en persona como a través de su padre, a quien sabía dónde encontrar. Pero al final no lo hice. Ella no se merecía tener unos padres sentenciados, o pensar que tal vez la habían abandonado. Me pareció que ya había tenido suficiente con la muerte de su madre. Creo que tenemos la responsabilidad de ser clementes y no sólo salvar una vida, sino mejorarla en lo posible. No creo que llegue a perdonarme nunca la muerte del joven Wilson Doan y todas sus consecuencias, pero creo que tomé la decisión acertada cuando cogí las cartas de Jay y las tiré al río Hudson, librando a su hija de una vida que no necesitaba. Si eso me condena, no será la primera vez, pero confío en que no sea así. Nunca volveré a estar en paz conmigo mismo, ¿cómo iba a estarlo? Pero ver flotar esas cartas en el agua me infundió esperanza, una efímera convicción de que el pasado puede abandonar nuestro cuerpo con la misma seguridad con que nosotros abandonaremos algún día la tierra.
Creía haber zanjado el asunto cuando David Cowles me llamó a la oficina.
—Necesito hacerle unas preguntas —dijo—. Me ha llevado mucho tiempo localizarle. Tuve que pasar por todos los propietarios de la antigua Voodoo hasta dar con un hombre llamado Marceno.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—No consigo localizar al señor Rainey, y…
—Ha muerto —dije.
—¿Muerto?
—Pero deje que intente responder a sus preguntas de todos modos.
* * *
Una hora después subía las escaleras de las oficinas de Cowles, preguntándome qué sabía ese hombre, qué quería saber y qué respuestas podía ofrecerle yo. Me esperaba en la puerta, que abrió sin hacer ruido y cerró de nuevo con llave. Lo seguí hasta su despacho. Sally estaba allí.
—¿Es éste el hombre? —preguntó Cowles—. ¿Este hombre también estaba allí?
Ella se volvió. Por un momento pareció mayor, la mujer en la que se convertiría más tarde.
—Sí. —Asintió hacia Cowles—. Es el que me salvó.
Me indicó por señas que me sentara y así lo hice, con cierta aprensión.
—Como es lógico, quiero una explicación —dijo Cowles—. Quiero saber por qué mi hija fue secuestrada al salir del colegio y llevada en coche al sur de la ciudad. —Exhaló—. Ha estado aterrorizada. Tardó tres semanas en explicárnoslo. Mi mujer y yo nos quedamos perplejos. Estuvimos a punto de llamar a la policía. ¡No vemos razón para no echarle encima a toda la jodida policía, Wyeth!
—No me retuvieron tanto tiempo, papá. Y me llevaron a tu oficina.
—¡Te llevaron a la fuerza!
—Él no tuvo la culpa, papá.
—No sé si creerlo.
—Jay Rainey estaba en un lío —empecé—. Había gente que lo buscaba.
—¿Qué tiene que ver eso con mi hija?
—Él era… —Quería tener cuidado—. Era inestable.
—¿Qué coño se pensaba que iba a conseguir secuestrando a mi hija? —gritó Cowles.
Tienes que acabar con esto ahora mismo, pensé.
—Me resulta muy difícil decir lo que pensaba.
—Sally —dijo Cowles—, quiero que salgas de la oficina para que el señor Wyeth y yo podamos hablar en privado. Pero si quieres hacer alguna pregunta o decir algo al señor Wyeth, éste es el momento.
—De acuerdo. —Ella se levantó—. Supongo que quiero saber si corrí peligro. Mientras estuve en el coche, quiero decir. ¿Corrí realmente peligro?
—Sí. —Hice un gesto de asentimiento—. Pero no sé hasta qué punto.
—¿Por qué estaba usted allí?
—No quería estar.
—Pero ¿por qué estaba?
—Estaba tratando de sacar a Jay Rainey del lío en el que se había metido.
—¿Lo logró?
Esperé a que las palabras acudieran a mis labios.
—¿Qué pasó?
—Ha muerto, Sally. —Tu padre ha muerto, pensé. Ahora nunca lo conocerás.
—¿Ese hombre? ¿Cómo?
—El señor Rainey tenía un problema respiratorio. Estaba enfermo.
—Lo mataron.
—No, como he dicho, tenía serios problemas de salud.
—¿Era un buen hombre?
—Era un hombre al que habían herido —respondí—. Tenía buenas intenciones.
—¿Quería hacerme daño?
Miré a Cowles antes de responder.
—No. No quería hacerte daño, Sally.
Al oírlo, algo pareció relajarse en su interior.
—Entonces fue una gran equivocación.
Asentí.
—Una gran equivocación, sí.
Sally se encogió de hombros.
—Eso es todo. —Miró a Cowles—. Papá, voy a consultar mi e-mail, ¿vale?
—Muy bien.
—¿Tardarás mucho? —dijo ella.
—No. ¿Por qué lo preguntas?
—Se me ha ocurrido que podríamos pasar por la tienda de deportes de regreso a casa.
—Hecho —dijo él.
Ella salió, y Cowles cerró la puerta y se enfrentó a mí, incapaz de contener su cólera.
—¿Qué parte de esa morbosa historia es falsa?
—¿Qué quiere realmente, señor Cowles?
—Quiero saber por qué Rainey estaba obsesionado con Sally.
—No voy a decírselo.
—¿Cómo? —Apretó los puños y pensé en Wilson Doan padre, y cómo me habían destruido una vez—. Puedo llamar a la jodida policía, Wyeth. Dirán…
—Lo sé. Y entonces, lamentablemente, tendré que decírselo.
—¿Lamentablemente para usted?
Tenía una obligación, una obligación para con Wilson Doan y su mujer, a quienes les había arrebatado a su hijo; tenía una obligación para con mi hijo, a quien había permitido que me arrebataran, y tenía una obligación para con Jay Rainey, quien, conviene recordar, nunca había confesado a su hija que era su padre, a pesar de lo doloroso que había sido para él no hacerlo. También tenía una obligación para con el mismo Cowles, y, aún más importante, para con Sally. Tenía una obligación para con ella porque seguía siendo una niña y yo era un adulto, así de sencillo. La obligación que tenía para con todos ellos y para conmigo mismo consistía en no ser nunca más el factor que separara a un hijo de su padre. Nunca más.
—¿Lamentablemente para quién? —repitió Cowles furioso—. ¿Quién podría salir perjudicado si saliera a la luz la verdad?
Lo miré y sostuve su temerosa mirada de superioridad moral. Él parpadeó varias veces y desvió la vista.
—Sus seres más queridos —respondí por fin—. Que necesitan un padre que los quiera.
Cowles se detuvo al oír eso. No creo que lo entendiera del todo, pero comprendió que no lo entendía. Supo que no necesitaba saber nada. Suspiró.
—Me está pidiendo que confíe en usted —dijo.
—Le estoy pidiendo que confíe en sí mismo, en lo que sabe.
Él reflexionó sobre ello. Finalmente asintió para sí.
—De acuerdo. Mi hija parece estar bien. Le ha ido bien hacerle esas preguntas.
—Ha sido un acierto que lo sugiriera —dije.
Él hizo un sonido que no lo comprometía.
—Como ya he dicho, voy a rescindir el contrato del alquiler —anunció—. Nos volvemos a Londres.
—Ya.
—¿Es usted el ejecutor de la herencia de Rainey?
—Podría serlo, a falta de alguien más.
—¿Piensa presionarme para que cumpla el contrato?
—Por supuesto que no.
—¿Puede darme un número de teléfono y una dirección por si tengo más preguntas que hacerle?
—Sí.
—Deje que le pregunte…
—Adelante.
—¿Cuánto hace que trabaja para Rainey?
—Unas semanas.
—Apenas lo conocía entonces.
—Apenas.
—¿Estaba casado?
—No.
—¿Tenía familia?
—No —respondí—. No tenía absolutamente a nadie.
Él reflexionó sobre ello y su honestidad se impuso.
—Una historia un tanto triste.
—Sí.
Se levantó y me estrechó la mano.
—Espero que comprenda que me asustara… Un padre se vuelve protector cuando…
—No tiene que disculparse.
Lo seguí hasta la puerta. Sally estaba sentada ante un ordenador, tecleando a toda velocidad. Al ver que me marchaba se levantó. Había heredado de Jay los hombros anchos, los ojos oscuros, las piernas largas. Pero Cowles no lo veía.
—Adiós —dijo educadamente.
—Adiós.
La puerta de la oficina se cerró tras de mí y nunca volví a ver a David ni a Sally. Pero pegué la oreja a la puerta y escuché.
—¡Papá!
—¿Qué?
—Me aburro.
—¿Quieres ir a casa? —preguntó Cowles.
—¡Has dicho que iríamos a recoger mi nuevo palo de hockey!
—Y lo haremos. Deja que organice mis papeles, cariño. No tardo nada.
—¡Oh, papá! —gritó Sally Cowles exasperada—. Me muero de aburrimiento.
Eso era todo lo que necesitaba escuchar, de modo que bajé sin hacer ruido las escaleras y salí. Empezaban a subir las temperaturas y paseé por las calles durante una hora, sintiendo el extraño vacío de todo. Jay, dije para mis adentros, lo he hecho para protegerla. Ella no necesitaba saber quién era su padre, porque si se enteraba, se resquebrajaría su relación con el hombre que creía que era su padre, y porque ya no podía tener acceso a su verdadero padre. Era una verdad dentro de una mentira o una mentira dentro de una verdad, no lo sabía muy bien. Pero sospechaba que había hecho lo correcto. No me pesaba haber actuado así. Había mentido por un bien mayor, y aunque eso no iba a devolverle la vida al pobre Wilson Doan, era una pequeña ofrenda de penitencia que tal vez contara.
* * *
Al cabo de un tiempo me encontré pasando por delante del restaurante de la calle Treinta y seis, pero no entré. Habían reemplazado la segunda maceta de cerámica, y se veía tan nueva que desentonaba. Una noche, cuando las noches empezaban a ser cálidas, crucé por fin la pesada puerta de madera, pasando por delante de las letras doradas, y comprobé que todo seguía igual, los paneles de caoba y los óleos. Como siempre, como si no hubiera ocurrido nada. Era tal vez una hora después del ajetreo del mediodía. Un ayudante pasaba el aspirador al fondo del comedor y el
maître
consultaba el libro de reservas. Me fijé en que la puerta del Havana Room estaba abierta de par en par, y antes de que alguien pudiera protestar, la crucé como una bala y bajé los diecinueve escalones de mármol, esperando ver el cuadro del desnudo de ojos negros sobre la barra, los libros en los estantes, el viejo camarero pasando un trapo por la barra, los polvorientos apliques sobre los paneles de madera…
Sin embargo, habían pintado la sala de un amarillo insólito, alegre e inofensivo como el cuarto de un niño y todos los cuadros y viejos libros habían desaparecido. Habían enmoquetado el suelo de baldosas con gusto, y habían arrancado los reservados y el lavabo de hombres. En el centro habían colocado dos largas mesas de banquete, cubiertas con manteles de lino, y en cada una había un letrero impreso en el que se leía «MUJERES PARA EL DIÁLOGO: CENA MENSUAL CON ORADOR INVITADO». En ese preciso momento oí voces detrás de mí y me encontré frente a quince o dieciséis mujeres profesionales que ocuparon ansiosas sus asientos.
—Queremos tres botellas de agua mineral con gas en cada mesa, por favor —dijo una mujer dirigiéndose a mí—. Gracias.
No me molesté en explicarle que se había equivocado, y en lugar de ello salí y subí las escaleras hasta el comedor principal. Fui derecho a la cocina para buscar a Allison. Vi a cocineros, ayudantes, camareras, muchos de los cuales me resultaban familiares, pero ni rastro de Allison.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor?
—Estoy buscando a Allison Sparks.
—Está por ahí, en alguna parte.
—¿En su oficina?
—Creo que está en una de las despensas de abajo.
—¿Me podría acompañar?
—¿Es…?
—Muy importante, sí.
Seguí a la camarera por las escaleras y a lo largo de un pasillo lleno de cañerías hasta que vi una puerta abierta que daba a la cámara de la carne.
—¿Allison? —llamó la camarera.
—Sí.
La camarera me hizo un gesto con la cabeza y se escabulló.
—¿Sí? —llegó la voz de Allison exasperada.
Entré en la cámara. Como la vez anterior, había unas cincuenta reses muertas colgadas, cada una con el sello y la fecha de maduración. Allison estaba de espaldas a mí, con su tablilla con sujetapapeles. Se volvió y contuvo el aliento.
—Bill.
Asentí.
—He estado a punto de llamarte.
—Deberías haberlo hecho.
—Has pintado el Havana Room —dije.
—Yo no utilizaría exactamente esa palabra.
—¿No?
—Más bien he destruido el Havana Room, Bill.
—Lo has restregado hasta no dejar rastro de él.
—No puedo soportar verlo así. No puedo.
Entre nosotros había una tensión incómoda.
—¿Vas a decírmelo? —pregunté.
—¿Qué?
—Lo que ocurrió.
Ella sacudió la cabeza.
—Ya te dije todo lo que sé. Ha llamó a unos hombres.
—Unos hombres con una furgoneta, eso ya lo sé. Me refiero a lo que le ocurrió a Jay.
Allison me miró fijamente y sus ojos dejaron traslucir algo.
—Me refiero a cómo murió. Me dijiste que se marchó de aquí, pero me consta que no lo hizo. No cogió su furgoneta ni fue a su apartamento, murió con la misma ropa que llevaba esa noche.
—De verdad que no sé qué le pasó, Bill.
—¿Comió pescado?
—No lo sé.
—¿Viste a Jay comer pescado?
—No.
—¿Lo viste desplomarse?
—No.
—¿Lo viste después de que se desplomara?
—Sí.
—¿Lo viste una vez muerto?
Ella no respondió.
—Lo hiciste.
—Sí.
—Entonces viste cómo se lo llevaban los hombres de Ha.
Nada.
—¿Y a mí también?
Nada.
—¡Me dieron por muerto, Allison!
Ella había dejado correr la oportunidad de salvarme, y yo podría haberla odiado por eso, pero yo también había estado allí, después de todo. Había obrado tan mal como los demás, a mi manera, y la cuerda de traición mutua se había trenzado con los deseos de todos.