El lunes siguiente localicé a Allison en el trabajo.
—¿Bill? —preguntó con cautela—. ¿Dónde estás?
—Sabes que tenemos que hablar, Allison.
Insistió en que no nos reuniéramos en el restaurante, de modo que quedamos en la esquina sudeste de Central Park, al otro lado del hotel Plaza, y recorrimos el sendero hasta el estanque rodeado de dos bancos verdes, cada uno con una placa en la que se leía «en la memoria de…». Ella tenía buen aspecto, con las uñas cuidadas, zapatos de salón negros impecables, serena y sin ninguna preocupación… tal como yo esperaba encontrarla.
—¿Te has enterado de lo de H. J.?
Ella asintió.
—Probablemente fue el pescado.
—No lo sé —dijo ella.
—¿Qué pasó con Poppy? ¿Con su cuerpo?
—No lo sé.
—¿Qué fue de Denny y Gabriel?
—No lo sé.
—¿Disparé a Lamont? Lo hice, ¿verdad?
—No sabría decírtelo. De verdad. No estaba mirando. Podrías haberlo herido sólo.
—Hubo un segundo disparo, creo. Todo ese ruido…
—Nadie oyó nada —dijo ella—. Estaban pasando el aspirador en el piso de arriba.
—¿Quién recibió el segundo disparo?
—Tú no mataste a Lamont —admitió ella—. Sólo estaba herido. Apuntaba el arma por toda la sala.
—¿Le disparó otro? ¿Quién?
Ella se encogió de hombros. Tuve un presentimiento.
—¿Le disparaste tú?
Ella no respondió.
—Por Dios, Allison.
—Fue horrible, eso es todo lo que puedo decirte.
—¿Y Ha? ¿Qué ha sido de él?
—Ha desaparecido. Por completo.
—¿Se ha mudado?
—Ha desaparecido. Su pequeña habitación en lo alto del restaurante está vacía. Podría estar en cualquier parte.
—Si venían a investigar, él despertaría sospechas.
—Sí, supongo que eso es lo que debió de pensar.
—¿Qué me dices de todas las cintas grabadas de gente entrando y saliendo del restaurante? Todas esas cámaras que tenéis. ¿Se las llevó Ha consigo?
—No.
—Entonces han quedado grabadas en una cinta todas las personas que entraron en el local el pasado lunes por la tarde.
Allison sacudió la cabeza. Estaba tranquila. No tenía motivos para preocuparse.
—Las cintas se borran automáticamente con un imán y vuelven a utilizarse cada cuarenta y ocho horas. El aparato lo hace por sí solo a menos que lo reprogrames.
—Han pasado varios días. Se han borrado tres veces desde entonces.
Ella asintió.
—¿Te ha llamado Jay? —me preguntó.
—No.
—Pensé que tal vez lo haría.
—¿Se fue después de que yo perdiera el conocimiento?
—Sí —dijo ella—. Se marchó.
—Le recuerdo tosiendo.
—Sí, tosía.
—¿Dijo algo de su hija antes de irse?
—A mí no —respondió ella con voz tensa.
—Se fue así sin más.
—Sí.
—¿Se levantó y se fue?
—Sí.
—Tú le viste hacerlo.
—Me lo dijo Ha.
—¿Y qué pasó con H. J.?
—Subió las escaleras y se fue. Nadie lo vio salir. Sólo habían llegado unos pocos empleados y estaban en la cocina. Creo que le esperaba esa limusina.
—¿Qué hay de Lamont? Estaba herido.
Pero ella no iba a decir nada.
—¿Qué hiciste, dejaste todos los cuerpos encerrados en el Havana Room y abriste el restaurante como si no hubiera pasado nada, y, en cuanto cerraste, te deshiciste de todos?
Me imaginé a la clientela llegando, la chica del guardarropa aceptando las propinas, los camareros y los cocineros, todo el tinglado, y Allison supervisando con frialdad la velada mientras abajo, en el Havana Room, había cuerpos en el suelo, entre ellos el mío.
—¿Qué quieres decir?
—¿Cuántos cuerpos salieron de allí, Allison?
Recordé los zapatos de hombre que había visto en la furgoneta.
Ella no respondió.
—¿Me dio por muerto Ha?
—No lo sé.
—Apuesto a que lo hizo.
—¿Me diste por muerto tú, Allison?
Ella se volvió hacia mí.
—Sí. Bueno, no estaba segura.
—¿No te molestaste en acercarte y tomarme el pulso, para ver si tu viejo amigo Bill Wyeth, a quien habías metido en ese lío, todavía respiraba?
—Estaba perturbada, Bill. Ha me dijo que subiera a trabajar. Él se quedó abajo en el Havana Room. Yo ya no volví a bajar esa noche, ¿comprendes? Él llamó a gente, a unos chinos que conoce, dijo que vendría una furgoneta. Creo que subieron algunos de los cuerpos por las escaleras, los bajaron a la cocina y los sacaron por las puertas laterales. Era lo más fácil. Así nadie lo vería. —Asintió—. Ha se ocupó de todo. Cuando bajé al Havana Room a la mañana siguiente, estaba limpio, completamente limpio.
—¿Y Ha?
—Como he dicho, ha desaparecido.
Allison mentía sobre algo, pero yo no sabía sobre qué. Sin embargo, fingí aceptar lo que me decía y me levanté con naturalidad para irme.
—¿Bill?
—Pasaré por el restaurante, dame un poco de tiempo.
Allison se quedó mirándome, luego clavó la vista en el estanque como si no supiera que yo seguía allí, como si no me conociera.
Si Jay había salido realmente del restaurante, lo había hecho sin sus llaves, ya que éstas seguían estando en mi poder. Pero seguramente tenía otro juego en su apartamento. ¿Había movido de sitio la furgoneta? ¿Importaba que mis huellas dactilares estuvieran en las manillas de las puertas y probablemente dentro, en el asiento del pasajero? Tal vez no, pero no quería tener que preocuparme por ello. Además, probablemente era buena idea ver qué había en la furgoneta. Cogí el metro en el centro hasta su edificio de la calle Reade. Tardé veinte minutos en encontrar su furgoneta a tres manzanas de distancia. Había pasado una semana y en el parabrisas había pegadas varias multas de aparcamiento que amenazaban con llevarse el vehículo con una grúa al día siguiente. Encontré la llave, abrí la puerta del pasajero con los guantes puestos y cogí el programa de baloncesto que ya había visto. Si no hubiera ido al partido, tal vez H. J. no me habría encontrado. Claro que entonces no me habría contratado Dan Tuthill. Me lo guardé en el bolsillo. ¿Había algo más relacionado con Sally Cowles? Comprobé debajo y detrás de los asientos, en la parte trasera, la guantera, detrás de las viseras, en todas partes. Nada. Saqué un pañuelo y lo pasé por el salpicadero, por el interior de la ventana, por la manilla de la puerta. Luego por la puerta por fuera. No me vio nadie, y a nadie le importaba de todos modos. Probablemente estaba siendo paranoico. Cerré la puerta y me largué, pero me acordé de tirar el pañuelo y el programa en una papelera a unas manzanas más al sur.
Me propuse volver a pasar por la calle Reade la noche siguiente. No había rastro de la furgoneta de Rainey, que sin duda se encontraba ahora en un depósito municipal. Había comprado una sierra de mano y bolsas de basura resistentes. Abrí la puerta del edificio, subí las escaleras sin hacer ruido y entré en la oficina vacía contigua a la de Cowles. Al cabo de unos minutos había recogido todos los escombros. A continuación me concentré en la extraña silla de juez de tenis encapuchada, la hice pedazos y los metí en la bolsa. Golpeé con un martillo las cámaras y el ordenador, y tiré del cable de teléfono secreto hasta donde pude para arrancarlo. Una hora después los escombros estaban en la calle y la oficina parecía sucia de obras que no se habían terminado. Pasé otra media hora buscando todo lo que pudiera convertirse en problema, luego eché un vistazo al sótano, pero no encontré nada.
Después de eso llamé a Jay varias veces con poco entusiasmo, cada vez desde una cabina pública distinta, sin dejar ningún mensaje, Al final, no pude evitarlo, no fui capaz de resistir la tentación y dos noches después cogí el metro hasta Brooklyn y fui andando hasta su apartamento. Estaba oscuro; en las escaleras del taller que conducían a su puerta no había ninguna luz encendida. No habían reemplazado el cristal de la puerta, pero sobre el hueco habían fijado con clavos un trozo de madera contrachapada, desde dentro. Yo tenía las llaves. Pegué los ojos al cristal y sólo vi la pulcra cama de Rainey y la luz parpadeante del compresor de oxígeno. ¿Había alguien dentro, acaso estaba muerto en el suelo de la cocina? Di con la llave y miré hacia atrás. Al otro lado de la calle había alguien encorvado, tratando de encender un cigarrillo. No me había visto, pero si yo encendía las luces del apartamento, él sabría que había alguien dentro. Había cometido un error yendo de noche. Bajé las escaleras y me fui.
* * *
En mi obsesión por protegerme, se me ocurrió que probablemente debería deshacerme del horrible apartamento sin ascensor de la calle Treinta y cinco. Llamé al portero y dije que quería pagar las reparaciones que fueran necesarias y rescindir el contrato. Él se rió y me dijo que no me molestara, que lo habían alquilado tres días después de que yo me marchara. Disfrute de la vida, señor. De modo que subarrendé un pequeño piso cerca de mi antiguo vecindario en el Upper East Side, con una habitación de invitados esta vez, y me instalé en él.
Todo eso ocurrió en el transcurso de los diez días que siguieron a mi incorporación al trabajo, largas jornadas actuando como un autómata, sintiéndome a la vez pasmado y aliviado de que el mundo siguiera sin tener noticia de los cuatro asesinatos que probablemente se habían cometido en la sala privada de un restaurante de Manhattan una noche del pasado mes, además de una muerte, posiblemente relacionada, que había tenido lugar al día siguiente, en alguna parte de la carretera a Filadelfia. ¿Dónde estaban los cuerpos de Poppy, Gabriel, Denny y Lamont? ¿Dónde estaba Jay Rainey? Entonces, una mañana, mientras me afeitaba frente al espejo, sonó el teléfono. Mi nuevo número no figuraba en la guía telefónica y sólo se lo había dado a la gente del trabajo.
—¿William Wyeth?
—El mismo.
Era un detective de Brooklyn, un hombre llamado McComber.
—¿Conoce a un hombre llamado Jay Rainey?
—Sí —respondí, sabiendo que, entre los testigos, los mensajes grabados y mi nombre impreso en los documentos de Rainey, no podía mentir—. He sido recientemente su abogado en una transacción inmobiliaria.
—¿Cuánto hace de eso?
—Unas tres semanas.
—¿Cuándo vio por última vez al señor Rainey?
—Hace bastante, diría que unas dos semanas.
—El señor Rainey ha muerto.
¿Me sorprendió la noticia? No lo sé.
—¿Qué ha ocurrido?
McComber dijo que habían encontrado su cuerpo flotando en el agua junto a Coney Island, en avanzado estado de descomposición. Unos chicos que iban en motos acuáticas lo habían encontrado, totalmente hinchado y con los pantalones y la camisa empapados, y, lo que son las cosas, uno de los chicos tenía un móvil resistente al agua y había llamado a la policía. En el bolsillo interior del abrigo estaba su billetera y en ella, el número de mi móvil.
—Pro usted me ha llamado a mi nuevo apartamento —dije.
—Sí.
—Ah.
—Nos gusta saber dónde localizar a la gente —comentó McComber—. ¿Podría darnos el nombre de algún pariente cercano?
—Su padre murió hace un par de años, y no ha hablado ni visto a su madre desde hace más de una década. Estoy seguro de que no tiene hermanos.
—¿Estaba casado?
—No.
—¿Hijos?
—No —respondí sin vacilar.
—¿Una novia?
—No hablaba con él sobre ese apartado de su vida.
—Entiendo. —El detective hizo una pausa—. En fin, tenemos un problema.
—¿Sí?
—Necesitamos que alguien identifique y reclame su cuerpo. Tuvimos que seguir adelante y hacer la autopsia, pero necesitamos hacer entrega del cuerpo.
—No conozco a ningún familiar.
—¿Podría identificarlo y reclamarlo usted?
—Bueno, supongo que sí. Quiero decir que nunca lo he hecho…
—Necesitamos deshacernos del cuerpo.
—¿Adónde tengo que ir?
Me dio las indicaciones. Dije que tenía que pasar por la oficina para atender unos asuntos, pero que procuraría estar allí en menos de tres horas.
—¿Me permite que le dé un consejo? —preguntó el detective.
—Sí —respondí, temiendo que se tratara de una advertencia legal.
—No coma nada.
—Entiendo.
—Hablo en serio.
—De acuerdo. Gracias.
* * *
De camino a la consulta del médico forense de Brooklyn hice una breve parada en el apartamento de Jay, con los guantes puestos. Era mi última oportunidad, sospechaba, e iba a aprovecharla. Una vez dentro, cerré la puerta con suavidad y encendí la luz. Todo estaba como la última vez. Había llevado una bolsa de plástico y metí en ella las dieciséis cartas que Jay había escrito a Sally Cowles y que nunca le había enviado, además de otras cuantas que encontré en la cámara de oxígeno, Pero sabía que había más cosas que tenía que encontrar, Me lo tomé con calma. Abrí cajones, saqué los baúles de debajo de la cama. Encontré treinta y seis hojas de papel distintas con referencias a su hija, así como varias fotografías, más programas de colegio, un folleto del recital y su cámara de fotos, de la que saqué el rollo. También encontré otro juego de llaves tanto de la furgoneta de Jay como de la propiedad de la calle Reade. La furgoneta había ido a parar al limbo burocrático, donde acabaría siendo subastada. Saqué las llaves de la calle Reade del llavero y eché un último vistazo al apartamento antes de poner el seguro y cerrar la puerta detrás de mí. Luego eché la llave por fuera. Toda la operación había durado veinticinco minutos más de la cuenta. Al regresar en metro, me bajé en la estación de la avenida Atlantic, encontré un cubo de la basura que necesitaba urgentemente que lo vaciaran y dejé caer todo menos las cartas de Jay a Sally Cowles, luego subí al siguiente tren. No quería tener las cartas encima en presencia de un agente de policía, de modo que me detuve en una oficina de correos, compré un sobre y me las envié a mí mismo.
Me reuní con McComber en el pasillo de la consulta del médico forense. Era un hombre menudo y pulcro. Me estrechó la mano.
—¿Era usted su abogado?
—Sólo en la transacción de una propiedad.
—¿Cómo lo conoció?
—Nos conocimos y empezamos a hablar —respondí, sin querer mezclar a Allison, aunque sólo fuera por mi bien—. Necesitaba el trabajo, de modo que le dije que sí.
—¿Por qué compró el señor Rainey el edificio?