Respondí que era una inversión comercial corriente, pero que aun así era una buena pregunta.
—¿Por qué es una buena pregunta? —inquirió el detective.
—Porque estaba muy enfermo.
—¿Lo estaba?
—Tenía muchos problemas respiratorios. Algo serio.
McComber se mordió la mejilla por dentro y me sostuvo la mirada. Sin duda había visto el informe de la autopsia que debía de indicar que el tejido pulmonar estaba dañado.
—¿Qué quiere decir?
—Creció en una granja de patatas en el North Fork de Long Island y estuvo a punto de morir en un accidente con un herbicida.
—¿Cuándo fue eso?
—Calculo que hará unos quince años. Era degenerativo. Causó una fibrosis lenta en sus pulmones.
—¿Cómo sabe todo eso?
—Me lo dijo él, pero también lo vi. A veces tenía verdaderas dificultades.
—Veo que se conocían bien.
—Me contó ciertas cosas.
—Pero lo que quiero saber es hasta qué punto se conocían —presionó McComber.
—No en ese sentido —dije.
—Usted no está casado.
—Divorciado.
—¿Tiene hijos?
—Un hijo, sí.
Eso le tranquilizó.
—Está bien, continúe.
—Sólo tenía problemas respiratorios.
—¿Sabe dónde vivía?
Todo el equipo de oxígeno, los esferoides, inhaladores y frascos de pastillas del mercado negro estaban allí para que los encontrara la policía.
—Aquí tiene —dije dándole la dirección. Muéstrate dispuesto a cooperar, me dije, a ser un buen ciudadano—. También puedo darle mi número del trabajo, por si averiguan algo.
—Sí, sí.
—¿Algo más? —pregunté.
—¿Lo llevaba algún médico?
—No lo creo. Nunca lo mencionó.
—¿Estaba enfermo y no iba al médico?
Guardé silencio, tratando de parecer reacio a hablar.
—Vamos —instó McComber—, tenemos a un tipo muerto ahí dentro. Sólo estamos tratando de averiguar cómo ha ocurrido.
—Está bien —dije—. Tengo la impresión de que Jay experimentaba con sus medicamentos. Me dijo que su estado cada vez era peor. Se medía continuamente su capacidad pulmonar. Le preocupaba mucho. Siempre tenía encima pastillas y medicinas para abrir los pulmones. En pocas palabras, creo que se automedicaba.
El detective asintió, y me di cuenta que lo juzgaba y absolvía. Un tipo solitario y enfermo que jugaba con las drogas, que sabía que iba a morir.
Diez minutos después el ayudante del médico forense sacó medio metro del largo cajón refrigerado, y allí estaba Jay Rainey, la cabeza y el pecho fornido, la piel de un gris nacarado, como si se hubiera encogido en el cajón, con una larga incisión suturada que se extendía de la parte inferior del cuello al ombligo. Lo habían abierto en canal y vaciado. Era nauseabundo. Noté cómo me subía la bilis a la garganta y tardé unos segundos en tragar. Al acercarme vi que tenía el pelo grueso por la sal marina, y había más sal seca cristalizada en sus mejillas. Tenía los ojos abiertos pero ausentes, y me sorprendí pensando en las estatuas de héroes romanos en las que los oscuros huecos en el mármol creaban una extraña sensación de ceguera. Jay parecía ciego. Podías mirarlo a él, pero él no te veía. El ayudante le había introducido algodón en las fosas nasales. Se le había abierto la boca, como si tomara una última bocanada de aire, y me fijé en que le faltaban varios dientes del fondo, consecuencia, supuse, de no haber tenido dinero para pagar a un dentista en los años de vacas flacas. Con la barba incipiente, parecía al mismo tiempo más joven y más viejo.
—¿Es él?
Hice un gesto de asentimiento.
—Sí.
—¿Está seguro?
—Totalmente.
—¿Quiere firmar el formulario?
—Sí.
—¿No tiene ninguna duda?
—Ninguna.
—¿Sabe por casualidad si tenía un dentista?
—Creo que sí. Pero estoy seguro de que es Jay.
—A veces la gente se equivoca.
Sí, eso era cierto, desde luego.
—Saque del todo el cajón —pedí.
—¿Por qué?
—Mire las pantorrillas.
—¿Por qué? ¿Tiene algún tatuaje?
—No.
—Entonces, ¿qué les pasa?
—Son increíblemente musculosas. Unas pantorrillas enormes.
El ayudante sacó el largo cajón por completo. Se deslizó con suavidad, aunque vi que se inclinaba ligeramente bajo el peso de Jay Rainey. Estaba desnudo. Amortajado parecía más corpulento de lo que era en realidad. El vello del pecho era grueso y terminaba en una flecha apuntada hacia las ingles. El pene caía hacia un lado. Las fornidas pantorrillas se apretujaban entre sí al aplastarse contra el fondo del cajón. El ayudante asintió. Luego sacó una cinta métrica.
—Mmm…
—¿Sí?
—Cuarenta y tres centímetros. Sólo ves algo así en un obeso grotesco, pero no en alguien con tan poca grasa corporal.
—¿Me permiten un momento más? —pregunté—. Era amigo mío.
—De acuerdo. Sólo un minuto.
Me acerqué a la cabeza de Jay Rainey y le palpé la oreja, la derecha, la que era igual que la de Sally Cowles. Allí estaba el cuerno de cartílago, sólo que esta vez frío. Por alguna razón me hizo pensar en mi hijo, en lo mucho que lo echaba de menos, lo unido que seguía a él.
Luego puse una mano en la frente de Jay, pero lo hice por mí, por supuesto, no por él.
—Ya está bien —oí decir al ayudante.
Me aparté del cajón. El ayudante me pasó la tablilla con sujetapapeles. Era una declaración de identificación, bajo pena de perjurio, juré que los restos mortales que me había mostrado el… sí. Firmé.
—Eso es todo —dijo el ayudante—. Ya se puede ir, gracias.
—No, no puede —intervino el detective.
—¿No?
—¿No quiere que alguien reclame los restos? —preguntó el detective al ayudante.
—Cuanto antes mejor.
—Los va a reclamar usted —dijo McComber—. Yo no tengo familia pero tengo un abogado.
—Oiga, un momento…
—Es muy sencillo. —McComber me entregó una tarjeta de una funeraria—. Estos tipos están a tres manzanas, se llevarán el cuerpo y lo conservarán o lo embalsamarán, lo que sea. Necesitamos la plaza. Esto es Brooklyn, ciudad donde no para de morirse gente.
—De acuerdo —respondí.
—¿Los llamará hoy mismo?
—Sí.
—Bien. Entonces puedo hacerle entrega de los efectos personales.
Hizo una seña al ayudante, que se acercó a otro cajón y sacó una caja de cartón.
—Aquí tiene.
Miré dentro. Ropa.
—Y también esto —dijo el detective, dándome una bolsa transparente—. Billetera y reloj, y un librito de cerillas mojadas.
Miré la bolsa de plástico. El librito de cerillas era del restaurante especializado en bistecs y el reloj estaba estropeado por el agua marina. Luego la ropa.
—Todo esto huele —dije.
—Sí. Por eso nos gusta deshacernos de ello.
Recordé el último sushi en el plato de Jay Rainey.
—Por cierto, ¿de qué murió?
El detective me tendió su tablilla con sujetapapeles, pasó un par de hojas y me señaló con un dedo un largo párrafo.
Los pulmones y el estómago del difunto estaban llenos de agua marina, pero la autopsia y nuevos cortes mostraron una grave enfermedad progresiva en los pulmones y las vías respiratorias. Se observó una enfermedad alveolar simétrica y difusa. Indicios de colapso y consolidación pulmonar Probable bronquiectasia, aunque las muestras de los tejidos no estaban preparadas. Se observó una bronquiolitis obliterativa u obstructiva, con los tapones característicos del tejido fibroso que acompañan cambios similares en los alvéolos. No se detectaron síntomas de carcinoma bronquial. En el examen digital se observó una distensibilidad pulmonar reducida; vías respiratorias con cicatrices, que indican múltiples casos de ventilación mecánica. Síntomas de hipoxemia arterial crónica. Los músculos respiratorios secundarios del pecho mostraban un desarrollo compensatorio inusitado. También se observó una decoloración pedal, como es característico. Causa de la muerte: asfixia subordinada a un trastorno degenerativo y crónico de las vías respiratorias con alveolitis pulmonar difusa o fibrosis de etiología desconocida.
Le devolví la tablilla.
—Eso significa que no podía respirar —dijo el detective.
Asentí.
—¿Llamará a la funeraria? —preguntó.
—Sí.
—Puede irse cuando quiera.
Tal vez era libre de irme, pero no era libre. En absoluto. Me encaminé con la caja a un pequeño parque que había a una manzana de distancia y busqué un banco. Me guardé en el bolsillo del abrigo la bolsa con la billetera, el reloj y el librito de cerillas, y examiné la ropa a la luz del sol. Me resultaba familiar, y entre ella estaba la misma corbata que Jay había llevado la última noche que lo vi en el Havana Room. Habían metido las prendas en una secadora y estaban rígidas pero sucias. Me observaban tres vagabundos desde el otro extremo del parque. Primero los zapatos, del número cuarenta y tres, más grandes que los míos. Los dejé encima del banco. Luego los calcetines. Metí una mano en cada uno. Estaban vacíos. Los enrollé como me había enseñado mi madre de niño y los puse dentro de uno de los zapatos. Luego los pantalones. Los habían cortado con unas tijeras y no podían aprovecharse. Registré todos los bolsillos. Nada. Los dejé en el otro lado del banco. A continuación los calzoncillos. También los habían cortado. Me fijé en la talla de la cintura, treinta y ocho. Estaban limpios y casi nuevos. Por último la camisa, también cortada a tiras. Comprobé la talla. Una cuarenta y ocho grande, de Brooks Brothers. No había nada en el bolsillo. Me levanté y tiré los calzoncillos, los pantalones y la camisa rasgados a la papelera municipal, y volví a sentarme en el banco.
Me quedé la corbata. Era de seda y podía limpiarse. Me la metí en el bolsillo del abrigo. Luego la chaqueta de sport. Estaba descolorida por la sal y otros líquidos, pero intacta. Deslicé dos dedos en el bolsillo delantero. Allí estaba la servilleta del Havana Room que le había dado Allison, todavía doblada en un cuadrado. Me la guardé. A continuación comprobé el bolsillo interior y los laterales. Nada. Doblé la chaqueta y la puse junto a los zapatos. Por último el pesado abrigo, muy bonito. En la etiqueta se leía «BENTRIDGE DE LONDRES». Hurgué en los bolsillos laterales. Nada. En el bolsillo interior. Nada.
—Eh —dije a los vagabundos. Luego señalé el montón de ropa—. ¿Queréis esto?
Uno de los hombres se levantó, se acercó arrastrando los pies y miró el montón con poco interés, pero lo cogió y se fue.
Saqué del bolsillo la servilleta del Havana Room y me animé a desdoblarla. Los trazos hechos con la barra de labios casi se habían borrado en el frío Atlántico. Pero esta vez vi lo que había dibujado en ella. Las tres X y la caja con el letrero «KROWLA» constituían un pequeño mapa.
Sí, un mapa sencillo. De una pequeña sección de la granja familiar de Jay Rainey, que ahora era propiedad de Marceno y su compañía de vinos chilena. La escala no era muy exacta, pero las tres X probablemente correspondían a los tres árboles que había al final del camino de acceso, y el rectángulo indicaba que podía haber algo junto al tercer árbol: «KROWLA», en las letras mayúsculas de Allison.
* * *
Esa tarde llamé a Marceno.
—¿Es usted William Wyeth?
—Sí. Tengo algo para usted —dije—. Lo que me pidió.
—¿Tal vez espera resolver el pleito, señor Wyeth?
—¿Por qué no acudió al restaurante ese día? —pregunté—. Después de recibir mi llamada.
—La respuesta es sencilla.
—¿Sencilla?
—Llamé a Martha Hallock para ver si me había dicho usted la verdad, que Poppy era su sobrino.
—¿Y?
—Dijo que él le había comentado que se iba a Florida.
—¿Y qué hay del hecho de que sea su sobrino?
—Dijo que en esas viejas comunidades granjeras todo el mundo está emparentado de algún modo. También dijo que no era un tipo de fiar, que bebía demasiado.
—Ah. —Me dio la impresión de que mentía descaradamente, pero no tenía suficiente influencia sobre él para sonsacarle la verdad.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Marceno, con tono comedido pero no desprovisto de amenaza.
—Tengo la información que me pidió.
—Entiendo. ¿Por qué no me la envía?
—No, quiero entregársela en persona. Si le interesa. Ha causado suficiente dolor y sufrimiento para tenería.
—Me reuniré con usted mañana.
—Nos reuniremos el sábado por la mañana e iremos juntos en coche a la vieja granja y, entonces, y sólo entonces, le daré la información. ¿Lo ha entendido?
* * *
Lo hizo. A las ocho de la mañana del siguiente sábado se detuvo frente a mi edificio su coche con chófer. Hacía sol, la primavera no andaba lejos. El trayecto fue fluido aunque no particularmente rápido. Esa autopista era una pesadilla, de día y de noche. Los fines de semana todo el mundo salía de compras. De vez en cuando Marceno mantenía una breve conversación por teléfono en español.
Al acercarnos a la vieja granja. Marceno dijo:
—Siento todas las molestias que le he causado, señor Wyeth.
Asentí.
—Pero entiéndalo, me vi obligado a presionar.
—Entiendo que le entró el pánico, sí.
—Eso depende de lo que encontremos hoy. —Se miró las palmas de las manos—. Tal vez mis temores no han sido infundados.
Llegamos a la granja. Habían derribado los viejos cobertizos y todo lo que quedaba era un humeante montón de maderas.