—Dime cómo murió realmente Jay, Allison.
—No lo sé.
—Haz memoria, Allison. Ha preparó ocho sushis de pescado. Denny y Gabriel se comieron cada uno dos, H. J. dos y yo uno. Quedaba uno. Jay lo tenía delante cuando me desmayé. ¿Se lo comió o no?
—No.
—¿Y estaba bien?
—Inestable, pero supongo que bien.
—¿Qué quieres decir con inestable?
—Se inclinó hacia delante, como si le pasara algo. Parecía cansado.
Esperé.
—Luego subí las escaleras para abrir el restaurante. Ya estaban allí los cocineros, los camareros, todos. Ha vino conmigo.
—¿Se pensó que me había matado?
—Sí. Por equivocación. Dijo que te había dado demasiada cantidad. Que tu cerebro se había arruinado y que morirías en la furgoneta.
—Creo que no se equivocó —dije—. ¿Dónde está Ha ahora?
—Ya te lo dije, no lo sé.
—¿Se fue?
—Enseguida. Esa misma noche.
—¿Se te ocurrió buscarlo?
Ella sacudió la cabeza… con tristeza, me pareció.
—¿Por qué no?
—Porque no tengo ni idea de dónde puede estar, por eso.
—¿Cuál era su nombre completo? Podrías buscarlo por…
—No lo sé.
—¿No lo sabes? ¿Ha es el apellido o el nombre de pila?
—No lo sé.
—Pero fuiste tú la que lo contrató.
—Le pagaba en negro. Nunca regularizamos la situación.
—¿Es su verdadero nombre?
Ella sonrió al oírlo.
—No lo sé.
—¿Se acabó el extraño pescado chino?
—Sí.
—Está bien. —Quería retomar la secuencia—. ¿Dónde estaba Jay cuando tú y Ha subisteis a abrir el restaurante?
—Tenía un puro en la mano.
—¿Le viste encenderlo?
—No.
—¿Fue ésa la última vez que lo viste vivo?
A Allison se le llenaron los ojos de lágrimas y parpadeó.
—¡Contesta!
Ella asintió.
—Sí. Cuando volvimos, unos diez minutos después, estaba muerto. En el suelo, muerto.
—Sigue.
—Es cierto. Fue horrible.
—¿Todavía tenía el puro? ¿Estaba encendido? ¿Consumido?
—No lo… no se me ocurrió mirarlo. Es posible.
Me ocultaba algo.
—¿Sabes? El otro día vi a la chica —murmuró con tristeza—. La había visto por el barrio. Es igual que él.
Yo seguía preguntándome por qué no acababa de creerme la historia de Allison sobre Jay y el puro.
—¿La has conocido? —preguntó ella.
—En un momento determinado, sí.
—Vivía justo enfrente de mí —decía Allison para sí—. Él trataba de averiguar…
—Espera —dije—. ¿Qué pasó con la última ración de pescado?
Allison se desplomó contra la pared. Luego se arrojó a mis brazos y, a pesar de todo, la sostuve.
—Me la comí yo —dijo.
Lloró contra mi pecho. Sí, Allison Sparks, la dura, resistente y podrida Allison Sparks lloró contra mi pecho.
—Jay estaba muerto, creía que tú también lo estabas, porque te salía espuma por la boca, y allí estaba ese tipo, Lamont, también muerto, y me entró el pánico, Bill. Estaba muy disgustada por lo de la chica, pero entendía por qué lo había hecho Jay, por qué… Ya no estaba enfadada con él, sólo estaba triste, terriblemente triste, y sólo quería morir, morir allí con él.
—¿Entonces…?
—Cogí el sushi y me lo comí, y Ha me gritó, me tiró al suelo y me metió los dedos en la garganta, y yo forcejeé y le mordí, pero él no me dejó hacerlo, Bill, cogió la cuchara y me la metió en la garganta y…
Volvió a desplomarse contra mí y no supe qué pensar de ella, escéptico respecto a la verdad de su confesión y al mismo tiempo horrorizado ante lo cerca que había estado ella misma de morir. Sí, yo había comido el pescado
motu proprio
, pero había confiado en que fuera una cantidad benigna. Y no lo había sido del todo, o lo había sido por los pelos. En cambio, la porción de Jay era venenosa. Ha había querido matarlo. ¿Por qué? ¿Por haber traicionado a Allison? ¿Por haber causado conflictos en el restaurante? Yo nunca lo sabría.
Dejé a Allison allí, desplomada contra la pared de la cámara de la carne, y recorrí de nuevo el pasillo hasta las escaleras, crucé la cocina y salí del restaurante. No pude resistir echar un último vistazo al Havana Room, que ahora se llamaba Flower Lounge, pero al llegar a la puerta recordé cómo había sido, con los paneles de madera, las baldosas blancas y negras, los volúmenes en los estantes… y me detuve. Me llegaban las voces alegres y nítidas del grupo de Mujeres para el diálogo, y me di cuenta de que era mejor que no volviera a bajar nunca más esas escaleras.
Me volví hacia la salida, y en ese momento llegó el literato entrado en años que había visto en dos ocasiones, vestido con un buen traje. Sobrio, parecía una distinguida celebridad.
—He venido a dar una conferencia —anunció, dando por hecho que lo había reconocido—. Me esperan.
Advertí las cejas grises y altivas, la dentadura postiza que parecía auténtica.
—¿Es usted el orador invitado? —pregunté.
Él tenía prisa.
—Sí.
—Por las escaleras. —Señalé la puerta del Havana Room—. Ya ha estado antes allá abajo.
—Sí —respondió él—, y veo que por fin han terminado con esa estúpida parodia.
No pude sonreír. No estaba de buen humor. Empujé la pesada puerta para salir. Si vives suficiente tiempo en Nueva York, hay ciertos lugares que evitas a toda costa, y uno de los míos es ahora ese restaurante.
* * *
Pasaron un par de semanas y me alegré de verme sepultado bajo papeles en mi nuevo trabajo. Más que alegrarme, me sentí aliviado. Tuthill seguía siendo un gran triunfador en los negocios y los jóvenes que había contratado prosperaban en el nuevo bufete. Él y yo nos reíamos un poco en privado, hombres maduros que saben que los jóvenes les van a hacer ricos. Y seríamos ricos, o mejor dicho, él ya lo era, y yo lo sería, porque me dijo que primero me haría socio y que empezaríamos desde allí. Era un nuevo ciclo, un nuevo período, una nueva oportunidad… algo que la ciudad te ofrece de vez en cuando. Fue aún mejor que eso. Judith llamó y dijo que llegaría con nuestro hijo la semana siguiente.
Mientras tanto, la herencia de Jay Rainey estaría en fideicomiso. No había hecho testamento, de modo que el tribunal me preguntó si, en calidad de su último abogado, podía disponer de sus bienes. Iba a ser un proceso largo, y cuando llamé a Martha Hallock para preguntarle quién era el pariente más cercano con vida, respondió: «Soy yo».
—¿Qué quiere que haga con el dinero?
—Quiero que venda ese edificio.
—¿Y qué hago con lo que me den por él? ¿Cómo se lo envío?
Ella tosió.
—Yo no necesito el dinero. Dónelo al fondo de tierras de aquí. Se dedican a comprar espacios abiertos para conservarlos. Esos millones de dólares llegarán muy lejos.
Pensé en la adolescencia de Jay, que había transcurrido en esos espacios abiertos, y me pareció un gesto adecuado en su memoria.
—Dé también algo a la familia —dijo Martha Hallock—. La mitad.
—¿La familia?
—La viuda de Herschel —dijo—. Cobre la parte correspondiente a sus honorarios y dé la mitad a ellos.
Llamé a la señora Jones y le expliqué que iba a recibir una suma considerable. Se mostró elegante.
—Hemos perdido a un miembro joven de la familia hace poco —dijo.
—Lo siento mucho —respondí.
Y era cierto. Podría haberle dicho que si había muerto H. J. era porque ella lo había reclutado en su intento de obtener una compensación por la muerte de Herschel, que había cometido un error, pero su causa había sido justa, como también lo había sido la de H. J., y ninguno de los dos se había imaginado que el destino de éste se reduciría a una ración de pescado servido por un anciano inmigrante chino sin papeles en un restaurante. Nadie se lo había podido imaginar, de modo que le di de nuevo el pésame y colgué.
* * *
Esperé a que llamara la policía. Por mucho que lo intentara, no conseguía olvidar el hecho de saber que se habían cometido ciertos crímenes y asesinatos. Me dije que resolver esos casos no devolvería la vida a ninguno de los muertos, y con ello sólo lograría ponerme en peligro a mí mismo y a otros. Sí, pensé en mí mismo. No puedo negarlo. Pero también sabía que si acudía a la policía, una pregunta llevaría a otra y al cabo de unos días Sally Cowles se vería mezclada en la investigación, y si eso ocurría, ella se enteraría de que el hombre que le había tocado la oreja en la limusina era su padre y de que estaba muerto. Y David Cowles, el hombre que la había vestido, dado de comer y cuidado como si fuera su propia hija, se mostraría ante sí mismo, ante el mundo y ante Sally, como alguien que no era su padre. Una hija perdería a su padre y un padre perdería a su hija.
No, la policía no llamó, pero yo todavía no era libre. Tenía la impresión de que me había infectado una astilla de terror, la persistente sensación de que algo quedaba sin resolver. Y de pronto comprendí. Recordé.
Entre los efectos personales de Jay Rainey, que guardaba en una bolsa de plástico en la caja fuerte de la oficina, estaba el librito de cerillas del Havana Room. Que yo supiera, Jay sólo había estado allí dos veces, cuando hizo la transacción y la última vez. Yo no recordaba haberío visto cogiendo cerillas en su primera visita, y salvo el rato que me ausenté para leer el contrato, había permanecido allí todo el tiempo que él estuvo en la sala.
Al recordar todo eso, abrí la caja fuerte, cuya combinación era la fecha de cumpleaños de Timothy, y cogí el librito de cerillas. No se me había ocurrido abrirlo antes, pero esta vez lo hice…
…y lo que vi allí no era una prueba, no exactamente, pero tendría que servir. Faltaba una cerilla. Jay había encendido una cerilla y se había guardado el resto en el bolsillo. Me imaginé que recorrió con la mirada el Havana Room, vio a tres hombres muertos y a su abogado, aparentemente leal, inconsciente (con espuma en la boca y los ojos en blanco), y se preguntó qué suerte le aguardaba o iba a depararle el destino. Al fin y al cabo, acababa de despedirse de su hija, seguramente para siempre, después de haberse callado quién era. Eso había sido un golpe terrible, pero lo había seguido el mapa de Poppy, que mostraba dónde había estado enterrada su madre todos esos años… lo que indicaba que era muy probable que hubiera muerto de la misma muerte de la que él había escapado por los pelos.
Os garantizo que eso es suficiente para matar a un hombre, para arrebatarle toda la esperanza, y más aún si sabe que ya está sentenciado. La larga persecución de Jay había terminado; sólo quedaba esperar la muerte, el lento declive hacia la asfixia. De modo que hizo un gesto simbólico, majestuoso incluso… si no fuera porque nadie lo vio.
En el Havana Room uno podía escoger un puro cubano, y si bien el tabaco era excelente, y el humo se elevaba espeso, aromático y seductor por delante de los paneles de caoba y los óleos hacia el techo de latón prensado, también era cierto que ese acto en particular podía matar a un hombre como Jay Rainey, sobre todo si inhalaba el humo y lo retenía, cerrando brevemente la boca y apretándose la nariz, hasta que el tejido bronquial, frágil y maltratado, sufría un espasmo y se hinchaba tanto que, en menos de aproximadamente treinta segundos, ya no importó si Jay había caído sin resuello y con los ojos desorbitados, la garganta irritada por el esfuerzo, la cara con un rictus de agotamiento. No, para entonces ya no importó. Se cayó pesadamente al suelo, y con él el puro que más tarde Ha barrería sin darse cuenta, y rodó, jadeó y sufrió sobre las baldosas blancas y negras del Havana Room. Una persona con un FEV muy bajo puede tener enseguida dificultades respiratorias graves. Hay una pérdida de conocimiento mientras desciende bruscamente el oxígeno contenido en la sangre, el corazón bombea rápidamente tratando de salvarse y consumiendo, por lo tanto, el poco oxígeno que queda, y todas las funciones corporales se paralizan. Los revestimientos de los pulmones caen en lo que se llama una «cascada enzimática». En menos de cinco o seis minutos el cerebro está saturado de sustancias químicas desechadas y profundamente lesionado; poco después sobreviene la muerte.
Sí, sabiendo lo que sé de mi ex cliente Jay Rainey, y teniendo en cuenta ese librito de cerillas con una sola arrancada que todavía está en mi posesión, me inclino a pensar, aquí, ahora y siempre, que se apresuró a quitarse la vida antes de que se la quitaran lentamente, y me costaría mucho no verlo como un acto paradójicamente de autoafirmación, incluso un regalo que se hizo a sí mismo, y una tragedia considerable para los que lo conocíamos, aunque hubiera sido por poco tiempo.
* * *
Judith había dicho que se alojaría en un hotel del centro, y que llamaría en cuanto ella y Timothy llegaran. Traté de esperar sólo lo peor. «Será agradable sentir la ciudad alrededor —añadió, y me pareció percibir nostalgia en su voz—. Timothy está deseando verte».
Esperé su llamada. Sabía que estaría tan nerviosa como lo estaba yo. Por fin sonó el teléfono por la noche.
—Quiero verte —dije.
Ella no respondió directamente.
—Han pasado tantas cosas —dijo por fin.
Tuve que darle la razón.
—¿Entonces estás trabajando?
—He empezado a trabajar hace poco en un bufete —dije, haciendo que pareciera más importante de lo que era, y Judith hizo un ruidito a la vez sorprendido y apreciativo—. Pero no es una situación en la que acabes con ochocientos cincuenta y dos millones —añadí.
—Ya, bueno. —Ella suspiró, pero no entró en más detalles.
Traté de pensar en algo más que decir.
—¿Sabes, Bill? —dijo ella—. En el fondo me entró el pánico.
—Sí.
—¿Estás saliendo con alguien? —se animó a preguntar.
Esperé un momento antes de responder.
—Sí —dije por fin.
—Oh —respondió ella un poco confusa—. ¿Te importa…? Quiero decir que sé muy bien que no es asunto mío, Bill, pero ¿te importa decirme con quién estás saliendo?
—No me importa.
—Bueno… ¿con quién?
—Contigo —dije—. Voy a salir contigo. Mañana, a las tres de la tarde, en el salón de té del hotel Plaza.
Judith se quedó complacida al oírlo, lo noté. Todavía la conocía, todavía percibía todo en cada respiración.
—Bien… estupendo —respondió, y me dije que podía ser muy agradable verla, mirarla a los ojos, encontrarla en medio del bullicio y el ajetreo de la ciudad, seleccionarla de entre la gente y detenerme frente a ella… y abrazarla.