Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (46 page)

BOOK: Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas
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Si la energía fuera todo lo que se requiriese como alimento, no se necesitaría en verdad demasiada comida. Doscientos gramos de mantequilla suministrarían todo lo necesario en valor de energía para mi ocupación sedentaria. Sin embargo, los alimentos no proporcionan sólo energía, sino que son asimismo una fuente de los bloques de construcción que necesito para reparar y reconstruir mis tejidos, y éstos se encuentran en una amplia variedad de lugares. La mantequilla sola no suministraría mis necesidades en todos estos aspectos.

Fue el médico inglés William Prout (el mismo Prout que se adelantó un siglo a su época, al afirmar que todos los elementos estaban formados a partir del hidrógeno) quien primeramente sugirió que los alimentos orgánicos podían ser divididos en tres tipos de sustancias, más tarde denominados hidratos de carbono, grasas y proteínas.

Los químicos y biólogos del siglo XIX, sobre todo el alemán Justus von Liebig, descubrieron gradualmente las propiedades nutritivas de estos alimentos. Averiguaron que las proteínas son las más esenciales y que el organismo puede sobrevivir solo con éstas. El cuerpo no puede producir proteínas a partir de los hidratos de carbono y las grasas, porque estas sustancias no tienen nitrógeno, pero puede formar los hidratos de carbono y las grasas necesarias partiendo de materias suministradas por las proteínas. No obstante, puesto que la proteína es relativamente escasa en el medio ambiente, sería un despilfarro vivir a base de una dieta formada únicamente por proteínas —algo así como alimentar el fuego con los muebles de la casa, cuando no se dispone de troncos para ello—.

A través de la historia, e incluso hoy en muchos lugares, la gente tiene dificultades para conseguir la suficiente comida. O bien, literalmente, existen insuficientes disponibles, como durante el hambre que sigue a una mala cosecha; o bien hay fallos en la distribución, tanto físicos como económicos, por lo que siempre habrá personas que no conseguirán los alimentos o no se pueden permitir el comprarlo.

Incluso cuando parecen haber suficientes alimentos que llevarse a la boca, el contenido proteínico puede ser demasiado bajo, con lo que no existe una
hiponutrición
, en el amplio sentido de la palabra, sino una
malnutrición
. Especialmente los niños, sufren de deficiencias de proteínas, dado que necesitan proteínas no meramente como remplazo sino para la construcción de un nuevo tejido, para el crecimiento. En África, tal deficiencia proteínica es particularmente común entre los niños forzados a depender de una monótona dieta de harina de maíz. (Cualquier dieta monótona es peligrosa, puesto que pocos artículos alimenticios poseen todo lo necesario. En la variedad está la seguridad.)

Ha existido siempre una minoría de personas que comen libremente y que, por lo tanto, pueden tener y tomar más de cuanto necesitan. El cuerpo alberga el exceso como grasas (la forma más económica de almacenar calorías en el menor espacio posible), y esto es útil de muchas maneras: como un almacenamiento de calorías para hacer frente a los períodos en que haya disponibles pocos alimentos. No obstante, si no existen esos períodos, la grasa permanece y la persona alcanza sobrepeso o, en su caso extremo, se convierte en obesa. Este estado tiene sus males e incomodidades y se halla asociado con una mayor incidencia de las enfermedades degenerativas y metabólicas, tales como la diabetes, la arteriosclerosis, etcétera. (E incluso el exceso de peso no asegura contra las deficiencias en nutrientes necesarios, si la dieta de uno no se encuentra apropiadamente equilibrada.)

En países como Estados Unidos, en que el nivel de vida es desacostumbradamente elevado, y donde la gordura no se considera estética, el sobrepeso constituye un serio problema. La única forma racional de impedirlo es disminuir la toma de alimentos o incrementar la actividad (o ambas cosas), y quienes se niegan a hacer lo uno o lo otro están predestinados a seguir con exceso de peso, sin tener en cuenta los trucos que intenten.

En conjunto, los alimentos elevados en proteínas tienden a ser más caros y más escasos (dos características que, por lo común, van siempre unidas) que aquellos bajos en proteínas. En general, el alimento de origen animal tiende a una mayor riqueza en proteínas que el alimento vegetal.

Esto crea un problema para aquellos seres humanos que han elegido ser vegetarianos. Aunque el vegetarianismo tiene sus ventajas, los que lo practican deben intentar con más fuerza el asegurarse que que mantienen un adecuado suministro de proteínas. Esto puede llevarse a cabo, puesto que unos 60 gramos de proteínas al día suele ser suficiente para el adulto medio. Los niños y las embarazadas, o madres lactantes, necesitan un poco más.

Desde luego, gran parte depende de las proteínas que se elijan. Los científicos del siglo XIX trataron de averiguar si, en épocas de hambre, la población podría vivir alimentándose únicamente de gelatina —un material proteínico que se obtiene calentando huesos, tendones y demás partes, en otro caso no comestibles, de los animales—. Pero el fisiólogo francés Francois Magendie demostró que, cuando la gelatina era su única fuente de proteínas, los perros perdían peso y morían. Esto no significa que sea un error administrar gelatina como alimento, sino simplemente que no se aporta todo el material energético necesario, cuando ésta es la única proteína contenida en la dieta. La clave de la utilidad de una proteína radica en la eficacia con que el organismo puede emplear el nitrógeno que suministra. En 1854, los peritos agrícolas británicos John Bennet Lawes y Joseph Henry Gilbert alimentaron un grupo de cerdos con proteínas administradas en dos formas —lentejas y cebada—. Descubrieron que los cerdos retenían mucho más nitrógeno con la dieta de cebada que con la de lentejas, estos fueron los primeros experimentos del «balance de nitrógeno».

Un organismo en crecimiento acumula gradualmente nitrógeno a partir de los alimentos que ingiere («balance positivo de nitrógeno»). Si se está muriendo de hambre o sufre una enfermedad debilitante, y la gelatina es su única fuente de proteínas, el cuerpo continúa, desde el punto de vista del equilibrio del nitrógeno, muriendo de hambre o consumiéndose (situación que se denomina «balance negativo de nitrógeno»). Sigue perdiendo más nitrógeno del que asimila, independientemente de la cantidad de gelatina con que se le alimenta.

¿Por qué sucede así? Los químicos del siglo XIX descubrieron, finalmente, que la gelatina es una proteína particularmente simple. Carece de triptófano y de otros aminoácidos que existen en la mayor parte de las proteínas. Sin estos materiales de construcción orgánicos, el cuerpo no puede elaborar las proteínas que necesita. Por tanto, a menos que tenga en su alimentación otras proteínas, los aminoácidos que se encuentran en la gelatina son inútiles y deben ser excretados. Es como si los constructores se encontrasen con grandes cantidades de tablas de madera, pero no tuviesen clavos. No sólo les resultaría imposible construir la casa, sino que los tablones realmente estorbarían y, por último, tendrían que deshacerse de ellos. En la década de 1890, se realizaron intentos para convertir la gelatina en un componente dietético más eficiente, añadiéndole algunos de los aminoácidos en los que era deficitaria, pero sin éxito. Se han obtenido mejores resultados con proteínas no tan rigurosamente limitadas en su composición como la gelatina.

En 1906, los bioquímicos ingleses Frederick Gowland Hopkins y E. G. Willcock alimentaron a un ratón con una dieta en la que la única proteína era la ceína, que se encuentra en el maíz. Sabían que esta proteína contenía poca cantidad de triptófano. El ratón murió al cabo de unos catorce días. Los investigadores trataron entonces de alimentar a otro ratón con ceína, añadiéndole triptófano. Esta vez, el ratón sobrevivió el doble de tiempo. Era la primera prueba sólida de que los aminoácidos, más que las proteínas, debían de ser los componentes esenciales de la dieta. (Aunque el ratón seguía muriendo prematuramente, esto quizás era debido, sobre todo, a la falta de ciertas vitaminas, no conocidas en aquellos años.)

En la década de 1930, William Cumming Rose, un especialista norteamericano en nutrición, resolvió finalmente el problema de los aminoácidos. En aquella época, se conocían ya la mayor parte de las vitaminas, de modo que pudo suministrar a los ratones las que necesitaban y concentrarse en los aminoácidos. Rose administró como alimento a las ratas una mezcla de aminoácidos, en lugar de proteínas. Las ratas no vivieron demasiado tiempo con esta dieta. Pero cuando los alimentó con una proteína de la leche, denominada caseína, consiguieron sobrevivir. En apariencia, había algo en la caseína —probablemente algún aminoácido todavía no descubierto— que no se hallaba presente en la mezcla de aminoácidos que había empleado. Rose descompuso la caseína y trató de añadir algunos fragmentos moleculares de ésta a su mezcla de aminoácidos. De este modo consiguió hallar el aminoácido denominado «treinina», el último de los aminoácidos principales que quedaba por descubrir. Cuando añadió la treinina extraída de la caseína a su mezcla de aminoácidos, las ratas crecieron satisfactoriamente sin necesidad de ninguna proteína íntegra en su dieta.

Rose procedió a efectuar diversas pruebas, suprimiendo cada vez uno de los aminoácidos de la dieta. Con este método, identificó finalmente diez aminoácidos como elementos indispensables en la dieta de la rata: lisina, triptófano, histidina, fenilalanina, leucina, isoleucina, treonina, metionina, valina y arginina. Si se le suministraban cantidades suficientes de estos elementos, la rata podía manufacturar el resto de los que necesitaba, como la glicina, la prolina, el ácido aspártico, la alanina, etc.

En la década de 1940, Rose dirigió su atención hacia las necesidades del hombre en cuanto a aminoácidos. Logró persuadir a algunos estudiantes graduados para que se sometiesen a dietas controladas, en las que la única fuente de nitrógeno era una mezcla de aminoácidos. En 1949, pudo ya anunciar que el hombre adulto sólo necesitaba ocho aminoácidos en su dieta: fenilalanina, leucina, isoleucina, metionina, valina, lisina, triptófano y treonina. Puesto que la arginina y la histidina, indispensables en la rata, no lo son en el hombre, podría llegarse a la conclusión de que el hombre era menos especializado que la rata, o, realmente, que cualquiera de los animales con los que se ha experimentado en detalle.

Potencialmente, una persona podría vivir con solo los ocho aminoácidos dietéticos esenciales; suministrándole la cantidad necesaria de éstos, no sólo podría producir los restantes aminoácidos que necesita, sino también los hidratos de carbono y las grasas. De todos modos, una dieta constituida exclusivamente por aminoácidos sería demasiado cara, sin contar con su insipidez y monotonía. Pero resulta considerablemente útil saber cuáles son nuestras necesidades en aminoácidos, de modo que podamos reforzar las proteínas naturales cuando es necesario para conseguir una máxima eficacia en la absorción y utilización del nitrógeno.

Las grasas

También las grasas se descomponen hasta unos bloque de construcción más sencillos, el principal de los cuales son los
ácidos grasos
. Los ácidos grasos pueden ser
saturados
, cuando las moléculas contienen todos los átomos de hidrógeno albergables, o bien insaturados, cuando faltan uno o más pares de átomos de hidrógeno. Si falta más de un par, se les llama
poliinsaturados
.

Las grasas que contienen ácidos grasos insaturados tienden a fundirse a temperaturas más bajas que las que contienen ácidos grasos saturados. En el organismo, resulta deseable que existan grasas en estado líquido; así, las plantas y los animales de sangre fría tienden a tener grasas que son más insaturadas que las grasas de las aves y mamíferos, que tienen sangre caliente. El cuerpo humano no puede producir grasas poliinsaturadas de las saturadas, y los ácidos grasos poliinsaturados son esencialmente ácidos grasos. A este respecto los vegetarianos llevan ventaja y es menos probable que sufran una deficiencia.

Vitaminas

Los caprichos alimenticios y las supersticiones, desgraciadamente, siguen engañando a demasiada gente —y enriqueciendo a demasiados vendedores de «curalotodo», incluso en estos tiempos ilustrados. En realidad, el que nuestros tiempos sean más ilustrados quizá sea la causa de que puedan permitirse tales caprichos alimentarios. A través de la mayor parte de la historia del hombre, la comida de éste ha consistido en cualquier cosa que se produjese a su alrededor, casi siempre en escasa cantidad. Se trataba de comer lo que había, o perecer de hambre; nadie podía mostrar remilgos, y, sin una actitud remilgada, no pueden existir caprichos alimentarios.

El transporte moderno ha permitido enviar los alimentos de una parte a otra de la Tierra, particularmente desde que ha surgido el empleo de la refrigeración a gran escala. Esto ha reducido la amenaza de hambre, que en otros tiempos tenía un carácter inevitablemente local, con regiones en que abundaba la comida que no podía ser trasladada de la región a aquellas otras en que se padecía hambre.

El almacenamiento en el propio hogar de los diversos alimentos fue posible tan pronto como el hombre aprendió a conservar los alimentos, salándolos, secándolos, aumentando su contenido en azúcar, fermentándolos, etc. Se pudo mantenerlos en un estado muy parecido al natural, cuando se desarrollaron métodos para almacenar la comida cocida era el vacío (la cocción mata los microorganismos, y el vacío evita que nazcan y se reproduzcan otros nuevos). El almacenamiento en el vacío fue puesto en práctica por primera vez por un jefe de cocina francés, François Appert, quien desarrolló la técnica impulsado por un premio ofrecido por Napoleón a quien le ofreciera un medio para conservar los alimentos de sus ejércitos. Appert empleó jarros de cristal; pero actualmente se emplean para este propósito latas de acero estañado (inadecuadamente llamadas «hojalatas» o sólo «latas»). Desde la Segunda Guerra Mundial, se han hecho cada día más populares los alimentos congelados, y el número creciente de frigoríficos en los hogares ha permitido disponer cada vez más de gran variedad de alimentos frescos. A medida que ha ido aumentando la disponibilidad del número de alimentos, se ha ido incrementando también la posibilidad de los caprichos alimentarios.

Esto no quiere decir que no sea útil una sabia elección de las comidas. Hay determinados casos en los que alimentos específicos pueden curar definitivamente una determinada enfermedad. Asimismo, hay muchas «enfermedades carenciales», enfermedades producidas por la carencia en la dieta de alguna sustancia indispensable para el funcionamiento químico del cuerpo. Estas anomalías surgen invariablemente cuando se priva al hombre de una dieta normal, equilibrada —es decir, aquella que contiene una amplia variedad de alimentos—.

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