Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (54 page)

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Estas hormonas pituitarias, asociadas con los tejidos sexuales, se agrupan conjuntamente con el nombre de «gonadotropinas». Otra sustancia de este tipo es producida por la placenta (el órgano que permite transferir el alimento desde la sangre de la madre a la del feto. Y, en la dirección opuesta, las materias de desecho). La hormona placentaria es denominada «gonadotropina coriónica humana», que se abrevia con la sigla «HCG». De dos a cuatro semanas después del comienzo del embarazo, la HCG es producida en cantidades apreciables y hace su aparición en la orina. Al inyectarse extractos de la orina de una mujer embarazada en ratones, ranas o conejos, pueden descubrirse efectos reconocibles. El embarazo puede así determinarse en un estadio muy temprano.

La más espectacular de las hormonas de la pituitaria anterior es la «hormona somatotropa» (somatropina) (STH), más popularmente conocida como «hormona del crecimiento». Su efecto es el de estimular de un modo general el crecimiento del cuerpo. Un niño que no pueda producir una provisión de hormona suficiente padecerá enanismo. Uno que la produjera en demasía se transformaría en un gigante de circo. Si el trastorno que resulta de una superproducción de hormona del crecimiento no tiene lugar hasta después que la persona ha madurado, (cuando los huesos están completamente formados y endurecidos), solamente las extremidades, como las manos, los pies y el mentón, crecen de un modo exageradamente largo —una circunstancia conocida como «acromegalia» (expresión procedente del griego para indicar «extremidades grandes»). Li (que había determinado primero su estructura en 1966) sintetizó en 1970 esta hormona del crecimiento.

El papel del cerebro

Las hormonas actúan con lentitud. Deben ser secretadas, llevadas por la sangre a algún órgano que sirva de blanco y fabricarse en la apropiada concentración. La acción nerviosa es muy rápida. Tanto el control lento como el rápido son necesarios para el cuerpo bajo varias condiciones, y el tener ambos sistemas en acción es más eficiente que poseer sólo uno. No es probable que ambos sistemas sean por completo independientes.

La pituitaria, que es una clase de glándula principal, se halla sospechosamente cerca del cerebro, casi. forma parte de éL La parte del cerebro a la que la pituitaria está agregada por un delgado tallo es el
hipotálamo
, y ya desde los años 1920 se sospecha que existía alguna clase de conexión.

En 1945, el bioquímico británico Geoffrey W. Hams sugirió que las células del hipotálamo producían hormonas, que podían ser tomadas por el torrente sanguíneo directamente de la pituitaria. Estas hormonas fueron detectadas y denominadas
factores de liberamiento.
Cada factor de liberamiento en particular podía aportar casi toda la producción por la pituitaria anterior de una de sus hormonas.

De esta manera, el sistema nervioso, puede, en general, controlar el sistema hormonal.

En realidad, el cerebro parece cada vez más no ser sólo un «tablero de distribución» de células nerviosas en una disposición superintrincada, sino una fábrica de productos químicos altamente especializada, que puede, a su vez, ser igual de complicada.

Por ejemplo. el cerebro contiene ciertos receptores que reciben impulsos nerviosos, a los que, de ordinario, responde produciendo la sensación de dolor. Los anestésicos, como la morfina y la cocaína, atacan a esos receptores y eliminan el dolor.

A veces las personas, bajo el esfuerzo de una fuerte emoción no sienten dolor, cuando ordinariamente sí lo notarían. Algún producto químico natural debe bloquear los receptores del dolor en esas ocasiones. En 1975, tales productos químicos fueron descubiertos y aislados a partir de cerebros de animales en cierto número de laboratorios. Se trata de los péptidos, cortas cadenas de aminoácidos, el más corto de los cuales
(encefalinas)
está compuesto sólo de cinco aminoácidos, mientras que los más largos son
endorfinas
.

Es posible que el cerebro cree, efímeramente, un gran número de péptidos diferentes, cada uno de los cuales modifica la acción cerebral de alguna manera: fácilmente producida y con igual facilidad descompuesta. Para comprender bien el cerebro, es probable que se deba estudiarlo íntimamente, tanto química como eléctricamente.

Las prostaglandinas

Antes de dejar las hormonas, debo mencionar un grupo que, recientemente, se ha hecho muy importante y que no está compuesto ni por aminoácidos ni por núcleos esteroides.

En los años 1930, el fisiólogo sueco Ulf Svante von Euler aisló una sustancia liposoluble de las glándulas prostáticas, la cual, en pequeñas cantidades, hacia disminuir la presión sanguínea y originaba que se contrajeran ciertos músculos lisos. (Von Euler era hijo del laureado premio Nobel Euler-Chelpin, y consiguió también compartir el premio Nobel de 1970 de Fisiología y Medicina por sus trabajos acerca de la transmisión nerviosa.) Van Euler llamó a esa sustancia
prostaglandina
, a causa de su origen.

Pero demostró no ser una sustancia sino muchas. Se conocen por lo menos catorce prostaglandinas. Su estructura ha sido ya elaborada y se ha comprobado que se hallan relacionadas con los ácidos grasos poliinsaturados. Es posible que la necesidad de formar prostaglandinas haga que el cuerpo, que no pueda producir esos ácidos grasos, las requiera en la dieta. Todas tienen similares efectos sobre la presión sanguínea y el músculo liso, pero en diferentes grados, y sus funciones todavía no se han dilucidado por completo.

Acción hornonal

¿Cómo actúan las hormonas?

Parece seguro que las hormonas no actúan como enzimas. Por lo menos, no se ha encontrado ninguna hormona que catalice directamente una reacción específica. La siguiente alternativa consiste en suponer que una hormona, aunque no sea en sí una enzima, actúe sobre una enzima: que ni promueva ni inhiba la actividad de una enzima. La insulina, la más investigada de todas las hormonas, parece .estar definitivamente conectada con una enzima llamada
glucoquinasa
, que es esencial para la conversión de la glucosa en glicógeno. Esta enzima es inhibida por extractos de la pituitaria anterior y la corteza adrenal, y la insulina puede anular dicha inhibición. Así, la insulina en la sangre serviría para activar la enzima y acelerar la conversión de la glucosa en glicógeno. Esto ayudaría a explicar cómo la insulina hace descender la concentración de glucosa en la sangre.

Sin embargo, la presencia o ausencia de insulina afecta al metabolismo hasta tal punto que resulta difícil comprobar cómo esta simple acción puede producir todas las anormalidades que existen en la química corporal de un diabético. (Lo mismo es válido para otras hormonas.) Por tanto, algunos bioquímicos, se han inclinado a buscar efectos mayores y más globales.

Existe una creciente tendencia a considerar que la insulina actúa de algún modo como un agente para introducir la glucosa en la célula. Según esta teoría, un diabético posee un elevado nivel de glucosa en su sangre sólo por la sencilla razón de que el azúcar no puede penetrar en sus células y, por tanto, él no puede utilizarlo. (Al explicar el insaciable apetito del diabético, Mayer, como ya hemos mencionado, sugirió que la glucosa sanguínea tiene dificultad en penetrar las células del centro del hambre.)

Si la insulina ayuda a la glucosa en la penetración de la célula, entonces es que debe actuar de algún modo sobre la membrana de la célula. ¿Cómo? Nadie lo sabe. En realidad, no se conoce demasiado acerca de las membranas celulares en general, excepto que están compuestas de proteínas y sustancias grasas. Podemos especular que la insulina, como una molécula de proteína, puede, de algún modo, modificar la disposición de las cadenas laterales de aminoácidos en la proteína de la membrana, y así, abrir las puertas a la glucosa (y posiblemente a muchas otras sustancias ).

Si estamos inclinados a quedar satisfechos con generalidades de este tipo (y, por el momento, no existe otra alternativa), podemos proseguir basándonos en la suposición de que las otras hormonas también actúan sobre las membranas celulares, cada una de ellas a su modo particular, porque cada una tiene su propia disposición específica de aminoácidos. De forma similar, las hormonas esteroides, como sustancias grasas, pueden actuar sobre las moléculas grasas de la membrana, abriendo o cerrando la puerta a ciertas sustancias. Evidentemente, al ayudar a un material determinado a penetrar la célula o al impedir que lo haga, una hormona puede ejercer un efecto drástico sobre aquello que penetra en la célula. Podría aprovisionar a una enzima con abundancia de substrato para su tarea o privar a otra de material, controlando así lo que la célula produce. Suponiendo que una simple hormona pueda decidir la penetración o no penetración de varias sustancias diferentes, podemos ver cómo la presencia o la ausencia de una hormona podría influir profundamente en el metabolismo, cosa que de hecho ocurre en el caso de la insulina.

El cuadro expuesto anteriormente es sugerente, pero también ambiguo. Los bioquímicos preferirían mucho saber exactamente cómo tienen lugar las reacciones en la membrana celular por influencia de una hormona. La iniciación de tal conocimiento surgió, en 1960, con el descubrimiento de un nucleótido similar al ácido adenílico, salvo una diferencia: el grupo fosfato se adhería a dos lugares distintos en la molécula de azúcar. Sus descubridores, Earl W. Sutherland y T. W. Rall lo llamaron «AMP cíclico». Cíclico, porque el grupo fosfato de doble adherencia formaba un círculo de átomos; y el AMP significaba «adenina monofosfato», un sustituto para el ácido adenílico.

Una vez descubierto el AMP cíclico, se comprobó que estaba muy extendido en los tejidos y surtía acentuados efectos en la actividad de muchas enzimas y procesos celulares diferentes. El AMP cíclico se deriva del ATP —cuya ocurrencia tiene carácter universal— por conducto de una enzima llamada «adenilciclasa» situada en la superficie de las células. Probablemente hay varias de estas enzimas, cada una dispuesta a entrar en actividad ante la presencia de una hormona determinada. Dicho de otra forma, la actividad superficial hormonal sirve para activar una adenilciclasa, lo cual desencadena la producción de AMP cíclico, que a su vez altera la actividad enzimática dentro de la célula ocasionando muchos cambios.

Indudablemente, los pormenores son de una complejidad desmesurada, pues ahí pueden intervenir otros compuestos aparte del AMP cíclico, pero, al menos, ya es un comienzo.

La Muerte

Los adelantos realizados por la medicina moderna en la lucha contra la infección, el cáncer, los trastornos digestivos, etc., han aumentado la probabilidad de que un individuo determinado pueda vivir lo suficiente como para alcanzar la vejez. La mitad de las personas nacidas durante esta generación pueden confiar en alcanzar los 70 años de edad (excepto que estalle una guerra nuclear o alguna otra catástrofe de tipo mayor).

La rareza que, en la Antigüedad, representaba sobrevivir hasta la vejez, sin duda explica, en parte, el extravagante respeto mostrado hacia las personas longevas en aquellos tiempos. La
Ilíada
, por ejemplo, concede mucho relieve al «viejo» Príamo y «viejo» Néstor. Se describe a Néstor como a una persona que había sobrevivido a tres generaciones de hombres, pero, en un tiempo en el que el promedio de vida no debía ser superior a los 20 ó 25 años. Néstor no necesitaba tener más de 70 para conseguir esta hazaña. Realmente, a esta edad se es anciano, pero eso no es nada extraordinario en las actuales circunstancias. Debido a que en tiempos de Homero la ancianidad de Néstor causaba semejante impresión en las personas, los mitólogos posteriores supusieron que dicho personaje debía de haber alcanzado algo así como unos 200 años.

Para tomar otro ejemplo al azar;
Ricardo II
, de Shakespeare, empieza con las siguientes palabras: «El viejo John de Gante, Lancaster honrado por su edad.» Los propios contemporáneos de John, según los cronistas de la época, también le consideraban como un anciano. Produce gran sorpresa comprobar que John de Gante vivió solamente hasta los 59 años de edad. Un ejemplo interesante procedente de la historia americana es el de Abraham Lincoln. Sea debido a su barba, o a su cara triste y demacrada, o a las canciones de la época que se referían a él como al «padre Abraham», la mayoría de las personas le consideran como un anciano en el momento de su muerte. Solamente podíamos desear que hubiera vivido lo suficiente para serlo. En realidad, fue asesinado a los 59 años de edad. Todo esto no significa que la auténtica ancianidad fuera desconocida en tiempos anteriores a la medicina moderna. En la antigua Grecia, Sófocles, el dramaturgo, vivió hasta los 90 años, e Isócrates, el orador, hasta los 98. Flavio Casiodoro, en la Roma del siglo V, vivió hasta los 95 años. Enrico Dandolo, el dogo de Venecia del siglo XII, alcanzó los 97 años. Tiziano, el pintor renacentista, sobrevivió hasta los 99. En tiempos de Luis XV, el duque de Richelieu, sobrino-nieto del famoso Cardenal, vivió 92 años, y el escritor francés Bernard Le Bovier de Fontenelle consiguió llegar justamente hasta los 100 años.

Esto pone de manifiesto el hecho de que, aunque el promedio de esperanza de vida, en las sociedades médicamente avanzadas, se ha elevado enormemente, sin embargo, el límite máximo de vida no lo ha hecho. Incluso en la actualidad, esperamos de muy pocos hombres que alcancen, o excedan, el tiempo de vida de un Isócrates o un Fontenelle. Como tampoco esperamos que los modernos nonagenarios sean capaces de participar en las actividades normales con un vigor comparable. Sófocles estaba escribiendo grandes obras a sus 90 años, e Isócrates seguía componiendo grandes discursos. Tiziano pintó hasta el último año de su vida; Dandolo fue el líder indomable de una guerra veneciana contra el Imperio bizantino, a la edad de 96 años. (Entre los ancianos relativamente vigorosos de nuestros días, imagino que el mejor ejemplo es el de George Bernard Shaw, quien vivió hasta los 94 años, y el del matemático y filósofo inglés Bertrand Russell, activo hasta sus últimos días.)

Aunque con respecto al pasado una proporción considerablemente mayor de nuestra población alcanza los 60 años, más allá de esta edad la esperanza de vida ha mejorado muy poco. La «Metropolitan Life Insurance Company» calcula que la esperanza de vida de un varón sexagenario americano, en 1931, era aproximadamente la misma que la de un siglo y medio antes —es decir 14,3 años contra la cifra primitivamente calculada de 14,8. Para el promedio de la mujer americana, las cifras correspondientes son de 15,8 y 16,1—. A partir de 1931, la llegada de los antibióticos ha incrementado la esperanza de supervivencia en los sexagenarios de ambos sexos, en unos dos años y medio. Pero, en conjunto, a pesar de todo lo que la Medicina y la Ciencia han aportado, la vejez alcanza a la persona aproximadamente a la misma velocidad y del mismo modo como siempre lo ha hecho. El hombre no ha hallado todavía un modo de evitar el debilitamiento progresivo y la eventual avería de la máquina humana.

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