La biblia bastarda (23 page)

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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: La biblia bastarda
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Con dos vueltas de bufanda al cuello, sentado sobre un banco de madera, Emilio Ruiz esperaba que se presentase la prometida biblioteca ambulante, pero se estaba retrasando. Un hombre mayor llevaba en las manos un trapo grande y pesado que de vez en cuando lanzaba al suelo con intención de cazar las palomas que acudían, candorosas, en busca de algunas semillas que una mujer de buen corazón había esparcido esa misma mañana. Sin saberlo, las torpes herederas del mismísimo Espíritu Santo pasaban a formar parte de una cruel cadena trófica que terminaría en una escudilla de arroz con ave. A no ser que al cazador también se lo comiese alguien, una posibilidad nada descabellada, tal era el hambre que se adueñaba de las despensas de aquella ciudad.

Sonó un claxon desde la cabina del furgón que acababa de detenerse. «Biblioteca Circulante número 3», se leía en su flanco, por encima del escudo de la República. Emilio se aproximó hasta encontrarse con una muchacha alta, morena y graciosa que sujetaba el volante. Sacó un libro de su gabardina y se lo entregó.

—Es Salgari —le dijo.

A la joven no le hizo falta ese santo y seña para saber que aquel hombre era el amigo de María. Respondía con exactitud a la descripción que había recibido, especialmente en lo de «bien peinado».

—¿Quieres llevarte otro? —preguntó la conductora-bibliotecaria.

—Sí, claro. —Ésas habían sido las indicaciones de María.

—¿Me ayudas a meter éstos atrás y lo coges?

—En seguida —respondió Emilio, que se afanó en recoger la pila de libros desperdigados por el asiento libre y se dirigió a la portezuela posterior. Él pasó primero y después lo hizo Mercedes, que volvió a salir inmediatamente mirando a ambos lados.

—¿No te asustará la oscuridad? —le preguntó la conductora desde fuera, antes de cerrar la puerta sin esperar a escuchar la contestación.

Allí, en medio del barrio de Maravillas, en una ciudad denominada Madrid, capitalidad de un país llamado España, perteneciente al mundo explorado, un periodista se había convertido en polizón de una minúscula biblioteca que correteaba alocadamente por las calles. Y se lo estaba pasando en grande, como aquel día en que invitó a una novia a las atracciones y subieron al túnel del amor: sentía el mismo cosquilleo, pero sin novia.

En medio de la oscuridad y del balanceo propio del viaje, Emilio se preguntó qué pasaría si caían de repente sobre él todos los
Episodios Nacionales
. «El peso del inabarcable maestro Galdós», sería la cabecera de aquella triste información que diría: «Muere aplastado un periodista bajo la carga de la gloriosa historia de España». Ruiz dejó de guasearse de sí mismo cuando recuperó la certeza de que lo que venía a continuación era cosa seria. ¿Realmente merecía la pena ver aquel facsímil del Códice Sinaítico? ¿Contendría alguna pista que pusiese en evidencia su importancia? ¿Sería conveniente implicar a tantas personas por una simple obstinación? ¿Seguir esa pista le ayudaría a desvincularse de la extraña muerte del marchante, en la que se había visto involuntariamente envuelto? ¿Qué relación tenía aquel asesinato con el códex?

Tras una breve parada, su sentido del equilibrio le dijo que estaban descendiendo por una rampa. El furgón se detuvo. Secos ladridos de un perro con tos anticiparon el saludo de un hombre que obtuvo la respuesta de Mercedes.

—¡Merche, por fin vuelves a verme!

—Vengo a dejar aquí un ejemplar que me ha pedido María. Te lo quedas y mañana se lo entregas, si haces el favor.

—¿Por qué siempre te muestras tan distante? Cualquiera diría que este uniforme de guardia te da miedo —añadió la voz del hombre.

—Anda, idiota, que así vestido, tan marcial, no te faltarán chicas a las que engatusar.

—Pero pocas como tú. ¿Por qué no te vienes adentro a tomar una achicoria que acabo de preparar? Así podrás reposar y entrarás en calor. Después de una jornada de reparto por esos pueblos, estarás cansada.

—Espera, antes te daré el libro.

Mercedes abrió la puerta trasera del furgón y Emilio se apresuró a alcanzarle el primer libro que le pareció menos manoseado que otros. La portezuela se cerró de nuevo y allí se quedó una vez más, en medio del saber universal en tamaño comprimido, pero sin el elemento básico para acceder a él: la luz.

—Es un ejemplar valioso, ten cuidado —explicó Mercedes al vigilante.

—Cuidaré de él como de ti, si te quedas conmigo un rato.

—Vale, me quedo —dijo con resignación—, pero me iré antes de que se haga muy tarde.

—A lo mejor prefieres hacerme compañía toda la noche. La verdad es que aquí solo me aburro mucho.

—¡He dicho un rato! —respondió la bibliotecaria ambulante, renegando por dentro de aquellos embolados en los que la metía su amiga.

Se hizo el silencio y Emilio siguió pensando en las muchas preguntas que mantenía abiertas sobre la Biblia llegada a Londres. ¿Y si contuviese las claves para descifrar algún código secreto que sólo manejasen los evangelistas? ¿Y si la historia de la humanidad diese un vuelco a raíz de sus descubrimientos? Estaba embelesado, imaginando las conferencias que pronunciaría por todo el mundo, cuando la puerta se abrió de nuevo.

—¿Estás ahí? —preguntó María.

—Encuadernado, podría decirse, pero estoy.

—¡Vamos, afuera, hay que darse prisa!

Emilio se estiró al salir y siguió los pasos de María, que llevaba en la mano un candil de carburo de considerables proporciones.

—¿Dónde estamos? —le preguntó.

—Donde no deberíamos, supongo. En las bodegas de la biblioteca.

—¿Y adónde tenemos que ir?

—Al fondo hay dos grandes salas. En una de ellas se encuentran las piezas de gran valor, y en la otra los facsímiles y otros libros que se deben conservar, aunque no sean ejemplares tan preciados. Ése es nuestro objetivo. Allí tiene que estar la copia del Códice Sinaítico. El problema es que…

—¿Qué pasa?

—Me he hecho con un juego de llaves que dan acceso a esa sala, pero no contaba con que esta puerta —señaló al frente— estuviese también cerrada. Necesitamos una palanca o algo así —añadió, buscando en la mirada de Emilio un gesto de complicidad.

—El
topismo
no es mi especialidad, pero algo entiendo de ganzúas. ¿Tienes una horquilla para el pelo o ballenas en el sostén?

—No, como podrías deducir del aspecto de mi cabello y de mi busto, pero en el laboratorio de restauración de libros puede que haya algo.

María subió la escalera en penumbra. Sus zapatos planos le permitían pisar los peldaños sin producir ruido, pero Emilio estaba preocupado por la intuición del perro. Al cabo de un rato, regresó.

—Un alambre grueso, ¿te servirá?

—Seguro —contestó Emilio mientras doblaba uno de los extremos—. Escucha: el vigilante tiene un perro, ¿no nos descubrirá?

—A ese perro sólo le doy yo de comer. Si fuese por ese mastuerzo de guardia, el pobre animal pesaría lo mismo que el sabueso de los Baskerville. No te preocupes por él.

Si en todas partes le habían reconocido su habilidad a la hora de girar un lápiz con los dedos de una mano, pocas veces había exhibido en público sus artes en el manejo del garfio. María se quedó boquiabierta cuando vio la facilidad con la que el periodista se había transformado en un ratero espadista que, tras una breve manipulación de la cerradura, la invitaba a entrar por la puerta recién abierta de par en par.


Madame
… —le dijo entre sonrisas, mientras hacía una pomposa reverencia que remató señalando la entrada con su brazo extendido.

—Ya me imaginaba que me estaba metiendo en un buen lío, pero no sospechaba que se trataba de un lío con antecedentes policiales.

—Mi expediente está impoluto, querida amiga —siguió Emilio, que, como haría cualquier hombre, se mostraba exultante después de haber despampanado con su pericia a una mujer.

—Pues ya me explicarás dónde aprendiste esto.

—Cuando era barbero tenía algunos clientes que nunca pagaban sus cuentas. Como era imposible hacerles saldar la deuda de otra manera, les pedía que me enseñasen su oficio. Es algo que me inculcó mi padre: en esta vida no se puede ser una sola cosa, a no ser que seas un imbécil; entonces, sí.

—Venga, deja de hablar y sígueme.

El carburero de María exhalaba un aliento de luz trémula que no llegaba demasiado lejos. El pasillo subterráneo por el que caminaban, igual de largo que el edificio, terminaba en una pared. A ambos lados, iban dejando atrás puertas tan silenciosas como su contenido.

—¿No tendrás miedo a las ratas?

—Convivo con ellas —contestó Emilio.

La vista de la pareja ya se había acomodado a la oscuridad cuando María se detuvo ante una puerta grande y gruesa. Introdujo una de las llaves del manojo que llevaba en la mano y giró el picaporte con fuerza. Se oyó el sonido de liberación de los pestillos y se abrió la segunda barrera que los separaba del ansiado libro. En la penumbra se distinguían hileras de recias estanterías metálicas que sostenían volúmenes de las más variadas formas. María enfocaba con su linterna las inscripciones de los anaqueles en busca de aquel que debía contener el facsímil del código. Finalmente, se agachó hasta donde se lo permitía su estrecha falda gris de tubo.

—Aquí es, en una de estas cajas.

Emilio, que comenzaba a escamarse por lo fácil que estaba resultando aquel asalto, observó que el estante más bajo acogía unos ejemplares enormes; estaban puestos de pie entre cajas de madera de diversos tamaños. La bibliotecaria escrutó, con la ayuda de su candil, las leyendas de aquellos cajones. Al poco, el círculo de luz se detuvo.

—¡Es ésta!

María abarcó la caja con ambas manos para tirar de ella, pero el esfuerzo no fue necesario porque se deslizó con facilidad. Desencajó la tapa para levantarla y volcó la luz de su lámpara en el interior.

—¡Está vacía!

—¿Cómo que está vacía? —dijo extrañado Emilio, que también intentaba asomarse al interior del arca. Efectivamente, allí no había nada.

—¿Y no puede estar en otro lugar? ¿No puede haberse extraviado?

—Es posible, pero improbable.

La joven sacudió las cajas de alrededor y comprobó que todas estaban llenas.

—Sólo falta ese facsímil. Los demás están en su sitio.

—¿Me estás sugiriendo que lo han robado?

—Lo que es seguro es que se lo han llevado de aquí.

María aproximó su reloj a la luz.

—Tenemos que irnos. Mercedes me dijo que dispondríamos de veinte minutos si queríamos salir con ella en el furgón.

El vigilante se había deshecho del perro constipado y apuraba su taza de achicoria en el cuarto en que pasaba las noches a la espera de que sucediese algo que diese sentido a su sueldo. Mercedes estaba sentada frente a él, escuchando sus gestas en el frontón, al que, según le contó, dedicaba el tiempo semanal necesario para disponer de unas manos siempre prestas a sacudir una bofetada letal a los maleantes. Harta de bravuconadas, la joven buscó la hora en el reloj adosado a la pared y se levantó.

—Lo siento, tengo que irme.

—Pero ¿cómo te vas a marchar con el frío que hace? Deja el furgón aparcado aquí y, si quieres, quédate a dormir en esta cama. Aunque la veas un poco desordenada, está limpia.

El vigilante señaló con el dedo un camastro que no requería la inspección de un microscopio para revelar que estaba infestado de parásitos hambrientos. Mercedes, aterrada por el giro que estaba dando la situación, abrió la puerta para irse. De repente, el vigilante la asió por el pelo desde atrás y, de un tirón, la dejó quieta y arqueada.

—¡Tú te quedas conmigo! —le dijo con una entonación chulesca.

Entonces, Mercedes se volvió para enfrentarse a aquel campeón de atizar manotazos a una pelota y, sin darle tiempo a retirar las manos de su cabellera para protegerse, le propinó un puntapié afilado en los genitales. El pelotari mugió, soltó los haces de pelo que aferraba y se encogió, dolorido, mientras lanzaba maldiciones. Ella comenzó a correr por el pasillo sin mirar atrás. Los tacones de carrete, una elección desdichada para una huida, hacían resonar su corretear por todos los rincones del edificio. A ese golpeteo contra el suelo se sumaron entonces los lejanos ladridos tuberculosos del perro. No sabía si dirigirse hacia el garaje del sótano, donde le esperaba el furgón, o esconderse en algún rincón del edificio. Optó por lo segundo para luego intentar lo primero.

Un sereno al que aguardaba una noche muy larga pasó en ese instante frente a la biblioteca y, a pesar de la ausencia de luz, vio con cierta claridad la silueta de una mujer que corría de ventana en ventana. Después, observó a un hombre contraído que iba tras ella. Aunque aquel asunto no era de su competencia, pensó que, si desmontaba un intento de robo en la Biblioteca Nacional, tal vez se ganase una recompensa o al menos una de las medallas al valor que otorgaba el ayuntamiento, la mayoría de ellas, eso sí, a título póstumo. Hizo sonar su silbato dos veces. Mercedes oyó el agudo pitido y pensó que tal vez su enajenado perseguidor se había puesto a jugar un partidito de pelota contra el mármol mientras el perro husmeaba su paradero.

Entretanto, en el subterráneo, Emilio dejó la puerta que había forzado tan cerrada como la había encontrado y se colocó junto a María, pegado a una pared que no se veía desde el furgón. Escucharon los ladridos de fondo y los silbidos del sereno. Se miraron convencidos de que estaba pasando algo que podría delatar su presencia. Mejor sería quedarse donde estaban y rezar para que apareciese la conductora y los sacase de allí.

En la esquina de las calles de Recoletos y Jorge Juan, Carrerilla apoyaba la pierna mala contra la valla de la biblioteca mientras con la otra mantenía el equilibrio a la espera de su amigo y de la chica misteriosa. Vio llegar al sereno y oyó su pitido. Observó que el hombre oprimía un timbre que no daba respuesta. Cansado de esperar, el guardia callejero se retiró la capa y comenzó a escalar la verja para saltar al interior.

—¿Hay alguien ahí? —gritaba el sereno mientras acercaba la mano a su porra—. ¿Qué sucede? ¡Ah de la casa!

Entretanto, en el pasillo, el vigilante de la biblioteca se agazapó para que el sereno no lo descubriera. En ese momento, Mercedes miró por encima de la mesa y lo vio, ovillado, intentando asomar la cabeza por encima del alféizar para averiguar quién gritaba en el exterior. Ésa era su oportunidad de escapar. Se descalzó, tomó los zapatos con la mano y comenzó a desandar sus pasos, de manera sigilosa primero, y apresuradamente después.

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