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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (24 page)

BOOK: La biblia bastarda
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El sereno aporreaba la puerta a la espera de que un vigilante le abriese, pero como nadie respondía, pensó que podría entrar en el edificio por el garaje. Se dirigió hacia allí y su mano dejó de acariciar la porra para pasar a palpar las cachas del revólver.

—¿Alguien necesita ayuda? —repetía.

María y Emilio oyeron esas voces cuando apareció Mercedes, que bajaba los escalones de dos en dos.

—¡Rápido, meteos atrás!

El sereno se plantó delante de la rampa, sin sospechar que una biblioteca con ruedas podía atropellarlo al cabo de unos instantes. Fue entonces cuando Carrerilla, desde la calle, gritó lo primero que le vino a la cabeza para salvar a sus compañeros de la visita inesperada, tal como le había encomendado su amigo periodista.

—¡Socorro! ¡Me violan! —chilló Miguelito, intentando eliminar de la voz cualquier rasgo de su incipiente pubertad.

Sin soltar la empuñadura de su arma, el sereno salió corriendo hacia la acera para ver si podía ayudar a aquella desgraciada joven a la que estaban forzando. Un caso de violación tenía prioridad sobre un indicio de asalto, o al menos eso le pareció al buen hombre. Aunque no recordaba con exactitud el reglamento de la vigilancia nocturna, ni estaba seguro de que se mencionase en él la confrontación entre ambos supuestos delitos, siempre había considerado que el castigo para quienes abusasen de mujeres indefensas debería aplicarse con armas cortantes, mientras que los robos podrían compensarse con una temporada a la sombra.

—¡Allí, en aquel coche! —le indicó Miguelito, con el dedo puesto en un Austin que ya se hacía pequeño por el paseo de la Castellana.

Para entonces, la conductora había arrancado el furgón. La caballerosidad de Emilio les hizo perder un segundo, ya que se empeñó en permitir que María pasara en primer lugar. El automóvil arrancó con el periodista en tierra. El tirón del vehículo le obligó a aferrarse a la puerta abierta y a dar un salto hacia el interior que no resultó muy estiloso, a juicio de su compañera de aventuras, que había leído muchas escenas de mejor ejecución.

—¡No sabría decir si esa cabriola me ha recordado a Poirot o a Miss Marple! —se mofó.

—Vaya, media vida rechazando ofertas de la agencia de detectives Pinkerton para tener que escuchar ahora esto —le respondió el periodista, picajoso.

Mercedes tuvo que detenerse para abrir la cancela exterior, pero sólo fue un instante antes de volver a su asiento y acelerar en busca de la ansiada calle. Un humeante hocico canino asomó por la puerta del garaje; después lo hizo el del vigilante, no menos humoso y perruno. El sereno, que regresaba a su vez decepcionado por no haber dado caza al violador, se los encontró todavía sofocados.

—Buenas noches, ¿hay algún problema?

—Ninguno —respondió el vigilante entre jadeos.

—Parecía que algo se movía ahí dentro.

—Perdone usted —se disculpó el guarda, simulando apuro mientras ahuecaba el tiro de su pantalón para apaciguar el dolor provocado por la puntera de Mercedes—. Estaba jugueteando con una dama por esas salas, pero ya se ha ido. Siento haberle confundido. Espero que no revele mis aficiones nocturnas. Al fin y al cabo, somos del gremio…

—Tranquilo —asumió un resignado sereno que acababa de perder sus esperanzas de que el ayuntamiento lo galardonara.

—Por cierto —dijo el vigilante—, ¿no jugará usted a la pelota vasca? Si una de estas noches se aburre, podemos echar un partido. Aquí dentro hay buenos frontones, sólo es necesario retirar algún cuadro.

—No, gracias.

De nuevo en aquella oscura librería móvil, Emilio le confesó a María que estaba muy decepcionado por no haber podido encontrar el libro. Para ella también era una lástima no poder dar una lección a sus jefes. En medio de la conversación, el furgón se detuvo y, cuando se apearon, se vieron enmarcados por la puerta de Alcalá.

—¡Coño! ¡Carrerilla! Nos lo hemos dejado allí, pasando frío —recordó de repente Emilio.

—¿Y qué hacemos?

Antes de dar explicaciones, él alzó la mano al ver un taxi que se aproximaba.

—Ir a buscarlo y llevarlo a su casa.

Miguelito seguía apoyado en la tapia de la biblioteca, ahora mucho más tranquila. Con las manos en los bolsillos de sus pantalones, miraba hacia los lados a la espera de más visitantes que pudieran romper la paz de aquel recinto. Cuando Emilio lo llamó desde la ventanilla del auto, corrió hacia él con su característico renqueo.

—¡Venga, entra, que te vas a quedar tieso!

El periodista y la bibliotecaria se desplazaron hacia un lado para hacer sitio al pequeño en el asiento posterior del taxi.

—¿Adónde? —los urgió el taxista.

—Al barrio de las Latas —le indicó Emilio.

—¿Vamos para casa? —preguntó Carrerilla, con aparente disgusto.

—Pues claro, te dejamos allí y nosotros también nos retiramos —le mintió Emilio, al que la noche le parecía aún demasiado joven para negarle una última oportunidad.

—Les tendré que cobrar nocturnidad —explicó el taxista—, y un plus por salir del casco urbano.

—De acuerdo.

A María le gustaba ver las calles de Madrid vacías, pero pronto el paisaje se hizo desapacible. A medida que se alejaban del centro de la ciudad, los escasos rostros que miraban hacia el taxi se volvían más sombríos y amenazantes. El automóvil pasó del redoble de los adoquines al zumbido de la brea, y de la brea al zarandeo de los caminos. La mirada de los pasajeros, en busca de figuras humanas, fue pasando de las capas a los tabardos desgastados, y de éstos a las mantas rotas que servían de hogar, tanto de día como de noche, a muchos espíritus del extrarradio. Cuando las murallas laterales de pisos apilados dieron paso a largas explanadas salpicadas de chabolas, la única iluminación decente en centenares de metros a la redonda era la de los focos de aquel vehículo en el que María abrazaba a Carrerilla para atenuar el frío. A falta de Miguelito, Emilio se abrazaba a sí mismo con idéntica intención. Habían dejado atrás la calle de Mateo López, que daba nombre oficial al barrio. Un grupo de personas se calentaba al fuego junto a un viejo carruaje con su enganche, pero no había caballos, sino varias cabras que constituían su sustento y su única fortuna. Aquellas caras, sorprendidas por la luz del coche, se alzaron turbadas en busca de alguna novedad en sus vidas, pero sólo vieron un taxi que pasaba por allí.

—Nunca he ido en taxímetro a casa. Cuando llegue, voy a dar que hablar en el barrio —reflexionó Carrerilla en voz alta.

—Seguro que tú das mucho que hablar sin necesidad de medios de transporte —le dijo María.

—Y, además, ¡en un Citroën! ¿Se va a comprar el modelo 1934, jefe? —le preguntó el chiquillo al taxista—. ¡Está a punto de salir! Vendrá con tracción delantera y frenos hidráulicos. Dicen que no costará más de siete mil pesetas.

—¡Jolín con el chico! —dijo el conductor—, parece un vendedor a domicilio. Lo tienen ustedes bien enseñado en casa.

—No —se apresuró a aclarar Emilio—, nosotros no somos sus padres.

—Ah, pues el chiquillo tiene un aire a la señora, si no les parece inoportuno el comentario.

Emilio reparó entonces en que aquella observación era cierta. Carrerilla, visto a través del espejo retrovisor, tenía algo de María, pero sólo cuando se quedaba serio y callado, como ahora y pocas veces más al día.

—Ustedes me dirán cuándo me paro.

A medida que avanzaban, el barrio iba perdiendo dignidad en favor de la mugre. Los materiales pétreos de construcción habían abdicado hacía rato para dejar paso a las tablas y a las latas que habían rebautizado aquel arrabal del sur. Por fin, en una especie de plaza donde a aquellas intempestivas horas varios niños jugaban a oscuras, el taxi se detuvo por indicación de Miguelito. Nadie salió a recibirlo.

—Esperamos aquí, hasta que entres —dijo Emilio.

—No, no os preocupéis. Me quedo con mis primos, aquí fuera.

—Ven —le pidió María.

La joven extrajo la gorra del bolsillo de Carrerilla para calársela hasta donde pudo de un par de tirones. Después le retiró la bufanda a Emilio y envolvió con ella el cuello del chiquillo.

—¡Ni se te ocurra quitártela hasta que estés en casa!

María pensó que, para dormir en aquella especie de cabaña descuadrada que tenía delante, la bufanda también podría resultar absolutamente imprescindible.

—Mañana se la devuelves a Emilio.

—¡A sus órdenes! —respondió el niño, poniéndose firmes y llevándose el dorso de la mano a la frente.

María respondió al saludo militar con una caricia en el rostro de Miguelito, quien sería la comidilla del barrio durante mucho rato, hasta que la noche venciese a todos aquellos componentes de la penúltima tribu del poblado de las Latas.

Durante el viaje de regreso, el periodista se sintió apenado por no poder dar un presente mejor a su protegido. Tal vez pudiera proporcionarle un futuro alejado de aquel mundo oscuro y fantasmal. El taxi dejó atrás los chamizos y comenzó a reencontrarse con el Madrid de farolas centelleantes y prometedoras historias para noctámbulos.

—¿Adónde vamos ahora? —consultó el conductor.

—A donde diga la dama —propuso Emilio.

—¿Quieres volver a casa? —le preguntó ella.

—Preferiría ir a tomar algo, después de una noche de tanta acción. ¿Me acompañas?

—Mientras no me lleves a uno de esos casinos que investigas…

—¡Al hotel Nacional! —ordenó Emilio al taxista.

Las mesas del salón de baile presentaban la escasa ocupación que correspondía a un día de entre semana. Se sentaron en una de ellas, próxima a la barra y alejada del resto de las parejas. Una lamparita clavada en el centro del mantel filtraba la luz a través de una pantalla roja de formas asiáticas, rematada con flecos deshilachados. La orquesta ensayaba en mangas de camisa su sesión de baile de los sábados. Repetían alguna de las piezas una y otra vez hasta satisfacer el afán perfeccionista de un director gordito y sonriente. Emilio se propuso deslumbrar a María o, al menos, arrancarle la primera sonrisa en los últimos tres días.

—¿Ya no estáis de huelga? —le preguntó al camarero, al que era evidente que conocía.

—Emilio, señora —fue su saludo—. No, la huelga se acabó, estamos de nuevo condenados a trabajar, aunque los del Sindicato Gastronómico la están preparando otra vez. Cualquier día de éstos volvemos a la carga. «La barra es la barricada», ése es nuestro lema.

—Pues hoy te voy a dar la noche libre, al menos por lo que a nosotros se refiere. ¿Me permites pasar?

Una vez obtenido el consentimiento del camarero, Emilio levantó la trampilla de la barra y se adentró en la zona de servicio. Miró a su alrededor cuando estuvo en medio de copas, frutas, hielo y una selección de botellas que estaban cuidadosamente colocadas sobre baldas de cristal adosadas a la pared. Con un paño blanco colgado de su muñeca izquierda, comenzó a escoger las botellas y a mezclar su contenido en una coctelera metálica que desprendía vaho. Exprimió un limón sobre un pequeño plato cubierto de azúcar y rebozó allí los bordes de dos copas de vermú. Agitó la coctelera junto a su oreja izquierda, como quien pone atención en el sonido del interior de una hucha, y volcó su contenido en los dos recipientes. Dejó caer sendas aceitunas, que viajaron lentamente al fondo para quedarse allí, y adornó su obra con unos minúsculos abanicos orientales de papel azul sujetos en largos palillos. A modo de espectacular remate, enroscó la peladura del limón en los fustes de ambas copas.


Voilà
! ¡Dry Martini al estilo Chamberí! —anunció, mientras trasladaba su creación desde la bandeja hasta el mantel.

—Si lo que querías era sorprenderme —dijo María—, lo has logrado por segunda vez en una sola noche. Dime, ¿esta habilidad también es producto de las deudas en la barbería?

—No, ésta no. La aprendí trabajando de barman en un club.

—¿Y has trabajado de más cosas? —preguntó la joven, que ya especulaba con la posibilidad de que Emilio saltase al escenario con un turbante hindú en la cabeza, la introdujese en un cajón y la serrase por la mitad para regocijo de los presentes.

—De alguna más, ya te contaré… Pero créeme si te digo que no me arrepiento de haber sido camarero. En la barbería te conviertes en el guardián de muchas revelaciones, pero detrás de una barra hay algo más: los clientes confían en ti. Saben que les proporcionarás la mezcla y la medida adecuadas para amortiguar un desengaño, para enternecer a una rígida acompañante o para emborracharse hasta la inconsciencia. Eres algo así como un doctor que prepara las píldoras necesarias para sus males a base de una exacta dosificación de los ingredientes.

—No está nada mal. Me refiero al cóctel, pero también a tus explicaciones.

Un cantante talludo con camisa de seda baritoneaba una canción de amor que había pertenecido a Maurice Chevalier, pero que aquella orquesta acabó por convertir en una ordinaria copla dominguera. Los metales eran tan estridentes que convertían la bebida en un ácido corrosivo.

—Prefiero las
jazz band
, pero en Madrid hay pocas —lamentó Emilio.

—Yo no entiendo esa música.

—Es sencillo: imagínate que de cada instrumento mana un arroyo que se forma en lo alto de la montaña, ¿vale? Pues bien, la música corre por esos regatos a gran velocidad, pero como el cauce es escarpado, choca y rebota contra el lecho y las orillas de manera alocada. Poco a poco, los arroyos se van encontrando en ríos mayores. La música crece y crece a base de sonidos que llegan azotados bruscamente por un viaje juguetón. Finalmente, todos se encuentran en una caudalosa desembocadura en la que tus oídos se sumergen. Los tambores y los platillos de la batería, la única que ha venido flotando, son los que provocan los destellos del agua en la superficie.

—¿Y una orquesta sinfónica?

—Ése es un trabajo de fontanería: tubos uniformes, válvulas, empalmes, codos y grifos que terminan en una bañera de porcelana con los pies cromados.

—No está mal la figura. He leído cosas peores y mucho más reconocidas. Podrías ser escritor.

—Lo que me gustaría es hacerme dibujante, pero no tengo maña.

—Haberte cobrado una deuda de la barbería con clases particulares…

—Ya lo intenté, pero acabé debiéndole dinero al profesor. Como buen pintor, se arreglaba poco el pelo y yo necesitaba muchas horas de instrucción.

En el repentino silencio con que los obsequió la orquesta, María sonrió. Emilio no se lo podía creer. Pero aquella visión duró sólo un segundo, después volvió a ser la María de facciones congeladas que recibía a lectores empedernidos en la mesa de una biblioteca.

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