Enseguida se instauraron unas normas no escritas. Cuando uno se chocaba con otra persona, lo primero que debía hacer era echarle las manos a la cabeza y asegurarse de que allí no se alzaba un tricornio. Una vez que se tenía la certeza de que no era un guardia civil, se le preguntaba cuál era el propósito de su visita a la niebla de los muertos. Así se ayudaban unos a otros a orientarse hasta el puesto del mercado negro, o hasta el pariente al que querían encontrar. Nadie decía su verdadero nombre, todos se reconocían por motes. Aquella niebla que los habitantes del pueblo habían respetado durante siglos y muchos habían temido, se convirtió durante unos días en un aliado del hambre y las necesidades de amor. Los caballeros no podían purgar sus pecados en paz y a veces intentaban expulsar a los intrusos convirtiendo su viento de acero en empujones huracanados.
—¡Parad ya, cabrones! —se oía entre la espesura de las almas—, que aquí todos somos proscritos.
El padre Imperio, que no era ajeno a los tejemanejes que se producían en la niebla por las confesiones de viudas, esposas y madres, arrasado por la misericordia, ordenaba al Tolón que retrasara el toque de ánimas lo más posible. Así que, algunos días, la plaza empezaba a despejarse cuando el sol había perdido sus rayos rojos, y el párroco tenía que abrir los portones de la iglesia de par en par no sólo para que las ánimas volvieran a sus tumbas, sino también para esconder en los sótanos a los fugitivos y al chico del estraperlo hasta que llegara la noche, y la negrura de octubre y sus heladas les cobijaran la huida.
Esteban, durante un descuido de Manuela a la salida de la iglesia, propuso a Olvido que se encontraran en la niebla. Pero la muchacha tuvo miedo de que no le diera tiempo a regresar a casa una vez que hubiera amanecido y su madre la descubriera.
Siguiendo las costumbres en las que la crió Bernarda, se levantaba al alba y se entregaba a las labores del hogar. Cuidaba el huerto, los animales del corral y cocinaba asados y pucheros. El hambre no había hecho mella en la casona roja: Manuela tenía dinero para comprarlo casi todo. Además, el jardín continuaba desobedeciendo a la climatología. A pesar del otoño y los sabañones de hielo, tenía hortalizas y frutas suficientes para satisfacer de sobra sus necesidades tras haber entregado lo que le exigían los delegados de abastos.
—Ven el jueves por la noche a mi dormitorio —le propuso, a cambio, Olvido. —Espera a que sean las doce y trepa hasta la ventana.
El muchacho sintió que se le venía a la garganta un vómito blanquecino como los guantes de Manuela.
Pasada la medianoche del jueves siguiente, la luna atacaba los ojos grises de Esteban, la frente recta, los labios, y se escondía en el agujero de la barbilla.
Olvido lo esperaba con la ventana entreabierta. El muchacho saltó desde el alféizar y se abrazaron.
—Hueles a cedro —le dijo ella acariciando el serrín que se le quedaba rezagado detrás de las orejas.
—Hoy he hecho un armario con esa madera. Tú hueles a limón. —Su aliento era gélido.
—He hecho mermelada con mi madre.
—Has crecido. —Esteban tenía sus senos, más grandes y fuertes, apoyados en el pecho.
—Mi madre dice que ya soy una mujer.
—Lo eres.
Olvido sintió en la boca el sabor de la nieve. El pelo le caía por la espalda formando un precipicio negro donde él arrojó sus manos, que resbalaron hasta las nalgas.
—Debí haber venido antes —susurraba entre besos—Jamás volveremos a estar tanto tiempo separados. Prefiero la muerte. —El muchacho recordó la sonrisa amarillenta de Manuela Laguna.
Su deseo se escurrió por el pinar hasta las campanas verdes, y como solía ocurrir a la salida de misa, se pusieron a tocar una melodía de ángeles. El padre Imperio se despertó atemorizado: ¿quién podía ser el autor de ese escándalo, sino el campanero del diablo decidido a anunciar la llegada de su amo? Varios habitantes del pueblo, envueltos en mantas y legañas, salieron a la calle pisando las estrellas y navegaron sonámbulos hasta la iglesia. Aporrearon los portones exigiendo que cesaran los Glorias y los Aleluyas, hasta que apareció una pareja de la Guardia Civil armada con fusiles por si de las cuerdas de las campanas tiraba algún fugitivo, y esa melodía era una señal alentando a la rebelión. El cura abrió los portones con tres escapularios colgando del pecho; había confundido a los guardias y a los feligreses con una avanzadilla de soldados satánicos.
—¿Quién tira de las campanas, padre, y por qué? —le preguntó un cabo de la Guardia Civil.
—Un enviado del mismísimo diablo —contestó.
—Subamos a comprobarlo.
Pero de las campanas sólo tiraba un amor nacido en la puerta de la iglesia.
—Será el viento, que es fuerte —dijo un guardia perplejo—, y las campanas, que están flojas y viejas. Mañana acabamos con ellas.
—De lo que hemos visto aquí no se dice ni una palabra —le ordenó el cabo al padre Imperio.
Un poco antes del alba, Esteban regresó a casa y el pueblo quedó en calma. Ni uno solo de los habitantes rindió en el trabajo esa mañana, y en un pleno extraordinario celebrado en el ayuntamiento se decidió fundir las campanas y hacer con ellas un busto del Caudillo.
Esteban volvió los jueves al dormitorio de Olvido, aunque durante la noche. Al muchacho nunca le había importado la maldición que pesaba sobre la familia Laguna y las desgracias que se presagiaban para el hombre que se decidiera a romperla; ni cuando era un niño y no podía comprenderla, ni ahora que era un joven a punto de cumplir los dieciséis. Ella nunca sufrirá mal de amores, se decía, porque yo no la abandonaré, y las deshonras de sus antepasadas me son indiferentes. Me casaré con ella, con la Laguna del sombrero, como la conocen en el pueblo, y ni siquiera los guantes de su madre podrán hacerme cambiar de idea. Cuando salía de trabajar en la carpintería, esperaba la medianoche acurrucado entre los pinos y las hayas. La impaciencia y el miedo le provocaban temblores y a veces escupía un líquido salado y espumoso parecido al mar. Con los aullidos de las primeras lechuzas, abandonaba su refugio, saltaba la tapia y trepaba por las celosías. A la luz de una vela, ella le esperaba para leer los versos de san Juan de la Cruz («…Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada…»). Las campanas nuevas de la iglesia, que el padre Imperio sometió a tres días de exorcismos y novenas antes de colgarlas, no volvieron a sonar cuando se besaban. Entretanto, en el dormitorio de la planta baja, Manuela Laguna roncaba. Padecía artritis, a pesar de su edad, y cada noche se echaba un chorreón de láudano en el vino de la cena para apaciguar el dolor de huesos y poder dormir. Esteban sentía su ronquido amenazante dentro del corazón. Olvido le había contado que, tras el fracaso de la merienda, aunque alardeaba de haber olvidado la afrenta, asesinaba más gallos que nunca para aplacar el rencor. Se metía en la cocina a media tarde y los desplumaba vivos. Los chillidos de las aves pululaban por las habitaciones como fantasmas, hasta que Manuela se decidía a retorcerles el cuello. Después ni siquiera los guisaba; permanecía a su lado saboreando la muerte.
Una tarde de principios de enero de 1941, huyendo de la agonía de los gallos, Olvido desobedeció las órdenes de su madre y entró en el dormitorio más hermoso de la casona roja. Nadie lo había ocupado desde que murió su dueña, esa mujer que ni Manuela ni el pueblo sabía o quería olvidar: Clara Laguna. La puerta chirrió al abrirse y Olvido contuvo la respiración. Enredada en la penumbra, se alzaba la gran cama de hierro negro. Sobre sus barrotes aún permanecía desmelenado el dosel de muselina púrpura que tanto danzó al ritmo de la venganza de su abuela. Pero no olía a sexo, ni a soledad, ni a telarañas, ni a naftalina. De todos los rincones de la habitación manaba un aroma que a Olvido le costó identificar al principio; sólo al cerrarse la puerta de golpe por un estornudo del jardín percibió que olía a encinas. Tras aquel descubrimiento, caminó sigilosa hasta el aguamanil de loza con arabescos azules. En él, Clara Laguna se lavaba las lágrimas por el hacendado andaluz. En él también había lavado la cocinera el cuerpo de Olvido nada más nacer. Trepó hasta la habitación el canto aterrorizado de un gallo. El atardecer se abalanzaba contra la ventana del dormitorio como la muerte contra el gaznate del ave. Olvido se acercó al tocador de su abuela. Sobre un paño de encaje amarillento se alineaban un espejo, un cepillo y un peine con mangos labrados en plata. El metal refulgía tentador. La muchacha cogió el cepillo y comenzó a pasárselo por la larga melena. Nadie le había descrito el rostro de Clara Laguna, pero ella lo vio reflejado en el espejo oval del tocador: el cabello castaño lleno de margaritas y los ojos convertidos en piedras de oro. Continuó peinándose. De las paredes del dormitorio se desprendió el murmullo de un río y Olvido sintió un retortijón. Aquél no era un río cualquiera, sino el que atravesaba el viejo encinar, comprendió de pronto la muchacha mientras una voz autoritaria ordenaba a sus entrañas que se encontrara allí con Esteban, porque no había sobre la tierra un lugar tan perfecto para amarse.
Cuando se lo propuso al chico durante una de las noches furtivas, él le contestó que con la llegada de las nieves el río estaría cubierto con una costra de hielo como azúcar quemado, y el viento azotaría su amor hasta congelarlo. «Llevaré una manta y te abrazaré más fuerte», le aseguró ella besándolo. Perdido entre los labios de la muchacha, Esteban pensó que quizá fuera una buena idea encontrarse en el encinar, así estarían lejos de Manuela Laguna. Prefería que acabara con él la nieve, con su muerte de agujas dulces, que los guantes sangrientos de aquella mujer.
A las doce de la noche del jueves siguiente, Olvido descendió hasta el jardín por las celosías. Corrió entre las calabazas somnolientas del huerto, esquivó las rosas —las bocas perfumadas informaban a Manuela de todo cuanto acontecía cerca de ellas—, atravesó el claro de madreselvas y saltó la tapia del jardín. Esteban la esperaba oculto en el pinar.
—Olvido, ¿no podemos quedarnos apretaditos entre las hayas?
Chilló una lechuza. Había estrellas suicidas.
—Vayamos al encinar, te lo ruego.
Agarrados de la mano, caminaron hasta la colina por donde ascendió el caballo tordo, una mañana de tormenta, con el hacendado andaluz y Clara Laguna. Desde lo alto las encinas parecían hundirse en el valle. La noche tenía una voz de musgo y piedras húmedas. En el río se despeñaba la luna esparciendo su luz como un excremento de plata.
Esteban apoyó la espalda en el tronco de una encina que tenía grabado a navaja un corazón antiguo, abrazó a Olvido y le acarició el cuello con los labios. Sin saber por qué, tenía ganas de cantar una copla, y ella de enroscar sus dedos en el pelo del muchacho que desprendía un incomprensible rubor a aceite de oliva.
—Mañana iré a cazar perdices y te las regalaré para que las guises en escabeche —dijo él con las estrellas dentro de los ojos.
—Te las haré tan ricas que te chuparás los dedos. Una brisa fría les acarició la frente, los labios, las mejillas; y la hierba crujió como si alguien caminara sobre ella.
—¿Nos estará espiando? —preguntó Esteban.
—¿Quién?
—Tu madre.
Olvido escudriñó la noche entre los troncos de las encinas.
—Por allí se mueve algo —dijo señalando una sombra—. Parece una mujer.
—Regresemos al pinar. —Al chico le tembló la barbilla y creyó ver en el río el reflejo de los guantes sangrientos.
—No, espera. —Olvido sintió un retortijón parecido al que le había asaltado el día anterior en el dormitorio de Clara. Los ojos se le pusieron amarillos y en la boca percibió el sabor de una tumba secreta—. Mañana subiré al desván y buscaré un arcón donde está grabado tu nombre.
—¿Qué desván? ¿Qué arcón? —Esteban la miraba espantado.
Ella no contestó. Se dirigió hacia la orilla del río quitándose la ropa; primero el abrigo, después el jersey, la blusa, hasta quedarse sólo con el sostén.
—¡Olvido, vuelve, cogerás una pulmonía!
Esteban vio la espalda desnuda de su novia; vio la carne blanca y las cicatrices dejadas por las zurras de la palmeta de caña. Alcanzó a Olvido en la orilla. Parecía desorientada, y le entregó sus ropas. Poco a poco regresó el azul a los ojos de la muchacha, temblaba mientras se vestía.
—¿Aún te pega? —le pregunto él, rompiendo el susurro del río.
—A veces, pero cuando lo hace pienso en ti y me duele menos.
Aquélla fue la primera vez que Esteban pensó en matar a Manuela Laguna. Le machacaría el cráneo con una piedra hasta que le escocieran las manos.
E
l desván era un lugar repleto de trastos cuyo orden sólo respondía al capricho de la nostalgia. Había una montaña de orinales de porcelana blanca haciendo equilibrios en una esquina. Pertenecieron a las prostitutas que poblaron la casona roja muchos años atrás, pero sólo Manuela Laguna sabía por qué aquellos utensilios, comidos por la felicidad de la urea, sobrevivieron a la matanza del burdel. A la derecha de los orinales apestaba siempre a pólvora. Apoyada en las ruinas de la cómoda de estilo francés, la escopeta de caza continuaba supurando sus victorias. Ya estaba allí cuando el hacendado regaló la granja a Clara Laguna, pero no se sabía a quién perteneció o de qué época databa, ni a cuántos había dado muerte. Frente a la cómoda, unas estanterías guardaban las marmitas donde la bruja Laguna preparaba los hechizos contra el mal de ojo. En el fondo de una de ellas permanecían momificadas las cartas que el hacendado escribiera a Clara, y que ésta utilizó años después para hacerlo volver. También sobrevivían al polvo de las estanterías el saco rígido con los huesos de gato, los hilos de coser virgos decimonónicos y unos frascos con ingredientes mágicos.
En otra de las esquinas del desván se erguía un objeto metálico. Era necesario contemplarlo de cerca para descubrir, bajo las cataratas de telarañas, las líneas eclesiásticas de uno de los candelabros de velas de muerto que custodiaban el salón de la casona roja cuando ésta derrochaba putas y lujos. Quizá Manuela pensó que, debido a su procedencia sagrada, no empañaría la honradez de su hogar quedarse con una de aquellas torrecitas cubiertas de ríos de cera. Ella solía arrancarlos con las uñas mientras esperaba, sin corazón y sin bragas, la llegada de un cliente. También conservó la cuna donde durmió su hija. Yacía entre varios muebles tapados con sábanas que desprendían un tufo a naftalina. En su colchoncito de lana con manchas de pis descansaba un costurero infantil convertido en asilo de polillas. Los días de lluvia el agua goteaba una nana sobre la cuna. Hacía más de un siglo que el techo del desván padecía humedades. Una vez un albañil de un pueblo vecino se acercó hasta la casona roja para acabar con ellas. Era un día de primavera y el sol refulgía en su espalda. Subió al tejado con la caja de herramientas, y se puso a cantar una copla mientras reparaba las tejas rotas que causaban las goteras. Clara Laguna, que estaba orinándose en las margaritas del camino, escuchó al albañil desgañitándose por soleares. Durante un momento creyó que el hechizo de su madre le había traído de vuelta al hacendado andaluz, aunque con la voz atrofiada por una rudeza que ella achacó al paso de los años. Cuando alzó los ojos al cielo para dar gracias a Dios, descubrió su error y sintió cómo el odio le mojaba las pantorrillas. Buscó una piedra, la lanzó contra la cabeza del albañil y éste se cayó del tejado. Tres prostitutas, por orden de su ama, enterraron el cuerpo de aquel hombre bajo un rosal mientras la cocinera limpiaba la sangre que se había desparramado en el porche. La caja de herramientas la emparedaron en el desván. Estuvieron varias semanas esperando a que los guardias se presentaran para preguntar por el muerto. Todas las prostitutas, incluso Bernarda, tenían orden de negar que aquel albañil hubiera llegado alguna vez a la casona roja. Clara también había dispuesto unos servicios especiales para que la autoridad se lo creyera. Pero jamás se presentaron los guardias, y con el tiempo y las fatigas de la carne, las chicas se olvidaron del albañil. Sólo lo recordaban algunos días de primavera, cuando el sol hervía las margaritas del camino y se escuchaba en los dormitorios de la primera planta el martilleo de unas vocecitas metálicas.