Durante varias horas agosto se despeñó por la ventana y empapó los cabellos y el rostro de Olvido que, desnuda sobre la cama, sufría las contracciones del parto. En la planta baja, sentada en su sofá frente a la chimenea sin leña, Manuela bordaba un
petit point
. El horizonte se rindió a la oscuridad y Olvido se puso en cuclillas en el suelo. El dosel púrpura interpretaba una danza oriental en la brisa que arrastraba la noche. Entre chorreones de orín y de sangre, gritó el nombre de su amante y se sacó de las entrañas una niña con los ojos grises. Cortó el cordón umbilical con las tijeras; en la planta baja Manuela utilizaba otras para cortar los hilos sobrantes. Caminó hasta el aguamanil, hundió a la criatura en la palangana y la lavó bajo la curiosidad de dos pupilas ámbar. En el pueblo tañeron una melodía de gozo las campanas de la iglesia. Desde la muerte del hijo del maestro únicamente sonaban los domingos antes de la misa o los días en que se celebraban las fiestas del pueblo o las bodas de los terratenientes. La niña comenzó a llorar. Sobre el suelo de madera había un charco escarlata. Olvido envolvió al bebé en una toalla. La llamaré Margarita, pensó. Margarita Laguna. Anduvo tambaleándose hasta la cama y se tumbó en ella. Su hija le colgaba de un pecho.
C
uando Margarita Laguna cumplió seis meses, la cocina de la casona roja comenzó a supurar fragancia de papilla. Nunca se supo si la sensualidad que mostró la niña desde los primeros pises se debió a los gozos y las penas con los que su madre cocinaba a fuego lento, o al influjo oriental del
Kamasutra
que ayudó a engendrarla. Margarita, a su corta edad, tenía los pezones de africana; el humo de los pucheros se los había tostado, y siempre andaba arrancándose la ropa: primero fueron los pañales y los faldones, luego las braguitas de perlé y los vestidos con lazo. Todo lo que no sea el viento le molesta sobre la carne, nunca siente frío, pensaba Olvido, la recubre una capa de amor.
Oculta en las esquinas de la casa o detrás de los postigos de las ventanas, si la niña se hallaba en el jardín, Manuela Laguna espiaba la desnudez de su nieta. La había odiado mucho antes de que viniera al mundo, pero cuando una tarde, aprovechando un descuido de Olvido, se asomó al capazo y descubrió esos ojos grises que creía haber aniquilado para siempre, improvisó una matanza de gallos para aplacar su rabia. A partir de entonces, cada vez que divisaba las pupilas grises se entregaba a una nueva barbarie. Armada con el cuchillo de destripar los gallos, guillotinaba las cabezas de las rosas gigantes y ahogaba a las cucarachas y a las escolopendras durante el baño aromático al que las sometía después de cazarlas. Sin embargo, sabía que lo único que podría aplacar su ira era azotar el cuerpecito de la nieta con la palmeta de caña hasta que desapareciera. Quizá, de esta forma, podría liberarse de aquel tufo torturador, aquel tufo que, desde la noche en que empujó al hijo del maestro por la ventana, yacía dentro de ella como una muerte. Aquel tufo a miedo y a los genitales del joven.
Olvido conocía los sentimientos y los deseos de su madre. Había aprendido a leer el odio en el brillo de los ojos o en las manos fruncidas sobre una palmeta de lavanda, antes que aquella cartilla que le proporcionó la difunta maestra. Pasaba los días y las noches velando a su hija: los juegos entre las madreselvas y las margaritas del jardín, las siestas en el dormitorio de las encinas. Y si, finalmente, se rendía al cansancio y se quedaba dormida, soñaba con ataúdes pequeños y blancos, y con fotos de niñitas en lápidas devoradas por el sol, mientras su piel desprendía el perfume de las hortalizas que cocinaba.
Un día de mediados de agosto de 1942, cuando Margarita había cumplido un año, Olvido salió a pasear con ella por el pinar. Tras una inmensa roca de granito, descubrió la mula del padre Imperio con las alforjas tintineantes por los frasquitos de vidrio de los santos óleos y, junto a ella, al cura tendido sobre unos macizos de helechos y con una herida que le chorreaba sangre por la frente. Olvido lo tomó de los hombros e hizo que apoyara la cabeza en su regazo. A los setenta y tantos años, el hombre había perdido la complexión atlética con la que llegó al pueblo, procedente de las colonias, y se había quedado reducido a un anciano de huesos de canario. Ella le limpió la herida con un pañuelo mientras la niña se distraía cogiendo agujas de pino. Comenzaba la tarde, el sol derretía la angustia del padre Imperio. El alzacuello lo ahogaba. Olvido se lo quitó y le desabrochó los primeros botones de la sotana; quedó al descubierto la cicatriz que le atravesaba el gaznate convertido en pellejo.
—Debemos resistir. Valor y fe en Dios. Estaban subidos a las palmeras, los muy cabrones. ¡Emboscada! ¡Emboscada! —deliraba el padre.
Había regresado a sus ojos el azul del mar Caribe.
—Voy a llevarlo al pueblo para que le atienda el doctor. —Olvido se rasgó una tira de la combinación y la anudó alrededor de la cabeza del anciano.
—Déjeme a merced de Dios, soldado, y póngase a salvo, también nos atacan las hormigas rojas.
Margarita Laguna le picoteaba una mano con las agujas de pino. Su madre la regañó y ella se tumbó, riendo, sobre un helecho. Entretanto el padre Imperio, extraviado en la selva de su delirio, se agarraba el gaznate, pues un cubano acababa de rebanárselo con un chasquido de machete, y se tanteaba en la sotana buscando la cantimplora que llevaba colgando del uniforme de soldado. La halló invisible y creyó que el agua bendita le lavaba la herida y detenía la hemorragia con la medicina de los milagros, tal y como sucedió más de cuarenta años atrás. Un bochorno dorado se escurría por las ramas de los pinos, por las rocas enormes, y el campo se incendiaba de cigarras y fragancia de tomillo.
—¿Puede pasarme un brazo por los hombros, padre?
Pero él se achicharraba de hambre en medio de lianas y tierras blandas, hasta que lo encontró la santera y lo alimentó con mermelada de yuca y le cubrió el cuello de emplastos amarillos. Aquel color se le clavó en el desorden de sus recuerdos. Cuando Olvido lo levantó para montarlo en la mula , él la miró por primera vez, pero no la vio a ella sino a su abuela. Del delirio, el cura viajó hasta los sueños que lo habían atormentado durante años: aquella muchacha ardiendo en el fuego ámbar de sus propios ojos. La llamó Clara con los labios resecos. Se levantó en el pinar una brisa secreta que les removió los cabellos y apaciguó el incendio de insectos. Olvido lo sentó a horcajadas en la mula . El se mantuvo erguido un instante; olía a la intimidad de las tumbas. Ella, con unos dedos que no le pertenecían, le acarició la cicatriz rojiza; el padre Imperio se hundió aún más en el pasado, sintió los hombros anchos, el cabello oscuro y en los ojos el brillo de la determinación.
—No condene su vida por una venganza. Ayúdeme a salvarla —dijo antes de derrumbarse sobre el cuello del animal.
Olvido cogió a la niña en brazos y se la ajustó a la cintura.
—Agárrese bien fuerte a la mula , padre, y no hable más. Necesita ahorrar fuerzas. —Tomó las riendas y se encaminó hacia el pueblo.
Tintineaban bamboleantes las alforjas. La brisa cedió y se intensificó el calor de la tarde.
El padre Imperio murió dos días después a causa de una apoplejía. Se decretó una semana de luto en el pueblo. Enviaron desde la ciudad a un cura para oficiar el entierro y el funeral. Era un hombre de unos treinta y tantos, gordo y de tez rosada. Se llamaba Rafael Arizpicoitea.
La mañana del funeral Manuela Laguna se montó en la carreta y esperó a que lo hiciera Olvido con la niña. A pesar de que no se hablaban desde la noche en que murió Esteban, continuaban yendo juntas a la iglesia. Tras sus numerosas donaciones, Manuela ocupaba uno de los bancos de la primera fila mientras que Olvido prefería permanecer en la última con la pequeña Margarita.
Se nos ha muerto el padre Imperio, murmuraban los velos y las mantillas de luto arremolinados en los portones de la iglesia, se nos ha muerto y no habrá otro que hable como él, que nos saque la fe a lágrimas y a cocodrilos subido en el pulpito con los brazos abiertos. Manuela se paseaba entre los habitantes más distinguidos y recibía sus saludos con la dignidad de una reina. En cambio, Olvido aún buscaba los ojos grises de Esteban entre los feligreses para que repicaran las campanas la melodía de los ángeles. Pero las mujeres la miraban con reproche como si ella fuera la culpable de la muerte del cura —se la había visto empujando la mula con el cuerpo maltrecho del anciano— y la culpable de su belleza sobrenatural. Habían dejado de llamarla «la Laguna del sombrero» para referirse a ella como «la Laguna del muchacho muerto». Los hombres, sin embargo, la estudiaban con la curiosidad del deseo, y en la taberna, amparados en un chato de vino después de la misa, algunos lamentaban que no se vendiera como la prostituta de los ojos de oro.
Tras el funeral del padre Imperio, refrescó agosto con una lluvia que por la noche se convirtió en granizo. El hambre se acrecentó en algunos estómagos del pueblo que lloraban al compás de las pelotas de hielo, sin saber si los apenaba el luto por la pérdida de aquel hombre magnífico, o la desolación de esos tiempos de gorgojos y pan negro. Se vio al chico del tenderete del estraperlo saltar la tapia del camposanto al sábila luna, incluso se aseguró que algunos fugitivos habían bajado de los montes, aprovechando la oscuridad y las inclemencias del granizo, para despedir al párroco que los había escondido de los guardias en los sótanos de la iglesia. Pocas veces estuvo solitaria la tumba del padre Imperio durante la semana posterior al entierro. De día acudieron sus feligreses de domingo, de noche los proscritos; hasta que la Guardia Civil se puso a vigilarla y a la tumba sólo fueron a dormirse las urracas al frescor de la lápida, cuando escampó el granizo y retornó agosto, y los guardias tuvieron que regresar al cuartel sin prisioneros, pero con el tricornio empedrado de estrellas.
Tanto ajetreo en el camposanto dificultó las visitas de Olvido a la tumba de Esteban. Yacía enterrado junto a su padre.
MUY QUERIDO HIJO Y HERMANO, DESCANSE EN PAZ
, rezaba el epitafio esculpido en una lápida que se hincaba en la tierra como una peineta. Cuando el enterrador echaba la cadena a las verjas pasadas las seis, Olvido y la niña abandonaban su escondite en la cripta de una familia noble. Al principio las urracas graznaban desgarrándose el pico para avisar al enterrador, que vivía en una casucha cercana, de la presencia de la intrusa. Olvido les tiraba piedras contra las plumas de espejo, así que pronto comenzaron a tolerarse; tras el cierre, las urracas se dedicaban a recorrer las sendas del cementerio en busca de objetos brillantes que hubieran extraviado, abrumados por la pena, los asistentes a los entierros, y Olvido se sentaba sobre la tumba de su amante, sobre la tierra templada por la descomposición de los besos. Apoyaba la cabeza en la lápida, extendía las piernas y leía a san Juan de la Cruz en voz alta, bajo el frescor de los espíritus, mientras Margarita se entretenía rastrillando la tierra y haciendo y deshaciendo montoncitos. A veces dejaba la lectura y jugaba con su hija; a los diecisiete años aún escondía la niñez dentro de la carne. La tumba se desbarataba en montañitas que albergaban recuerdos. Una albergaba el aroma del serrín que se le pegaba a Esteban detrás de las orejas, otra los abrazos helados bajo las encinas. Y cuando la tarde se dormía y el camposanto se entregaba al clamor del anochecer, los huesos de los muertos brillaban como luciérnagas gigantes en el osario, las lápidas destellaban púrpuras, las sombras de los cipreses tomaban con sus lanzas las sendas. Olvido se echaba en la tumba, con una mejilla apretada contra la tierra, y hablaba a Esteban de los dientes que le habían salido a la niña, de los guisos que preparaba en la cocina pensando en él, y le juraba, llorando, que nunca iba a olvidarle. Cuando Margarita se quejaba de hambre y reclamaba la cena, Olvido alisaba la tierra de la tumba, colocaba los ramos de flores para que no la descubrieran y, amparada por la oscuridad, saltaba la tapia por su parte más baja con la niña sujeta al cuello. En una ocasión, a la salida de la iglesia, la hermana de Esteban la amenazó con arrancarle los pelos si descubría que era ella la que andaba revolviendo la tumba en horas sonámbulas.
—Tú no eres nada de él, ni tu bastarda tampoco —le dijo mirando a la niña de reojo mientras la madre las espiaba a distancia estrujando un pañuelo negro.
Pero Olvido continuó yendo a la tumba porque aquella tierra que le bisbiseaba recuerdos la mantenía viva; aquella tierra, el amor por su hija y la venganza contra Manuela Laguna que heredaron sus entrañas. No podía permitir que ella olvidara lo que le hizo a Esteban. Aun así, después de muchas noches en vela protegiendo a la niña, comenzó a rondarle por la cabeza la idea de abandonar la casona roja y el pueblo. Algunas madrugadas, recordando las palabras del padre Imperio erguido en la mula , Olvido guardaba su ropa y la de su hija en una maleta que encontró polvorienta en el desván, pero la sacaba por la mañana tras contemplar a Manuela desayunando mollejas en la cocina. Mientras nos vea, pensaba, tendrá muy presente que los planes que tanto anhelaba no se cumplirán jamás: somos el rostro de su fracaso.
Después, la juventud de la muchacha temblaba escondida en la cripta, esperando la llegada de las seis de la tarde. La niña dormía la siesta en su regazo helado por la eternidad que desprendía la piedra. Traía el viento de los montes cercanos el frescor de los pinos y los helechos.
La única persona que la descubrió en el camposanto fue el padre Rafael. Se había quedado en el pueblo después de oficiar el funeral de su predecesor. Las ancianas de luto lo llamaban «el padre Gigante», porque no sólo era gordo y con una anchura de hombros ilimitada —tenían que coserle las sotanas a medida—, sino que además era altísimo. De procedencia vasca, ojos claros y pelo rubio, el padre Rafael estuvo a punto de caerse del pulpito durante su primer sermón de domingo, cuando el suelo de éste se resquebrajó por su peso de animal de carga. Hubo que reforzarlo con planchas de acero, y aun así, durante varios domingos los feligreses estuvieron más pendientes de si aquel hombre se rompía la crisma contra las baldosas de la iglesia, pues algunos clavos salían despedidos y chirriaban las maderas, que de sus sermones reposados. Pero los sermones, junto con el carácter, eran lo único reposado que acompañaba al padre Rafael. Su paso por el mundo era un desorden de sonidos y temblores. Los campos, los empedrados de las calles, el piso de las casas, retumbaban con el caminar del cura. Jamás había podido acercarse a un sitio sin que su presencia se anunciara con un estruendo de elefante. Era como si la tierra regurgitara el eco de sus pasos. El día que entró en la iglesia para celebrar el funeral del padre Imperio, algunos feligreses pensaron que el pueblo se hallaba bajo la amenaza de un terremoto. Tiritaba la Biblia granate en el altar, las hostias consagradas en el copón, las escarapelas de luto engarzadas en los bancos; se mareaba el vino en círculos que presagiaban un vigor telúrico.