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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La conquista de un imperio (5 page)

BOOK: La conquista de un imperio
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Los guerreros no se dieron a la fuga, en contra de lo que creía Balmer. Pero empezaron a retroceder, dejando bajo el «Navarra» un claro cada vez mayor, en donde quedaban gran número de cadáveres de hombres y caballos, de escudos y armas de todas clases tiradas en el polvo.

Amigos y enemigos, en apretado círculo codo a codo, siguieron retrocediendo, mirando con infinito asombro al enorme huso amarillo que, descendiendo con suavidad, quedó finalmente inmóvil a un metro del suelo, sin llegar a aplastar los cadáveres desparramados por el polvo.

La rampa quedó tendida entre la aeronave y el suelo y Fidel Aznar echó a andar por aquella con paso tranquilo y seguro.

Un silencio profundo cernióse sobre la atmósfera sofocante saturada de polvo. No se escuchaba más ruido que el sordo zumbido del reactor nuclear de la aeronave, y este zumbido era tan impresionante como la misma aeronave en sí.

Lo que pensaron los salvajes guerreros, sólo Dios y ellos mismos podían saberlo. La criatura que se mostraba ante ellos iba cubierta de titanio de pies a cabeza, a excepción del cristal azul que le tapaba el rostro. La armadura de Fidel, enteramente pavonada, tenía un color oscuro con apagados reflejos azul metálico.

Fidel era alto y la armadura aumentaba su volumen dándole un aspecto macizo y hercúleo. Detrás de Fidel y cubiertos igualmente de titanio, descendieron el profesor Valera, Castillo y dos hombres jóvenes del equipo del segundo.

Un círculo erizado de lanzas rodeaba a los terrícolas. Por encima de los escudos varios cientos de pares de ojos, agrandados por el estupor y el miedo, les contemplaban siguiendo todos sus movimientos.

—¡Son hombres idénticos a nosotros! —exclamó admirado el profesor Valera.

En efecto, no existía diferencia apreciable entre la constitución anatómica de los nativos y la de los propios terrícolas.

Aquella gente, ruda y primitiva, parecía como arrancada de una lámina de la Historia antigua de la Tierra. Rostros humanos en los que el polvo se amasaba con el sudor y la sangre… largas cabelleras recogidas en gruesas trenzas… cráneos cubiertos con cascos de bronce rematados por cimeras de plumas multicolores… brazos musculosos, torsos desnudos o cubiertos con corazas de bronce…

La emoción de este inesperado encuentro hacía latir con fuerza el corazón de Fidel Aznar. Pero éste no había caído en la cuenta de que, si bien ellos veían en aquella gente una humanidad hermana, los nativos en cambio no debían pensar lo mismo de aquellos extraños seres sin rostros que llegaban directamente del cielo.

La voz de Ricardo Balmer llegó por la radio hasta el interior de la escafandra de Fidel:

—No me gusta la actitud de esa chusma, Fidel. Deberían haber echado a correr al vernos. Mejor no os alejéis de la escotilla. Tendré el dedo sobre el disparador de Rayos Zeta. Observo que casi todos llevan coraza y casco de metal. Si os atacan dispararé.

—No haga eso, Balmer, bajo ningún pretexto —dijo el profesor Valera con energía—. Si desintegra sus armaduras les matará. Este debe ser un encuentro pacífico. Ellos no pueden siquiera sospechar cuál es nuestro verdadero aspecto debajo de estas armaduras. Les hablaré. Ellos no me entenderán, pero comprenderán por el tono de la voz que están ante seres humanos.

—Bueno, allá, ustedes con lo que pueda pasar —refunfuñó Ricardo Balmer—. Tú quédate a bordo, hermanita.

El profesor Valera echó a andar con paso decidido. Fidel le siguió algo rezagado, sorteando los cadáveres y heridos que yacían ensangrentados en el polvo.

Al avanzar los terrícolas, retrocedieron los nativos.

El profesor Valera se detuvo, conectó a todo volumen su altavoz exterior y levantó los brazos diciendo:

—¡No temáis, hombres de Redención! —su voz, varias veces aumentada por el amplificador, resonó como un trueno e hizo encogerse de temor a los guerreros—. ¡Somos seres como vosotros y deseamos vuestra amistad!

Un murmullo de admiración se elevó de la aguerrida muchedumbre.

—Todo sería más sencillo si pudiera quitarme esta maldita escafandra —dijo el sabio como para sí mismo, pero su altavoz exterior expuso su pensamiento en alto tono de voz—. Me acercaré a ellos para que puedan ver mi cara a través del cristal.

—No sea demasiado imprudente, profesor —aconsejó desde atrás el profesor Castillo a través de su radio.

Pero Valera no le escuchó. Echó a andar…

Uno de los guerreros que yacían inmóviles en el polvo dio repentinas señales de vida extendiendo una mano y agarrando al profesor Valera por el tobillo.

—¡Profesor! —exclamaron varias voces a un tiempo.

Valera cayó sobre rodillas y manos en el polvo. El hombre que le había derribado, como si no fuera capaz de mayor esfuerzo, se limitó a tenerle agarrado por el pie.

Un sonido gutural salió de la chusma armada.

Se había roto el encanto. El extraordinario ser descendido del cielo estaba humillantemente caído en el polvo sobre rodillas y manos.

Fidel corrió a ayudar al profesor. La chusma estaba avanzando, lenta pero amenazadoramente, estrechando el círculo en torno a la aeronave amarilla. El profesor Valera acababa de incorporarse cuando alguien disparó una flecha desde la segunda fila de los guerreros.

La punta de la flecha se quebró sin hacer mella en la sólida armadura de titanio del profesor Valera. Pero era toda una advertencia. El aviso de que la chusma ignorante había perdido su miedo.

—¡Retrocedan! —ordenó Fidel a través de su radio.

Dos nuevos dardos silbaron en el aire y se estrellaron contra el pecho acorazado de Fidel. El profesor Valera dio media vuelta y echó a correr.

No debió hacerlo. Los guerreros, viendo en fuga a los extranjeros, se envalentonaron profiriendo un ensordecedor aullido.

Fidel empezó a retroceder andando hacia atrás.

—¡Corre, Fidel, no te entretengas! —gritó Ricardo Balmer a través de la radio—. ¡Van a cortarte el camino por detrás!

Fidel dio media vuelta y echó a correr hacia la aeronave. Pero una armadura de titanio no era el equipo más apropiado para una carrera de velocidad. Los guerreros avanzaban por el otro lado del «Navarra», por proa y popa, dispuestos a cerrarle el paso. El profesor Valera llegaba en este momento al pie de la plataforma de acceso al aparato. Dos de los jóvenes ayudantes del profesor Castillo saltaron a tierra y fueron a recoger un par de espadas abandonadas en el suelo.

En este momento, una lanza hábilmente arrojada trabó los pies de Fidel y le hizo caer con su pesado equipo.

Un pequeño grupo de los más rápidos perseguidores alcanzó la rampa, cruzando sus espadas con los dos jóvenes terrícolas.

En la cámara de derrota del «Navarra», Ricardo Balmer decidió actuar por su cuenta contra el consejo del profesor Valera y en ayuda de su amigo. Apretó un botón rojo sobre la consola.

De la torrecilla central del destructor, rodeada de una especie de reflectores, salieron en todas direcciones unos rayos de luz deslumbradora. Eran los temibles «Rayos Zeta», un arma desarrollada a partir de los rayos láser, que lanzaban chorros de electrones activados con fuerza para someter a los metales a una vibración de alta frecuencia que los desintegraba en menos de un segundo.

Los cascos, los escudos, las corazas y las armas de todos los guerreros que se encontraban en primera fila saltaron estallando en mitad de una Luz cegadora.

Si Fidel Aznar y sus compañeros se hubiesen encontrado en la zona batida por los terribles «Rayos Zeta», sus armaduras y escafandras de titanio habrían sido volatilizadas también al mismo tiempo que las armas y piezas metálicas de los nativos.

Casi un millar de guerreros rodaron por el polvo, unos muertos, la mayoría sufriendo graves quemaduras en sus cuerpos. En la cámara de derrota, Ricardo Balmer soltó el botón. No quería seguir matando enemigos si no era absolutamente necesario. Y ya no lo era.

La chusma se detuvo amedrentada, protegiéndose los ojos deslumbrados por aquellos rayos misteriosos. Pero junto a la escotilla del destructor seguía la lucha entre los terrícolas y una docena de feroces guerreros que por encontrarse junto al casco de la aeronave tampoco resultaron alcanzados por los «Rayos Z». Los tres terrícolas estaban sobre la pasarela cuando cuatro o cinco guerreros cargaron a la vez sobre ellos.

El empujón de los nativos obligó a los terrícolas a retroceder sobre la pasarela hasta el interior de la aeronave. Y tras los terrícolas, cinco guerreros entraron también blandiendo sus espadas y profiriendo terroríficos aullidos. En la cámara de derrota, Ricardo Balmer seguía esta escena a través de la televisión. Viendo a todos sus compañeros a bordo, Ricardo Balmer apretó el botón eléctrico que, accionando un sistema hidráulico, cerraba automáticamente la escotilla.

Las dos hojas de la puerta se deslizaron sobre sus guías cerrando la escotilla. Al mismo tiempo, la pasarela se recogía en una ranura bajo el umbral, derribando a los restantes guerreros que pugnaban inútilmente por entrar en la aeronave.

—¡Ya están todos a bordo! —dijo Verónica Balmer a través de la radio—. ¡Despega, Ricardo! Mientras Ricardo Balmer hacía elevarse el destructor una furiosa batalla se libraba en mitad del corredor. Se luchaba en un reducido espacio utilizando todos los medios: puñetazos, puntapiés, coscorrones y hábiles combinaciones de grecorromana.

Los bravos nativos estaban ahora en desventaja numérica, y para desesperación suya, las cuchilladas y golpes de espada eran inútiles contra aquellos seres acorazados de pies a cabeza.

Sudorosos, agotados y asustados, los cinco fueron reducidos uno tras otro, desarmados y acorralados. Todos eran de raza blanca, rubios, de ojos azules la mayoría, altos y bien proporcionados.

Jadeantes y amedrentados, los cinco nativos miraban en silencio a aquellos extraños seres vestidos de metal de pies a cabeza, como esperando alguna terrible sentencia.

Fidel se fijó especialmente en el más pequeño de los cinco prisioneros, un muchacho barbilampiño de grandes ojos azules. Calzaba unas rudas sandalias atadas con tiras de cuero a las espinilleras de bronce toscamente labrado que le llegaban casi hasta las rodillas. Llevaba desnudos los muslos, un faldellín hecho de hojas de bronce, un ancho cinturón con un atalaje para la espada, y el pacho cubierto por una abombada y brillante coraza que se unía por los costados a una espaldera también de bronce.

El muchacho se cubría la cabeza con un yelmo curiosamente parecido al de los guerreros troyanos, o sea, en forma de cepillo corrido hasta casi la espalda. La cimera del casco era de plumas rojas. El casco quedaba firmemente asegurado por un barbuquejo de metal que casi le cubría la totalidad de las mejillas.

Fijándose en los bien torneados muslos del guerrero y en la abultada coraza, Fidel entró en fundadas sospechas sobre el sexo del salvaje.

—«Este» es una mujer —dijo apuntándole con el dedo—. ¿Una muchacha? —exclamó Verónica con sorpresa—. Quítenle ese peto —ordenó Fidel a los ayudantes del profesor Castillo.

Uno de los astronautas avanzó decidido. El guerrero retrocedió enseñando una doble hilera de blancos y afilados dientes. El hombre se detuvo, intimidado por la agresiva actitud del jovenzuelo.

—Déjamela a mí —dijo Fidel apartando al otro y avanzando hacia «el guerrero».

El nativo retrocedió hasta que su espaldera chocó contra el mamparo de acerco, Fidel alargó una mano y el guerrero se la apartó de un golpe.

—Denme uno de esos cuchillos —pidió Fidel. Se lo alargaron. Era un arma pesada y tosca, la hoja de bronce y la empuñadura de asta. Al verse frente al cuchillo, la supuesta muchacha irguió su busto con arrogancia. Parecía dispuesta a dejarse asesinar sin oponer resistencia, esforzándose por mostrar un olímpico desdén frente a la muerte.

Fidel se arrojó sobre ella, estrujándola contra el mamparo y cortando los cordones de cuero que unían el peto con la espaldera. No hubo resistencia, pero al separarse Fidel con la coraza en la mano, había infinito asombro en los azules y limpios ojos de la muchacha.

Porque era una muchacha. Debajo de los bronces, la joven vestía una blusa de suave piel que acusaba el firme relieve de unos senos bien proporcionados, agitados por la acelerada respiración.

—¡Es una chica! —exclamó Verónica entre sorprendida y regocijada. Se acercó a la muchacha y le tendió la mano amistosamente.

La rubia amazona se la apartó de un manotazo, mostrando de nuevo sus fuertes dientes en actitud agresiva.

—Tiene malas pulgas la moza —dijo el joven Cano riéndose.

—Tendremos que disculparla. Ella todavía no ha visto nuestras caras —dijo Fidel—. Enciérrenles, pero asegúrense antes de que no pueden causarse ningún daño. Quítenles las armaduras y los cinturones. Comprueben que no traen armas ocultas.

Fidel apretó el botón que hacía bajar a la plataforma. Los cinco indígenas vieron maravillados cómo una sección circular se desprendía del techo y bajaba hasta el nivel del piso colgando de dos columnas de acero. A continuación vieron cómo Fidel se montaba en la plataforma y ésta se lo llevaba hasta desaparecer en el techo.

Ricardo Balmer estaba ante los mandos de la aeronave y volvió la cabeza para mirar a su amigo a través del cristal de la escafandra.

—¡Vaya follón que armasteis ahí abajo, amigo! —exclamó Ricardo, que había seguido todas las incidencias a través de la pantalla de televisión—. ¿Y qué me dices de la chica?

—Pues eso, que es una chica.

—Y guapa, ¿eh?

—No me di cuenta. ¡Con tanto bronce y porquería encima…!

Fidel tomó asiento ante los mandos ciñéndose el cinturón de seguridad.

—Comunícame con el «Rayo» —dijo a Balmer—. Regresamos a casa—.

—Daremos cuenta de nuestro descubrimiento y que decida el viejo.

El «viejo», se sobreentendía, era don Miguel Ángel Aznar. No había sentido peyorativo en esta adjetivación. Desde el siglo XX, en la Marina de Guerra de los Estados Unidos, el «viejo» era siempre el comandante del buque, cualquiera que fuera su edad. Esta costumbre había acabado por extenderse a las marinas de todo el mundo, y seguía utilizándose aún hoy día.

Poco después el «viejo» estaba ante el aparato de radio. Fidel le dio cuenta de su increíble aventura, concluyendo el informe con la noticia de que traían a bordo cinco prisioneros.

—Regresen inmediatamente —ordenó el señor Aznar con voz excitada—. La búsqueda de uranio puede esperar. Es mucho más importante saber que en ese planeta habita una humanidad semejante a la nuestra. Tal acontecimiento puede influir y de seguro influirá en nuestro futuro. Regresen enseguida.

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