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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La conquista de un imperio (4 page)

BOOK: La conquista de un imperio
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Al conectar el circuito auditivo, Fidel escuchó un sonido nuevo, jamás oído hasta entonces. Era el rumor del mar. También escuchó el canto de los pájaros en el bosque inmediato.

Aunque debía haber cierta distorsión del sonido original que llegaba por el circuito eléctrico, Fidel experimentó una emoción profunda. No se trataba esta vez de la banda sonora de un rancio filme documental. ¡Aquél era un sonido «en directo», producido allí mismo y que él podía escuchar en su misma fuente de origen!

Fidel echó a andar hacia la playa seguido de todo el grupo. Alcanzaron el agua y se metieron en el mar hasta las rodillas.

Pero sus herméticas armaduras les impedían experimentar ninguna sensación; ni frío ni humedad. Solamente el golpe amortiguado de las olas. Pese a todo, se sintieron emocionados. Las aguas eran tan limpias que podían ver algunos pececillos nadando y conchas en el fondo de arena.

—¡Qué lata no poderse quitar uno esta armadura! —exclamó Ricardo Balmer.

—Conserve su armadura, Ricardo —dijo el profesor Castillo a través de la radio—. Bajo este aspecto paradisíaco pueden esconderse terribles gérmenes mortales.

—Yo no veo nada distinto de como era la Tierra. Esta podría ser perfectamente la playa de una tranquila isla del Pacífico, tal como nos las describen los filmes de los principios de la Era Atómica. No me sorprendería ver aparecer unas hermosas chicas tocando el ukelele, ofreciéndonos collares de flores y frutos del cocotero.

—Pues a mí me sorprendería mucho —dijo Valera.

—¿No cree posible que haya chicas en este planeta?

—Me gustaría que las hubiera. Sin embargo, lo más seguro es que no encontremos rastros de seres humanos. El hombre es la criatura más joven de su mundo. Nació cuando los mamíferos que poblaban su planeta llevaban millones de años de existencia. Bastaría una diferencia de trescientos mil años en la edad de este mundo respecto al nuestro, para no encontrar ni vestigios de criatura humana alguna.

—Está bien, amigos —dijo Fidel interrumpiendo la disertación del profesor—. Vamos a trabajar. Tomen muestras del aire y el agua y vamos a echarle un vistazo al bosque.

Verónica Balmer y el profesor Valera se quedaron allí llenando algunos recipientes de agua y tratando de coger algunos peces con las manos, mientras Fidel, Ricardo y los ayudantes del profesor Castillo se dirigían con éste al bosque.

La vida era muy rica en el bosque. Los pájaros volaban sobre las copas de los árboles, siendo especialmente numerosos los insectos. Los había de todas clases y todos de gran tamaño; una especie de mosquitos tan grandes como libélulas, y libélulas del tamaño de palomas.

Los ayudantes del profesor Castillo capturaban estos insectos con redes y los introducían en frascos de cristal. Castillo tomaba muestras de especímenes vegetales y Ricardo Balmer cortó con el hacha algunas ramas de los árboles, troceándoles para introducirlas en sacos de plástico que cerró herméticamente.

Muestras de tierra y frutos silvestres pasaron asimismo a engrosar la colección. Finalmente, regresaron a la playa, donde se reunieron con el profesor Valera y Verónica Balmer.

Durero y sus ayudantes fijaban al casco de la aeronave un par de detectores de radioactividad, conectados por medio de hilos eléctricos con el interior del «Navarra».

Después de permanecer una hora en tierra, la expedición se acogió de nuevo a la aeronave, escuchando la recomendación del profesor Castillo:

—Les recuerdo que deberán conservar las escafandras puestas y respirar del oxígeno de nuestros depósitos individuales hasta en tanto estemos de regreso a bordo del autoplaneta. Nuestras armaduras han estado en contacto con el aire de este planeta y todavía ignoramos su contenido bacteriano.

—Pero al menos podríamos conectar nuestros trajes a la toma de oxígeno de abordo —objetó Ricardo Balmer.

—Sólo en caso extremo, si nuestro vuelo se prolonga más de lo previsto. Estamos contaminados y todo a bordo de la aeronave quedará contaminado con nuestra presencia. También las embocaduras de las tomas auxiliares de oxígeno —contestó el profesor.

De nuevo, el pequeño ascensor elevó a Fidel, a Verónica y a Ricardo hasta la cámara de derrota, quedándose Valera en el puente inferior ocupado en examinar las muestras con el profesor Castillo.

Se recogió el ancla, Fidel puso en marcha los motores de popa e hizo elevarse al «Navarra» por encima de los árboles, ganando altura sin parar hasta los dos mil metros. Desde aquella altura se dominaban centenares de kilómetros cuadrados de selva, y a la derecha el curso de un río de gran caudal que parecía venir de la cordillera.

Conectando su teléfono al cuadro, Fidel preguntó:

—Profesor Durero, ¿en qué dirección prefiere que volemos?

—Hacia las montañas —fue la respuesta—. Esta inmensa selva debe ser terreno de aluvión. Si existiera un yacimiento de uranio en el suelo estaría cubierto por varios metros de tierra.

—De acuerdo, volaremos hacia las montañas. Pero diviso desde aquí un gran río a estribor y me gustaría verlo de cerca.

—Muy bien, como usted quiera.

La aeronave se movía ahora en un medio fluido y para dirigirla Fidel empuñó el timón, que venía a ser poco más o menos como el de un gran avión de transporte de los del siglo XX.

Obedeciendo dócilmente al timón, el «Navarra» orientó su proa hacia el río, volando sobre la inmensidad de la selva impenetrable a 500 kilómetros por hora.

El río resultó ser mucho mayor de lo que parecía de lejos. Era una gran corriente de agua que cruzaba la selva describiendo amplios meandros en dirección al mar. De orilla a orilla no debería medir menos de dos kilómetros.

Fidel movió de nuevo el timón siguiendo el curso del río en dirección a las montañas. Por encima de la cordillera se divisaba a lo lejos otra cordillera mucho más alta cuyas cimas aparecían cubiertas de nieves perpetuas.

Al parecer, las montañas más próximas no eran más que el borde de una extensa y elevada altiplanicie que se extendía sin interrupción hasta la lejana cordillera.

El río, en su recorrido desde el interior, recibía la aportación de numerosos riachuelos que drenaban la selva. Media hora después descubrían una imponente catarata que desde las rocas se precipitaba en el vacío tendiendo una cortina de agua de casi 500 metros de altura. El agua pulverizada formaba una nube que el sol irisaba con todos los colores del arco iris.

La belleza imponente del espectáculo hizo lanzar a Verónica una exclamación admirativa.

—¡Dios mío, qué hermoso es todo esto! ¡Ojalá quiera Dios que podamos habitar este maravilloso planeta!

—Aquí todo parece hecho a lo grande —comentó Ricardo—. Un mundo enorme… con enormes océanos, continentes enormes… enormes selvas y enormes ríos.

El «Navarra» pasó sobre la cascada. El río llegaba hasta allí a través de un profundo desfiladero, y en sucesivas cascadas iba ascendiendo como por una escalinata hacia las altiplanicies.

La vegetación en la altiplanicie era escasa y de especies totalmente distintas a las que encontraron en la selva. Menudeaban los valles cubiertos de altas hierbas, alternando con llanuras semidesérticas.

—El clima debe ser templado y bastante seco en esta altiplanicie —se oyó decir al profesor Valera a través del teléfono.

—¿Qué es aquella polvareda? —señaló Ricardo en la pantalla de televisión.

—Seguramente el viento —dijo Fidel—. ¿Está funcionando el video?

—Sí. Los amigos del «Rayo» se van a volver locos cuando vean todo esto en sus aparatos de televisión —contestó Ricardo. Y después de una breve pausa—. No hay viento. Si lo hubiera, el viento dispersaría esa columna de polvo.

—Tal vez se trate de una manada de animales salvajes. —Fidel se interrumpió sin concluir la frase. Algo chisporroteaba en la base de la columna de polvo, como si alguien agitara allí millares de pequeños espejos.

—¡Caray! ¿Qué puede ser eso? —murmuró.

Y templó su ánimo preparándose para descubrir algo que podría resultar también sorprendente en este enorme y sorprendente planeta.

Capítulo 3.
¡Hombres!

«
N
avarra» acortaba distancias rápidamente. En la base de la gran columna de polvo se movía una masa oscura, en la que iban destacando motas de color, principalmente rojo y amarillo.

—Algo se mueve allí —señaló Ricardo—. Pero no alcanzo a distinguir las formas.

Fidel Aznar tocó un botón de la consola. El teleobjetivo exterior de la cámara se movió efectuando un cambio de lentes. El efecto óptico fue que la aeronave daba un brusco salto hacia adelante. Las imágenes se ampliaron en la pantalla.

Todos pudieron ver entonces lo que estaba ocurriendo allá en la parda llanura. Dos o tres miliares de hombres y caballos andaban de un lado a otro, se acometían, caían y se levantaban.

Eran las corazas de los hombres, sus cascos de bruñido metal, sus escudos y sus espadas que centelleaban al sol, vieron los ojos de los atónitos terrícolas.

—¡Hombres! ¡Seres humanos! —exclamó Ricardo.

—¡Válgame Dios, este mundo está habitado! —se oyó exclamar al profesor Castillo a través del teléfono.

—¡Están luchando! —indicó innecesariamente uno de los ayudantes—. ¡Hay centenares de muertos en la llanura!

La voz sorprendida del profesor Valera sonó a través de los auriculares:

—¡Parece increíble! Pero no hay duda que se comportan como seres humanos, aunque no sean como nosotros.

—Si se comportan como humanos, no deben ser muy distintos de nosotros —dijo Fidel.

—¿Se da cuenta, profesor Valera? —exclamó el profesor Castillo—. Sí el planeta esté habitado por gentes como nosotros… ¡nosotros deberíamos poder habitar también este mundo sin dificultad! Se hizo el silencio.

—Nos estamos acercando mucho —observó Fidel—. ¿Qué les parece si aterrizamos y nos dejamos ver por ellos?

—Eso puede ser peligroso. Ellos están armados. Tal vez nos ataquen —objetó Verónica Balmer.

—Por sus armas se deduce que esta humanidad vive una época atrasada… más o menos como en tiempos de la guerra de Troya. Si descendemos sobre ellos con nuestra aeronave probablemente se asustarán y dejarán de luchar. Seguro que echan a correr —aseguró Ricardo—. Es una buena idea, Fidel —dijo el profesor Castillo a través del teléfono—. Recogeremos un par de muertos o heridos y nos los llevaremos con nosotros. Un análisis de su sangre nos aclararía muchas cosas acerca de la naturaleza bacteriológica de este planeta y su compatibilidad con la nuestra.

—Bien, vamos allá —dijo Fidel—. Ricardo, toma los mandos. Nos inmovilizaremos sobre el campo de batalla y descenderemos verticalmente sobre ellos. Cuando nos encontremos más o menos a doscientos metros de altura, si no nos han descubierto, harás sonar la sirena.

Fidel abandonó su sillón y seguido de Verónica Balmer fue a situarse sobre la plataforma con la que descendieron hasta el puente inferior. Aquí se les unieron los profesores Durero, Valera y Castillo con sus ayudantes, que habían escuchado por el teléfono lo que se decidía en el puente de mando. También habían seguido por televisión las escenas que tanto sorprendieron a todos.

Como biólogo, el profesor Castillo se mostraba particularmente excitado. La Ciencia había pronosticado con siglos de anticipación que, a igualdad de condiciones, la vida debería haberse desarrollado por caminos coincidentes en otros planetas iguales a la Tierra.

Todos los elementos que podían encontrarse en la Tierra existían también en el Universo, En cualquier lugar donde prendiera la llama de la vida, los seres vivientes deberían tener el órgano de la visión semejante al ojo humano. Dispondrían de un sistema nervioso, y éste estaría seguramente alojado en la cabeza. Deberían aumentarse y quemar en sus organismos substancias que generarían calor y energía. Y probablemente tendrían miembros para la locomoción.

Cumplidos estos condicionamientos, los seres vivos de otros mundos habitados podían adoptar formas insospechadas. La originalidad de la Naturaleza iba más allá de toda fantasía humana, tal como se manifestaba en el propio planeta Tierra.

De aquí que el encuentro con una humanidad hermana de la terrícola revistiera caracteres de auténtico acontecimiento.

Sin embargo, todavía no habían visto a los hombres de Redención de cerca. Fidel Aznar era el más impaciente de todos por comprobar si realmente podían considerarse hermanos de aquella Naturaleza. Rápidamente se dirigió a la escotilla y la abrió.

El destructor «Navarra» se inmovilizó un instante en el aire y luego empezó a descender verticalmente sobre el campo de batalla.

A medida que el buque sideral perdía altura, se escuchaba más claramente el rumor de la lucha. El «Navarra» penetró en la alta columna de polvo amarillo que envolvía a los contendientes. Crujían las armas al chocar con violencia corazas y escudos. Un griterío ensordecedor se alzaba sobre el ondulante mar de cascos empenachados de plumas multicolores y el bosque de lanzas relampagueantes. En este momento hizo sonar Ricardo Balmer la sirena de la aeronave, un bramido estridente, largo y tremolante. El «Navarra» se encontraba entonces apenas a doscientos metros de altura. Desde la escotilla abierta, estirando el cuerpo, los terrícolas vieron alzarse hacia el cielo algunos millares de ojos sorprendidos.

La visión de aquel enorme huso amarillo flotando en el espacio debió causar un tremendo impacto en el ánimo de los bravos guerreros. Robustos brazos, alzados para descargar el golpe de gracia sobre el enemigo vencido, se detuvieron en el aire. Lanzas enarboladas, dispuestas para ser arrojadas, quedaron en suspenso. Arcos tensos para soltar su mortífero dardo perdieron su rigidez. Sudorosos torsos se irguieron haciendo crujir el bronce de petos y espalderas, y en todo el campo de batalla, los caballos, armados de un cuerno sobre la frente, se encabritaron y relincharon de terror.

Los gritos, las maldiciones, las llamadas, los lamentos de los moribundos y el estruendo de las armas se apagaron como si hubiese caído sobre el campo de batalla un espeso acolchado.

La sirena, bramando en el cielo, paralizó todo movimiento y silenció todo el ruido.

—Si no se mueren del susto ahora echarán a correr como correr como diablos asustados —se oyó la voz de Ricardo Balmer en las radios del resto del grupo—. Apaga la sirena, Ricardo —ordenó Fidel. Al final del tercer aullido enmudeció la sirena. El «Navarra» descendía lenta y majestuosamente, dejando oír el sordo y poderoso zumbido de su reactor nuclear en mitad de un silencio impresionante.

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