El sol se ponía arrojando sus rayos sobre el río, que brillaba como la seda amarilla del coronel Clovis. La balsa se bamboleaba de un lado a otro, y Luzia sintió náuseas. El agua salpicó sus pantalones. La orilla del lado de Bahía era rocosa y desnivelada. Apenas atracaron el bote, el pescador lanzó un silbido. Un joven emergió de una casucha solitaria. Luzia hizo un esfuerzo por erguirse lo más alto que pudo. Mantuvo la postura firme, como la de un hombre, y no bajó los ojos cuando el joven se acercó.
—Necesita que lo ayuden —dijo, señalando el cuerpo envuelto sobre la balsa.
—Hay una hacienda aquí cerca —respondió el joven en voz baja, sin levantar la mirada—. Hay un doctor, uno de verdad. Puedo mostrarte el camino.
Pusieron al Halcón sobre el lomo de la yegua del joven. Luego el viejo pescador volvió a embarcarse en su balsa. Luzia lo detuvo, sacó el rollo de billetes del morral y se lo ofreció. El pescador negó con la cabeza.
—Yo os he brindado ayuda porque soy un hombre de Dios. No quiero problemas —añadió señalando el rollo de billetes—. Un hombre que acepta dinero robado no es distinto del ladrón.
Luego se dio la vuelta y empujó el barco hacia el centro del río.
Luzia pensó que la llevarían a un médico de animales o a un curandero en una choza llena de hierbas secas y cortezas de tronco. Cuando el joven la condujo a la verja de una gran casa blanca, Luzia empezó a desconfiar. No traspasaría la verja.
—Haz que salga —dijo, tomando las riendas de la yegua—. No entraré hasta que lo vea.
Se paró al lado de los pilares de la verja, preguntándose nerviosamente si la yegua podía aguantar su peso y el del Halcón. Estaba acostado boca abajo, corno un cadáver, sobre el lomo del animal. Un hombre de mediana edad salió de la casa con un farol de queroseno en la mano. No parecía un coronel ni un soldado. Era muy delgado, con los hombros encorvados y el cuello ladeado, como si su cabeza pesara demasiado para su cuerpo. Tenía el pelo húmedo y lacio por encima de las orejas. Usaba una camisa planchada y gafas con una montura de metal que brillaban como si tuviera una joya sobre el rostro. Las lentes aumentaban el tamaño de sus ojos, que parecían redondos y saltones como los de un pájaro recién nacido. Sostuvo el farol en alto y se dirigió a Luzia.
—Has interrumpido mi cena —dijo.
Luzia señaló la yegua detrás de ella.
—Le han pegado un tiro.
—Lo siento; no curo animales —respondió el hombre.
—No es el animal —dijo Luzia, enfadada por la impaciencia del doctor. Tomó el farol de su mano y lo sostuvo sobre el caballo. Cuando el doctor vio el cuerpo cubierto por la frazada, abrió la verja y le hizo un gesto para que entrara.
Colocaron al Halcón sobre una larga mesa de madera en la cocina del médico. Una criada anciana puso un gran caldero de agua sobre el fogón. Cuando hirvió, el doctor dejó caer dentro una serie de instrumentos de metal. El médico llenó otro tazón, se arremangó y se lavó las manos. Igual que la cabeza, eran excepcionalmente pálidas y grandes. Cuando terminó, desenvolvió la pierna herida del Halcón. La venda vieja estaba pegada a la herida. El médico la aflojó con suavidad, y luego la arrancó con firmeza. El Halcón se estremeció. Abrió los ojos e intentó sentarse. El doctor lo empujó hacia atrás.
—Tiene la pierna infectada —dijo, agachándose junto a la cara del Halcón—. La limpiaré y sacaré lo que esté alojado dentro.
El Halcón miró a su alrededor. Cuando vio a Luzia, se relajó. El doctor descorchó una botella de licor de caña y levantó la cabeza del Halcón.
—Bebe esto —ordenó.
El lado izquierdo de la boca del Halcón se frunció:
—Beba usted primero —dijo, con la voz rasposa y débil.
El médico no le hizo caso, acercó la botella a la boca del Halcón.
—No gano nada envenenándote. Si no hago nada, te morirías de todas formas. Ahora bebe.
El Halcón miró intensamente al hombre, y luego a Luzia. Bebió ávidamente el licor de caña, hasta que se derramó por las comisuras de la boca. Luego tosió y se echó hacia atrás.
—Hay que darle la vuelta —dijo el doctor—. Tenemos que atarle las piernas y los brazos.
Hizo un gesto a Luzia y los dos giraron el cuerpo del Halcón sobre el vientre. La anciana criada dio rápidamente unas cintas al médico, que ató los tobillos y muñecas del Halcón con firmeza a las patas de la mesa.
—Tú —dijo el doctor, dirigiéndose a Luzia por primera vez desde que habían entrado en la cocina— mantenle quietos los hombros y la cabeza. No puedo trabajar si se mueve.
La criada reunió diez faroles de otras dependencias de la casa y los puso en la cocina. Siseaban y chisporroteaban. La habitación resplandecía de luz. Luzia se inclinó sobre la cabeza del Halcón. Tenía el rostro de lado, y la parte de la cicatriz hacia abajo. Tenía los ojos abiertos. Luzia se inclinó hacia delante y puso los antebrazos con firmeza sobre sus omóplatos. El Halcón respiraba jadeando con dificultad. Cada vez que exhalaba, Luzia olía el licor de caña.
El doctor se echó yodo en las manos, y luego limpió la pierna del Halcón. Cuando cogió sus instrumentos, Luzia miró hacia abajo. Fijó la mirada en la ropa manchada del Halcón, su cabello apelmazado. Los faroles colocados a su alrededor calentaron rápidamente la cocina. A Luzia casi le pareció que estaban de nuevo a mediodía en medio del matorral. El sudor le provocó escozor en los ojos; el olor a queroseno la mareó. Más abajo, el cuerpo del Halcón se puso rígido, levantó el torso. Sus brazos tiraron de las ligaduras de tela.
—¡Distráelo! —dijo bruscamente el médico. Su rostro estaba enrojecido, y los ojos, enormes. La camisa estaba pegada al pecho.
Luzia se apoyó aún más, presionando con más fuerza sobre su espalda. Inclinó la cabeza, y la boca se acercó a su pelo. No sabía qué decir ni cómo hablarle. Sólo podía pensar en su dolor y en cómo, hasta cierto punto, podía entenderlo.
—Cuando era niña —comenzó—, me caí de un árbol…
El doctor reanudó la curación. El Halcón volvió a ponerse tenso. Luzia levantó la voz. Le habló del árbol de mango, del silencio tras la caída, sobre el bálsamo de grasa de la curandera y el olor acre que la acompañaba por culpa del maldito remedio. Le habló de Emília, del armario de los santos en la cocina de tía Sofía, de la promesa que le había hecho a san Expedito y de las hendiduras en el suelo de tierra, labradas por sus propias rodillas. El cuerpo del Halcón se relajó.
Se oyó el sonido de un objeto de metal tintineando contra la palangana de porcelana. Luego, el ruido sordo de un corcho, el siseo del ácido carbólico para cauterizar la herida, y el olor de pelo chamuscado. El doctor suspiró. El Halcón se estremeció y todo su cuerpo se relajó.
El doctor Eronildes Epifano era de la ciudad capital de Salvador, en la costa de Bahía. Había estudiado Medicina en la Universidad Federal, donde también hizo prácticas, pero había abandonado el ejercicio de la profesión y se había comprado un enorme terreno junto al río San Francisco.
—Sufría de mal de amores —susurró la criada.
Ésta fumaba una pipa de maíz y la movía de un lado a otro entre sus oscuras encías. El doctor Eronildes había tenido una novia en Salvador, prosiguió la anciana criada, pero la muchacha contrajo la fiebre del dengue y no pudo curarla. Después de su muerte, se marchó de la ciudad, asqueado de la vida. Aún conservaba un enorme retrato de la muchacha sobre la repisa de la chimenea. Luzia lo había visto al entrar en la casa. La muchacha tenía el cuello largo y una palidez extrema.
—¡Era blanca —se rió la vieja criada— como un gusano tapuru!
Luzia se estremeció. No le gustaban los insectos, especialmente los blancos gusanos traslúcidos que perforaban las guayabas. La criada le dio a Luzia una barra de jabón perfumado y una esponja. Había una bañera en medio del cuarto de invitados del doctor Eronildes. La criada la había llenado con agua hirviendo. El cuarto era sobrio, y sólo tenía una cama maciza de madera y un tocador con espejo. Esa noche, después de la operación del Halcón, lo trasladaron a una pequeña habitación al lado de la cocina. Durmió sobre un catre de vaqueiro, hecho con una piel de vaca estirada sobre cuatro palos de madera. Luzia durmió sobre el suelo, a su lado. No se dio cuenta de lo cansada que estaba hasta que se acostó. Todos los músculos de su cuerpo parecían latir bajo la piel. Durmió hasta después del amanecer, cuando la criada la despertó sacudiéndola y le dijo que debía bañarse. El doctor Eronildes insistía en ello.
Luzia no tenía parásitos. Los cangaceiros tenían un remedio para los piojos: una pasta que hacían con semillas de pina y aceite de pequi, que untaban sobre sus cabezas y exponían al sol. Aun así, Luzia no puso pega alguna a las órdenes de Eronildes; hacía meses que no se daba un baño de verdad. En el matorral se había acostumbrado a bañarse rápida y sigilosamente, arremangándose las perneras del pantalón todo lo que podía y salpicándose agua, luego poniéndose en cuclillas, desatando los pantalones y haciendo lo mismo. Cuando se debía lavar el torso se dejaba la túnica y maniobraba debajo de ésta, echándose agua bajo los brazos, en el pecho y la espalda. Cuando escaseaba el agua, no se bañaba.
La anciana criada de Eronildes no se retiró del cuarto de huéspedes. Se sentó sobre una banqueta de espaldas a la bañera y habló mientras Luzia se bañaba. La criada estaba deseosa de hablar con otra mujer, aunque fuera una cangaceira con pantalones. De vez en cuando, la mujer echaba un vistazo por encima del hombro. Si Luzia la estaba mirando, la criada se volvía rápidamente. A Luzia no le molestó la curiosidad de la mujer. Ella también sentía curiosidad por sí misma. Enfrente de ella, sobre la pared, colgaba el espejo redondo y grande del tocador. Luzia observó su reflejo. Parecía una muñeca de trapo mal confeccionada. Sus manos, los pies y el rostro eran de un color; el resto, de otro. Y en la parte interior de los muslos tenía un sarpullido, donde los pantalones habían rozado. Tenía el cabello enredado y las puntas más claras. Las mejillas y la nariz estaban cubiertas de pecas allí donde la piel se había quemado por el sol y se había pelado. Sus ojos tenían un verde más intenso ahora que el rostro estaba más moreno. Los pechos eran pequeños; los pezones, del mismo color moreno que sus manos. Tenía callos sobre los hombros, pequeños, de cargar los morrales y los odres de agua. Los huesos de su cadera sobresalían bajo la piel, y recordó a las cabras que tenían crías, con el pellejo estirado sobre las caderas por el peso de las ubres. Debajo del escote oscurecido, la clavícula formaba una profunda hendidura triangular.
Cuando Luzia terminó, la criada le entregó una tela floreada.
—Es un vestido —dijo la anciana—. No es correcto que una mujer use pantalones. No son los designios del Señor.
Los pantalones de Luzia estaban sucios y manchados de sangre. El vestido le quedaba holgado alrededor de la cintura y corto, pero tendría que ponérselo. Después Luzia y la criada llevaron un cuenco con agua caliente a la cama del Halcón. La vieja le levantó la cabeza. Gimió, pero no se despertó. La sangre formaba costras sobre sus manos; una mancha de tierra le embadurnaba el cuello. La criada intentó quitarle la túnica manchada, pero no podía hacerlo sola.
—No es momento de ser tímidas, muchacha —dijo la anciana bruscamente, con la pipa aún moviéndose en la boca—. Ayúdame.
Luzia le quitó la túnica. Tenía la piel ardiendo por la fiebre. La criada cogió un cuchillo afilado y le cortó lo que quedaba de los pantalones manchados. Debajo llevaba pantalones cortos de lona. La criada le entregó a Luzia un lío de trapos y una barra de jabón.
—Debes ocuparte tú —dijo—, yo tengo mis propios quehaceres.
La anciana cogió la ropa sucia y se marchó. Luzia se quedó mirando la puerta, y luego el cuenco de agua hirviendo. El agua se enfriaría si no comenzaba pronto. Él se enfriaría. Respiró hondo. Lo lavaría como había medido a los muertos en Taquaritinga: rápida y eficientemente, concentrándose en las partes y no en el todo. Comenzó con los medallones de los santos, desenredando los hilos rojos y las cadenas de oro. El Halcón se movió, pero no se despertó.
Luzia le pasó un trapo húmedo alrededor de los ojos, por el puente aplastado de la nariz, alrededor de la cicatriz blanca, sobre el cuello moreno.
Apretó el trapo con fuerza. No dejó que se le resbalara de los dedos. Tenía partes oscuras: sus manos, sus gruesos dedos, sus tobillos y sus pies. La piel era gruesa y estriada, como la cáscara de una naranja. Otras partes no habían sido expuestas al sol ni a los espinos del matorral. La parte más estrecha de su espalda, el interior de las piernas y de los brazos eran pálidos y suaves, como la piel de un niño. Sus pezones eran pequeños y redondos, con un tinte púrpura, como si le hubieran puesto dos moras sobre el pecho. Tenía dos tipos de vello: uno era dorado y suave, otro negro y grueso como el hilo. Alrededor de la cintura, en el lugar donde solía llevar el cinturón cartuchera, la piel era más oscura y callosa. El cinturón le había rozado la piel y tenía una aureola alrededor. También tenía otras cicatrices. Algunas eran brillantes y redondas, como monedas. Otras tenían forma de estrella y los bordes dentados, como las plantas de macambira. Y muchas eran diminutas y deformes, picaduras de insectos que habían sido rascadas demasiadas veces. O tal vez eran las picaduras de abeja que había sufrido de niño.
Luzia apartó el trapo. Presionó el dedo sobre una de esas picaduras redondas.
Una vez, hacía mucho tiempo, había hojeado las revistas
Fon Fon
de Emília. Leyó las oraciones ridículas, las recetas, los trucos mágicos. Todo estaba dirigido a conquistar a un hombre. El corazón, decía, era el instrumento del amor. Luzia no creía en nada de eso. Había visto muchos corazones, los había tenido en las manos. El de una vaca era grande como la cabeza de un recién nacido; el de una gallina tenía forma de lágrima y era elástico, del tamaño de una ciruela. El de una cabra estaba entre los dos, como un mango en miniatura. No importaba el tamaño, todos eran gruesos y musculosos. Estaban hechos para trabajar, para la eficiencia, no para el amor.
Cuando era niña, tía Sofía le había enseñado a trocear una gallina. Su tía le advertía siempre sobre un órgano pequeño, del tamaño de una uña, adherido a los riñones. Era verde y viscoso. Tía Sofía no sabía cómo se llamaba ni por qué existía. Sólo sabía que si se dejaba en el animal o se perforaba, se arruinaba la carne; le daba un gusto amargo. Luzia siempre había querido saber si existía un órgano así en los hombres y las mujeres. Ahora sabía que sí. Ese órgano, frágil, reluciente, peligroso, era lo opuesto a un corazón. Luzia creía que era el instrumento del amor.