Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
—Llegas temprano, los demás no estamos listos aún.
La voz de su padre no sonaba a reprimenda, sino a orgullo por la valentía de su hija. Janka aún no había alcanzado la mayoría de edad, pero ya se perfilaba como una futura belleza. En tiempos más pacíficos, su padre habría encontrado un esposo para ella mucho antes, pero ahora no había ningún noble eh su círculo que estuviese en condiciones de pedir la mano de una condesa Sokolna.
—Que Jindrich me ensille a Norka —le indicó Janka a uno de los siervos. Mientras éste se alejaba a toda prisa, Sokolny llamó a su sirviente personal, que le tenía preparada su vestimenta de caza, y dejó que lo vistiera. Los soldados de Marek, que debían acompañarlos como batidores, ya se habían puesto ropa abrigada, y ahora sólo les faltaba proveerse de armas.
Cuando Michel salió de la casa de armas, Sokolny lo examinó con visible interés. El alemán se había decidido por una jabalina y un cuchillo de caza largo que llevaba enganchado a su pantalón de tal modo que podía tomarlo con ambas manos. Su mirada se paseó por todos los caballos con ansiedad, examinando los animales que le traían los siervos del establo, lo cual revelaba que estaba acostumbrado a montar. Sokolny pensó en asignarle un caballo, pero finalmente renunció a esa idea para no enfadar aún más a Marek. El fiel muchacho se habría tomado muy a mal el hecho de que privilegiara al alemán, ya que él sólo montaba a caballo cuando tenía que recorrer largas distancias, y sobre la montura no tenía la destreza necesaria para un cazador.
Por eso, solamente fueron tres los que encabezaban el grupo de cacería montados a caballo: Sokolny, su hija Janka y Feliks Labunik, un noble de mediano rango que estaba al servicio del conde. A pesar de que la nieve les llegaba casi hasta las rodillas, los soldados también avanzaban a buen ritmo. Michel sentía que la herida de la cadera le tiraba, sin embargo, seguía firme, manteniendo el paso de Marek, que era prácticamente una cabeza más bajo, pero bastante más gordo que él. A poco más de cien pasos del castillo de Falkenhain, se internaron en un bosque que parecía encantado. Los árboles tenían unos gruesos cascos blancos, pero el suelo entre las ramas poderosas estaba en su mayor parte libre de nieve, aunque congelado como piedra y cubierto de escarcha resplandeciente, al igual que el soto. Más de una vez se produjo un remolino plateado cuando alguno de los caballos o uno de los batidores atravesaba los arbustos. No faltaba mucho para la Navidad, y ése era otro de los motivos por los cuales estaban yendo de cacería, ya que en las fiestas el conde quería ver sobre su mesa navideña carne de venado recién cazada.
Marek dividió a sus hombres y volvió a inculcarles que debían hacer que los animales salieran al encuentro de los jinetes.
—Pensad que una jabalina siempre es más veloz que vosotros, tanto para huir como para atacar. Y no creáis que nuestros jabalíes bohemios son inofensivos. Pueden medirse con media docena de alemanes juntos.
Michel no podía recordar haber cazado un animal alguna vez; sin embargo, todo aquello le resultaba muy familiar, aunque tenía que luchar contra la sensación de que, en realidad, debería haber estado sentado sobre un caballo, tensando una ballesta en sus manos, al acecho, hasta divisar un ciervo o un jabalí. Enseguida reaccionó, se puso en la fila junto al resto de los batidores, empuñando la pica y llevando el paso con ellos.
El conde había hecho traer solamente tres perros, entre los cuales estaba Mozak, el amigo de Michel. A Hynek, que estaba a cargo de los animales, le costaba un esfuerzo enorme sujetarlos de la correa, porque ya habían encontrado un rastro. Ante una señal de Sokolny, el sirviente soltó a los perros, y un instante más tarde éstos ya se habían abalanzado sobre el primer jabalí. El animal trató de huir, pero la flecha de Janka fue más rápida y lo hizo desplomarse en el suelo con un chillido agudo. El conde felicitó a su hija por el buen tiro, y por eso no advirtió a otra jabalina que se alejaba gruñendo y gritando, aunque Mozak intentara arriarla con sus ladridos hacia donde estaban los cazadores.
—Eso no estuvo bien, señor —criticó Marek al conde con el privilegio que le daba ser su fiel acólito. Su señor hizo un gesto de desdén, riendo, pero se notaba que estaba molesto. Cada jabalí que cazaban representaba alimento para la gente que habitaba el castillo, y si se les escapaban demasiados, se verían forzados a pasar hambre y necesidades.
—¡Adelante! —Sokolny alentó a sus hombres y preparó la ballesta. Pero nuevamente fue su hija la que acertó a tirar primero. Esta vez, el conde tuvo que lanzar una flecha después de su hija, ya que la primera no había herido de muerte al jabalí.
Con el correr de la tarde, los cazadores y los batidores comenzaron a dispersarse, y llegaron siervos del castillo para ayudar a acarrear a los animales que habían cazado. Cuando los primeros batidores se detuvieron, agotados, el conde Sokolny frenó a su caballo.
—La cacería ha terminado. ¡Ya tenemos animales suficientes! —exclamó, mientras mandaba reunirlos a todos. Poco después apareció la mayoría de los participantes de la cacería, pero faltaban Janka, Michel y otro de los batidores, y mientras los otros dos perros se daban una panzada con unos buenos pedazos de carne, Hynek llamó infructuosamente a Mozak.
—Si llego a atrapar a ese maldito nemec, le daré tantas patadas en el culo que se lo dejaré abollado —gritó Marek, furioso.
—El alemán y Antonin se fueron tras la señorita Janka. Cuando los vi por última vez, estaban a nuestra derecha —le informó uno de sus hombres.
Sokolny ordenó que volvieran a tocar el cuerno. Labunik formó un embudo con sus manos y gritó en dirección hacia el bosque que la cacería había terminado. Sin embargo, no obtuvo respuesta alguna. Sokolny exhaló con fuerza el aire de sus pulmones y frunció los labios. Su mirada buscó el cielo, que ya se estaba tiñendo de negro en el este.
—Feliks, tú vendrás conmigo. Marek, tú te encargarás mientras tanto de poner a salvo el resto de nuestras presas. Dentro de una hora estará oscuro, y sería una lástima que los lobos terminaran saboreando un jabalí porque nosotros tuvimos que dejarlo.
—Eso sería una verdadera lástima, señor.
Marek les indicó a algunos hombres que llevaran al castillo las presas que habían cazado, que estaban desparramadas en el punto de reunión, pero él permaneció junto a Sokolny. El conde le dirigió una mirada un tanto molesta a la que Marek respondió meneando la cabeza con obstinación. Al fin y al cabo, se trataba de la pequeña Jaschenka, a quien había acunado con frecuencia en sus rodillas cuando ella tenía apenas dos años.
—Ojalá que no le haya sucedido nada —repitió un par de veces, al tiempo que intentaba seguir el paso de los caballos, jadeante. Sus palabras expresaban lo que el conde mismo secretamente temía. Cuando descubrieron las huellas del caballo de Janka, del perro y de sus dos acompañantes, suspiraron todos aliviados. Sokolny espoleó a su caballo blanco, dejando muy pronto atrás a Feliks Labunik y a Marek.
De pronto vio que alguien se acercaba corriendo en dirección hacia él. Era Antonin, uno de los hombres de Marek y un soldado muy valiente. Pero esta vez había arrojado su pica y corría directamente hacia el caballo del conde, ciego de pánico. Sokolny logró evitar el choque en el último momento, cogió a Antonin, lo subió a su caballo y lo sacudió.
—¿Qué sucede? —le gritó.
Antonin alzó la vista, pálido de miedo.
—Medved, medved!
—¿Un oso, dices? —Sokolny se estremeció del susto. Para esa época del año, la mayoría de los osos ya estaba en sus guaridas, hibernando. Pero los pocos que aún no habían encontrado una guarida o que habían sido expulsados de ella por otros osos más grandes eran especialmente traicioneros y agresivos, y muchos cazadores habían pagado con sus vidas un encuentro de ésos. Por un momento, el conde se imaginó a Janka bañada en sangre bajo las patas de una bestia semejante, apartó a Antonin a un lado y espoleó a su caballo.
—¡Padre nuestro que estás en los cielos, haz que no llegue demasiado tarde!
El oso apareció ante ellos inesperadamente, rompiéndole el cuello de un solo golpe a la robusta yegua de Janka. Michel no estaba lo suficientemente cerca como para reconocer el peligro y Antonin, tan pronto como vio al animal, arrojó el arma gritando de pánico y salió corriendo. Michel empuñó su pica con más firmeza y dio un gran salto hacia delante para ayudar a Janka, que yacía semienterrada debajo del cuerpo de su yegua. El oso ya casi estaba sobre la muchacha, que daba puñetazos al aire presa del pánico, cuando advirtió la presencia de su nuevo enemigo, que se irguió sobre sus patas traseras. La pica se le clavó apenas por debajo de las costillas, pero no alcanzó a penetrar a través de la gruesa capa de grasa. Antes de que Michel pudiese extraerle el arma para volver a clavársela, el oso respondió con un gruñido furioso, dando un manotazo que partió el mango macizo de la pica como si hubiese sido un junco, y luego echó a Michel a un lado como si se tratara de una mosca molesta. Sus ojos pequeños se quedaron observando al hombre con desprecio hasta que un aullido de Janka volvió a llamar su atención sobre la muchacha. Mozak, que había ido detrás de Michel, saltó sobre el oso, pero antes de que pudiese morderlo fue lanzado por los aires con un único movimiento que, a pesar de su tamaño, lo arrojó a varios pasos de distancia. La bestia no se preocupó por el perro que aullaba, sino que se volvió nuevamente hacia Janka, que intentaba zafarse en medio de su desesperación.
El ataque de Mozak le había dado tiempo suficiente a Michel como para salir de la duna de nieve. Extrajo su cuchillo de caza, saltó sobre las espaldas del oso y se aferró con ¡a mano izquierda al espeso pelaje marrón del animal para finalmente hundirle la hoja del cuchillo entre las costillas.
El oso se quedó de pie gimiendo, se dio la vuelta tambaleante y arrojó un golpe sin fuerza que no llegó a alcanzar a Michel. Prudentemente, éste se había apresurado a apartarse, y ahora giraba alrededor del animal. Cuando el oso se irguió para despedazarlo con sus patas delanteras, volvió a enterrarle el cuchillo y después esquivó las garras. Un temblor atravesó a aquella criatura, de estatura superior a la de un hombre. Se tambaleó, se precipitó al suelo sin emitir sonido y se quedó tendido, inerte.
Michel puso unos cuantos pasos de distancia entre él y el oso, ya que sabía que esas fieras eran capaces de reacciones sorprendentes, incluso estando agonizantes. Pero al volver a mirarlo se dio cuenta de que el oso realmente estaba muerto. Sus uñas estaban extendidas hasta casi tocar la cabeza de Janka. La muchacha había dejado de gritar y miraba a la bestia muerta con ojos desorbitados. En señal de reconocimiento, Michel palmeó en los flancos a Mozak, que se había acurrucado junto a él, gimiendo, y luego se inclinó sobre la hija del conde para liberarla. Pero la yegua era demasiado pesada como para que un hombre solo pudiese levantarla o moverla sin ayuda.
En ese momento apareció el conde Sokolny. Vio a la fiera y a la yegua muerta y tuvo la sensación de que el corazón iba a dejar de latirle del susto. Pero entonces se dio cuenta de que su hija movía el torso, bajó de su caballo negro y la cogió de la mano.
—Por Dios, hija, creí que te había perdido.
Michel resopló.
—¡No perdáis el tiempo con discursos inútiles y ayudadme a sacar a Janka de ahí!
Sokolny se estremeció al oír el tono autoritario de esas palabras, pero comprendió que Michel tenía razón y asió él también al animal. Unos instantes más tarde, Janka estaba inclinada sobre un tronco, aún paralizada por el susto pero ilesa, salvo por algunas magulladuras, y no apartaba la vista de Michel.
—Arriesgaste tu vida para salvar la mía.
Sokolny examinó las heridas del animal, cuya sangre manchaba la nieve de rojo.
—No sé cómo agradecértelo. Si Janka hubiese caído víctima del oso, eso le habría roto el corazón a mi esposa. Michel hizo un gesto de desdén.
—Gracias a Dios que me permitió estar en el lugar correcto en el momento indicado.
Entretanto habían llegado Marek y Feliks también, y ambos se quedaron mirando con visible espanto el oso muerto. Detrás de ellos apareció Antonin, como si fuese la personificación de los remordimientos, y suspiró aliviado al ver a la joven señora reclinada contra el árbol. Después su mirada se dirigió al conde y a Marek, cuyos rostros no presagiaban nada bueno para él.
—Llevaré a Janka a casa sentada delante de mí. Vosotros os quedaréis aquí, esperando a la gente que os enviaré para que podáis acarrear al oso y al caballo muertos hasta el castillo. En nuestra situación, no podemos darnos el lujo de renunciar a su carne, aunque la yegua sirva nada más que para alimentar a los perros.
—¡Se hará como digáis, señor! Veamos si no nos escuchan desde aquí. —Marek se llevó dos dedos a la boca y emitió tres silbidos estridentes que resonaron por todo el bosque y que poco después recibieron respuesta. El conde asintió, como si no hubiese esperado otra cosa, alzó a su hija como si fuese una niña y la montó sobre su caballo. Cuando estuvo sentado detrás de ella, le dirigió a Marek una mirada un tanto burlona.
—Viejo buscapleitos, ¿aún quieres medirte con el nemec para ver cuál de los dos es el mejor?
Marek examinó el oso con la mirada, miró tímidamente a Michel y meneó la cabeza.
—No, ya no hace falta. Para ser sincero, no soy tan valiente como para atacar con un cuchillo a una bestia tan grande como ésa.
Michel le dio una palmada en el hombro a Marek.
—No te habría hecho falta, porque probablemente habrías acabado con el oso de un solo golpe de pica.
Marek lo miró un instante con gesto sombrío y se preguntó si el alemán estaría tomándole el pelo; sin embargo, leyó sinceridad en los ojos de Michel, y entonces empezó a sonreír.
—Probablemente tengas razón, pero de todos modos has arriesgado todo para salvar a nuestra Jaschenka. Eso es lo único que cuenta. Dame la mano, nemec, para que pueda darte las gracias por ello.
Sin embargo, no se contentó únicamente con la mano, sino que atrajo a Michel hacia sí y lo estrechó en un abrazo.
Sokolny suspiró aliviado, ya que después de semejante acto de arrojo podía cederle al alemán un lugar en su mesa sin comprometer su honor. Si el tal Franz no resultaba ser un noble, merecía ese lugar en agradecimiento por haberle salvado la vida a su hija.