Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
—¿Por qué os interesa el tal Adler? ¿Lo conocíais?
Marie consideró un instante si debía negarlo, pero finalmente decidió contarle al menos parte de la verdad.
—Lo conozco de mi infancia, ya que ambos nacimos en la misma ciudad.
—Guardadlo en vuestra memoria como un héroe. Con su arrojo y su sensatez, no sólo le salvó la vida a mi padre, sino también al emperador, además de evitar que un grupo de valientes caballeros fueran asesinados por los husitas.
Los ojos de Heribert brillaron al pronunciar esas palabras; no se esforzaba por ocultar su admiración por Michel Adler.
Marie se alegró de ello, aunque luego el dolor y la desesperación amenazaran con cubrirla como un manto negro y sumirla en un abismo profundo. En el relato de Heribert no había nada que indicase que Michel pudiese haber llegado a sobrevivir. Sin embargo, seguiría buscando y preguntando hasta tener la certeza de ello. Pero ahora tenía que disuadir al hidalgo de sus propósitos. Por más que deseaba a Falko von Hettenheim la peor de las pestes o algo aún peor por haber abandonado a Michel a sabiendas, de ninguna manera quería que él y el joven Seibelstorff se trenzaran en un duelo del que aquel jovencito inexperto jamás podría salir con vida.
—No sé si es tan astuto por vuestra parte desafiar ahora a Falko von Hettenheim —comenzó a hablarle de forma cautelosa—. Él goza de buena reputación, aunque vos y yo sepamos que esa fama es del todo infundada. Pero debéis tener eso en cuenta. Cosechad primero vuestros primeros laureles en la lucha contra los husmas para limpiar con ellos vuestro blasón. Y en el ínterin seguramente no os faltará ocasión de arrancarle al caballero Falko del rostro la máscara de la hipocresía antes de darle el puntazo final.
Heinrich von Hettenheim, que había estado espiando al grupo y se había acercado, le apoyó la mano en el hombro a Heribert von Seibelstorff mientras Marie pronunciaba esas palabras y asintió con gesto adusto.
—Marie tiene razón. No intentéis batiros en duelo con mi primo antes de haber reunido más experiencia. Él no pelea como un caballero, sino como una rata, y conoce miles de trucos y de artimañas que pueden ayudarlo a obtener el triunfo.
El joven Seibelstorff se sacudió la mano de Heinrich del hombro y reaccionó con irritación.
—No le temo al caballero Falko.
—Por supuesto que no, ya que, a diferencia de él, vos sois un muchacho valiente y de buen corazón. Sin embargo, debéis reunir más experiencia en la lucha antes de entrecruzar las lanzas con mi primo.
A continuación, Heinrich von Hettenheim comenzó a relatar una serie de hechos relacionados con su primo que no lo dejaban muy bien parado.
Marie se alegró de que Heinrich von Hettenheim intentara apoyarla, pero al ver la expresión tensa en el rostro de Heribert intuyó que el joven estaba tan obsesionado con sus sentimientos de venganza que no habría argumento capaz de convencerlo. Marie dejó a los dos caballeros conversando y regresó con Trudi junto a las otras vivanderas.
Estando sentada junto al fuego, paulatinamente fue dándose cuenta de lo ingenua que había sido al emprender aquel viaje. Realmente había creído que le bastaría con llegar de forma inadvertida a Núremberg o algún otro de los grandes centros de reunión de los nobles para encontrar a alguien que le indicara el camino hacia Michel. Pero lentamente se desvelaba que las circunstancias de su desaparición eran mucho más confusas de lo que ella hubiera podido imaginarse. Probablemente tendría que viajar durante meses como vivandera junto al ejército hasta averiguar la verdad.
Al igual que había ocurrido en Wimpfen, también en Núremberg los soldados se mantuvieron lejos de la ciudad. La muralla aún se hallaba a dos horas de camino cuando el mariscal imperial Gisbert Pauer salió a su encuentro para darles la bienvenida en nombre del emperador Segismundo y les indicó a sus guardias que los guiaran al campamento. Se trataba de un bosque clareado de pinos en el que ya estaban acampando más de mil caballeros y soldados a caballo. Mientras los recién llegados reunían sus carros para formar un grupo de resguardo y comenzaban a armar las carpas, entre el caballero Heinrich y Pauer se entabló una conversación muy animada, que despertó la curiosidad de Marie, ávida de nueva información. Condujo su carro al lugar que le indicaban, saltó del pescante, cogió a Trudi en brazos y le pidió a Michi que hiciera por ella el resto. Sin embargo, mientras se dirigía hacia donde estaban los hombres para poder escuchar su conversación, el mariscal se despidió y se dio media vuelta para irse. Marie iba a alejarse nuevamente, desilusionada, cuando de pronto Heribert von Seibelstorff se interpuso en el camino de Gisbert Pauer.
—Perdonadme, señor. Soy Heribert von Seibelstorff, el hijo del caballero Heribald. Quiero unirme al ejército imperial y quisiera saber qué tareas me asignaréis.
Pauer examinó al joven caballero con gesto escéptico, haciendo notar que no lo consideraba un refuerzo significativo.
—Quedaos junto a los hombres del caballero Heinrich —dispuso con frialdad.
Al parecer, el joven esperaba una bienvenida distinta, ya que su rostro se oscureció de golpe. Sin decir una sola palabra, dio media vuelta y se dirigió hacia su carpa encogiéndose de hombros y con movimientos torpes. Marie se retiró también. Mientras se dirigía hacia su lugar de campamento, pasó al lado de un par de soldados de infantería que estaban conversando acerca de las luchas contra los husitas en un dialecto que le resultaba extraño. Según sus palabras, los guerreros campesinos de Bohemia no se guiaban por los cambios de las estaciones, sino que continuaban la guerra en temporadas poco usuales. Así, por ejemplo, en mitad del último invierno habían aniquilado a un contingente del duque Alberto V de Austria reunido cerca de Zwettl, asolando gran parte de la región. Al oír eso, uno de los soldados expresó en voz alta su deseo de que ese verano los enemigos dejaran en paz las regiones de Franconia y Alto Palatinado y que descargaran su furia en otra parte, así no tenían que luchar contra ellos. Marie se estremeció cuando sus camaradas manifestaron un efusivo acuerdo.
Pensativa, fue a reunirse con sus amigas, que ya estaban sentadas alrededor del fogón, cocinando la cena. Cuando Marie se acercó, Eva levantó la vista y señaló hacia su carro.
—Deberías preocuparte mejor de tus cosas. Hay más ladrones merodeando por aquí que verrugas en mi cuerpo. Si no estás atenta, muy pronto tus barriles de vino caminarán solos.
Marie había apilado sus mercancías en la medida de lo posible en cajas y cajones, o las había anudado formando fardos, y también había escondido bien su oro. De todas formas, le agradeció el consejo y se subió al carro. No había mucho que hacer. Tensó más el toldo y lo aseguró con otro juego de correas de cuero, y antes de volver a descender cerró la parte de delante con una cortina de la cual colgaban unas campanitas cuyo objetivo era alertar acerca de la presencia de ladrones. Luego fue a sentarse con el resto de las vivanderas y continuó participando de la conversación, aparentemente de forma despreocupada. Theres alzó a Trudi y le dio de comer un trozo de tocino. Al principio, la pequeña se resistía a que le metiera la carne en la boca, pero luego comenzó a masticar con fruición.
—Con los niños de esta edad, una se da cuenta de lo rápido que pasa el tiempo —suspiró la vivandera, que aquel día también vestía una falda de muchos colores.
Eva la Negra la examinó con la cabeza ladeada.
—Si quieres tener un hijo propio, no debes esperar más.
Theres se encogió de hombros con cierta impotencia.
—Me encantaría poder estrechar una criatura contra mi pecho, pero no estoy dispuesta a hacer como Oda y abrirme de piernas al primer tío que se cruce en mi camino.
Las miradas de sus compañeras se dirigieron hacia Oda, cuya figura, qué nunca había sido muy delgada, aún no daba indicios de su embarazo. Sin embargo, las mujeres ya sabían que su estancia en la carpa de Fulbert Schäfflein no había transcurrido sin consecuencias.
En el rostro de Donata había una expresión irónica.
—A mi modo de ver, has pagado un precio demasiado alto por los peniques que te ha dejado el mercader. Ahora estás gestando un hijo suyo y no recibirás ni una moneda por ello.
—¡Bah, tú no lo entiendes! El señor Schäfflein fue extremadamente generoso —le espetó Oda.
Eva esbozó una amplia sonrisa irónica.
—Espero que no tengas que parir en medio de una batalla o durante una huida, ya que entonces ninguna de nosotras te asistirá, eso es tan seguro como que hay un Dios.
Marie no estaba tan convencida de ello, ya que sabía que no podría abandonar a una mujer en avanzado estado de embarazo, aun tratándose de alguien tan desagradable como Oda. Sin embargo, no dijo nada para no poner al resto en su contra. La conversación de las mujeres fue apagándose muy pronto, y cuando las primeras estrellas comenzaron a brillar por encima del techo verde de agujas que formaba el bosque de pinos, se desearon buenas noches y fueron a buscarse un lugar para dormir. Mientras Marie tendía su cama sobre el baúl grande, se quedó pensando adónde se habría ido Michi esa vez. Sin embargo, le tendió la cama a él también para luego acurrucarse con Trudi bajo la manta. A pesar de que sus pensamientos daban vueltas inquietos alrededor de todo lo que había podido averiguar durante los últimos días, se durmió casi de inmediato y volvió a soñar con Michel. Él parecía estar muy alegre, y bromeaba con algunas personas cuyos rostros permanecieron borrosos. Con todo, Marie alcanzó a ver con absoluta claridad que dentro de ese grupo se hallaban dos mujeres que idolatraban a su esposo de tal forma que a la mañana siguiente se despertó sintiendo unos celos salvajes.
Al día siguiente, el campamento pareció estar acometido por una lasitud paralizante, circunstancia que, al menos en el caso del grupo franco del Neckar, hallaba su explicación en las arduas caminatas de las últimas semanas. No apareció ninguno de los refuerzos esperados. Marie tomó el desayuno con Eva y Theres y se dirigió junto con Trudi a la carpa de Heribert para investigar un poco más. Como no había nadie a la vista, se sentó sobre un tronco que había allí en el suelo que, como era fácil de reconocer, servía de asiento y de mesa. Görch debió de haberla oído, ya que salió y la saludó con una cara que dejaba entrever que aún no había olvidado su vino y que esperaba conseguir más. Pero antes de que atinara a decir algo, su señor salió de la carpa. La expresión furiosa que llevaba se suavizó al ver a Marie, que logró dibujarle una sonrisa jovial en el rostro.
—¡Bienvenida, bella mujer! Representáis exactamente el espectáculo que le permite a un hombre olvidarse de este miserable campamento de guerra con solo contemplarlo.
Marie arqueó las cejas.
—¿Qué es ¡o que está tan mal en este campamento de guerra?
—¡El solo hecho de que aún exista! Toda esta gente debería estar yendo a enfrentarse con los husitas —respondió Heribert, vehemente—. Vos habéis oído también cómo estos bohemios están causando estragos en todo el territorio. Sin embargo, en vez de atacarlos con audacia y ponerlos en su lugar, su majestad el emperador prefiere organizar un desfile militar mientras se da la buena vida en Núremberg.
El joven caballero no dejaba lugar a dudas: la situación actual no le gustaba en absoluto. Sin embargo, al ver el rostro compungido de Marie, creyó que la había amedrentado con su reacción acalorada, y la cogió de las manos.
—Perdonad mis palabras irreflexivas. Mientras estéis aquí, este campamento será bello a mis ojos.
Marie no supo muy bien qué contestarle, ya que la voz de Heribert le había sonado demasiado romántica. Si bien el brillo en sus ojos la halagaba como mujer, en realidad para sus planes representaba más bien un obstáculo. ¿Cómo buscaría a Michel teniendo un joven enamoradizo como Heribert colgado de su delantal? Además, Marie no tenía intención alguna de proporcionarle a Seibelstorff sus primeras experiencias con el sexo femenino. Para no dejarle lugar a una declaración de amor precipitada, dejó escapar un suspiro mientras miraba en la dirección en la que se suponía que se encontraba Núremberg.
—Me encantaría ir a ver la ciudad, pero por lo que dicen, los soldados rasos y las vivanderas no son bienvenidos allí.
No había acabado de pronunciar esas palabras cuando se dio cuenta de que se había equivocado al hacer ese comentario, ya que inmediatamente Heribert se brindó a acompañarla, al tiempo que daba golpecitos al mango de su espada.
—A mi lado nadie os impedirá entrar en la ciudad.
Parecía estar dispuesto a darle una paliza a los guardias de la ciudad antes que permitir que rechazaran a Marie.
Marie levantó las manos para apaciguarlo.
—Con gusto, pero otro día. Primero quiero dar una vuelta por el campamento para conocer un poco mejor al resto de los grupos, y cuando vaya a Núremberg también quiero pasar por el mercado. Así que primero tendría que repasar las provisiones con las que cuento para poder saber qué es lo que debo comprar.
—Estoy a vuestra disposición cuando lo deseéis.
Heribert iba a agregar algo más, pero en ese momento sonó un cuerno de aviso. El hidalgo cogió a Marie, la cubrió y desenvainó su espada como si estuviese aguardando un ataque. Sin embargo, lo que anunciaba el cuerno era la llegada del emperador. Segismundo venía acompañado por numerosos cortesanos, entre ellos el burgrave de Núremberg, que cabalgaba a su derecha por ser quien lo seguía en el rango. A falta de otros caballeros del mismo rango, Falko von Hettenheim había ocupado el flanco izquierdo del emperador, dándose aires de importancia en ese lugar que había tomado prestado.
Mientras el emperador paseaba su mirada visiblemente decepcionada, seguramente por la cantidad muy reducida de guerreros reunidos allí, Heribert von Seibelstorff volvió a guardar su espada en la vaina y se abrió paso hacia delante hasta quedar frente al emperador Segismundo. Como no había soltado a Marie, ella no tuvo más remedio que seguirlo, y se asustó cuando miró al emperador a la cara. En los doce años que habían transcurrido desde la última vez que lo había visto en Constanza, Segismundo había envejecido más de lo normal. Su barba encanecida tenía un aspecto descuidado, y unas arrugas profundas le surcaban las mejillas y la frente. Lo que más impresionó a Marie fue la expresión turbulenta y al mismo tiempo cansada en sus ojos. La lucha por su reino en Bohemia, que duraba ya siete años ininterrumpidos, parecía haberle quitado a Segismundo la mayor parte de su fuerza vital.