Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
Marie tenía miedo de tener que unirse a esa gente en una campaña, pero ésa era la única oportunidad que tenía de escapar de los husitas, y esperaba ansiosamente a que llegara su oportunidad. Pasaron muchas semanas sin que nada sucediera. Pero de pronto comenzaron a fluir en masa hombres hacia el campamento de Prokop para marchar bajo su mando hacia Sajonia y Silesia, y muy pronto comenzaron a buscar también mujeres para lavar y cocinar, servir a los líderes y más adelante también procesar el botín. Para enorme disgusto de Marie, Renata, que se encargaría de comandar a las bagajeras, sólo eligió como acompañantes a aquellas mujeres que le caían bien, y obviamente ni ella ni Anni ni Helene estaban dentro de ese grupo.
Sin embargo, como no pensaba quedarse ni tenía intenciones de continuar ejerciendo de esclava, Marie fue a buscar a Ottokar Sokolny. A su modo de ver, él aún le debía un favor, y había llegado el momento de recordárselo. El joven conde tenía un aspecto mucho más tenso que antes, una arruga vertical profunda que nacía de la base de su nariz le dividía la frente en dos como si fuera la cicatriz de una herida de espada, y ni siquiera notó la presencia de Marie cuando ella se encaminó hacia él y se le plantó enfrente.
Marie carraspeó, y como él seguía sin reaccionar, decidió encararlo.
—Perdonadme por molestaros, señor. He oído que están buscando mujeres que quieran marchar con el ejército.
El conde Ottokar se sacudió, como si estuviese tratando de espantar un mal pensamiento, y le dedicó a Marie una mirada de rechazo.
—¿Qué has dicho?
—Quería pediros que nos llevéis con vosotros a mí y a mis amigas Anni y Helene. Os aseguro que no os resultaremos una carga y que sabremos ser útiles en todo lo que podamos.
—¿Quieres marchar con nosotros a la guerra aunque luchemos contra tus propios compatriotas? —Ottokar Sokolny la miró, atónito, pero se detuvo al advertir la mirada suplicante en sus llamativos ojos, azules como el cielo—. ¡Ah, conque ésas tenemos! Esperas poder huir en el camino. Puedes ir quitándote esas ideas de la cabeza, porque enviarían suficientes hombres a buscarte como para atraparte y traerte de vuelta. Y supongo que no necesito describirte lo que ocurriría entonces contigo.
Al principio, Marie se espantó de que Sokolny hubiera adivinado sus intenciones con tanta facilidad, pero luego se recompuso y se rio en voz alta.
—¿Qué estáis pensando, señor? No estoy cansada de vivir, pero tampoco quiero tener que trabajar eternamente como una condenada en este granero maloliente. Además, yo soy vivandera y entiendo bastante de campañas de guerra.
Eso era verdad sólo en parte, ya que no había participado en ninguna campaña salvo en la funesta del año anterior; sin embargo, esperaba poder persuadir a Sokolny.
Pero él meneó la cabeza.
—No puedo ayudarte, Marie. Me asignaron el mando de la vanguardia, y allí no necesitaré mujeres.
Su rostro parecía tan sincero que Marie le creyó, ya que en el ejército imperial la vanguardia por lo general tampoco llevaba pertrechos que le obstaculizaran el avance; en cambio, las prostitutas y las vivanderas les eran asignadas al cuerpo principal del ejército o incluso a la retaguardia.
—Siento haberos molestado, noble señor.
Se iba a retirar cuando Sokolny la sujetó de la manga.
—No volváis a llamarme así. Para los taboritas en el ejército soy un simple hombre, y no un noble. Si te escuchan hablar así, ambos podemos llegar a terminar mal.
Sonaba tan preocupado que Marie lo contempló, sorprendida, y comprobó que el conde efectivamente parecía tener miedo. Lo que aún no podía dilucidar era si temía por la vida de ella o por la suya propia. En todo caso, ya estaba advertida. En adelante debería intentar ser aún más prudente, y estaba más bien dispuesta a permanecer otro invierno allí que a poner en peligro su vida y la de sus compañeras.
—Entendí, Ottokar.
Marie se dio la vuelta y se alejó rápidamente. Ottokar Sokolny se quedó mirándola alejarse y lamentó que una mujer tan hermosa y orgullosa tuviese que servir como una esclava habiendo conocido y venerado a Jan Hus, pero al cabo de unos instantes sus preocupaciones hicieron que se olvidara de ella.
Abatida, Marie regresó a su choza, se sentó en un rincón y se quedó escuchando a Renata y sus amigas, que bebían cerveza y se explayaban acerca de la campaña en ciernes. Muy pronto, Marie se cansó de sus comentarios sanguinarios e intentó desterrarlos de sus pensamientos. Pero entonces prestó atención, porque Renata justo estaba contando que Vyszo, que se encargaría de la retaguardia, estaba buscando más vivanderas y prostitutas de campaña. A pesar de que Marie odiaba a aquel hombre con toda su alma, no quería desaprovechar la oportunidad que se le presentaba. Se paró y salió de la choza para ir en busca de Przybislav, el subalterno de Vyszo, que era el encargado de escoger a las mujeres.
La puerta que daba al cuartel de Przybislav estaba abierta y, cuando Marie entró, oyó unos gemidos excitados. El checo yacía sobre Helene con los pantalones bajados, embistiéndola con brutalidad. Marie quiso retirarse enseguida, pero su amiga la descubrió y miró hacia un lado, avergonzada.
Przybislav acabó con un ronquido triunfal, se quedó un momento más montado sobre Helene, tratando de recuperar el aliento, y luego se puso de pie resollando de placer. En ese momento descubrió a Marie y le hizo una mueca lujuriosa.
—¿Qué pasa, mujer? ¿Tú también estás con comezón entre las piernas? ¡Entonces tendrías que haber venido un rato antes!
La mirada de Marie se paseó por la cosa achicharrada en la que se había transformado su miembro y se estremeció por dentro. Jamás se entregaría voluntariamente a aquel hombre ni aunque la vida le fuera en ello.
Helene ya se había vuelto a poner el vestido y pasó junto a Przybislav en dirección hacia la puerta, pero entonces se detuvo junto a Marie y la miró con asombro.
—¿Sucede algo en especial, Marie? —le preguntó en alemán.
Marie asintió con expresión obstinada.
—Quería preguntarle a Przybislav si tú, Anni y yo podemos unirnos a la tropa de Vyszo.
—No creo que se oponga, sobre todo si voy yo —respondió Helene con una expresión que revelaba a Marie el precio que tendría que pagar su amiga por la remota probabilidad de una huida. Por Un momento consideró la posibilidad de renunciar a su plan y esperar una nueva oportunidad. Pero luego se preguntó cuántos hombres más se le echarían a su amiga encima en el tiempo que tuvieran que permanecer allí. En cuanto a ella, hasta el momento había tenido suerte, pero la supuesta bendición de Jan Hus no la protegería eternamente. Cualquier día de ésos podría suceder que algún hombre le pidiera que se abriera de piernas para él, y si ella llegaba a negarse, seguramente la matarían. Marie le dio ánimos a su amiga con la mirada, al tiempo que sus labios hacían una mueca que pretendía ser una sonrisa.
—Por favor, habla tú con Przybislav para que nos incluya. ¿O acaso quieres quedarte en el campamento hasta que el próximo te llame a su choza?
Helene meneó la cabeza, se dirigió hacia el hombre, que se había acercado con gesto malhumorado, y comenzó a largar frases en checo a borbotones. Hablaba tan rápido que Marie no pudo seguirla, y finalmente él respondió con un par de gruñidos que podían equivaler a «¡me parece perfecto!». Al mismo tiempo, le dio una palmada a Helene en las nalgas con tal fuerza que ella pegó un grito del susto. Marie no se quedó esperando el próximo movimiento del hombre, sino que corrió hacia la puerta, poniendo de inmediato una distancia de varios cuerpos entre ella y la choza.
Helene la siguió frotándose las nalgas, pero mirando a Marie con curiosidad.
—¡Quisiera saber por qué quieres unirte precisamente a la tropa de Vyszo! Ahora tendré que abrirme de piernas para Przybislav todas las noches, y hasta es posible que termine pariendo un crío suyo.
—Yo tengo un método para impedir embarazos no deseados —respondió Marie—. Ven, te lo daré ahora mismo, y también te daré otra cosa que te librará de una carga desagradable en el caso de que la desgracia ya se hubiera producido.
Helene se persignó, asustada, y levantó las manos en señal de rechazo. Luego volvió a echar una mirada a la choza, en cuya puerta seguía parado Przybislav, y asintió con la cabeza en señal de aceptación.
—Tal vez sea mejor así. No quiero darle la oportunidad de pavonearse cuando mi vientre comience a abultarse. Y mientras me use de colchón, al menos el resto de esos canallas me dejarán en paz.
Marie la atrajo un momento hacia sí, acariciándole la mejilla.
—Recemos para que no tengas que soportar mucho tiempo más y podamos regresar a nuestra patria sanas y salvas.
Helene bajó la cabeza, atribulada.
—Yo ya no tengo patria, Marie.
—La patria es el lugar que uno elige para forjársela. Y ahora, arriba ese ánimo, todo saldrá bien.
Tres días más tarde, el ejército se puso en marcha. Prokop el Pequeño había llamado a las armas a todos los hombres del oeste de Bohemia capaces de usarlas, por lo que ahora estaba al frente de más guerreros que cualquier otro general husita que lo precediera. Su ejército abarcaba por lo menos diez mil hombres, y estaba acompañado de más de mil carros tirados por caballos. Si bien esos animales eran más pequeños y estaban más descuidados que los que ella conocía de su hogar, también eran más resistentes y se las arreglaban con menos. Los coches que tiraban parecían más pequeños y quebradizos, pero la precariedad de su construcción al mismo tiempo permitía repararlos con más facilidad. Muy pocos de esos carros habían sido construidos por los propios husitas; en general, ellos se habían apropiado de los carros que consideraban más adecuados durante sus campañas de saqueo a modo de botín.
Para no demorarse, Prokop había ordenado no llevar más víveres de los que necesitaban para llegar a los primeros pueblos y ciudades de Sajonia, ya que, a partir de allí, el territorio atacado se encargaría de alimentar a su ejército. La velocidad era otro de los motivos por los cuales las armaduras de los guerreros parecían más bien sencillas, a pesar de que los graneros desbordaban de piezas obtenidas en los saqueos. Solamente los líderes llevaban algo más que un par de placas de hierro cosidas sobre cuero, ya que todo el metal había sido reutilizado para crear armaduras más útiles. En los carros había cientos de las armas preferidas de los checos: paveses imponentes, picas y manguales, y también las temibles culebrinas, contra las cuales hasta entonces ni las tropas del emperador ni los ejércitos de los príncipes atacados habían podido encontrar un antídoto.
Marie había pasado una vez como quien no quiere la cosa por al lado de uno de esos carros para ver más de cerca las culebrinas. Se trataba de piezas de artillería casi de la altura de un hombre, que se hacían uniendo varillas de hierro candentes y fraguándolas hasta que a partir de esas piezas se formaban unos tubos firmes. En el extremo de atrás se cerraban mediante un complicado mecanismo que se desmontaba para efectuar la carga, que consistía en una masa firmemente torneada cuya punta generalmente era de plomo cortado en finos pedacitos, o a veces también en un proyectil compacto, y en una cantidad por lo menos tres veces mayor de pólvora que se ponía detrás. Una vez efectuada la carga, esa pieza del extremo volvía a ponerse en su soporte y se trababa. Y entonces la culebrina podía dispararse a través de un orificio donde se colocaba la mecha. Marie jamás había experimentado el efecto de esas armas diabólicas en un enfrentamiento, pero intuía que esta vez no le ahorrarían la experiencia.
Como la mayoría de los caballos se utilizaban para los coches y además eran demasiado pequeños como para llevar hombres acorazados durante tramos muy largos, apenas si había hombres a caballo. Los pocos jinetes de que disponían los husitas eran los señores de la nobleza y sus soldados a caballo, y los soldados de infantería, instigados por sus capitanes taboritas, los miraban de reojo y a menudo los cubrían de insultos.
Ottokar Sokolny partió con los albores de la mañana al mando de su vanguardia montada, pero después Prokop dejó transcurrir varias horas antes de dar la orden de partida al cuerpo principal, y cuando la tropa de Vyszo por fin se puso en marcha, el sol ya estaba acercándose al cénit. Esta vez, Marie no tuvo que manejar ninguna carreta, sino que iba sentada delante en uno de los carros, al lado del cochero. En lugar de un pescante fijo sólo había una viga atravesada que estaba asegurada entre las escalerillas laterales y que era de todo menos cómoda. En la parte de atrás del carro iban Anni, Helene y seis guerreros, sentados sobre una pila de cajas y bolsas. Al principio, a Marie le parecía inimaginable que el pequeño caballo marrón enganchado al carro pudiese hacer avanzar semejante carga, pero lo cierto era que el animal llevaba horas tirando de él sin parecer cansado.
—¿Qué tarea te han asignado para esta noche? —preguntó el conductor a Marie, después de haber viajado un buen rato en silencio junto a ella.
—Estoy entre las cocineras —respondió ella, intentando apartarse un poco, ya que el hombre parecía compartir con Przybislav el gusto por los dientes de ajo crudos.
El cochero se sonó la nariz ruidosamente y luego se pasó la lengua por los labios.
—Si llegaras a servir cerveza, podrías hacerme llegar un segundo vaso.
—Yo tampoco me opondría a un segundo vaso de cerveza —exclamó otro hombre desde atrás.
—Veré qué puedo hacer.
Marie tenía suficiente experiencia con los hombres como para saber que las supuestas concesiones costaban poco o nada, pero que servían para que la dejaran en paz. Para cuando llegara la noche, los hombres ya se habrían olvidado de su media promesa, y además no creía que fueran a confiarle a ella servir la cerveza.
Los hombres con los que viajaba ahora pertenecían sin excepciones a la rama taborita de los husitas, y eran sus peores enemigos; sin embargo, se llevaba casi tan bien con ellos como con los soldados rasos del ejército imperial.
Se reía de sus chistes cuando se los explicaban en alemán, acusaba recibo de sus miradas de admiración con el grado de coquetería esperable, zafándose de las manos que pretendían asirla. Al caer la tarde, cuando la caravana se detuvo, se puso a buscar con ojos expertos un lugar adecuado para el coche, y al hallarlo se lo señaló al cochero. Él gruñó algo bastante cercano a un halago y luego dirigió el carro hacia allí. Apenas se pusieron de pie, las amigas de Marie saltaron del carro como gallinas espantadas, mientras Anni le explicaba a Marie más con gestos que con su voz aún balbuceante que por el camino los soldados le habían pellizcado el trasero y sus pechos aún diminutos. Desde que Gunter von Losen la había violado, aborrecía al género masculino, y ya le había explicado a Marie varias veces, haciendo todo tipo de gestos con las manos y los pies y con palabras que a menudo Marie había tenido que soplarle, que la próxima vez que alguien intentara tomarla por la fuerza se convertiría en un gato furioso que arañaría y mordería.