Read La dama del castillo Online

Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (36 page)

BOOK: La dama del castillo
3.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Seguro que el caballero Falko triunfará! —exclamó un hombre que se había deslizado entre Marie y la vendedora de pescado. Marie soltó una carcajada despectiva. —¡Yo no apostaría por él!

El hombre dejó sus dientes amarillos al desnudo y esbozó una irónica sonrisa.

—Y tú qué sabes de caballeros, mujer. En cambio, yo...

El hombre se interrumpió al ver acercarse a los dos primeros bandos que habrían de enfrentarse.

El suelo tembló bajo las herraduras de los caballos, y el eco generado por el repiqueteo de las armaduras de metal resonó con tanta fuerza que a Marie le dolieron los oídos. Miró a los caballeros cabalgar yendo mutuamente al encuentro del bando contrario y oyó las lanzas de punta roma chocándose contra los escudos y las armaduras. Se escuchó el grito de los caballos que habían sido tocados, de hombres aullando de furia y de dolor, y por unos instantes la nube de polvo que se había levantado sólo permitió ver un ovillo ondulante del cual salían volando armas y partes de armaduras. Cuando los caballeros que habían logrado permanecer sentados sobre sus monturas alcanzaron los extremos de la liza, el polvo cesó, pero ya no se vio más que a los escuderos y los siervos que habían salido corriendo a socorrer a los caídos o que capturaban a los caballos sin jinete y los llevaban a un costado.

—Falko von Hettenheim hizo caer del caballo al hombre que le tocaba —declaró triunfante el hombre que estaba al lado de Marie.

Marie hizo una mueca de disgusto.

—Puedes apostar por él.

El hombre la contempló como si fuese un trozo de carne especialmente apetitosa y se relamió los labios.

—¡Lo haré! Si el caballero Falko gana este torneo, me regalarás un rato agradable entre los matorrales.

Marie hubiese querido darle un golpe en su rostro de sonrisa irónica, pero se limitó a sonreír con compasión. Si sus sueños tenían un poco de fuerza, Falko von Hettenheim acabaría en el polvo con toda su soberbia. Echó la nuca hacia atrás, arrogante.

—¿Y qué apuestas tú?

—¡Cinco chelines!

—¿Qué? ¿Eso es todo lo que vale para ti? Entonces me temo que no podremos cerrar nuestro negocio.

Marie se volvió con desprecio y contempló a los dos bandos siguientes. Al haber tantos participantes, primero tendrían que efectuarse diez rondas, en cada una de las cuales se enfrentarían más de cincuenta caballeros. Los ganadores de esos encuentros se medirían a su vez entre sí hasta que sólo quedara un puñado de luchadores. Los más distinguidos iban al comienzo, y cada uno de los grupos siguientes constaría de luchadores menos importantes, de modo que los de mayor rango podrían recuperarse un poco antes de la siguiente fase de combate, mientras que al resto de los participantes apenas si les quedaba tiempo para enjugarse el sudor de la frente.

En el segundo grupo, Marie reconoció a sus amigos Heinrich von Hettenheim y Heribert von Seibelstorff. El caballero Heinrich llevaba una armadura mucho menos costosa que la de su primo, y el joven Von Seibelstorff apenas se había ajustado un peto adicional. Sin embargo, ambos lograron la victoria. Mientras que sus adversarios se caían de sus monturas, ellos abandonaron intactos el tumulto.

El sol ya estaba en su cénit y los espectadores sudaban a causa del calor. Hasta el emperador se hacía abanicar mientras bebía vino del Rin enfriado. Para que el pueblo llano también tuviera oportunidad de refrescarse un poco, después de la quinta rueda se hizo una pausa en la que los taberneros de Núremberg ofrecieron cerveza y vino. Como la gente estaba tan apiñada, el dinero y los jarros de cerveza tenían que pasarse de mano en mano. No era de extrañar que alguna que otra moneda desapareciera sin dejar rastro y que algún que otro vaso le llegara casi vacío a aquel que lo había pagado.

Marie se hizo con un jarro de cerveza que, aunque amarga, calmó su sed, y luego pensó qué podía darle a Trudi. Mientras buscaba a alguien que vendiera agua, descubrió a un buen trecho de distancia de donde ella se encontraba a un inválido con una pata de palo que se había sentado en el pasto en primera fila y miraba a los caballeros con expresión sombría. El hombre le resultaba tan familiar que se detuvo a mirarlo nuevamente. ¿Era posible que fuese Timo, el siervo y subalterno de Michel?

Con súbita resolución, Marie se agachó, pasó por debajo de la soga que cercaba el paso y se dirigió hacia el hombre con paso rápido. Uno de los siervos del torneo salió corriendo detrás de ella para volver a enviarla detrás de la soga, pero uno de sus camaradas lo detuvo.

—Estamos en una pausa, Kunz. Si la mujer no ha desaparecido para cuando se anuncie la próxima fase de combate, aún tendrás tiempo de atraparla.

Entretanto, Marie había llegado hasta donde estaba el inválido y se persignaba. De hecho, el que estaba sentado ahí en el suelo con una sola pierna y el rostro demacrado era Timo. Como él no le prestaba atención, Marie le sacudió el hombro. Él se dio la vuelta, irritado, y estaba a punto de increparla cuando las palabras se le helaron en la lengua.

—¿Señora Marie? Por todos los santos, ¿realmente sois vos?

—Sí, soy yo, pero no me llames señora. Aquí todos creen que soy una vivandera —le susurró Marie.

—¿Pero qué os trae por aquí y por qué tenéis esas ropas? No corresponden a una dama de vuestro rango.

—¿De qué me sirve ser una dama de alto rango si ya no tengo a Michel? Partí a buscar a mi esposo porque no puedo creer que haya muerto.

—Yo tampoco puedo deciros lo que le ha ocurrido ya que nadie lo ha vuelto a ver, ni vivo ni muerto.

Timo soltó esas palabras con un gruñido que parecía denotar una furia inextinguible en su interior. Marie aguzó el oído.

—Necesito que me cuentes todo lo que sucedió en ese momento, Timo.

Timo bajó la cabeza, conmovido.

—Lamentablemente no es mucho, ya que yo fui herido en la primera batalla y tuve que quedarme aquí en Núremberg, mientras que el caballero Michel partió integrando la comitiva de Heribald von Seibelstorff para luchar contra los bohemios. Lo que ocurrió allí solo lo sé de oídas.

—¿Qué sabes? —insistió Marie.

Timo no respondió. Había descubierto la semejanza entre Trudi y su madre y la miró asombrado.

—¡No me digáis que finalmente habéis podido concebir un hijo de mi señor!

Marie asintió..

—Trudi es uno de los motivos por los cuales he tenido que hacerme pasar por vivandera. Como Michel fue nombrado caballero imperial y lo consideran muerto, quisieron arrebatarme a mi hija para educarla en la corte del conde palatino. En cambio, a mí iban a casarme con un burgués ricachón con quien el señor Ludwig tenía deudas.

—¡Esos nobles señores no sabían con quién estaban metiéndose!

Timo recordaba muy bien la capacidad de imponerse de su señora y no pudo menos que sonreír con ironía. Había sido el ayudante de Michel ya desde los tiempos de Constanza, cuando aquella mujer, que más tarde terminaría siendo su señora, se había enfrentado con el mismísimo emperador para lograr obtener su venganza.

—Cuéntame más cosas sobre Michel —le exigió Marie.

—Sí, pero no aquí, donde no se entiende ni lo que uno mismo habla.

Timo señaló hacia los caballeros que estaban preparándose para la próxima fase y le pidió a Marie que lo ayudara a levantarse y le mantuviera en alto la soga que le cercaba el paso. Ambos se deslizaron por debajo de la soga, enfureciendo a los siervos del torneo, que debían mantener el campo libre para los caballeros. Dos de aquellos hombres, enfundados en guerreras de colores, corrieron a su encuentro, alzando sus lanzas de forma amenazadora.

—¡Dejad libre el paso, gentuza!

Timo quiso ir más rápido, pero el palo que tenía agarrado a su muñón se le atascó en un pozo y se cayó. Marie depositó a Trudi en el suelo para ayudarlo a levantarse. Uno de los siervos del torneo tomó impulso para descargarle un golpe con el fuste, pero la pequeña salió corriendo hacia él, agitando los brazos.

—¡Ayuda a ese inválido a salir de ahí! ¿O acaso vas a pegarle a la niña? —le gritó uno de los espectadores al siervo del torneo. Éste gruñó malhumorado, pero levantó a Timo y le dio un empellón, de modo que los espectadores tuvieron que sostenerle.

—¡Y ahora desapareced de mi vista o haré que os encierren en la mazmorra!

—Ya nos vamos —le prometió Marie, mientras conducía a Timo y a Trudi hacia fuera, pasando entre los caballeros que estaban preparándose. Atravesaron las carpas en las que eran atendidos los caballeros y tuvieron que abrirse paso por entre la maraña de caballos y siervos que los insultaban. Marie estaba tan ocupada esquivando los cascos de los caballos que no reparó en Falko von Hettenheim, que la observaba tenso.

El caballero había vuelto a reconocerla y no le quitaba los ojos de encima. Hacía apenas unos días le habían entregado una carta que su esposa le había hecho redactar al capellán del castillo. Además de comunicarle su estado, con renovadas esperanzas de por fin estar gestando en su vientre el tan ansiado heredero, también le contaba que la esposa del caído caballero Michel Adler había dado a luz a una niña tras la muerte de éste. Cuando Falko vio pasar delante de él a Marie junto a la niña y Timo, el antiguo siervo de Michel, la sospecha que abrigaba desde hacía semanas se transformó en certeza. La comparó en su mente con las criadas insignificantes con las que debía conformarse allí en Núremberg y le pareció que la maternidad no había hecho más que aumentar su belleza respecto de la época en que la había conocido en Rheinsobern. Su bajo vientre reaccionó de inmediato con un doloroso tirón ante esta comparación, de modo que tuvo que contenerse para no arrastrarla a su carpa en ese mismo momento. Primero tenía que ganar el torneo, después iría a buscarla. Marie ya no podría escaparse de él.

Timo condujo a Marie un tramo más bordeando el río Pegnitz, hasta que los gritos y los ruidos procedentes del lugar del torneo se oyeron mucho más apagados, y entonces la cogió de las manos.

—¡Estoy tan feliz de veros, señora, y también por la niña! El caballero Michel habría aullado de felicidad si hubiese tenido la oportunidad de ser testigo de su nacimiento.

—¡No creo que Michel haya muerto! A menudo se me aparece en sueños y mi intuición me dice que está vivo.

—¡Dios quiera que así sea! Después de todo este tiempo, ya casi he perdido las esperanzas. —Timo suspiró y luego se pasó la lengua por los labios—. La garganta me está picando mucho, señora. No sé si las palabras podrán salirme como espero.

Marie se puso de pie y miró a su alrededor. A unos cincuenta pasos de distancia, un tabernero había puesto su barril en un caballete bajo la sombra de un pino imponente y estaba volviendo a llenar las jarras de sus siervos.

—Quédate con tu tío —le dijo Marie a su hija, y salió a toda prisa.

Trudi hizo un puchero y se alejó algunos pasos de Timo, ya que aquel hombre con una sola pierna y una cicatriz en el rostro le resultaba inquietante. Sin embargo, se quedó cerca de él hasta que su madre regresó con un jarro de vino, un jarro de agua y tres vasos. Marie le llenó un vaso de agua a Trudi y rebajó su vino. En cambio, a Timo, que le hizo una señal de rechazo, le alcanzó el vaso con el contenido sin rebajar. Después se sentó ella también sobre la piedra calentada por el sol, que ahora había quedado medio cubierto por la sombra de algunas ramas.

—Aquí tienes, bebe un trago y luego cuéntame todo lo que sabes.

Timo se bebió el contenido del vaso de un solo trago, se limpió la boca con la mano, al tiempo que gruñía satisfecho, y se secó las gotas de la barba. Después comenzó a hablar sin parar. Al principio, Marie no se enteró de nada que ya no supiera antes; sin embargo, levantó la vista con interés cuando Timo mencionó a Wiggo, que había servido a Michel como escudero.

—¿Puedes decirme dónde encontrar a ese chico? Si estaba presente en la batalla decisiva, debería saber qué le ocurrió a mi esposo.

Timo desdeñó sus palabras con un gesto irritado.

—Yo también pensé lo mismo y apelé a la conciencia del muchacho cuando regresó a Núremberg con el ejército. Al principio no quería soltar prenda, pero finalmente reconoció que había llegado tarde para acompañar a Michel porque se había ido de parranda con un grupo de siervos, por eso ni siquiera estuvo presente en el momento de la partida de su señor. Lo único que supo fue que los dos caballeros sobrevivientes, Falko von Hettenheim y Gunter von Losen, regresaron solamente con dos siervos, y gritaron llenos de pánico a Heribald von Seibelstorff, que por entonces era su líder, que debían emprender la retirada de inmediato.

Marie levantó la vista.

—¿Significa que, salvo esos dos caballeros, no hay testigos de las últimas horas de Michel?

Timo volvió a llenar su copa, pero sólo bebió un sorbo y luego sacudió la cabeza significativamente.

—Os olvidáis de los soldados a caballo supervivientes, señora. Al final, yo también quise saber qué le había sucedido a mi señor, y por eso salí a buscarlos. Me llevó algún tiempo dar con uno de ellos, y además me costó casi todo mi dinero en efectivo emborracharlo lo suficiente como para poder sonsacarle algo. Lo que me contó me resultó extraño. Me dijo que en realidad no había razón alguna para emprender la retirada de forma tan precipitada, ya que Hettenheim y sus acompañantes habían espantado hacia los bosques al par de bohemios con los que se habían enfrentado. Pero me dijo que el líder del grupo, que justamente era ese caballero Falko, les había prohibido a él y a sus camaradas ocuparse de los caídos, y que en cambio les había ordenado regresar inmediatamente al campamento, mientras que él y el otro caballero los siguieron al cabo de un rato, lo que jamás habrían hecho de haber existido algún peligro. Pero lo más importante es lo que viene a continuación: el muchacho estaba segurísimo de que, cuando él abandonó el lugar de la contienda, vuestro esposo estaba herido, pero aún seguía con vida. En el camino de regreso hacia el campamento pudo pescar partes de una conversación entre Hettenheim y Losen en la que se burlaban del caballero Michel y se imaginaban qué final lo aguardaría en manos de los husitas.

—¡Lo dejaron abandonado para que los husitas lo torturaran hasta matarlo! —Marie se tapó el rostro con las manos.

Timo la cogió del hombro y la sacudió.

—Puede que sea cierto, pero no os olvidéis de que ellos ya habían espantado a los bohemios, y quién sabe si los husitas regresaron realmente.

BOOK: La dama del castillo
3.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Shade of Dragon by Bella Forrest
Return to Thebes by Allen Drury
Remarkable by Elizabeth Foley
Craving Flight by Tamsen Parker
El camino del guerrero by Chris Bradford
Kaavl Conspiracy by Jennette Green
The Infiltrators by Donald Hamilton
Rugged by Tatiana March