Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
Marie lo miró con renovadas esperanzas.
—Tal vez no. Al menos esos traidores le dieron tiempo a Michel para atender sus heridas y esconderse entre los arbustos. Ya sabes lo ingenioso que es.
—Vaya si lo sé — respondió Timo, dándole la razón —. Dicen que en algunas regiones de Bohemia aún hay castillos y ciudades que han permanecido fieles al emperador y que hasta ahora han resistido a los husitas. Tal vez haya logrado llegar a alguna de esas regiones y ahora esté a salvo.
Marie lo miró, dudosa.
—Pero si así fuese, ¿por qué entonces no me ha hecho llegar noticias suyas?
—No me imagino que el señor pueda enviar a un mensajero a atravesar el territorio de los rebeldes, y si se marchase él mismo, aquellos que lo ayudaron lo tomarían por un miserable cobarde.
Timo notó que Marie absorbía en su interior esas palabras, dándolas por seguras, y levantó las manos en señal de rechazo.
—¡No, no, señora! ¡No abriguéis falsas esperanzas! No son más que conjeturas, ¿comprendéis? Sin ayuda, lo más probable es que vuestro esposo se haya desangrado en el campo de batalla o que haya caído en manos del enemigo. En ese caso, recemos para que no haya sobrevivido mucho tiempo a lo que le hayan hecho.
—Sus enemigos son Hettenheim y ese... tú mencionaste a un tal Losen.
—Gunter von Losen es un caballero franco que fue a parar con nosotros mientras marchábamos hacia aquí desde Rheinsobern y que se unió de inmediato a Falko von Hettenheim. Intentó humillar al señor Michel, pero se equivocó con él. Y vuestro esposo tuvo que partir hacia su última batalla precisamente con esos dos.
Timo bebió el resto del vino que le quedaba en la copa y luego señaló hacia el palenque, donde entretanto ya se había reanudado el torneo en grupos.
—Si queremos ver algo más, deberíamos regresar ahora, señora.
El relato de Timo le había hecho olvidar por completo el torneo a Marie. Lejos de decepcionarla, sus palabras habían alimentado aún más sus esperanzas, y sobre todo le habían proporcionado un motivo posible por el cual Michel no había podido regresar con ella. Su esposo no era ningún cobarde, y jamás abandonaría a los amigos que lo habían ayudado. Marie se volvió hacia el siervo con un movimiento enérgico.
—¿Tienes idea de cuándo se decidirá el emperador a partir a enfrentarse con los husitas? En nuestro campamento sólo circulan rumores.
—Yo tampoco sé más que vos, señora. ¿Por qué lo preguntáis? —Seguiré buscando a Michel. Y si es necesario, me adentraré en Bohemia. Pero no puedo viajar sola hasta allí. Timo se asustó tanto al oírla que se persignó.
—¡Quitaos esas ideas de la cabeza, señora! Es demasiado peligroso, no importa si os unís a una expedición militar o si vais a pie.
Marie sacudió la cabeza de tal manera que sus trenzas rubias se le soltaron y volaron alrededor de su cabeza.
—Mientras pueda seguir creyendo que Michel vive, haré todo lo que sea necesario para encontrarlo.
—Hablaremos de ello más tarde. Ahora mejor miremos el torneo. Si no os molesta, por el camino podemos pasar a buscar otra jarra de este excelente vino.
Se notaba que Timo estaba tratando de pensar la manera de disuadir a Marie de aquellos planes tan peligrosos, y suspiró aliviado al ver que ella asentía con indiferencia. «Tal vez no hablaba muy en serio cuando mencionó eso del viaje», pensó.
Marie hizo llenar otra vez ambas jarras de vino y agua y regresó junto con Timo y Trudi al lugar donde estaba desarrollándose el torneo. Allí, las filas de los caballeros ya habían mermado bastante. Muchos de los vencidos yacían heridos en sus carpas, donde los cirujanos de campaña atendían sus heridas, y los cadáveres de los caballos en un extremo del campo daban testimonio más que ninguna otra cosa de la rudeza con la que el torneo se llevaba a cabo. A Marie le parecía un modo bastante extraño de preparar a los guerreros para la batalla. Los caballeros que salían heridos eran demasiados, y si el emperador iba a esperar a que todos ellos recuperasen su capacidad de lucha, la campaña tendría que suspenderse.
Como el torneo había entrado otra vez en receso, Marie y Timo atravesaron el campo bajo la mirada amenazante de los siervos del torneo y se sentaron del otro lado, en el pasto, a los pies de otros espectadores que gentilmente les hicieron sitio. Cuando Marie terminó de sentar a Trudi en su regazo y miró a su alrededor, se dio cuenta de que junto a ella estaba parado el mismo pesado que antes había alentado a Falko von Hettenheim. Su rostro brillaba de alegría, de sudor y seguramente también de vino generosamente consumido, y le dirigió a Marie una lasciva sonrisa irónica.
—Ve aflojándote la falda, mujer. Sólo quedan ocho caballeros en el torneo, y el señor Falko se encuentra entre ellos. Si gana, tú y yo nos divertiremos mucho juntos.
—¿Qué sueñas por las noches? Ya te he dicho que puedes ir con tu par de chelines a ver alguna rabiza.
—¡Apuesto diez florines al caballero Falko! Era evidente que el hombre estaba seguro de que Hettenheim ganaría.
Marie le dirigió una mirada socarrona y extendió la mano.
—¿Acaso pretendes afirmar que tú posees diez florines? Si no lo veo, no lo creo.
El rostro del hombre se ruborizó, pero, tras vacilar un instante de forma casi imperceptible, extrajo la bolsa de cuero que llevaba debajo del sayo y le contó las monedas a Marie una por una en la palma de la mano. Antes de que pudiera volver a guardarlas, Eva la Negra las cogió y se las escondió detrás de la espalda.
—Eh, ¿qué haces? ¡Dame mi dinero, mujer!
El hombre intentó quitarle las monedas a la fuerza pero ella reclamó la ayuda de las personas que la rodeaban.
—Se trata de una apuesta, y en estos casos hay que jugar limpio, ¿no creéis?
Algunos hombres le dieron la razón. Eva le pidió a dos de ellos, que vestían el traje sencillo pero limpio de los recolectores de miel de Núremberg, que se quedaran junto a ella para ayudarla a cuidar el dinero.
—Si gana el caballero Falko, este hombre recibirá sus florines de regreso y podrá desaparecer entre los matorrales junto con mi amiga. Pero si Von Hettenheim pierde, sería una pena que se largara con el dinero que apostó.
—Me parece lo justo —aprobó uno de los dos apicultores. El apostador rival de Marie resopló disgustado, pero se calmó enseguida y volvió a sonreír con ironía, como ya si estuviera imaginándose encima de ella.
Marie le volvió la espalda e increpó a Eva furiosa.
—No me gusta que decidan sobre mí sin consultarme. Si ese maldito Falko llega a ganar, Dios no lo permita, ve tú a abrirte de piernas a ese hombre.
—Dudo de que él esté de acuerdo con el cambio —respondió Eva, divertida—. Además, aún no ha ganado. ¡Mira hacia delante, preciosa! Ya se larga otra vez.
Marie vio cómo se preparaban los últimos ocho caballeros y, para su regocijo, descubrió entre ellos tanto a Heinrich von Hettenheim como al joven Seibelstorff. Junto con otros dos caballeros, les tocaba enfrentarse con el caballero Falko y sus compañeros. Timo le tocó el hombro a Marie, señalando nervioso hacia uno de los caballeros que flanqueaban a Falko.
—El hombre ese de armadura azul y roja es Gunter von Losen.
Marie examinó al caballero con una rápida mirada. Losen no estaba armado con la majestuosidad de Falko von Hettenheim, pero con el penacho de plumas en el casco y el escudo rojo adornado con tres estrellas doradas, comparado con los caballeros que tenía enfrente parecía un pavo real. El caballero franco, a quien Marie había catalogado como un luchador experimentado a pesar de su apariencia de petimetre, lucharía contra Heribert von Seibelstorff, mientras que los dos de Hettenheim debían cabalgar contra otros rivales.
A una señal del emperador, el heraldo levantó su varilla. Un golpe de fanfarrias resonó en el campo y los caballeros hicieron trotar a sus caballos. Como ahora se levantaba menos polvareda, los espectadores podían experimentar bien de cerca cómo los campeadores chocaban entre sí. Las lanzas se deshacían en astillas, y a ambos lados caían los caballos de rodillas. Para decepción de Marie, Falko no se cayó de su caballo y su contrincante fue arrojado al suelo. Heinrich von Hettenheim también seguía sobre su caballo, mientras que Heribert von Seibelstorff se tambaleaba de forma notoria y lograba evitar que lo tiraran haciendo enormes esfuerzos. Losen, en cambio, había perdido la lanza y los estribos, de modo que fue cayéndose hacia un lado con su pesada armadura y aterrizó con gran estrépito en el suelo.
Marie dejó escapar un grito de júbilo, mientras que su apostador rival esbozaba una sonrisa irónica aún más ancha. El hombre se había procurado un nuevo jarro de vino, brindó socarronamente en honor de Marié y comenzó a beber con tal avidez que el líquido se le desbordaba por las comisuras de los labios y le corría por el cuello. Si Falko von Hettenheim ganaba el torneo, a Marie sólo le cabía esperar que el hombre estuviese demasiado borracho como para poder probar su virilidad, ya que prefería matarlo antes que entregarse a él.
En la plaza del torneo, los caballeros que aún no habían podido ser arrojados de la montura se quitaron los cascos y se enjugaron el sudor del rostro con los paños que les alcanzaron sus escuderos. Heinrich von Hettenheim examinó con gesto despreciativo a su próximo oponente, comparándolo con su primo, a quien le tocaba arremeter contra el hidalgo Heribert. El joven no estaba ni remotamente a la altura de Falko von Hettenheim. Heinrich le hizo un gesto de reconocimiento.
—Habéis luchado con gran arrojo, haciéndole morder el polvo a Losen. Pero ahora deberíais apartaros y dejar a mi primo en mis manos.
El hidalgo Heribert meneó la cabeza con indignación, se caló el casco sin decir palabra y condujo a su caballo hacia la zona de la liza en cuyo extremo opuesto ya estaba preparándose el caballero Falko. Heinrich von Hettenheim se encogió de hombros y se concentró en su propia disputa. Lo único importante para él en ese momento era derribar al caballero de Borgoña que tenía enfrente. Se trataba de uno de esos hombres que iban de torneo en torneo y vivían del dinero de los premios, es decir, de un luchador experimentado en las justas al que Heinrich no consideraba tan astuto y ladino como su primo, pero que de todas formas iba a demandarle toda su pericia.
El heraldo volvió a levantar la varilla y los caballeros echaron a andar a sus caballos, que ya acusaban el cansancio de los choques anteriores. El hombre de Borgoña tenía buena puntería, pero Heinrich logró desviar la punta de la lanza enemiga con su escudo y tirar del caballo al caballero de los torneos, empujándolo con su propia arma. En ese mismo momento, el caballo de Von Seibelstorff cayó de rodillas junto a él. Heribert perdió el equilibrio y se precipitó al suelo. Si bien, a diferencia del hombre de Borgoña, el hidalgo se puso de pie sin ayuda, el torneo se había terminado para él. Mientras iba maldiciendo en voz baja detrás de Görch, que había atrapado a su caballo, Heinrich y Falko von Hettenheim se dispusieron a definir cuál de los dos sería el vencedor del torneo.
Marie, que no tenía la costumbre de asistir asiduamente a la iglesia, unió sus manos cuando ambos primos tomaron posición, y comenzó a rezar silenciosa pero fervorosamente a la Virgen María y a María Magdalena para que protegieran al caballero Heinrich y lo ayudaran a obtener la victoria. Mientras tanto, su apostador rival alentaba a voz en cuello a Falko. Cuando ambos caballeros comenzaron a hacer trotar a sus caballos, se produjo un silencio en el grupo. Marie cerró los ojos, soltando a cada latido de su corazón un ruego a la Virgen María. De pronto se oyó en el campo el eco de un único golpe fuerte. Marie abrió los ojos de par en par y vio que ambos caballeros seguían sobre sus monturas. Sin embargo, la multitud que la rodeaba suspiró con decepción. Y entonces ella también vio lo que había pasado: Falko von Hettenheim fue resbalándose junto con la montura cada vez más hacia atrás sobre el lomo del caballo, se resbaló por la grupa y se precipitó de costado hacia el suelo.
Marie estalló en carcajadas y batió las palmas. A pesar del sonido de risas provenientes de innumerables gargantas que siguió al suyo propio, Falko alcanzó a percibir su voz, se arrancó el casco de la cabeza, furioso, y la miró con gesto amenazante. La risa de Marie alegrándose de su desgracia no hacía más que aumentar doblemente la humillación por su derrota, y se juró encargarse de que aquella mujer no volviera a reírse de ningún otro hombre una vez que hubiese saciado en ella su lujuria.
Mientras tanto, Heinrich von Hettenheim cabalgó hacia la tribuna e inclinó la lanza frente al emperador. El señor Segismundo le hizo una señal de beneplácito e instó a los presentes a aclamar al caballero. A continuación resonó un «hurra» triple que Marie gritó hasta casi desgañitarse.
Después, el emperador le hizo señas a la multitud para que hubiera silencio y se dirigió hacia el vencedor.
—Habéis peleado con arrojo, señor Von Hettenheim. Sin embargo, vuestro primo también le ha hecho honor a vuestro linaje el día de hoy. Con caballeros como vosotros a mi lado, muy pronto habremos logrado sofocar a esa chusma levantisca de Bohemia.
Marie seguía con la vista clavada en Falko von Hettenheim, que no podía ponerse de pie por sí solo debido a lo pesada que era su armadura y debió aguardar a que sus siervos acudiesen en su ayuda. Por eso, al principio ni siquiera se percató de que Eva la Negra le hablaba. Sintió que le tiraban de la manga, levantó la cabeza y vio a la vieja inclinada sobre ella.
—¡Aquí tienes, son para ti! —Eva le puso en la mano siete de los diez florines—. Uno me lo guardo para mí y los otros dos son para Theres y Donata. Hasta ahora casi no hemos podido hacer negocios en esta campaña, y el dinero nos vendrá muy bien. No creo que hayas ganado siete florines tan fácilmente en toda tu vida, y seguramente podrás olvidar muy pronto los otros tres.
Marie asintió, aunque había tenido mucho más oro en sus manos en más de una oportunidad.
—Asegúrate de que Oda no te vea cuando les des el dinero a Theres y a Donata. De lo contrario, también querrá una parte, y no estoy dispuesta a hacerle llegar ni una moneda.
—Quédate tranquila, yo tampoco le daría nada a esa sinvergüenza.
Eva soltó una risita y dirigió una mirada fugaz a Falko von Hettenheim, a quien en ese momento estaban sacando del combate.
—Ese engreído se merece la derrota, pero lo que más me alegra es que haya sido nuestro buen caballero Heinrich quien le ha hecho morder el polvo.