Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
—Janka se ha convertido en una damisela y ya no anda trepando a los árboles como un muchachito.
La hija de Sokolny acababa de disparar hacia la puerta de forma muy poco femenina para saludar a su tío, pero al oír las palabras de su padre se transformó en una noble señorita bien educada. Se hincó ante Ottokar, espiando al mismo tiempo hacia el patio del castillo, donde Michel seguía parado al pie de la escalera sin quitarle los ojos de encima al hermano del conde.
Ottokar miró a su sobrina y se restregó los ojos.
—¡Debe de ser un espejismo! ¿Qué fue de la pequeña salvaje que retozaba por aquí cuando yo me fui del castillo?
—El tiempo pasa, Ottokar, aunque aquí entre nosotros muchas veces parece detenerse, sólo el cambio de las estaciones nos recuerda que la vida se nos va.
El conde Sokolny suspiró y por un instante pareció viejo. Luego enderezó los hombros, saludó con un apretón de manos al resto de los caballeros y después también a los soldados a caballo.
Finalmente, Ottokar apoyó la mano sobre el hombro de su hermano y lo miró a la cara.
—Tengo que hablar urgentemente contigo, Václav.
—Seguro, pero ya habrá tiempo para ello. Primero, quitaos el polvo del viaje y recobrad fuerzas con lo que haya en la cocina y la bodega para ofrecer a los huéspedes hambrientos.
Sokolny se dio la vuelta y le dio la orden a Jindrich de correr a la cocina a avisar a Wanda de que habían llegado unas visitas muy especiales.
Aproximadamente una hora más tarde, los dos hermanos condes presidían la mesa con forma de herradura del salón principal; a ambos lados de ellos, sus acólitos de mayor rango; por parte de Václav, además de Feliks Labunik estaban Marek y Michel, cuya presencia parecía irritar al conde Ottokar.
—¿Te parece bien, Václav, permitir a este alemán que se siente a tu mesa? —preguntó de forma bastante descortés.
—Es mi mesa y yo decido quién puede sentarse aquí y quién no —le replicó su hermano suave pero concluyente.
—Algunas personas no verán con buenos ojos que tengas a un alemán en tan alta estima.
El conde Václav hizo un gesto de desdén.
—Como si a alguien le interesara lo que sucede en mi castillo.
—¡Estás mintiéndote a ti mismo y lo sabes! Ni nuestro líder, Prokop el Pequeño, ni los predicadores taboritas se han olvidado de que existe un castillo de Falkenhain cuyo señor aún apoya al traidor de Segismundo. —Esta vez, la voz del conde Ottokar sonó tan fuerte como si en lugar de su hermano tuviese enfrente a un enemigo, pero enseguida volvió a moderar el tono, aunque miró al mayor de los Sokolny de forma desafiante—. Ya no estoy en condiciones de seguir protegiéndote, Václav. Tienes que unirte a nosotros; de lo contrario, te hundirás.
—¡Le he jurado lealtad al emperador Segismundo, y no romperé mi juramento para aliarme con una banda de ladrones y asesinos! —Václav Sokolny descargó un puñetazo sobre la mesa.
Uno de los caballeros que habían venido con el joven Sokolny se puso de pie, mostrando los dientes como un lobo exasperado.
—¡Ottokar tiene razón! Tienes que ponerte de nuestro lado; de lo contrario, incendiarán tu castillo contigo dentro y masacrarán a los sobrevivientes.
—¡No hemos venido a conversar acerca de tus anticuadas ideas, sino para dejarte claro que hay un solo camino para nosotros y para ti, Václav! —agregó otro—. Nosotros, los nobles checos, debemos aliarnos contra esa chusma maldita que se agrupa en torno al predicador Jan Tabor, o será nuestra perdición.
—Sus seguidores exigen cada vez con más fuerza la abolición del derecho de linaje y de propiedad, y los siervos que oyen eso ya no piensan en otra cosa que en lo que podrán robar durante el próximo saqueo en lugar de seguir atendiendo nuestros campos. Por eso, hemos decidido poner punto final a este absurdo pagano que pretenden imponernos los taboritas y nos hemos adherido a la unión de los calixtinos. Necesitamos el apoyo de todos los nobles honestos para proceder, contra aquellos que quieren poner patas para arriba el orden establecido por Dios. ¡Entra en razón! Abjura de ese Segismundo, hace ya seis años que fue despojado de su trono...
—... y quienes lo despojaron fueron precisamente esos mismos charlatanes que han influido demasiado sobre ti —lo interrumpió Václav de mal humor.
—¡Debemos ponerlos en su lugar! Date cuenta de una vez, Václav. En aquel entonces nos pronunciamos contra Segismundo porque queríamos tener un rey que procediera de nuestra propia región, y no uno que acumulara coronas europeas sobre su cabeza y que sin embargo es extranjero en todas partes. —Ottokar se incorporó de un salto y se abrazó al respaldo de la silla de su hermano—. ¡Václav, si vacilas, pronto será demasiado tarde para ti! Este advenedizo de Vyszo ya está reuniendo gente para marchar contra tu castillo y derribarlo. Ya no podré frenarlo mucho tiempo más. Ven conmigo a ver a Prokop, échale a los pies la cabeza de ese alemán a modo de regalo y declárate partidario de nuestra causa.
Václav Sokolny se puso de pie y miró a su hermano con los ojos chispeantes de furia.
—Ese alemán cuya cabeza reclamas con tanta vehemencia le salvó la vida a mi hija. ¡Daré mi vida antes de que algo le suceda!
Ottokar Sokolny miró hacia el cielo raso de la habitación como si estuviera buscando que el cielo lo asistiera.
—¡Entonces envíalo lejos! Puedo garantizar su seguridad hasta que haya traspasado nuestra frontera.
El rostro de Václav Sokolny reflejaba una intensa lucha interna, y Michel se quedó esperando tan ansioso como los otros saber cuál sería su decisión. De ser necesario abandonaría Bohemia, aunque no tenía ni idea de adónde se dirigiría. Al mismo tiempo, le asombraba que los husitas estuviesen tan en desacuerdo entre ellos a pesar de que con sus ataques no solamente se habían ganado la enemistad del emperador, sino también la de numerosos príncipes alemanes. Si los taboritas, que de acuerdo con las acaloradas palabras de los huéspedes eran los únicos culpables de los saqueos, y los nobles calixtinos se ponían a pelear entre sí, aquello le vendría de perlas a Segismundo, sin importar cuáles fueran sus propios planes.
Pareció transcurrir una eternidad hasta que el conde Sokolny tomó una decisión y rechazó con duras palabras la propuesta de sus huéspedes. A la mañana siguiente, cuando Ottokar Sokolny y sus amigos abandonaron desilusionados el castillo, el conde parecía haber envejecido varios años de golpe, y ya parecía estar viendo su castillo incendiado. Michel lo entendía.
El juramento de fidelidad a su rey que Václav Sokolny había prestado ante Dios era sagrado para él, aunque ahora sólo sirviese para sellar la caída de Falkenhain.
RUMBO A BOHEMIA
El barullo que organizaba la gente alrededor del terreno donde se realizaría el torneo era casi insoportable. Marie hubiese querido taparse los oídos, pero no podía porque tenía a Trudi en brazos, e incluso así la pequeña corría peligro de ser aplastada por aquella masa humana. De pronto, algunos siervos de Núremberg intentaron apartar a Marie y a Eva la Negra para llegar a la primera fila de espectadores. Marie se puso a gritarle furiosa a uno de los hombres, pero, al ver que eso no surtía efecto, se plantó directamente delante de él y la empujaron hacia delante. En medio de los empujones, la soga que separaba la liza del lugar previsto para el pueblo llano se tensó tanto que los postes a los cuales estaba asegurada estuvieron a punto de arrancarse de la tierra. Pero los siervos del torneo se acercaron de inmediato, haciendo retroceder con sus lanzas a Marie y a los otros.
En ese momento, Marie sintió envidia de Michi, que había trepado junto con otro montón de muchachitos a las ramas de una haya añosa que había en un extremo del círculo de espectadores, de modo que tenía una visión completa de la liza y, al mismo tiempo, estaba protegido de los calientes rayos del sol bajo aquel follaje tupido. Marie levantó a Trudi por encima de su cabeza para que no pudiera sucederle nada, pero insistió en conservar su lugar en primera fila. Eva la Negra también logró mantenerse a su lado, dejando al descubierto los dientes que aún le quedaban para esbozar una sonrisa sin alegría.
—Entiendo que el emperador quiera ofrecerles a los ciudadanos de Núremberg un espectáculo para demostrarles cuan valientes y audaces son los caballeros que ha movilizado para protegerlos. ¿Pero tenía que hacerlo precisamente delante de la ciudad, por donde cualquier tonto de capirote y cualquier criada lavandera pueden pasar y mirar?
Marie miró hacia la tribuna revestida de telas de colores en la que acababa de ocupar su lugar el emperador. Sobre la tribuna habían tendido unos lienzos de lona para protegerle a él y a sus acompañantes del sol abrasador, que ahora que estaban a finales de julio brillaba desde un límpido cielo azul. Como no corría una sola gota de aire, al poco rato Marie comenzó a sentir que el sudor le brotaba por todos los poros, y su lengua adoptó la consistencia de un trozo de cuero seco en su boca. Trudi también lloraba de sed. Marie hubiese querido dirigirse a uno de los puestos que habían levantado detrás del palenque para vender vino, cerveza y agua fresca de la fuente. Pero para ello tendría que haber abandonado el buen lugar que había conseguido, y entonces no podría ver del torneo más que las puntas de las lanzas de los caballeros, adornadas con banderines, antes de que se bajaran para cabalgar uno al encuentro del otro.
Pero Marie no sólo estaba agobiada por el barullo y el calor. A su lado había aparecido una mujer que olía espantosamente a pescado y no paraba de echar ventosidades, y al hombre que estaba detrás de ella le habría venido tan bien como a la vendedora de pescado un buen baño con mucho jabón de ceniza. El hombre se rascaba constantemente todo su cuerpo, y a cada rato se metía la mano en la bragueta, donde parecía picarle más. Marie pensó espantada en la cantidad de bichos que aquel hombre debía acarrear consigo y resolvió someterse esa misma noche a un tratamiento con hierbas para los piojos, y a Trudi también.
Su mirada volvió a dirigirse hacia la tribuna, y entonces vio llena de envidia que el emperador volvía a hacerse llenar su copa de vino. Observó después a las damas del cortejo, que vestían unos costosos vestidos de terciopelo y fustán y llevaban sobre sus cabezas cofias de las más diversas formas de las que pendían unos velos de colores. Además, las damas llevaban en sus manos unos abanicos hechos con mucha imaginación con los cuales podían refrescarse. Los señores estaban vestidos en forma igualmente suntuosa, aunque un poco menos llamativa. Todos ellos eran nobles de edad madura, ya que ninguno de los caballeros en edad de luchar se quería perder la oportunidad de lucirse delante del emperador.
—Sería mejor que estos señores demostrasen su valor luchando contra los husitas.
Tan sólo cuando la pescadora la miró indignada, Marie se dio cuenta de que había expresado sus pensamientos en voz alta.
—Yo estoy contenta de que el emperador y su ejército estén acampando aquí en Núremberg, brindándonos protección y seguridad —replicó con vehemencia la vendedora de pescado, cosechando la aprobación de las personas que la rodeaban. Marie no quería provocar una reyerta, por eso se tragó rápidamente las palabras mordaces que tenía en la punta de la lengua. Lo cierto era que a la gente de Núremberg les resultaba mucho más importante su ciudad que el resto del imperio, y mientras pudieran sentirse seguros bajo la protección del emperador, a la mayoría no les afectaba que las hordas de husitas saquearan Sajonia o Austria.
Para los mercaderes, que sentían muchísimo la pérdida de socios comerciales en los territorios asolados, la presencia del ejército imperial era doblemente bienvenida porque, además de seguridad, prometía depararles buenos negocios. Como a los soldados rasos no se les permitía entrar en la ciudad, los proxenetas de Núremberg habían levantado carpas cerca del campamento de guerra, alojando allí a muchas de sus muchachas. A los habitantes de la ciudad no les importaba privar a las vivanderas y a las prostitutas de campaña de generar ganancias, ya que aquellas mujeres tampoco harían grandes negocios una vez que la tropa volviera a ponerse en marcha debido a que para entonces los soldados ya habrían gastado todo su dinero en la ciudad, adquiriendo vino y prostitutas. Esto irritaba a Marie, aunque a ella no le molestaba vender sus mercancías a crédito, mientras que a las otras vivanderas sólo les quedaba la esperanza de que los soldados obtuvieran un botín suficiente como para poder saldar sus deudas.
Un golpe de fanfarria sacó a Marie de sus pensamientos. Miró hacia delante y vio que el heraldo imperial entraba en la liza vestido con una túnica adornada con blasones para anunciar la primera fase de combate. Como había más de quinientos caballeros que querían participar en el torneo, al principio se agruparon en bandos. Sólo al final, cuando las filas se redujeran visiblemente, los caballeros que aún siguieran sentados sobre sus monturas lucharían de forma individual para elegir entre ellos al campeón. Marie intentó hallar en los dos primeros grupos a Heinrich von Hettenheim y a Heribert von Seibelstorff, pero en su lugar descubrió a Falko von Hettenheim en medio de sus amigos palatinos.
Falko había mandado hacer a un forjador de armaduras de Núremberg una armadura de torneo, y ahora sólo se le podía reconocer por el banderín con su blasón, un escudo azul dividido por una línea ondeada dorada con un grifo de plata y una espada sarracena rota. Su apariencia era majestuosa, y los espectadores, que habían oído hablar de sus supuestos triunfos en la lucha contra los husitas, estallaron en gritos de júbilo al verlo. Marie hubiese querido escupir.