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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (38 page)

BOOK: La dama del castillo
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Pero aún había algo que Marie tenía atragantado.

—No tengo inconveniente alguno en que conserves esos florines, pero si vuelves a decidir sobre mi cuerpo como hoy, será mejor que te encomiendes a todos los santos para que no te asesine a ti primero. No permito que ningún hombre me ponga las manos encima, ¿has entendido?

Eva iba a sonreírle haciendo un gesto despectivo, pero advirtió la expresión que Marie tenía en los ojos y tragó saliva.

—¡Temo que hablas en serio! Me parece que no es conveniente tenerte de enemiga, ¿me equivoco?

—Recuérdalo bien —le aconsejó Marie con una sonrisa sutil que a Eva le recordó a un gato que acaba de ver a un ratón y está agazapado para dar el salto.

Capítulo II

El caballero Falko von Hettenheim arrojó el casco contra un rincón de la carpa, sin importarle que aquella valiosa pieza pudiera abollarse. Sencillamente no podía creer que hubiese sido nada más y nada menos que su primo Heinrich von Hettenheim quien lo tirara del caballo, y dando gritos le ordenó a su siervo que le trajera vino. Sin embargo, los tres vasos bebidos con avidez uno tras otro no hicieron más que encender todavía más su ira. Apenas su escudero lo hubo librado del corsé metálico de la armadura, abandonó la carpa para ir en busca de Gunter von Losen. Halló a su amigo en un estado lamentable y por lo menos tan furioso como él.

Losen apretó los puños.

—¡Ese miserable patán! ¡Ese simple! Ya estaba a punto de tirar a ese mequetrefe del caballo cuando se me zafó el estribo y perdí el sustento. Pero al menos me alegro de que le hayas hecho morder el polvo al hidalgo Heribert.

—Sí, pero perdí la batalla final contra mi primo. ¡Ojalá que se pudra con sus hijos en el infierno toda la eternidad!

Falko movió de una patada una de las partes de la armadura que estaban desparramadas por el suelo.

—Heinrich me humilló delante del emperador y de la multitud. Se burló de mí.

—Si tanto lo odias, deberías arrojarlo a los bohemios para que lo devoren, como hiciste aquella vez con Michel Adler.

—¡Cierra la boca! En este lugar, hasta las paredes de la carpa escuchan. ¿Acaso quieres arriesgarte a que el próximo jarro de vino que te lleves a los labios esté envenenado?

Gunter von Losen irguió su torso dolorido y contempló a su amigo con asombro.

—¿Qué es lo que sucede contigo? No irás a decirme que tienes miedo, ¿no?

Falko meneó la cabeza, disgustado.

—Claro que no. Pero he descubierto que la mujer de Michel Adler se halla en este campamento. Si llega a enterarse de lo que realmente ocurrió, hará todo lo posible por vengar a su esposo.

—¿La mujer de Adler está aquí en el campamento? ¿Entre las mujeres de los pertrechos? En fin, allí es donde pertenece, después de todo. Yo no me preocuparía por ella. ¿Cómo podría representar un peligro para nosotros?

—De joven era prostituta y aprendiz de bruja. Esa mujer conoce métodos para que a un hombre se le escurra lentamente la vida de las venas.

—Entonces acúsala de brujería. Una vez que arda en la hoguera, estaremos a salvo de ella —propuso Losen. El caballero Falko se rio con rencor.

—Si fuese tan sencillo, ya lo habría hecho. El emperador conoce a la señora Marie, que posee grandes benefactores dentro del imperio. Incluso mi señor, el conde palatino, figura entre ellos. Además, a mí no me va a satisfacer verla arder en la hoguera. Quiero que se retuerza debajo de mí antes de cerrarle la garganta lentamente y con enorme placer.

—Ya había oído decir que la mujer de Adler es muy hermosa, pero jamás hubiese pensado que pudiera hacerte hervir la sangre a ti; que has tenido muchas más mujeres que ningún otro. Una vez que haya sido tuya, creo que yo también miraré cómo está construida debajo de sus faldas.

—Yo no me limitaré a mirarla.

Falko se extasió con la idea de castigar a Marie a su modo por haberse burlado de su derrota. Si Losen lo ayudaba, mejor.

—¡Asegúrate de ponerte en pie pronto! —Falko palmeó a su amigo en el hombro con soberbia y respondió con una sonrisa irónica a su gesto desfigurado de dolor—. Parece que el mocoso Von Seibelstorff te dio muy duro, ¿no?

Losen alzó el puño, amenazante. —¡Largo de aquí!

Falko esquivó el jarro de vino que Losen le arrojó y abandonó la carpa entre risas. Al lado del palenque había una gran feria. Falko von Hettenheim se paseó entre los puestos sin interesarse por las mercancías que ofrecían. Sólo se detuvo al llegar a un grupo de saltimbanquis que demostraban sus artes bajo la supervisión de un director de cabellos grises, y se quedó contemplando a una joven acróbata que Contorsionaba el cuerpo y enredaba los brazos, las piernas y la cabeza formando un nudo y arrancando del público suspiros de admiración. Cuando, poco después, la muchacha hizo la vertical y se abrió de piernas estando cabeza abajo, Falko consideró la posibilidad de llevársela y usarla en esa misma posición. Pero cuándo iba a dirigirse hacia ella se dio cuenta de que había una sola mujer en todo el campamento que quería sentir debajo de su cuerpo, y esa mujer era Marie.

Falko se volvió abruptamente, empujando con rudeza a una niña que también llevaba los retazos de colores de los saltimbanquis y en cuyo canasto ya repiqueteaban unas cuantas monedas. La niña lo insultó a sus espaldas, pero no en voz alta, ya que su blasón era conocido y la gente sabía que era fuerte y que pegaba duro.

Poco después, Falko descubrió a Marie y a dos de sus compañeras en un extremo de la plaza de festejos. La vivandera de ropa oscura, que llevaba en la cabeza un raído sombrero que la hacía parecer una vieja bruja, tenía en brazos a la hija de Marie y la alimentaba con frutas secas mientras la madre de la niña degustaba con enorme placer una salchicha asada. Falko se le acercó esbozando una sonrisa irónica y la cogió del brazo.

—Vamos, ramera, esta vez no escaparás de mí.

Marie, que no lo había visto venir, levantó la vista, asustada. Su mirada le reveló que él ya la había reconocido y que había venido a buscar lo que le había sido denegado en Rheinsobern. No tenía sentido pedir ayuda, ya que nadie se atrevería a enfrentarse a un caballero que estaba arrastrando a los matorrales a una vivandera. De modo que resolvió desplomarse y fingirse sin sentido. Falko la levantó de un tirón y comenzó a proferir toda clase de groserías porque tenía que cargar con ella como si fuese un peso muerto. Con un movimiento rápido la cogió por debajo de los hombros y la arrastró hacia los matorrales espesos que había a orillas del Pegnitz. La mano derecha de Marie se deslizó por la abertura oculta de su falda y tanteó en busca del cuchillito afilado que llevaba ajustado al muslo después de ciertas experiencias anteriores. Justo cuando el hombre estaba a punto de empujarla al suelo y arrojarse encima de ella, Marie lo extrajo y le apoyó el filo sobre la bragueta. Falko lo notó en cuanto la punta traspasó la tela, amenazando sus partes más sensibles.

—¡Si no me soltáis de inmediato, ya no podréis tomar a ninguna mujer por la fuerza nunca más! —Marie hubiese querido darle una estocada con todas sus fuerzas y castrarlo, pero sabía que la cortarían en pedacitos sin darle siquiera una mínima oportunidad de defenderse. Sin embargo, llegado el caso lo habría hecho, porque no quería que ningún hombre abusara de ella nunca más.

Falko se dio cuenta de que la cosa iba muy en serio y la soltó.

—Deberías estar contenta de poder sentir a un verdadero hombre dentro de ti, mujerzuela.

—Ve con las prostitutas o a clavar tu estaca a las mujeres bohemias, como es tu costumbre, pero a mí déjame en paz, ¿me oyes?

Sin embargo, Falko no estaba dispuesto a perder por segunda vez en el día. Sacó la espada y le dirigió a Marie una sonrisa irónica.

—¡Di tus últimas plegarias, ramera, ya que ahora te lincharé y arrojaré tu cadáver al Pegnitz!

Cogió a Marie, que no tenía escapatoria en aquellos matorrales espesos, y tomó impulso. Pero en ese mismo momento apareció detrás de él su primo Heinrich, quitándole la espada de las manos con un palo.

—Te atreves a amenazar a una mujer, pero eres demasiado cobarde como para medirte con un oponente de tu mismo nivel. ¡Vamos, levanta tu arma! Hace tiempo que estoy aguardando la oportunidad de despellejarte con el filo de mi espada. Heinrich arrojó el palo y desenvainó su espada.

Falko von Hettenheim volvió a sentir por segunda vez consecutiva en ese día el sabor amargo de la derrota. Su muerte le daría a Heinrich von Hettenheim una cuantiosa herencia, y si él hubiese estado en lugar de su primo, no habría dudado un solo instante en procurársela. Pero conocía bien a su primo y sabía que era demasiado puntilloso con el honor como para matar a alguien indefenso.

De modo que extendió ambos brazos.

—¿Realmente crees que esta ramera es tan valiosa como para que dos parientes de sangre se peleen por ella? ¡Usémosla los dos!

Marie comenzó a gruñir, pero el caballero Heinrich le hizo señas de que se quedara callada.

—Ésa es la diferencia entre nosotros, primo —le dijo a Falko—. Hasta hoy, jamás he tomado a una sola mujer por la fuerza, mientras que tú en cambio te desquitas con cualquier mujer inocente del odio que sientes hacia tu esposa, que no te ha dado más que hijas y no tienes empacho en penetrar contra su voluntad cuerpos sangrantes.

El caballero Falko soltó una carcajada mientras seguía retrocediendo, alejándose cada vez más de su primo. Cuando consideró que ya estaba a una distancia suficiente, le hizo un gesto obsceno y luego desapareció por entre los puestos con aparente calma, como si nada hubiese sucedido, en dirección a la ciudad.

Heinrich miró su espada, como preguntándose si acaso habría sido un error dejar a su primo con vida. Finalmente la envainó y se encogió de hombros, al tiempo que se volvía hacia Marie.

—Deberías cuidarte de Falko en lo sucesivo, Marie. Es como un perro rabioso: está siempre dispuesto a saltar sobre su presa.

—Sí, prestaré más atención. Muchas gracias por vuestra ayuda.

Marie no sonó tan valiente como pretendía aparentar. Pensó que Falko no cejaría en sus propósitos, y lamentó que él ahora supiera que llevaba un cuchillo. No podría volver a sorprenderle con el arma una segunda vez.

—Le ordenaré a Anselm que te proteja —declaró Heinrich después de reflexionar—. No podrá hacer nada contra mi primo, pero sí puede llamarme a mí o al hidalgo Heribert. Nosotros te ayudaremos.

—Es muy amable por vuestra parte, señor.

Si bien a Marie le desagradaba la idea de que la vigilasen, mientras Falko estuviese rondando no tendría otro modo de protegerse. Le dedicó a Heinrich una sonrisa agradecida y señaló hacia la espada de Falko, que aún seguía en el suelo.

—¿Qué hacemos con ella?

—Déjala tirada. Para un caballero no es de lo más honorable tener que enviar a su escudero a buscar su arma. Pero no se merece otra cosa.

El caballero Heinrich tomó del brazo a Marie y se brindó a acompañarla hasta el campamento.

Capítulo III

Cuando Falko von Hettenheim estuvo fuera del alcance de la vista de su primo, dio rienda suelta a su ira y se abrió paso ciegamente a través de la masa humana. A una mujer que no alcanzó a esquivarlo a tiempo la arrojó contra un puesto en el que se ofrecía miel y pastas con miel y canela, haciéndole arrastrar consigo la mesa junto con todas las mercancías expuestas.

—¿Acaso no puedes prestar atención? —le espetó el vendedor a la señora.

—Ese caballero que va ahí delante me arrojó contra la mesa. ¡Él tiene la culpa! —se defendió la mujer, señalando hacia la silueta de hombros anchos de Falko, que se abría paso entre los visitantes de la feria.

El vendedor encogió la cabeza asustado y comenzó a recoger las ollas y sartenes desparramados por el suelo.

—¡Cierra la boca, mujer! Con ése no conviene meterse. Basta con pisarle la sombra para que te parta la boca de un golpe. La mujer no podía calmarse.

—¡Es hora de que el emperador envíe a sus hombres a la guerra de una buena vez, así golpearán a los bohemios en lugar de a los ciudadanos respetables de Núremberg!

—En eso tienes razón —coincidió el vendedor—. Los soldados se conducen como si ellos fueran nuestros dueños y nosotros, los ciudadanos respetables, gusanos que deben arrastrarse a sus pies, y cuando exigimos nuestros derechos enseguida desenvainan la espada. El otro día, al muchacho del orfebre Rupp le dieron una paliza tal que quedó tullido, y todo porque no quiso venderles una joya valiosísima a un precio de miseria. Y...

El vendedor continuó relatando un par de episodios más que venían haciendo enfadar a los ciudadanos de Núremberg desde hacía semanas, y la gente que los rodeaba, que se había agolpado allí movida por la curiosidad, participaba vivamente de las quejas.

El caballero Falko ni siquiera notó el revuelo que había provocado, ya que sus pensamientos se ocupaban únicamente en qué haría para vengarse de su primo y de Marie. Barajó varias posibilidades, pero ninguna de ellas lo satisfizo del todo. Estaba tan ensimismado en sus pensamientos que ni siquiera vio a Gisbert Pauer, que corría a su encuentro haciéndole señas.

—¡Señor Falko, por fin os encuentro! ¡Hace rato que os estoy buscando, el emperador quiere hablar con vos!

Falko tomó conciencia de la presencia del mariscal cuando éste lo cogió de los hombros.

—¡Eh, Hettenheim! ¿Me habéis oído? ¡Dije que el emperador os ha mandado llamar!

Falko se detuvo y parpadeó, sorprendido.

—¿El emperador? Pero, ¿por qué?

Pauer se encogió de hombros.

—Mejor preguntádselo a él. Os está esperando en su carpa. Daos prisa, ya sabéis que el emperador se impacienta enseguida.

Falko sabía muy bien que era así. Se dio la vuelta y enfiló a toda prisa hacia la carpa imperial, cuya seda roja brillaba al sol como fuego ardiente. Aunque Segismundo poseía un cuartel en la ciudad al que podía acceder cómodamente a pie, generalmente solía permanecer frente a las puertas de la ciudad y dar sus audiencias allí. Mientras se acercaba a los guardias, Falko pensó que era una buena señal que el emperador mandase llamarlo después de la última humillación a la que la antigua ramera y su primo lo habían sometido.

Cuando Falko entró, el emperador yacía vestido sobre su cama de campaña y estaba tapándose el rostro con las manos. János, su guardaespaldas húngaro, que como siempre vestía una guerrera roja y unos pantalones verde musgo, salió al encuentro de Von Hettenheim blandiendo su cimitarra reluciente y le ordenó en mal alemán que se detuviera. Luego anunció su presencia en su propio idioma, que sonaba muy extraño. Segismundo se frotó la frente y se sentó. Por un instante pareció muy cansado y viejo, pero luego su expresión se estiró y el rastro de una sonrisa se asomó en las comisuras de su boca.

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