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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (55 page)

BOOK: La dama del castillo
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Marie intentó consolarla.

—No te preocupes. De día, los hombres son como los perros que ladran, pero se olvidan de morder. Pero por las noches sí debes cuidarte de ellos, ya que puedes llegar a terminar tendida con un hombre encima antes de que atines a decir «no». Si tienes que aliviarte, hazlo al lado del carro, no vayas detrás de un arbusto, y mucho menos al bosque.

Helene la miró con curiosidad.

—Hablas como si te hubiese sucedido algo parecido.

Marie soltó un sonido descarnado.

—A mí no, pero sí a otra mujer en el ejército imperial. Se llamaba Oda, estaba embarazada de cuatro meses y era una bestia hecha y derecha. Pero ni siquiera a alguien como ella le habría deseado acabar víctima de un grupo de carneros malolientes.

Mientras conversaban, las manos de las tres no habían permanecido inactivas en absoluto: habían sacado la cacerola y el trípode del carro y los habían dispuesto mientras Marie le gritaba a uno de los soldados que fuera al bosque a buscar leña.

El soldado resopló con desprecio.

—¡Envía a tus dos ayudantas!

—¡A ellas las necesito aquí conmigo! Así que más vale que vayas, o esta noche no habrá nada para comer.

La amenaza de Marie surtió efecto. Si bien el hombre comenzó a refunfuñar diciendo que a esa altura del año seguramente no encontraría madera seca, finalmente se alejó arrastrando los pies, y al poco tiempo regresó trayendo un hatillo grande con pedazos de ramas útiles. En lugar de unirse a sus camaradas, se quedó observando con interés cómo Marie cortaba una rama formando astillas, ponía encima pasto seco del año anterior y sacaba chispas para encenderlo. Una vez que logró avivar los pequeños destellos ardientes hasta formar una llama clara, ella lo miró sonriendo.

—Tendrás que ir a buscar más madera. No alcanza.

Al hombre parecía habérsele despertado el apetito tras ver aquellos preparativos, ya que no protestó más, sino que hizo que un camarada lo acompañara para asegurarse de que muy pronto el fuego estuviese llameando debajo de la cacerola, de modo que Marie pudiese cocinar el puré nocturno para el grupo de hombres que le habían asignado. Al llenar los recipientes, Anni y Helene trajeron un barrilito de cerveza, que fue saludado con gran júbilo por los guerreros. Finalmente, todos se sentaron sobre las pieles de oveja que los hombres habían extendido en el suelo para protegerse del frío y la humedad, con el cuenco en la mano y el vaso al lado, y Marie casi se sintió como si la hubiesen transportado al campamento guerrero imperial. Al igual que ahora, el año anterior también había pasado algunas noches con Trudi, Eva, Theres y otras más, había conversado animadamente para matar el tiempo y esperar la caída de la noche. La única diferencia era que los sonidos que captaba su oído ahora eran extraños y que el objetivo de esta campaña era saquear y asesinar a sus propios compatriotas.

Como todas las noches, cuando el ajetreo diurno comenzaba a ceder y tenía tiempo como para poder pensar un rato en sí misma, recordó a su hija y a su esposo, preguntándose si aún estarían con vida. Suspiró, se sentó un poco apartada del resto, apoyando los brazos sobre las rodillas. Echaba mucho de menos a ambos, pero sobre todo a Michel, y se aferraba desesperadamente a su esperanza, aunque aquella convicción tan poderosa de antaño se había vuelto muy precaria en el transcurso de aquel invierno tan largo y miserable. Justo en el momento en el que Marie lamentaba el hecho de que ya no soñaba tan a menudo con él, aunque por lo general se tratara de pesadillas, Helene se sentó a su lado, y poco después se sumó Anni. Su protegida apoyó la cabeza sobre los muslos y levantó la vista hacia ella, mirándola con una tristeza infinita, aunque como de costumbre casi no brotó una sola palabra de sus labios. Marie le sonrió y le acarició el pelo. Era bueno tener a alguien a quien cuidar, ya que de no ser por Anni y por Helene ya habría perdido el valor y habría intentado suicidarse hacía tiempo.

Uno de los soldados se acercó con tres vasos de cerveza en la mano.

—Aquí tenéis. Os lo habéis ganado. La cena estaba verdaderamente deliciosa.

—Me alegra que lo digas —respondió Marie con fingida alegría. Aceptó el vaso y le alcanzó uno a Anni y otro a Helene—. A tu salud —le dijo al soldado. Éste le hizo una seña, risueño, y regresó con sus camaradas.

Capítulo XI

Durante los días siguientes, Prokop condujo a su ejército en dirección hacia el norte por la ruta comercial vieja pero muy bien conservada que unía las ciudades de Beroun y Rakovnik. Al principio, las distintas partes de la tropa iban marchando una detrás de la otra, guardando siempre la misma distancia entre sí y contactándose por medio de emisarios a caballo. Pero al cuarto día, el líder del ejército envió a la vanguardia de Ottokar Sokolny a que se adelantara yendo por Zatec hasta Chomutov para explorar desde allí los caminos hacia Sajonia. El cuerpo principal del ejército hizo una pausa de un día en Rakovnik. Cuando volvió a ponerse en marcha, al menos dos mil hombres se quedaron atrás con las tropas de Vyszo, que partió inmediatamente después del cuerpo principal del ejército, pero lo siguió durante corto tiempo, doblando al rato hacia el oeste, en dirección a Kralovice.

A Marie la separaron de sus amigas y le asignaron el coche en el que ya se habían puesto cómodos algunos de los principales capitanes de Vyszo. Éstos parecían seguir creyendo que Marie no entendía ni jota de checo, ya que conversaban con total desenfado. Marie se quedó escuchando, pero al principio se aburrió bastante porque hablaban casi todo el tiempo de saqueos pasados. Sin embargo, aguzó el oído cuando uno de los hombres dejó caer un nombre que ella conocía.

—Espero que haya suficiente botín en el castillo de Sokolny, ya que por culpa de ese traidor tendremos que renunciar al saqueo que nos esperaba en Silesia.

—Si no nos entretenemos demasiado con él, aún estaremos a tiempo de alcanzar a la expedición —intervino otro—. Estamos a sólo tres días de marcha de su castillo.

Un tercero se rio con ironía.

—Me alegraré una vez que hayamos llegado allá. Hace tiempo que estoy esperando el momento de linchar a ese cerdo que traicionó su honor y continúa lamiéndole el trasero a su rey alemán.

—Václav Sokolny pudo resistir tanto tiempo porque esos traidores calixtinos lo protegieron —agregó el segundo, lleno de rabia.

El primero hizo una seña en dirección al este y luego hacia todo el territorio.

—Primero reventamos a ese piojo resucitado en su castillo del bosque y después barremos a toda esa canalla de la nobleza, que sigue creyendo que puede estar por encima de nosotros.

A continuación, los hombres se pusieron a detallar lo que les harían a sus propios compatriotas, a quienes habían declarado traidores, y al poco tiempo Marie comenzó a desear volver con los soldados rasos que, si bien le habían hecho cumplidos de doble sentido, al menos no estaban tan consumidos por el odio como sus líderes. Al mismo tiempo, se daba cuenta de que Prokop el Pequeño y Vyszo habían hecho de todo para engañar al joven Sokolny. Evidentemente contaban con que se enteraría del ataque que habían planeado contra su hermano y le habían hecho creer que llevarían a cabo el asalto más adelante. Cuando Ottokar se enterara de lo que estaba ocurriendo realmente, ya estaría en el corazón de Sajonia y ya no podría ayudar al conde Václav. Él mismo corría gran peligro, ya que los subalternos no se molestaban en ocultar que no permitirían que él y el resto de los calixtinos que se habían sumado a los ejércitos husitas en la primavera regresaran con vida de aquella campaña.

Sólo al cabo de un rato Marie comprendió que ella también se había convertido en una víctima de aquel cambio de planes, ya que la propiedad del conde Sokolny estaba tan metida en Bohemia que no podía arriesgarse a huir desde allí. Y si corría peor suerte aún, tras la caída del castillo de Sokolny Vyszo se lanzaría a la caza de calixtinos y no abandonaría territorio bohemio en todo el verano. Marie se estremeció de sólo imaginarse que tendría que pasar otro invierno más siendo esclava de los husitas bajo la férula de Renata. Si eso sucedía, no lograría sobrevivir, ya que su ropa estaba tan raída que la tela se deshacía bajo los gruesos hilos con los que había remendado los agujeros. Marie rezó a María Magdalena pidiéndole que obrase algún milagro, ya que sólo eso podría salvarla.

Al caer la noche del día siguiente acamparon cerca de Plasy, una ciudad pequeña y derruida que sólo presentaba restos de la antigua muralla que la circundaba y en la que las ruinas de una alcaidía incendiada daban cuenta del esplendor que había tenido antaño aquella plaza de comercio junto a la ruta que partía hacia el norte desde Pilsen. Cuando continuaron el viaje, la tropa abandonó la ruta principal y se introdujo en un camino para carretas cubierto de malezas que parecía no haber sido utilizado en años. Ante su vista se extendían las alturas boscosas del Lom como una muralla verde y aparentemente inexpugnable.

Esa noche, tras acampar en medio de un paisaje de arbustos que en el pasado debía de haber sido un claro fértil para los cultivos, Marie pudo hablarles a sus dos compañeras acerca del cambio de planes de los taboritas. Mientras que Anni recibió la noticia con aplomo, Helene luchó para contener las lágrimas.

—¡Moriremos en esta tierra maldita!

Marie la cogió por los hombros, apretándola con tal fuerza que Helene dejó escapar un gemido de dolor.

—¡Cállate! Recupera la calma, ¿o acaso quieres llamar la atención de todos? Vamos, debemos continuar nuestro trabajo como si nada hubiese sucedido.

—¡Claro, tú no tienes que levantarte la falda todas las noches para complacer a Przybislav! —le espetó Helene—. Por cierto, no hace más que preguntarme por ti. Así que mantente precavida, porque no creo que tu historia con Jan Hus logre detenerlo durante mucho tiempo más.

Eso no le cogió por sorpresa a Marie, aunque ella había contado con poder escapar a tiempo, antes de que la lujuria de aquel hombre prevaleciera sobre su temor al castigo del santo. Ahora sólo podía elegir entre quedarse y compartir el destino de Helene o escapar sola al bosque y tratar de abrirse paso como fuera hacia el oeste. Con las bestias de rapiña de dos y cuatro patas que hacían tan inseguras aquellas tierras, sus posibilidades de sobrevivir y de hallar el camino hacia el imperio eran prácticamente nulas.

—No debemos permitir que nos acorralen —le dijo a Helene, cogiéndola de la mano y caminando con ella hacia el carro, aparentemente despreocupada. Allí bajaron entre las dos el caldero y el trípode de hierro. Una hora más tarde, el guiso ya bullía suavemente, y uno tras otro fueron acercándose sus degustadores presentando sus cuencos vacíos. Marie repartió la comida riendo y bromeando, y ni siquiera un observador muy agudo habría podido notar la energía que le costaba esa alegría fingida.

Después de la cena, mandaron buscar a Helene para que fuera a la carpa de Przybislav, de modo que tardaría un buen rato en regresar. Marie y Anni se pusieron a lavar los cacharros y los utensilios de cocina, y cuando la noche oscureció el cielo y aparecieron las primeras estrellas, ambas se acostaron debajo del coche, envolviéndose en sus mantas. En el invierno, Marie había conseguido hacerse con un viejo puñal que ahora escondía debajo de la falda en lugar de su cuchillo perdido. Sus dedos tanteaban la empuñadura como si ésta pudiese darle el valor que tanto necesitaría en los tiempos que corrían.

A la mañana siguiente volvió a haber, como de costumbre, pan viejo, morcilla muy condimentada y los restos del arroz de la noche anterior, pero, contrariamente a lo acostumbrado, a cada uno de los soldados de la tropa de Vyszo se le dio doble ración de cerveza. El próximo campamento nocturno ya se haría frente al castillo de Sokolny, pero el camino hacia allí era cuesta arriba, a través de pendientes escarpadas y pobladas de arbustos, y luego se atravesaba la cresta de una montaña llena de abruptos precipicios. A media mañana el tiempo cambió por completo, y de pronto la lluvia comenzó a caer sobre el campo como una corriente arrasadora. Aquel tramo les exigió sus últimas fuerzas a hombres y animales. Los guerreros, Renata y la mayoría de las mujeres checas poseían abrigos o capas de piel de oveja que al menos los preservaban de la lluvia. En cambio, Marie, Anni y Helene sólo llevaban pañoletas cubriéndoles los hombros, de modo que se empaparon por completo. Para colmo comenzó a soplar un viento helado del este que amenazaba con convertirlas prácticamente en hielo. Helene temblaba como una hoja, y al rato comenzó a toser con fuerza.

Uno de los soldados se percató y le salió al encuentro.

—¿Qué te sucede? ¿Estás enferma?

En sus palabras flotaba cierto temor a la peste. Marie levantó las manos en un gesto apaciguador.

—Jelka se ha resfriado un poco, eso es todo. Se sentirá mejor en cuanto vuelva a salir el sol.

Marie había elegido la forma checa del nombre por miedo a que el guardia decidiera echar directamente a Helene de la expedición por ser alemana. En aquellos bosques llenos de abismos y torrentes de agua que los rodeaban, la joven no lograría sobrevivir ni tres días en el estado debilitado en el que se encontraba.

—¡Si su estado de salud empeora, tendrá que abandonar el ejército!

A pesar de su tono áspero, el soldado parecía conservar algún resto de humanidad, ya que le trajo a Helene un viejo abrigo de piel de oveja para que pudiera cubrirse. Przybislav, que durante la pausa del mediodía había aparecido para exigirle a Helene que volviera a visitarlo por la noche, también pareció temer su enfermedad, ya que en vista de su tos ronca dio un paso atrás y contempló a Marie, incitante.

—Y, preciosa, ¿no quieres ganarte un par de privilegios?

Marie sacudió enérgicamente la cabeza.

—Lo lamento, pero tendrás que buscarte a otra.

El hombre torció el gesto haciendo una mueca de desagrado y la sujetó con fuerza de la barbilla.

—No te olvides de que tú eres alemana. ¡Así que deberías ser un poco más complaciente, de lo contrario te recordaré lo que se hace con gentuza como tú!

Por dentro, Marie se quedó paralizada de miedo y furia; sin embargo, cogió la mano del hombre y la apartó de su cara.

—Si quieres que tu mejor parte siga obedeciéndote, deberías ser más cuidadoso.

El hombre dio un salto hacia atrás, asustado.

—¿Acaso pretendes hechizarme, ramera diabólica?

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