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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (39 page)

BOOK: La dama del castillo
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—Venid y tomad asiento, Hettenheim.

Falko miró a su alrededor, sorprendido, pero no halló en el lugar ningún sitio para sentarse salvo la cama de campaña del emperador. En ese preciso momento entró János trayendo una silla plegable que, aunque extremadamente incómoda, constituía una distinción, ya que, por lo general, sentarse en presencia del emperador era un privilegio reservado únicamente a los más altos príncipes imperiales.

Segismundo batió las palmas, y al cabo de unos instantes apareció un siervo trayendo una jarra de vino llena y dos copas de plata que depositó sobre una mesita hexagonal repleta de incrustaciones de marquetería. Un movimiento de la mano del emperador le indicó al sirviente que debía volver a retirarse.

—Servios, Hettenheim —le ordenó Segismundo, clavando la vista en la copa como si no hubiera otra cosa más importante en el mundo que observar cómo se vertía el vino. Recibió la copa casi con avidez y vació su contenido de un solo trago—. Hizo un calor de locos hoy, y me temo que esta noche habrá tormenta.

Falko von Hettenheim vació su copa con la misma presteza y saboreó con deleite el recorrido de aquel pesado vino húngaro, que iba bajándole por la garganta como fuego.

—Este vino tiene fuerza —comentó el emperador, elogiando la bebida.

—Ciertamente es así, su majestad. Pero no creo que me hayáis mandado llamar para que pueda apreciar la calidad de vuestro vino.

Segismundo se rio con una risa artificialmente sonora.

—No, claro que no. Os he enviado llamar porque os considero un hombre más valiente que ningún otro.

El caballero Falko no esperaba recibir aquellos elogios, y se quedó contemplando al emperador, desconcertado. Segismundo le alcanzó la copa para que volviera a llenársela y le sonrió con picardía, como si fuese un niño al que acaba de ocurrírsele una travesura.

—Quiero preguntaros si no deseáis poneros a mi servicio.

Falko sintió que todo en su interior pugnaba por gritar «sí», pero se contuvo para poder indagar un poco más. ¿Acaso Segismundo tenía pensado nombrarlo caballero imperial y otorgarle un gran feudo como lo hubiese merecido hacía tiempo? Ya se veía en aquel alto puesto, y resolvió que lo primero que haría en cuanto asumiera ese poder sería mandar al diablo a su esposa Huida y buscarse una mujer para llevarse a la cama que fuese más joven y, fundamentalmente, más agradable. Pero se corrigió de inmediato. Carne femenina bien dispuesta podía hallar en todas partes, pero en el lecho matrimonial necesitaba una mujer que le deparara propiedades, riquezas y unos parientes influyentes, y, sobre todo, que le diera un heredero.

—Necesito hombres leales —continuó el emperador, sin prestar atención a la expresión triunfal en el rostro de Falko—. Hombres en quienes pueda confiar. Algún día quiero poder dejar a mis nietos algo más que un par de coronas tambaleantes que cualquier vasallo rebelde pueda arrebatarles de la cabeza. —Se inclinó hacia delante, cogió a Falko del brazo y lo atrajo hacia sí—. Estoy harto de verme obligado a implorarles su apoyo a los príncipes electores, a los condes imperiales y a los arzobispos electores, tan nobles ellos, como he tenido que hacerlo desde el comienzo de la guerra en Bohemia. La ayuda que recibí de su parte no alcanzó para llevar a cabo una sola campaña exitosa. A mis espaldas dicen que mis dificultades en Bohemia no son asunto suyo, pero cuando me tienen enfrente, aparentan estar tan bien dispuestos y preocupados como si les doliera en el alma cada día que se extiende la rebelión bohemia. Ved por ejemplo al burgrave de Núremberg. Hace por lo menos diez años le otorgué en feudo la marca de Brandeburgo, calándole en la cabeza el sombrero de elector. Debería estarme agradecido por ello, ¿no creéis? Sin embargo, si le exijo dinero o soldados, se pierde en miles de excusas. Se atreve incluso a decirme en la cara que su hijo Joachim debe domesticar primero a los caballeros insurrectos en Brandeburgo y que él mismo ha perdido tanto dinero en el conflicto bávaro que ya no puede pagar la soldada a un solo piquero más. ¿Acaso tengo yo la culpa de que él apoye a los perdedores y haya perdido medio ejército en esa empresa? —Bebió de su copa y volvió a pedirle a Falko que se la llenara—. Y los demás son exactamente iguales que él. Si uno los pusiera en una bolsa y les pegara no le daría a ningún inocente. Pero yo los supero en previsión y astucia. —Segismundo levantó la vista hacia el cielo, como si estuviese recibiendo una inspiración divina, y dejó escapar unas risitas como para sus adentros—. Pensándolo bien, la guerra en Bohemia incluso me conviene. Que las hordas husitas arrasen tranquilas con Baviera, Franconia, Sajonia y otros territorios. No tardarán en ablandar a los señores locales, que entonces se mostrarán más inclinados a aceptar mis propuestas.

—¿Qué propuestas? —se atrevió a intervenir Falko.

—Le supliqué a la Dieta Imperial que aprobara un impuesto especial para financiar mi batalla en Bohemia. También les pedí soldados, pero incluso cuando Su Santidad el Papa llamó en Roma a emprender una cruzada contra los herejes husitas, los nobles señores persistieron en su avaricia y sus caballeros permanecieron lejos de mi ejército. Pero eso se terminará muy pronto. En cuanto los husitas hayan convulsionado el imperio lo suficiente como para que hombres y animales tiemblen al verlos hasta en la región de Borgoña, seguiré el ejemplo de Inglaterra y exigiré a los Estados Imperiales que me aprueben un impuesto regular que me permita mantener un ejército de mercenarios de forma permanente. Y vos, Hettenheim, seréis uno de los hombres principales de ese nuevo ejército.

«Si fuera capitán del emperador, sin dudas tendría derecho a un feudo imperial», se le cruzó a Falko por la cabeza, aunque dudaba de que Segismundo lograra arrancarle a la Dieta Imperial una resolución semejante. Borgoña se sentiría tan poco amenazada por los husitas como la mayoría de los príncipes electores, cuyo voto en definitiva era el que contaba. Los guerreros campesinos de Bohemia no podrían llegar jamás hasta las tierras del conde palatino del Rin (su señor anterior, que también tenía el privilegio de ser elector) sin renunciar a sus territorios de repliegue, volviéndose así vulnerables. Lo mismo valía para los territorios de Tréveris, Colonia y Maguncia y para los del margrave de Baden. Esos señores seguramente le depararían a Segismundo otra áspera derrota en la Dieta Imperial. Sin embargo, Falko consideró que le resultaría provechoso renunciar a las órdenes del elector palatino y convertirse en vasallo del señor Segismundo. Así, pues, se puso de pie y se hincó ante el emperador.

—Os juro serviros con todas mis energías y hacer todo lo posible para aumentar vuestro poder y vuestra grandeza.

Segismundo sonrió, satisfecho, y brindó a la salud del caballero.

—Sois un hombre valiente, Hettenheim. Quisiera poder tener más hombres de vuestra clase. —Falko asintió enérgicamente, a pesar de que eso era lo último que deseaba en el mundo, ya que no quería compartir con nadie ni su salario ni su influencia. Gomo Segismundo seguía hablando, volvió a sentarse y lo escuchó con atención—. Claro que no puede dar la sensación de que ya no quiero luchar más contra los bohemios, porque entonces los príncipes imperiales comenzarían a desconfiar y a indagar acerca de mis planes. Por esa razón, mañana temprano partiréis con cien de mis mejores caballeros. Yo me quedaré aquí un par de días más, hasta que la mayoría de los hombres heridos durante el torneo esté otra vez en condiciones de luchar, y luego os seguiré con el resto del ejército. Marcharemos a través de Hersbruck, Sulzbach y Vohenstrauss hacia el este y conquistaremos e incendiaremos al menos una de las ciudades husitas en Bohemia. Marcaré un hito en esta guerra, mostrándole a esa calaña rebelde lo que implica levantarse contra su señor impuesto por Dios.

El emperador volvió a pedir vino con gesto ceñudo. El caballero Falko le llenó la copa e iba a servirse él también, pero entonces advirtió que la jarra ya estaba vacía. Miró al emperador con gesto interrogante, con la esperanza de que éste mandara llamar a su sirviente e hiciera traer más. Pero Segismundo ni siquiera se percató de su mirada.

Falko dejó la copa y se puso de pie.

—¿Puedo pediros un favor, su majestad?

—Cómo no —respondió el emperador de buen grado.

—Permitidme escoger dos o tres vivanderas a mi gusto para que acompañen a mi tropa.

A Falko acababa de ocurrírsele que de esa manera podría apropiarse de Marie, ya que ni siquiera su primo podría oponerse a una orden imperial.

Segismundo meneó la cabeza.

—¡No, no, Hettenheim! Debéis tener movilidad, y los carros de bueyes no harían más que retrasaros.

—Pero... —comenzó a decir el caballero Falko, pero Segismundo le cortó con un gesto enérgico.

—¡He dicho que no! Llevad algunos caballos de carga con provisiones. Como muy tarde, al llegar a la frontera con Bohemia volveremos a encontrarnos, y hasta entonces creo que podréis prescindir de las vivanderas. De hecho, en vuestras campañas anteriores nunca habíais llevado ninguna.

Falko von Hettenheim comprendió que no tenía sentido seguir insistiendo. Por eso, se inclinó ante el emperador y salió de la carpa caminando hacia atrás. El húngaro, que en ningún momento le había quitado los ojos de encima, guardó su sable en la vaina y cerró la entrada a la carpa detrás de él.

Mientras se dirigía al campamento, Falko comenzó a urdir sus próximos pasos. Al principio le fastidió el hecho de que Gunter von Losen estuviese demasiado magullado como para poder acompañarlo, pero luego una sonrisa furtiva se le coló en el rostro. Si su amigo se quedaba al servicio del emperador, podría mantener vigilados a su primo y a la mujerzuela y asegurarse de que Marie tuviera que unirse a la expedición militar del emperador. Conforme con el giro que había dado su destino, Falko se dirigió poco después a la carpa de Losen.

Capítulo IV

Marie no sabía qué detestaba más, si el calor agobiante o el polvo que levantaba el ejército, que se le introducía en cada uno de los pliegues y poros del cuerpo. Los ojos le ardían como fuego y seguramente los tenía tan colorados como Trudi, que estaba sentada junto a ella, malhumorada. Los cabellos, la piel y la ropa de la pequeña estaban cubiertos de un polvo amarillo, e incluso sus dientes, que solían estar blancos y relucientes, habían adoptado el color del polvo. Marie ansió tener ocasión de quitarse aquellas ropas sudadas y polvorientas y poder darse un baño. Pero mientras el ejército siguiera marchando, debía permanecer en su carreta, aunque pudiera manejarla Michi, ya que los guardias del mariscal controlaban estrictamente que nadie se alejara de la expedición militar, y por las noches era peligroso quedar fuera del alcance de la vista de los guardias. Hacía apenas dos días, unos soldados habían interceptado a Oda cuando ésta se dirigía hacia el bosque a aligerarse, y habían abusado de ella hasta que el último de ellos hubo satisfecho su deseo. Oda se había quejado con Pauer, furiosa, pero en respuesta no había recibido de su parte más que burlas, y además había tenido que soportar las duras palabras que éste le dirigiera. El mariscal le había dicho que era sencillamente imposible hallar a los culpables entre más de tres mil hombres, de modo que debía cuidarse por sí misma. Marie odiaba tanto o más que Oda tener que agacharse a hacer sus necesidades ante la vista de cientos de pares de ojos, pero prefería eso antes que ser víctima de algunos muchachotes brutales.

—¡El emperador está loco! ¿Cómo va a partir en pleno verano? ¡Debería haberlo hecho en primavera! —protestó Eva, que había vuelto a alinear su carreta detrás de la de Marie, al tiempo que se quitaba el sombrero completamente sudado y lo sacudía en el borde de su carreta.

La sacudida levantó una nube de polvo amarilla que el viento arrastró hacia Oda, que inmediatamente puso el grito en el cielo.

—¿Es necesario que levantes más polvo del que ya de por sí hay en el aire?

—Es difícil que se pueda levantar más mugre de la que ya estamos tragando.

Theres se pasó la mano para secarse el rostro empapado en sudor, con lo cual terminó por desparramarse el polvo amarillo aún más, hasta que su rostro adoptó la apariencia de una máscara de piedra.

Eva respondió refunfuñando, pero Marie ya no prestó atención a lo que sus camaradas se gritaban. Cogió las riendas con una mano, extrajo con la otra la cantimplora de atrás del asiento y la abrió con los dientes antes de alcanzársela a Trudi.

—¡Toma, bebe! —le dijo. Pero la cantimplora medio llena era demasiado pesada para los bracitos de la pequeña, y Marie tuvo que ayudarla sin descuidar a los bueyes. Se enfadó con Michi, que había vuelto a saltar del pescante una vez más y se había escabullido. Seguramente se había ido hacia delante, con los soldados, y estaría escuchando los horrorosos relatos que éstos le narraban.

Marie había empezado a pensar que había sido un error haber traído al hijo de Hiltrud con ella. En casa, Michel solía ser un niño educado y obediente, pero ahora copiaba todas las malas costumbres de los soldados y, para colmo, su imprudencia lo ponía en peligro. La invadió un peso en el corazón al pensar en Hiltrud, que le había confiado a su hijo y que, a pesar de que en Bohemia había guerra, estaba convencida de que su amiga cuidaría de él y lo traería de vuelta a casa sano y salvo. «Debería haberlo dejado en Núremberg, con Timo», se le cruzó a Marie por la cabeza. Él habría vuelto a enderezar al muchacho, en cambio ella se sentía incapaz de hacerlo, ya que tenía que ocuparse de Trudi, mantener a raya a la yunta de bueyes y vender sus mercancías a los soldados.

—¡Hey, detente de una buena vez! —le gritó alguien a Marie. Levantó la vista y se dio cuenta de que la caravana que formaba la expedición militar se había atascado y que estaba a punto de atropellar al soldado de infantería que iba delante de ella.

—¡Brr, Fulano! ¡Detente, Mengano! —les gritó a los dos bueyes, al tiempo que tiraba de las riendas. Los animales disminuyeron la velocidad de inmediato, pero un par de piqueros tuvieron que saltar de todas formas a un lado del camino para que los bueyes no los pisaran.

El soldado que había increpado a Marie clavó en el suelo el mango de la pica y la miró furioso.

—¡Si no prestas más atención, la próxima vez le clavaré la pica a tus animales, y tendrás que tirar de la carreta tú sola!

Sin embargo, el vistazo que le echó al barril de vino que estaba en la parte posterior de la carreta le quitó todo su efecto a la amenaza que acababa de proferir. Marie cogió un jarro de madera de la caja que estaba debajo del pescante y lo llenó hasta el borde.

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