Read La dama del castillo Online
Authors: Iny Lorentz
—Dile a Michi que ya puede atravesar el pasadizo.
Reimo asintió sin decir palabra y bajó deprisa las escaleras. Michel volvió a buscar con la vista a Marie, que se dirigía hacia el arroyo con alegres pasos. Creyó sentir su impaciencia y su esperanza de encontrarle allí. «No buscará al muchacho en vano», pensó Michel, satisfecho, al tiempo que se preguntaba por qué los dos días que tenía por delante le resultaban mucho más interminables que los años que ya había pasado allí.
Marie había visto a Michel y había descifrado por su actitud que la había reconocido. Su corazón cantaba, y todos los anhelos que había enterrado en lo más profundo de su interior hacía meses o, mejor dicho, años, volvieron a hacerse sentir con un ímpetu apabullante. Anhelaba con cada fibra de su corazón estar con Michel y con Trudi, a quienes sabía muy cerca. Mientras depositaba el canasto junto al sauce y comenzaba a remojar las primeras camisas y pantalones en el agua para luego quitar la mugre de la tela frotándola bien con una porra de madera, se sentía como un arco tensionado, a punto de quebrarse. Con una mínima cosa que saliera mal, su vida acabaría allí, independientemente de que sobreviviera a la caída del castillo y a la muerte de sus seres más queridos. Ahora, la decisión acerca de si podría abandonar felizmente aquella estancia o si sus huesos habrían de pudrirse allí junto con los de Michel y Trudi estaba en manos del cielo.
Por un momento la asaltó la incertidumbre. ¿Y si Michi ya había abandonado el castillo y regresado con el caballero Heinrich? Pero luego se rio de sí misma, ya que su plan estaba decidido. En cuanto los hombres del caballero Heinrich traspasaran el cerco de los sitiadores, cogería a Anni y a Helene y ascendería la cuesta hacia. las puertas del castillo. No había otra opción. Dejó caer la ropa, se arrodilló y volvió a rezar por primera vez después de mucho tiempo según las reglas de la Santa Iglesia. Rogó a la Virgen María y a su patrona, María Magdalena, para que ayudaran a todos, a ella, a Michel, a Trudi y a todos los que estaban amenazados por los herejes taboritas. Cuando iba a ponerse de pie para reanudar su faena, oyó ruidos, y en un primer momento temió que alguno de los taboritas pudiese haberla seguido. Pero en ese momento la cabeza de Michi asomó por la abertura del pasadizo con una sonrisa picara dibujada en el rostro.
—El tío Michel me pidió que te mandara muchos saludos, Marie —dijo, una vez que estuvo fuera. Marie se rio, liberada. Por fin tenía la certeza de que su amado no la había olvidado. Michi no la dejó hablar, sino que le hizo una seña para que se le acercara y le murmuró en el oído—: El tío Michel quiere que les pongas algo en la comida a los husitas. Creo que es un somnífero que los cansará tanto que el caballero Heinrich podrá entrar en el castillo sin peligro.
—Eso es imposible, ya que hay más de diez puestos de cocina. A lo sumo podría echar un poco en un par de cacerolas.
—Marie meneó la cabeza, meditabunda—. ¿Qué clase de somnífero es?
—Es un brebaje que preparó Wanda, la cocinera del conde. El tío Michel dijo que sería mejor preparar algo líquido que usar hierbas, que son casi imposibles de disimular.
Marie asintió reconfortada, al tiempo que echaba un vistazo aguerrido hacia el campamento.
—¡Michel tiene razón! El brebaje puedo echarlo en un par de barriles de cerveza, ya que los barriles están guardados todos juntos en un solo lugar. ¿Cuándo puedes traerme la mezcla?
El muchacho esbozó una sonrisa burlona.
—¡Ya la traigo encima! ¿Puedes ir a ver si está libre el camino? Si es así, sacaré los odres del pasadizo.
Marie subió al barranco, echó un vistazo a los alrededores y asintió, aliviada.
—No hay nadie a la vista —dijo al regresar a la orilla—. Los hombres están todos mirando hacia el castillo, imaginándose lo que podrán hacer con sus habitantes.
Michi se desató una cuerda que llevaba sujeta al cinturón, comenzó a tirar de ella y extrajo del pasadizo un paquete con múltiples envoltorios.
—¡Toma!
Marie lo abrió y tomó en sus manos dos vejigas de cerdo que despedían un olor suave pero desagradable. Volvió a envolverlas y pensó cómo podía llevar el paquete al campamento sin ser vista. Su mirada recayó en el canasto de la ropa. Lo vació rápidamente y puso dentro el paquete. Ocultaría la ropa de camino hacia el campamento.
Entretanto, Michi también había echado un vistazo por el borde del barranco del arroyo.
—Aún no hay mucha gente merodeando fuera del campamento. Me daré prisa y regresaré con el caballero Heinrich.
—Cuídate bien y mantente siempre oculto hasta haberte adentrado en lo profundo del bosque, y una vez allí, ten cuidado con los recolectores de leña.
Michi asintió.
—¡Ya lo sé! Tú también cuídate. ¿Cuándo podrás envenenar los barriles?
—No antes de la madrugada. Por suerte, la cerveza se expende únicamente por la noche porque ya no quedan muchas provisiones, de modo que nadie se dará cuenta de nada hasta que sea demasiado tarde. Dile a Heinrich von Hettenheim que no debéis aparecer por aquí hasta mañana a la madrugada.
—El tío Michel ya había calculado el mismo tiempo. Dijo que poco antes del amanecer de pasado mañana nos abramos paso a través del cerco de los husítas, cuando el brebaje ya haya hecho efecto en la mayoría de ellos y el resto siga medio dormido. Tú tienes que estar lista para venir con nosotros.
Cuando Marie asintió, la saludó con la mano y desapareció como una sombra.
Marie se quedó sumida en un fárrago de emociones que no tenían nada que ver con la tarea que tendría que llevar a cabo, sino con Michel. Dos días y dos noches tendría que esperar hasta poder volver a estrecharlo en sus brazos, y no sabía qué haría para sobrellevar ese tiempo, ya que en ese momento temblaba de impaciencia. Al mismo tiempo, tenía miedo del reencuentro. Había envejecido y, con todas las fatigas y sobresaltos que había tenido que vivir, ciertamente ya no estaría tan bella como en el momento en que Michel la había dejado. Tres años de separación no se borrarían con tanta facilidad. Llena de dudas, se puso a trabajar, golpeando los pantalones que había remojado con la porra con tal violencia como si quisiera matar a su dueño a palos.
Completamente enfrascada en sus pensamientos, Marie no prestó atención a la trayectoria del sol, y se asustó cuando una sombra se proyectó sobre ella. Sin embargo, no se trataba de un taborita, sino de Anni, que había ido a llevarle un cuenco con comida.
—Como no venías, pensé en venir yo a ver si estabas bien.
Si bien su lengua seguía estando un poco pesada para pronunciar las palabras y tampoco había recobrado la memoria de su vida anterior, estando con Marie parecía sentirse todo lo feliz que podía permitirle aquella vida de esclava en un campamento de guerra.
Marie cogió el cuenco y le dio las gracias con una risa llena de alegría que despertó la curiosidad de Anni.
—Algo ha sucedido contigo —constató.
Marie se inclinó sobre el canasto y corrió un poco la ropa que había vuelto a poner dentro para mostrarle el paquete a Anni.
—Ahí dentro tengo un narcótico que echaremos a la cerveza mañana por la noche, y poco antes del amanecer del día siguiente deberemos estar preparadas para huir al castillo.
A Anni le llevó un rato comprender las palabras de Marie, pero finalmente sacudió la cabeza con energía.
—Pero eso no nos servirá de nada. Vyszo se pondrá el doble de furioso, mandará asaltar el castillo y matará a todos los que estén dentro.
Marie sacudió la cabeza, riendo.
—Puede asaltarlo todo lo que quiera, pero no podrá conquistarlo jamás, ya que allí dentro está mi Michel para defenderlo.
Pero Anni no se dejó tranquilizar tan fácilmente, y pasó un buen rato antes de que Marie pudiera hacerle comprender el plan de Michel. Finalmente, la muchacha asintió con la cabeza, ya que la lengua no le respondía, se inclinó con gesto resuelto y ayudó a Marie a golpear la ropa. Cuando el sol estuvo en el oeste, apareció Przybislav, pero al ver a Anni pasó caminando a su lado como por descuido y siguió de largo, regresando al campamento con cara agria.
Poco después, Marie y Anni terminaron con su trabajo y regresaron al campamento cargando el canasto con las prendas mojadas. Helene las estaba esperando junto al fuego para cocinar, y quiso ayudarlas a colgar las prendas de las escaleras de las carretas para que se secaran, pero Marie la detuvo cogiéndola de la muñeca.
—Cuidado, entre las cosas hay algo que nuestros amigos no deben ver.
Helene arqueó las cejas, sorprendida, y luego inclinó la cabeza para que ninguno de los taboritas que andaban dando vueltas por ahí sin hacer nada pudiese notar el estupor en su rostro.
—¿Qué tienes ahí?
—Se trata de un brebaje que dejará a la gente de Vyszo fuera de combate el tiempo suficiente como para que podamos huir al castillo. Lo haremos junto con los hombres de un caballero alemán que han venido para servir de refuerzo a su guarnición. Debemos echar esta cosa dentro de la cerveza esta misma noche.
Helene meneó la cabeza.
—¡Eso es imposible! Las provisiones de cerveza están demasiado bien vigiladas, y si intentáramos acercarnos a los barriles, nos descubrirían. —No había terminado de pronunciar esa frase cuando, de golpe, apretó los puños, y las facciones en su rostro cambiaron—. Tal vez sí sea posible. Por lo que sé, Hasek es el primero que tiene guardia esta noche. Hace tiempo que me anda rondando, así que seguramente no opondrá reparos si esta noche voy a verlo y me ofrezco para calentarlo un poco.
Marie desvió la vista para que Helene no advirtiese el asco en su rostro.
—¿Vas a entregarte a él por propia voluntad?
—A él y al camarada que esté de guardia con él. ¿Qué otro remedio me queda? Przybislav vino hace un rato a preguntarme si ya estoy curada. Me dio un ataque de tos repentino, pero no podré detenerlo mucho tiempo más. Si no quiero seguir acostándome durante años con ese carnero maloliente con aliento a ajo, tendré que abrirme de piernas esta noche para Hasek y su camarada.
—Helene tiene razón. —Anni ratificó las palabras de su amiga—. Iré con ella para ayudarla a distraer a los guardias, así tú puedes envenenar tranquilamente la cerveza. ¡Yo también quiero irme! Los hombres me miran como si fuera un pollo asado, y Przybislav también quiere que vaya a su carpa.
Marie la examinó más atentamente que de costumbre. Las formas de Anni se habían rellenado durante el invierno a pesar de la escasa comida, y su aspecto ya era lo suficientemente femenino como para atraer a los hombres. Muy pronto comenzarían a abusar de ella, tratándola como si fuese una prostituta de campaña pero sin pagarle el sueldo correspondiente. Marie apoyó las manos sobre los hombros de sus dos compañeras y las atrajo hacia sí.
—Odio tener que pediros que os entreguéis a los guardias, pero parece que no hay más remedio... Por el amor del cielo, dadme la mayor cantidad de tiempo que podáis para que yo pueda echar el líquido en unos cuantos barriles.
—Lo haremos —prometió Helene con gesto resuelto—. Pero ahora deberíamos cenar y descansar un poco. La noche será agotadora.
Les guiñó el ojo a Marie y a Anni, y luego se dirigió presurosa hacia el fuego para cocinar y llenó tres cuencos, para ella y para sus dos amigas.
Al caer la noche, las tres mujeres se acostaron debajo de la carreta que les habían asignado y se envolvieron en sus mantas. A pesar de que poco después ya estaban respirando con un ritmo sostenido y Helene incluso soltaba un leve ronquido, la excitación no dejaba dormir a ninguna de las tres. Marie levantó la vista hacia el cielo, tan cubierto que no permitía ver una sola estrella, y lamentó no poder calcular la hora. No debían acercarse a las provisiones de cerveza demasiado temprano, ya que entonces los guardias estarían demasiado despiertos y comenzarían a desconfiar, pero tampoco podían ponerse en marcha demasiado tarde para no aparecer justo a la hora del recambio.
Finalmente, Helene le arrebató de las manos la decisión. Se destapó, se apartó un par de pasos y se agachó para evacuar sus esfínteres. Si bien los taboritas habían excavado varias letrinas a orillas del bosque y les habían prohibido terminantemente a los guerreros aliviarse en otro lado so pena de castigo, por las noches ni siquiera Renata y sus amigas se atrevían a ir hasta allí, ya que, a pesar de que los predicadores lo prohibieran terminantemente, ya eran varias las mujeres que habían sido arrastradas a los matorrales, y los autores habían logrado salir del paso sin ser reconocidos ni castigados.
En lugar de regresar a su lecho, Helene miró a su alrededor, indagando el terreno, y les indicó a sus amigas con un gesto que no había peligro. Anni también emergió de debajo de la carreta y se dirigió con paso rápido hacia donde estaba su amiga, mientras que Marie abría el paquete y extraía las dos vejigas de cerdo. Las meció en sus manos y elevó una oración al cielo para que el brebaje cumpliera su cometido. Luego se unió a sus amigas y miró también a su alrededor con suma cautela. Bajo el resplandor de las llamas de los fogones de guardia no se llegaba a distinguir si alguien se había percatado de su presencia.
—Ahora sí que la cosa se pone seria —les susurró a las otras dos, haciéndoles señas para que la siguieran. Tenían que llegar al lugar donde estaban las provisiones de cerveza sin ser descubiertas por los guardias. Sin embargo, la mayoría de los hombres contemplaban fijamente el castillo casi todo el tiempo, o mantenían dentro de su campo visual el linde del bosque para asegurarse de no recibir ninguna sorpresa por ese lado tampoco, y mientras tanto conversaban en voz baja. Ninguno de ellos reparó en las tres siluetas que se movían sigilosamente a la sombra de las carretas y las carpas. Poco antes de alcanzar su meta, Marie se separó de sus compañeras. Helene y Anni se irguieron, aparecieron dentro del radio iluminado por el fogón que alumbraba las provisiones de cerveza y avanzaron meneando las caderas hacia los dos guerreros. Ellos giraban como perros pastores en torno de los barriles apilados, que sobrepasaban la altura de un hombre. Al ver a las dos mujeres, se detuvieron y bajaron las lanzas.
Helene extendió los brazos.
—¿No tendríais un vaso de cerveza para dos gargantas sedientas? Es que hoy no tenemos ganas de beber agua.
Los dos guardias intercambiaron unas breves miradas, esforzándose por parecer lo más estrictos posible.