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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

La Guerra de los Dioses (42 page)

BOOK: La Guerra de los Dioses
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Los rayos caían desde un cielo despejado; los truenos retumbaban de manera constante. Cada vez que un rayo alcanzaba la falda de la montaña, los árboles, secos como yesca, estallaban en llamas. El humo flotaba como un manto sobre el valle, y, fluyendo debajo del humo, la antinatural oscuridad descendía en oleadas desde las montañas septentrionales, dirigiéndose hacia la muralla norte de la Torre del Sumo Sacerdote. Los caballeros estaban preparados para hacer frente a lo que quiera que fuera, ya que los dragones los habían puesto sobre aviso de que esta oscuridad no era aliada de quienes servían a su Oscura Majestad.

Los dragones, dorados, rojos, azules, plateados y de todos los colores existentes en su especie, informaron que una inmensa fisura se había abierto en el océano Turbulento, y que vomitaba fuego y materia incandescente que hacía que el agua hirviera y se evaporara. De esa fisura procedía la oscuridad.

—Es un vasto río de negrura que fluye sobre las montañas. La devastación que siembra a su paso es peor que la de los incendios —informó un viejo dragón dorado, un líder entre los de su especie—. Toda criatura viviente a la que toca la oscuridad desaparece, se desvanece sin dejar rastro, sin dejar nada tras de sí, ni siquiera un recuerdo.

Ariakan escuchaba, escéptico, sobre todo lo que contaban los dragones dorados.

—¿Qué es esa oscuridad? —quiso saber.

—No lo sabemos, señor —respondió un dragón rojo, joven, recién ascendido al liderato, con las cicatrices de la batalla frescas en su cuerpo—. Jamás habíamos visto nada igual. Sin embargo, puedes juzgarlo por ti mismo, ya que la tenemos encima.

Lord Ariakan se dirigió a su puesto de mando, una posición en las almenas de la Espuela de Caballeros. Como el dragón rojo había dicho, el ataque ya había sido lanzado. Los arqueros situados a lo largo de las murallas disparaban flechas a la oscuridad, que fluía como agua hasta la base de la estructura. Las flechas desaparecían sin dejar rastro y sin causar daño alguno que pudiera apreciarse. La oscuridad subió y empezó a desbordarse por encima de las murallas.

Una compañía de cafres dirigidos por caballeros se situó en formación de defensa y se preparó para atacar a la oscuridad con espada y lanza. Entre sus filas había Caballeros de la Espina y Caballeros de la Calavera, listos para combatir a este nuevo enemigo con magia y plegarias.

—¿Qué demonios...? —juró Ariakan—. ¿Qué ocurre? ¡No puedo ver!

El sol brillaba con fuerza en el horizonte, pero la noche había caído sobre la muralla norte de la Torre del Sumo Sacerdote. Ariakan oyó gritos roncos de terror, chillidos pavorosos que salían de la oscuridad. Pero lo que lo preocupó más era lo que no oía. Ningún sonido de lucha, ningún entrechocar de espada contra escudo, de espada contra armadura, ninguna orden de los oficiales. Escuchó las voces de los hechiceros que empezaban a entonar las palabras de conjuros, pero no oyó que ninguno de ellos lo terminara de pronunciar. Las plegarias de los clérigos, alzándose a su Oscura Majestad, se cortaron de forma repentina.

Finalmente, Ariakan no pudo soportarlo más.

—Voy a bajar —anunció, desestimando las protestas de sus oficiales.

Pero, antes de que pudiera dar un paso, la oscuridad se retiró de manera tan repentina como había llegado. Fluyó hacia atrás por encima de la muralla, descendió al suelo y se deslizó entre los árboles, mezclándose con el humo.

Los caballeros lanzaron vítores al principio, creyendo que sus fuerzas habían hecho retroceder al enemigo. El clamor cesó cuando la fiera luz del sol reemplazó la oscuridad. Entonces se hizo patente que no se trataba de una victoria, que la oscuridad se había retirado por alguna razón.

—¡Por nuestra bendita soberana! —musitó Ariakan, estupefacto, horrorizado.

De los cientos de soldados que habían montado la defensa de la torre en la muralla septentrional, no quedaba ninguno. La única indicación de que había habido alguien allí eran los objetos que habían llevado encima. Petos, yelmos, brazales, camisas, cotas, botas, túnicas grises y negras aparecían esparcidos por las almenas. Encima de un peto había una espada. Cerca de un tocado de plumas, una lanza adornada también con plumas. Sobre una túnica gris yacía un saquillo con pétalos de rosa. Junto a una túnica negra se veía una maza.

No quedaba ningún ser viviente. Todos y cada uno de ellos habían desaparecido. No había sangre derramada, pero, por el sonido de aquellos gritos espantosos, todos habían perecido en medio de grandes tormentos. Y, lo que era peor, los que contemplaban conmocionados la horrible escena eran incapaces de recordar un solo rostro o nombre. Nadie dudaba que allí había habido hombres y mujeres vivos. Había pruebas palpables que lo demostraban. La gente casi podía recordar. Sostenía las posesiones de amigos y compañeros en sus manos y las miraba fijamente con miedo y sobrecogimiento; pero, por mucho que lo intentaba, no conseguía recordar a los desaparecidos.

—¿Qué fuerza espantosa es ésta? —se preguntó Ariakan, desconcertado y furioso. Su semblante estaba ceniciento, con una expresión de total perplejidad. Los que lo conocían, frío y tranquilo en la batalla, ahora lo veían estremecido hasta el fondo de su ser—. ¿Y cómo vamos a combatirla? ¡Encontrad a alguien que pueda decírmelo! Traed a los clérigos y a los Caballeros Grises... A los que queden —añadió sombríamente.

Pero aunque cada clérigo y hechicero tenía algunas ideas, ninguno de ellos pudo aportar información que fuera segura.

—Por lo menos, parece que el enemigo se ha retirado —dijo el subcomandante Trevalin—. Quizá los que lo combatieron salieron victoriosos, aunque pagaron con sus vidas.

—No. —Ariakan contemplaba fijamente la impenetrable oscuridad que acechaba entre los llameantes árboles—. No, las sombras no se retiraron porque hubieran perdido. Lo han hecho adrede, para que podamos ver lo ocurrido con nuestros compañeros. Su comandante, quienquiera o lo que quiera que sea, desea desmoralizarnos, que nos asustemos, que cunda el pánico. ¡Pero, por su Oscura Majestad, no permitiré que eso ocurra!

»
Regresad con vuestras compañías —ordenó a sus oficiales—. Que se retiren esos restos inmediatamente. Hablad con vuestros hombres, intentad descubrir si alguno vio u oyó algo que pudiera darnos alguna idea sobre este enemigo y lo que ocurrió con quienes lo combatieron. Informadme directamente a mí cualquier cosa que descubráis. Estaré en el Nido del Martín Pescador.

Sus comandantes se dispersaron para restablecer el orden y la disciplina en las nerviosas tropas. Los caballeros volvieron a sus ocupaciones, interrumpidas sólo de manera esporádica cuando aquí o allí, éste o aquél hacía un alto para echar una mirada a las almenas septentrionales, que ahora se decían estaban malditas.

Ariakan, acompañado de sus guardias personales, ascendió al mirador conocido como el Nido del Martín Pescador. Dejó a sus guardias al pie del último tramo de escalones, y subió solo los restantes peldaños.

El punto más alto de la torre, el Nido del Martín Pescador, era una estancia pequeña, circular, con ventanas alargadas y estrechas alrededor de todo el perímetro que proporcionaban una vista impresionante de las montañas Vingaard, las Llanuras de Solamnia, y los contornos. Ariakan miró hacia el manto de humo suspendido sobre el valle, que llegaba hasta los picos de las Vingaard. Vio la extraña oscuridad flotando entre riscos y despeñaderos, devorando la luz.

Al estar solo, Ariakan pudo dar rienda suelta a su frustración. Paseó de un lado a otro por la pequeña habitación, yendo de ventana en ventana, buscando respuestas, su alma llena de pavor y negros presentimientos. Recordó lo que le había contado el joven mago sobre el regreso de Caos, de que los propios dioses estaban amenazados, en peligro. No lo había creído... hasta ahora.

Mientras contemplaba las montañas, tratando de ver algo que pudiera darle algún indicio, escuchó el ruido de unas botas remontando las escaleras.

—Un mensajero —musitó para sí, reavivada su esperanza—. Los míos han descubierto algo.

Pero la persona que entró en la cámara no era un mensajero falto de aliento que trajera información importante. La persona era un guerrero, uno de los propios caballeros de Ariakan, presumiblemente, pues el hombre iba vestido con una brillante armadura negra. Su rostro estaba oculto, ya que llevaba cerrada la visera del yelmo.

—¿Quién eres, señor caballero? —demandó Ariakan—. ¿Por qué has abandonado tu puesto?

El caballero no respondió. Era muy alto, tanto que la negra pluma del yelmo rozaba el techo. Sus hombros eran anchos; los brazos, gruesos y musculosos. Una pesada espada colgaba de su costado, enfundada en una vaina de cuero oscuro, decorada en la parte superior con cinco bandas de colores: rojo, azul, verde, blanco y negro. La empuñadura de la espada tenía la forma de un dragón con cinco cabezas. La capa con la que se cubría era negra, como si llevara la propia noche sobre sus hombros. Los ojos del caballero eran claros y ardientes como estrellas.

El recuerdo empezó a despertar en Ariakan. Conocía a este caballero, lo había visto antes, en algún momento del lejano pasado...

El mandatario cayó de hinojos, invadido por un temor reverencial, una veneración sin límites.

—¡Majestad!

—Levántate, Ariakan —dijo una voz de mujer tan profunda como el propio Abismo—. La hora de la perdición ha llegado. Caos, Padre de Todo y de Nada, ha regresado. Ha vuelto encolerizado, dispuesto a destruir todo lo creado. Luchamos por nuestra propia existencia.

—Mis caballeros y yo estamos dispuestos, vuestra majestad. —Lord Ariakan se puso en pie—. Sólo tenéis que darnos la orden.

El Guerrero Oscuro cruzó el suelo de la pequeña estancia y se paró ante una de las ventanas. Lo llamó con un gesto perentorio de la mano, enfundada en un guantelete negro, y Ariakan se acercó presuroso para ponerse junto a su reina.

—La destrucción está cerca, pero también lo está la oportunidad de una victoria definitiva. —Takhisis hablaba en voz baja—. ¡Una victoria definitiva, Ariakan! —repitió mientras apretaba la mano, cerrándola en un puño.

»
Si derrotáis a Caos, Ariakan, la gente de Krynn sabrá que ha de agradecerme a

su salvación. Estará en deuda conmigo para siempre. Mi dominio sobre este mundo será tan firme que nadie podrá arrebatármelo.

—Cierto, majestad —ratificó Ariakan—. Pero ¿cómo se puede conseguir eso?

—Las gentes de Ansalon saldrán de esta guerra sin líderes, desconcertadas. Reinará la anarquía. Entonces será nuestra oportunidad. Cuando las fuerzas de Caos hayan sido rechazadas, vosotros, mis caballeros, debéis estar preparados para haceros con el control.

—Ya controlamos gran parte de Ansalon, majestad —protestó Ariakan, creyendo que la diosa insinuaba alguna crítica a él y a sus caballeros.

—¿Dirigís Silvanesti? —preguntó Takhisis—. ¿Ha caído el reino enano de Thorbardin?

—Todavía no. —La expresión del mandatario era sombría.

—Tus fuerzas combaten todavía en Ergoth del Norte. En Qualinesti alienta la rebelión. ¿Y qué me dices de Taladas y de las regiones distantes de este mundo?

—Vuestra majestad debe darnos tiempo —repuso Ariakan, pálido y ceñudo.

—No os hace falta tiempo. Dejaremos que las fuerzas de Caos hagan vuestro trabajo por vosotros, ¿comprendes?

—Comprendo, majestad —dijo el mandatario al tiempo que hacía una reverencia—. ¿Cuáles son vuestras órdenes?

—Paladine está utilizando todo lo que tiene contra Caos. Las fuerzas del Bien serán totalmente derrotadas, barridas, diezmadas. Tenemos que actuar para que esto no nos ocurra a nosotros. Dejarás cierto número de caballeros y sus dragones en reserva. Mantén a una de tus alas sin tomar parte en la inminente batalla. Y hazlo en secreto.

»
Cuando la lucha por la Torre del Sumo Sacerdote haya terminado con nuestra victoria, estos caballeros estarán descansados, listos para emprender el vuelo y tomar el poder en los puntos estratégicos claves del continente de Ansalon. Tus caballeros no estarán solos. He alertado a otros leales a nuestra causa: ogros, draconianos, minotauros, goblins. En este mismo momento, combaten como aliados con las fuerzas del Bien; pero, cuando esto termine, se unirán a tu ejército, para completar la conquista.

—Como ordenéis, majestad —repuso Ariakan. Volvió a mirar por la ventana, hacia la antinatural oscuridad—. Pero primero tenemos que defender la Torre del Sumo Sacerdote contra el enemigo. ¿Podéis decirme algo sobre este adversario, majestad? ¿Qué es?

—Son seres de sombras, criaturas creadas con la esencia de Caos. No tienen forma ni consistencia. Mirarlos es hundirse en el olvido. Cuando atacan, asumen la forma de su oponente, exacta en cada detalle. Cuando hablan, sus palabras son de desesperación y desaliento, privando a sus enemigos del deseo de luchar. Si tocan a un ser mortal, lo reducen a nada.

»
Y con la siguiente oleada vendrán demonios guerreros. Estos son criaturas tan frías como la vasta y vacía oscuridad del espacio. Si una espada los golpea se rompe en pedazos, como si fuera de cristal. Si un hombre los toca con la mano, ésta se quedará entumecida, muerta, y jamás volverá a recobrar el calor.

»
Entre estas tropas están los dragones de fuego, que tienen garras llameantes y el aliento tóxico y sulfúreo. Éstos son los enemigos a los que os enfrentaréis, los enemigos a los que debéis derrotar.

—¿Cómo vamos a derrotar a semejantes criaturas, majestad? —preguntó Ariakan, con expresión sombría.

—Como son criaturas sin forma ni sustancia, nacidas de Caos, se las puede destruir con cualquier arma forjada que haya sido tocada por uno de los dioses. Todas las espadas de tus caballeros han recibido mi bendición. Estas armas matarán a los seres de sombras. Los caballeros tienen que evitar mirar a los ojos a estos seres; pero, al mismo tiempo, tienen que acercarse lo bastante a ellos para descargar el golpe. En cuanto a los demonios guerreros, un arma forjada deshará la magia, pero el golpe que descargue será el último, ya que el arma sera destruida, y dejará indefenso al caballero que la maneje.

—¿Y qué pasa con mis hechiceros? ¿Y con vuestros clérigos?

—Los conjuros de luz impedirán que los seres de sombras adopten la forma de su enemigo; los de fuego, los destruirán, pero los hechiceros tienen que ser capaces de cerrar sus mentes a las voces letales o serán exterminados. En cuanto a los clérigos, cualquier objeto sagrado que toque a un guerrero demonio lo arrojará al olvido, pero el objeto se perderá, sacrificado.

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