La Guerra de los Dioses (43 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

BOOK: La Guerra de los Dioses
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Ariakan guardó silencio, pensativo. Luego asintió con la cabeza.

—Empiezo a entender por qué vuestra majestad quiere que haya tropas en reserva. Esta batalla nos debilitará considerablemente.

—Debilitará a todo el mundo, Ariakan —replicó Takhisis—. Y en eso radica nuestra victoria definitiva. Reinaré como única soberana. Adiós, mi buen servidor.

La diosa extendió su mano enguantada. Ariakan cayó de rodillas nuevamente para recibir su bendición.

—¡Combatiremos hasta la muerte, majestad! —afirmó con fervor.

La Reina Oscura retiró la mano. Estaba disgustada.

—Tengo almas de sobra, Ariakan —dijo fríamente—. Es a los vivos a los que quiero.

El mandatario inclinó la cabeza, abrumado por la reprimenda.

Cuando volvió a levantarla, la reina se había marchado.

36

Órdenes.

Esconderse

—¿Qué estáis diciendo? —demandó Steel, furioso, olvidando la disciplina en su amargo desencanto—. Trevalin, no podéis hablar en serio.

Los otros caballeros de la garra, reunidos en torno a su oficial, hicieron eco de la protesta de Steel.

—Esto me gusta tan poco como a vosotros, pero he recibido órdenes —dijo Trevalin—. Tenemos que ocultarnos en la Trampa de Dragones, no tomar parte en la batalla, quedarnos allí hasta recibir nuevas órdenes. Y —añadió, clavando en sus hombres una mirada severa—, debemos guardar esto en secreto. Habrá pena de muerte para cualquier hombre que hable sobre el asunto fuera de esta garra.

—Se nos está castigando —dijo uno de los caballeros.

—¿Qué hemos hecho para disgustar a nuestro señor? —preguntó otro.

—¡Escabullirnos en secreto, ocultarnos en la oscuridad como apestosos gullys!

—La gente hará canciones sobre el valor de nuestros compañeros, y...

—¡También las harán sobre nuestra deshonra!

—Basta ya, caballeros. Mis órdenes vienen directamente de lord Ariakan —dijo Trevalin con tono cortante—. Tiene un plan en mente. Nuestra obligación es obedecer, no cuestionar sus decisiones. Si tenéis alguna queja, os sugiero que se la expongáis a su señoría.

Aquello acalló las protestas; al menos, las pronunciadas en voz alta. Los caballeros intercambiaron miradas descontentas, ceñudas, pero no dijeron nada.

Debido a la necesidad de mantener en secreto la reunión, Trevalin había llevado a sus hombres al barracón de la garra, lejos del grueso del ejército. Echó un vistazo por la ventana. El sol empezaba por fin a ponerse, y brillaba luctuosamente en el horizonte, como si el astro detestara perderse la inminente batalla. La torre se preparaba para el siguiente ataque, vaticinado por las inmensas manchas de oscuridad que se deslizaban por la ladera de la montaña, filtrándose alrededor de las murallas. Ahora se podían ver ojos en la oscuridad, ya que los guerreros demonios marchaban entre los seres de sombras. Sólo ojos, nada más. Eran rojos, horrendos, con un brillo de muerte.

La Visión permitía que cada caballero compartiera la descripción de su Oscura Majestad de los seres de sombras y los guerreros demonios, y de cómo derrotarlos. Los Caballeros del Lirio preparaban a sus dragones para el vuelo; los Caballeros de la Calavera otorgaban la bendición de su soberana a armaduras, escudos, y armas; los Caballeros de la Espina acopiaban los componentes de hechizos y aprendían de memoria los conjuros. La garra de Steel estaba preparada para salir y esconderse.

—Es hora de ponernos en marcha —anunció por fin Trevalin, de mala gana—. No diré si hay alguna pregunta, porque no podría responderla si la hubiera. Tenemos que estar en nuestros puestos, en la Trampa de Dragones, antes de una hora. Debido a la necesidad de actuar en secreto, id allí solos o en parejas, y dirigios por rutas diferentes. El caballero oficial Brightblade os las asignará.

Sombríos, los caballeros se prepararon para dirigirse a su nueva posición, «en un sótano con las ancianas y los niños», como dijo uno de ellos, aunque con cuidado de que Trevalin no lo oyera.

A Steel lo enfurecía perderse la batalla y todo lo demás, pero, tras su primer arrebato, no volvió a decir nada. Había recuperado su rango, de nuevo era el segundo al mando en su garra y, como caballero oficial, se esperaba que le diera a Trevalin su respaldo incondicional e incuestionable. Steel organizó a los caballeros de su garra, dio a cada grupo instrucciones de su ruta correspondiente, escuchó sus quejas, hizo cuanto pudo para aplacarlos hablando de «fuerzas de choque» y «misiones secretas». Cuando se hubo marchado el último contingente, fue a informar a Trevalin.

—No andas muy descaminado con esos comentarios, ¿sabes? —dijo el subcomandante en voz baja mientras los dos se dirigían hacia la Trampa de Dragones—. Por lo que he podido averiguar, se nos mantiene en reserva para encargarnos de alguna misión importante encomendada a lord Ariakan personalmente por su majestad. Supe por uno de los guardias personales de su señoría que la reina se reunió con nuestro señor en el Nido del Martín Pescador, y que mantuvieron una conversación. El guardia lo sabe porque vio a Ariakan subir solo allí y, después, oyó a dos personas hablando, una de ellas una mujer con una voz como el toque de difuntos. Cuando Ariakan bajó, estaba pálido y tembloroso, como un hombre al que le ha caído un rayo. Fue poco después de eso cuando se impartieron las órdenes.

Steel sonrió, complacido.

—¿Por qué no se lo decís a los demás? Los haría sentirse mucho mejor.

—Porque debemos obedecer órdenes sin opinar en un sentido o en otro sobre ellas. Y lo que te he dicho son chismorreos, nada más —replicó Trevalin malhumorado. Después se relajó y sonrió—. En otras palabras, yo no puedo decir nada oficialmente, pero tú podrías hacer correr la voz, Brightblade.

—¡Nuestra soberana nos eligió! —se dijo Steel con júbilo mientras cruzaba las puertas de bronce que conducían a la Trampa de Dragones.

Pero resultó difícil mantener la sensación de orgullo, el regocijo de saber que habían sido seleccionados, elegidos especialmente, cuando la oscuridad de la Trampa de Dragones se cerró sobre ellos, los aisló del resto de sus compañeros, los envolvió en su sudario.

Se sentaron o permanecieron de pie, sumidos en un silencio roto sólo por el toque de trompeta llamando a la batalla, una llamada que tenían prohibido responder.

Steel se obligó a sentarse tranquilamente, a la espera de órdenes. Miró con desaprobación a los caballeros que recurrían a pasear con nerviosismo por la cámara, y les ordenó que se calmaran, se pusieran cómodos, y conservaran las energías. Pasó la primera hora limpiando y puliendo su espada, la espada de su padre, admirando de nuevo la maestría de su elaboración que ni siquiera igualaban los maestros espaderos contratados por su señoría. El propio Ariakan había dicho que era una de las mejores armas que había visto nunca.

En realidad la espada no necesitaba que la limpiara, ya que Steel daba un excelente cuidado a sus armas, pero pulir el magnífico metal le proporcionaba algo constructivo que hacer y que era, al mismo tiempo, relajante. Empezó a pensar en su padre y en los relatos que había oído contar sobre su valor. Sus pensamientos viajaron más atrás en el tiempo, y Steel se preguntó cómo habrían sido los otros caballeros que habían llevado esa espada con honor y gloria. ¿Estarían reunidos ahora todos los Brightblade? ¿Se encontrarían alineados detrás de su líder, Paladine, preparándose para entrar en batalla? Los antepasados Brightblade habían combatido en nombre de Paladine; su representante vivo, Steel, lo hacía por Takhisis. Pero el joven caballero no veía gran diferencia; era la otra cara de una misma moneda.

Imaginó el fragor de la batalla que debía de estar sosteniéndose en el Abismo, los dioses agrupándose para combatir a Caos, y su reina al frente de sus temibles legiones, conduciéndolas a la victoria. Su corazón se inflamó de orgullo y veneración; musitó una plegaria a Takhisis mientras trabajaba, pidiéndole que le concediera una pequeña fracción de su inmenso coraje. Casi envidiaba a los muertos, que tendrían el privilegio de combatir al lado de su Oscura Majestad.

La primera hora de espera transcurrió bastante deprisa con sus ensoñaciones y su trabajo. La segunda la pasó sentado en el suelo de piedra, sudando con el calor que había logrado filtrarse incluso hasta la zona más profunda de la torre, y escuchando los sonidos de la batalla que llegaban desde arriba. Los otros caballeros también escuchaban, especulando sobre lo que estaría ocurriendo. Los sonidos eran imprecisos, apagados y distorsionados, ahogados por el retumbar de los truenos que sacudían la torre hasta sus cimientos, el salvaje clamor de las trompetas, el sordo y rítmico latido de las máquinas de guerra. De vez en cuando, podían oír, alzándose sobre todo lo demás, un alarido terrible: el grito de muerte de un dragón. Cuando esto ocurría, los caballeros se sumían en el silencio y miraban fijamente el suelo de piedra.

El tiempo pasó y no hubo noticia alguna. Ningún mensajero jadeante bajó presuroso la escalera para ordenarles que ensillaran sus dragones y remontar el vuelo.

En la tercera hora, todos los sonidos cesaron de repente. Se hizo un pavoroso silencio. Las partidas de dados que se estaban jugando fueron interrumpidas. Todos los conatos de conversaciones se cortaron. Trevalin se acercó a las puertas de bronce, cerradas y atrancadas, y las contempló fijamente, con el semblante tenso y sombrío. Steel no pudo soportar la tensión por más tiempo; se puso de pie y empezó a pasear impacientemente, chocando con otros que hacían lo mismo.

Sintió que algo húmedo le caía en la frente. Se llevó la mano a ella, la retiró, se miró los dedos, y soltó un grito ronco.

—¡Que alguien traiga una antorcha! ¡Deprisa! —ordenó.

Le trajeron varias, y los hombres se arremolinaron en torno a él, nerviosos.

Trevalin se abrió paso a través del círculo de caballeros.

—¿Qué pasa? ¿A qué viene este alboroto? Apartaos...

—Será mejor que veáis esto, subcomandante —dijo Steel—. Dirige esa luz hacia aquí.

Uno de los caballeros bajó la antorcha, y el resplandor brilló en un charco que se estaba formando sobre el suelo de piedra. En el súbito silencio que se hizo, todos pudieron escuchar el incesante goteo.

Trevalin se agachó sobre una rodilla, mojó las puntas de los dedos en el charco, y alzó la mano hacia la luz.

—Sangre —dijo quedamente mientras levantaba la vista al techo. Trevalin se puso de pie—. Voy a subir ahí —anunció, y varios de los caballeros lanzaron vítores.

»
Callad de una vez —ordenó, colérico—. Aprestad las armas y estaos preparados. Brightblade, ven conmigo.

Los otros se dispersaron rápidamente, contentos de hacer algo, aunque sólo fuera abrocharse los talabartes y las armaduras. Steel acompañó a su superior hasta las puertas.

—Quedas al mando mientras estoy ausente —dijo Trevalin. Guardó silencio, pero no se marchó; miró de nuevo a las puertas y otra vez hacia la cámara, como si estuviera decidiendo si hablar o no. Finalmente, en voz baja, añadió:— Brightblade, ¿has notado algo extraño? ¿Algo sobre la Visión?

Steel asintió una vez con la cabeza, lentamente.

—Había confiado en estar equivocado, subcomandante —dijo, también en voz queda—. Esperaba ser sólo yo.

—Aparentemente, no —suspiró Trevalin—. Parece que ya no puedo verla. ¿Y tú?

—Tampoco, subcomandante.

Trevalin sacudió la cabeza, y se puso los guanteletes.

—Estoy desobedeciendo órdenes directas al hacer esto, pero sin la Visión para guiarme... Algo va mal. Tal vez esté en nuestras manos arreglarlo, si podemos. Esperadme aquí, no tardaré.

Trevalin cogió una antorcha, levantó la pesada tranca de las puertas, las abrió, y salió. Steel se quedó en el umbral, siguiendo con la mirada la luz que se alejaba por el corredor hasta que el resplandor desapareció. Continuó en el mismo sitio, con una de las puertas entreabierta un rendija, esforzándose por oír algo.

Los otros caballeros se reunieron con él, formando un semicírculo a su alrededor. Permanecieron en silencio, salvo por el tintineo de alguna armadura al moverse un caballero, y el sonido acompasado de las respiraciones.

Y entonces el resplandor reapareció al final del corredor. La luz vacilaba, como si la mano que sostenía la antorcha estuviera temblorosa, insegura. El ruido de las pisadas era vacilante, como si arrastraran los pies. Trevalin apareció, apoyándose contra la pared. Caminaba lentamente; se detuvo, miró a sus hombres con los ojos turbios, vacíos de expresión, como si no supiera quiénes eran ni qué hacían allí.

Su semblante estaba ceniciento bajo la luz de la antorcha, que de repente cayó al suelo. Siguió ardiendo allí, chisporroteando y echando humo. Nadie se movió para recogerla.

—Subcomandante —dijo Steel—. ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa ahí fuera?

—Nada —contestó Trevalin con una voz sin inflexiones—. Todos están... muertos.

Nadie habló, aunque alguien inhaló con un sonido siseante.

Trevalin cerró los ojos con un gesto de dolor, y unas lágrimas asomaron entre sus párpados.

—¡Mi señor... muerto! —Sus palabras sonaron como un sollozo. Abrió los ojos, inyectados en sangre, y miró en derredor—. ¡Muerto! ¿Os dais cuenta? ¡Todos muertos! Muertos... todos... muertos.

Se tambaleó, las rodillas le flaquearon y se deslizó pared abajo. Steel cogió a su superior por los brazos.

—¡Señor, estáis herido! ¿Dónde? ¡Vosotros, ayudadme a quitarle la armadura!

Trevalin agarró la mano de Steel, deteniéndolo.

—Es inútil —dijo—. Me... —Sufrió un ahogo, y tragó saliva con esfuerzo—. Me alcanzó... por detrás. —Trevalin frunció el entrecejo en un gesto colérico, desconcertado—. Cobarde... Atacar... por la espalda... No lo vi... No tuve la menor oportunidad de defenderme... Sin honor...

—Señor, ¿está el enemigo ahí fuera? ¿Cuántos son?

Trevalin sacudió la cabeza. Boqueó, intentó hablar, pero de sus labios sólo salieron burbujas de sangre y saliva. Su cuerpo se recostó pesadamente contra la pared, y la mano que sujetaba la de Steel se quedó fláccida.

El caballero sostuvo la mano de su oficial un momento más, y luego la dejó suavemente, con respeto, sobre el pecho del hombre muerto.

—Id con Takhisis, señor —dijo Steel suavemente.

Entonces se fijó en el descomunal corte que había atravesado la negra armadura como si fuera de papel; vio la piel chamuscada y sangrante; el enorme y feo tajo en el costado.

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