Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—Soy Rosendo Roca —dijo, y le extendió la mano—, veamos qué nos ha traído.
Sin perder un instante, Esteve Massip bajó del pescante y tiró de la lona con suavidad para enseñarle el contenido. En cajas de madera repletas de paja se ordenaban todo tipo de vasijas de barro, cacerolas, vasos… Rosendo tomó un perol entre sus manos.
—Mire, mire, están hechas con el mayor mimo y con el mejor material. Es bonita, ¿eh?
Rosendo asintió serio. En ese momento llegaron Henry y Héctor. Al ver a Rosendo y a Henry ensimismados en comprobar la calidad de la mercancía, Héctor carraspeó:
—Creo que no estaría mal que alguien me explicara para qué es todo esto…
Fue Henry quien comenzó la explicación mientras observaba una pequeña jarra:
—Esto es para todos, Héctor. Rosendo habló con… ¿cómo se dice?
Well,
la partera, y ella dijo que mejor usar utensilios de barro para cocinar, para lavarse… Ahora la epidemia de cólera ya ha pasado, pero sin higiene puede volver. Así que hemos comprado todo esto. —Y realizó un gesto teatral con el brazo para señalar el contenido del carro—. ¡Fantástico!, ¿no?
Esteve Massip se rió con las explicaciones de Henry:
—Hay que ver, ¡este sitio parece muy divertido!
—¿Por qué no te quedas con nosotros? —le soltó Rosendo.
—¿Eh? ¿Quedarme? —preguntó perplejo Esteve.
—Sí, quedarte. Hemos cedido terrenos para que los trabajadores de la mina se construyan casas. Y vendrán más, porque necesitamos de brazos que nos ayuden. Tú serías nuestro alfarero. Y podrías vender en el mercado de Runera. Está cerca.
Perigot ratificó las palabras de Rosendo en silencio. Escupió una hebra de tabaco y dijo señalando a Rosendo:
—Es un buen patrón.
La proposición pilló desprevenido al alfarero, que venía sólo a realizar la mayor venta de su vida y ahora le proponían vivir allí. Se rascó la cabeza mientras guiñaba un ojo.
—Bueno… esto no me lo esperaba… Tendría que comentarlo con mi mujer y mi hija… Y yo necesito un espacio para mi taller y…
—¡No es problema! ¿Verdad, Rosendo? —intermedió Henry—. Si quiere, yo puedo ayudar a diseñar la casa con el taller para que usted trabaje bien. Venga a nuestra «oficina» y lo hablamos. Tengo un
sherry
exquisito.
Esteve Massip no sabía qué era eso de «sherry», pero aceptó. Rosendo pidió a Héctor y a Perigot que lo ayudaran a descargar la mercancía.
—Guardaremos las cajas en el almacén, mañana las repartiremos entre los trabajadores —les dijo Rosendo.
Héctor estaba feliz. Parecía que alrededor de la mina todo iba creciendo. Se sentía orgulloso de ser amigo de Rosendo, de trabajar allí y de estar construyendo lo que parecía llamado a ser un lugar donde vivir con dignidad.
Con el transcurrir de los meses, la mina de Rosendo y Henry empezó a verse rodeada de algo parecido a un poblado. El crecimiento imparable de clientes que esperaban cada día el carbón del hijo mayor de los Roca hizo que se incorporaran nuevos trabajadores provenientes de diferentes pueblos, algunos cercanos y otros no tanto; personas que acudían atraídas por el trabajo estable y la posibilidad de empezar una nueva vida.
Cada día, al finalizar la jornada, se ponían todos, incluido Rosendo, manos a la obra para levantar las casas. Los de lugares algo lejanos encontraron alojamiento en las casas que se iban construyendo a cambio de algo de dinero. Durante una buena temporada, más de una familia se vio obligada a compartir techo en un hacinamiento algo incómodo pero temporal. Rosendo se ocupó de proporcionar los materiales necesarios para la construcción de la aldea con la intención de facilitar y acelerar lo más posible ese proceso: la producción debía crecer rápida e ininterrumpidamente. Piedra desechada de la mina, argamasa, madera y carros repletos de tejas elaboradas con arcilla eran los elementos básicos para hacer habitable cualquier construcción.
Incluso llegaron a reducir un par de horas la jornada laboral con la intención de que ese diminuto poblado pudiera estar acabado cuanto antes. Las casitas empezaron a tomar forma progresivamente en unos terrenos próximos al yacimiento y algo alejados de la casa de la familia Roca. Todos querían orientarlas al sol, y en algún caso hubo conflictos entre familias que deseaban el mismo terreno. Rosendo, Henry y Héctor mediaban en los conflictos y repartían el terreno por orden de llegada, dando preferencia a los que tuvieran más hijos a su cargo.
El progresivo crecimiento del poblado, que convirtió la zona en un hervidero de actividad constante, generó a su vez nuevas necesidades. Rosendo se empeñó en conseguir la presencia de otros artesanos. El trato que les ofrecía era siempre el mismo: terreno donde vivir, ayuda para construir su hogar, unas ventas aseguradas por estar junto a la mina, y una licencia para ofrecer sus productos en Runera y alrededores. Por ello, cuando Matías Giner o Salvador Lluch ofrecieron sus servicios al hijo mayor de los Roca, éste los aceptó gustosamente.
Matías Giner, herrero, era un hombre de mediana edad, pero cuyos músculos parecían mantenerse eternamente jóvenes. Trabajar con el hierro exigía mucha fuerza y él, desde luego, la tenía. Ahora la casa ya estaba construida y, eufórico, tenía muchas ganas de enseñársela a su hijo Jordi, que hasta entonces se había quedado en Puig-reig para realizar encargos pendientes. Desde que murió su mujer en la epidemia de cólera, los dos se habían quedado completamente solos. No había sido nada fácil, pero el chico, a sus veinte años, era muy hacendoso y trabajaban codo con codo en la herrería.
—¿Te gusta? —le preguntó a Jordi nada más entrar en su nueva casa.
—Sí —respondió ilusionado. Era incluso más robusto que su padre, aunque en su interior seguía siendo un adolescente—. Es perfecta, papá.
El caso del boticario Salvador Lluch era muy distinto. Él provenía de Barcelona y, tras haber sido testigo de demasiadas muertes por el cólera, había decidido trasladar sus remedios a un lugar más pequeño y tranquilo. No había tenido la oportunidad de cursar la carrera de medicina, pero en los últimos tiempos había aprendido mucho. Salvador todavía tenía pesadillas en que aparecían los gimoteos de los que murieron junto a él en las estaciones de cuarentena.
Pocos días después de su llegada a la aldea, el boticario acudió a la casa de Rosendo para comprobar el estado de salud de su madre. Aunque hacía tiempo que no tenía una recaída fuerte, Angustias nunca estaba del todo bien y eso era algo que preocupaba a Rosendo. Salvador la reconoció con los pocos utensilios de que disponía, comprobó su retina, su boca, su fuerza…
—Gracias. Es usted muy amable, señor Lluch —le dijo Angustias tras recibir del boticario un ungüento para mejorar la circulación y un frasco de reconstituyente.
—No hay de qué, señora Roca.
—¿Quiere un poco de caldo? —le ofreció agradecida.
—Se lo aceptaré con mucho gusto.
—Es lo menos que puedo hacer. Nunca habíamos tenido un médico como usted aquí en el poblado.
—Bueno, yo no soy médico… —respondió mientras daba un sorbo al cuenco que Angustias acababa de llenar con caldo.
—A veces no hay mejor universidad que la vida —respondió ella, que conocía los antecedentes de Salvador Lluch.
—Seguramente tenga usted razón.
Angustias sonrió. El aspecto quebradizo del boticario, junto con sus buenas maneras, reflejaban una virtud y un pasado poco dichoso, y eso hizo que la madre de Rosendo lo sintiera cercano, próximo en medio de aquella zona que paulatinamente se iba llenando de desconocidos.
El alfarero Esteve Massip llevaba trabajando para Rosendo desde el fin de la epidemia de cólera. Y ahora que tenía su casa finalmente construida, podía traer consigo a Ana, su hija de dieciocho años, y a Amelia, su mujer, que hasta entonces habían permanecido en Navas. Ana no estaba muy convencida, ya que dejaba una población de mil habitantes por un pequeño poblado todavía en construcción. La joven accedió consciente de que para su padre aquélla era una oportunidad única. Sus dudas se disiparon nada más llegar:
—¡Me encanta, papá! —anunció Ana mientras sacudía la cabeza en todas direcciones. Su larguísimo pelo rizado se movía al compás de su júbilo. Su cuerpo quedaba casi oculto bajo los rizos de esa cabellera castaña—. ¿Dónde está tu taller? —le preguntó con los ojos bien abiertos.
—Está afuera, justo detrás de la casa. Luego te lo enseño —añadió.
Ana, feliz de ver a su padre contento, le dio un abrazo. La voz de su madre los interrumpió.
—Debes comportarte, Ana. ¿Qué van a pensar los demás vecinos? ¿Que nunca has visto una casa? Por favor…
Amelia era muy distinta a Esteve. El moño que recogía su oscuro pelo estiraba sus facciones ya de por sí austeras.
—Sí, mamá —respondió su hija a la vez que guiñaba un ojo a su padre.
—¿Has visto tu dormitorio, pequeña? —le dijo Esteve.
—¡Sí! Es más grande que el de Navas —afirmó mientras se asomaba al pequeño cuarto que se componía de un lecho y un armario. Encima de la cama había una preciosa cajita de barro que su padre le había hecho. Al verla, Ana la tomó entre sus manos.
—Para tu colección —le dijo él.
—Eres un artista, papá —dijo mientras abría con delicadeza el obsequio.
—Aquí nos va a ir muy bien, ya lo veréis —concluyó Esteve, orgulloso de su destino.
El trabajo en la mina era duro y cansado. La docena de mineros con los que ahora contaba el yacimiento abrían con sus picos y puntonas los frentes a ambos lados de la galería principal. Ahí donde se escondiera el carbón había que acceder costara lo que costase, aunque el espacio de acceso fuera el mínimo para respirar. Todo lo que los hombres picaban lo introducían ahora en el interior de un carro del que tiraba una mula, siguiendo la vía acompañada por un minero. Durante la faena la mula no debía salir jamás al exterior del yacimiento, puesto que si eso ocurría, se negaría a volver a entrar. Así, cuando mula y acompañante llegaban al final de la vía, el minero descargaba el contenido del carro antes de salir a la luz del día y volvía a llevarla a la galería correspondiente. Entre los turnos de los trabajadores y el faenar eterno de la mula, el ambiente se tornaba a veces irrespirable.
Afuera se encontraban algunas mujeres y niños mayores de diez años que recogían todo lo picado y separaban los pequeños fragmentos de roca de los de carbón mediante un tamiz de madera. Durante la criba, debían remover bien los pedazos y fijarse para no equivocarse. Cuanto más sucio estuviera el carbón, peor se vendería. Las piezas útiles resultantes se introducían en enormes sacos que se trasladaban a su destino. A las piedras se les buscaba también un uso, como por ejemplo en la construcción o como grava fina para la argamasa.
En ese ambiente de intenso trabajo, Ana Massip acudió a la entrada de la mina para acompañar a su padre. Esteve acababa de terminar el último pedido que Rosendo le había hecho y pagado: una tanda de cántaros que llevaba repletos de agua para evitar la deshidratación de los trabajadores.
—Aquí tiene lo que me pidió —anunció Esteve mientras seguía a Rosendo, que se movía ágilmente trasladando pesados fardos de carbón hacia el carro de Perigot.
—Gracias —respondió entre jadeos sin ni siquiera mirar a los recién llegados—. Déjalos en la entrada. —Continuó con su trabajo sin despedirse de Esteve ni de su hija.
A Ana le llamó la atención aquel enorme individuo. Era la primera vez que lo veía.
—¿Quién era ese chico, papá? —preguntó Ana interesada mientras volvían a casa.
—Es Rosendo Roca, el jefe —respondió sonriente Esteve.
Ana cabeceó mientras enroscaba uno de sus rizos en el dedo índice de su mano derecha, un gesto que hacía cuando se ponía pensativa. El padre trató de sondear a su hija:
—Es muy joven, ¿verdad? —le preguntó Esteve mientras la acercaba hacia él rodeándole los hombros con su brazo.
—Sí —respondió ella sin más.
Su padre le cogió el dedo que se trenzaba en el mechón.
—Se te va a enredar el pelo, chiquilla. —Ana asintió como en un gesto de disculpa y se sonrojó ligeramente.
Se dirigían al taller que el herrero tenía en su casa para hacer algunos encargos. La construcción hecha de madera, estaba unida a la casa de piedra y en su interior, donde el calor se hacía casi insoportable, se encontraban Matías y Jordi trabajando.
—Buenos días —saludó Esteve tras abrir la puerta y entrar. Con la única luz de la fragua y el candil, se encontraban casi a oscuras, Matías lo saludó fugazmente y continuó golpeando el fragmento de hierro que estaba moldeando en el yunque. Jordi fue quien acudió rápidamente a atenderlos. A pesar de la escasa luz, enseguida se fijó en Ana que, pegada a su padre, observaba curiosa aquel lugar.
—Necesitaría un hacha y un par de cuchillos, por favor —pidió Esteve.
Jordi no mentaba palabra. No podía apartar los ojos de aquella muchacha tan dulce.
—¿Cuánto cuestan? —preguntó Esteve.
—Quince reales —respondió Jordi sin apartar su mirada de Ana.
El alfarero se dio cuenta del efecto que su hija había causado en el chico y sonrió.
—Ella es Ana, mi hija.
—Encantado. —Jordi le ofreció la mano a Ana, que le devolvió el saludo sin ningún entusiasmo.
—Ya nos veremos por la aldea —acertó a decir el chico mientras padre e hija abandonaban el taller.
Regresando a casa, Esteve Massip comentó:
—Creo que Jordi, el herrero, no va a ser capaz de acertar un golpe desde que te ha visto —le dijo con una sonrisa burlona.
—¿Qué dices, papá? —preguntó avergonzada—. ¿Cómo se le ocurre eso de «ya nos veremos por la aldea»? Yo no voy a verlo en ningún sitio.
—Pobre chico, Ana. Se ha quedado sin habla y yo diría que también sin respiración cuando has entrado en el taller. El de herrero es un buen oficio. Nunca les falta trabajo.
—Me da igual —respondió mientras se limpiaba un imaginario borrón en la falda.
—Bueno, ya llegará el día en el que no te den igual estas cosas.
—Me da igual él, digo.
—¿Y quién no te da igual? —preguntó Esteve.
—Nadie —se apresuró a responder la muchacha.
Ana permanecía en silencio. Le daba vergüenza hablarle de según qué cosas porque, al fin y al cabo, a pesar de lo unidos que estaban, era su padre.
Esteve la miró divertido y no volvió a insistir.
Fernando cabalgaba raudo sobre su caballo cuando atravesó los últimos árboles que circundaban las tierras yermas de los Casamunt. El camino lo llevó hasta un cerro completamente estéril. Aminoró la marcha para fijarse en los diminutos hombres en movimiento. Parecían hormigas del revés: en vez de acarrear pequeñas migas al interior de la tierra, las extraían hacia afuera. Fernando Casamunt observó con gesto sombrío aquel trajín. Tiró de las riendas de su lustroso caballo pardo y lo espoleó en frenética carrera por donde había subido. Rosendo Roca hacía apenas dos días que había pagado el canon anual, y ese año parecía que ya con una cierta solvencia, a juzgar por el montante al que había ascendido el diezmo de beneficios. A Fernando le costaba concebir que un don nadie se saliese con la suya con tanta facilidad.