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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (19 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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Angustias respiró aliviada. Se llevó la mano a la frente y sonrió.

—¿Vendrás a comer?

—Sí, madre. ¿Seguro que está bien?

Ella asintió mientras volvía a casa. Rosendo se despidió y regresó a la mina. Angustias, sin dejar de sonreír, pensó en preparar un plato especial para ese día. La respuesta de su hijo le había dado una alegría. Se sentía al fin feliz en ese lugar al que llegaron por casualidad hacía ya casi veinte años.

Mientras cocinaba, recordó cómo tuvieron que salir de Martinet, con su ira por la injusticia y el disgusto de su marido, quien no concebía otra vida que no fuera en su pueblo. Vino a su memoria el difícil y duro camino hacia Barcelona: la sierra, el robo de aquel desalmado que los despojó de casi todo lo que tenían. Recordó también cómo, llevados por el hambre, encontraron alojamiento en la casona de los Casamunt. A pesar de que su idea era ir hasta la capital catalana, Angustias entendió que su marido quisiera quedarse allí, en Runera. Había trabajo y su orgullo le impedía llegar a Barcelona sin nada de dinero en los bolsillos. Tuvieron la posibilidad de quedarse y se quedaron. Al fin y al cabo, los Roca no querían otra cosa que eso, un lugar donde vivir.

Se sintió orgullosa de haber sido capaz de educar a su hijo, aquel niño fortachón pero cerrado, que no hablaba con nadie, que parecía condenado a una vida solitaria, rechazado por los demás. Pensó que enseñarle a leer y a escribir había sido bueno para él, porque le sirvió para que supiera de la palabra de Dios y para que su mente se desarrollara.

«¡Y míralo ahora!», se dijo en voz alta. La respuesta de su hijo le había hecho sentirse orgullosa. Ya no era aquel crío tímido, ahora era capaz de dirigir a un buen puñado de hombres y de ganar para su causa a quien fuera necesario. Cualquier otro habría escarmentado a esos bandidos. Rosendo no, los había pasado a su bando. Y eso que con lo de la mina empezó solo, sin decir nada a nadie, dominado por el típico orgullo de la juventud, que se cree capaz de cualquier cosa. Ahora sabía rodearse de gente que lo ayudara. A Angustias eso la tranquilizaba: era como verlo caminar por un sendero seguro. Lo único que la apenaba era que desde Verónica no había vuelto a verlo enamorado. Tal vez no se fiara de las mujeres, pero estaba convencida que tenía que llegar el día en que eso cambiase. Pensó que Rosendo necesitaba a una joven que lo amara y lo comprendiera y… «¡qué caray! —se dijo—, que me dé buenos nietos, ¡que ya tengo ganas!».

Capítulo 25

La primavera de 1836 fue especialmente benigna. El clima cálido inundó toda la comarca y los días alegres, largos y soleados iluminaron con su optimismo el poblado que estaba creciendo alrededor de la mina. Cada vez eran más las familias que llegaban atraídas por el trabajo y la posibilidad de tener una casa nueva.

En aquella época Rosendo había tomado la costumbre de recorrer el poblado para asegurarse de que todo estuviera en orden. El reconocimiento solía tener lugar durante algún momento de la mañana. Las necesidades del asentamiento crecían progresivamente, de modo que los pequeños talleres contaban con nuevos encargos casi a diario.

Ese caluroso día Rosendo salió de la mina y se despidió de Héctor:

—Voy a hablar con Matías, necesitamos más piconas.

Rosendo se dirigió antes al río para quitarse la suciedad que le cubría el cuerpo y la ropa después de pasar la noche entera trabajando. Consigo llevaba un paquete en el que guardaba una camisola y un pantalón limpios. No es que le importara mucho que lo vieran sucio por trabajar, eso incluso hacía que muchos lo respetaran todavía más, pero ante la insistencia de su madre optaba por adecentar un poco su aspecto siempre que podía.

Se acercó a un recodo del río donde la corriente se amansaba y la profundidad era poca, un lugar frecuentado para refrescarse en días tan calurosos como aquél. Cuando llegó, de hecho, ya había tres chicas de Runera que, con la falda arremangada, estaban sentadas en la orilla remojándose los pies y las piernas. En cuanto vieron a Rosendo, dos de ellas, Mari y Ramoneta, se taparon un poco bajando la falda hasta las rodillas entre risas. La tercera, Teresa, una morena de abundante melena y rasgos voluptuosos, no. Disimulando una sonrisa picara, dejó que un hombro se quedara descubierto, lo que permitía que su escote se abriera un poco más. Al pasar Rosendo cerca de las jóvenes, Teresa, que ya desde los tiempos en que lo veía vender carbón en el mercado le había echado el ojo, lo saludó con voz melosa. Rosendo contestó de forma escueta y buscó un lugar en la orilla, alejado de ellas. Mari recriminó entre bromas a Teresa:

—¡Eres una descarada! ¡Se te va a salir un pecho!

Dicho esto, se tapó la boca con la mano a la vez que miraba de reojo a Rosendo. Teresa, sin embargo, no apartaba los ojos de él.

Ajeno al interés que había despertado en las chicas, Rosendo se quitó la camisa ennegrecida y, tras arremangarse los pantalones, metió los pies en el río. Mientras se mojaba la cabeza y el torso, las tres lo miraban embobadas. El cuerpo de Rosendo, a sus veintiséis años, se había hecho anguloso y fibrado. Sus músculos habían ganado dimensiones y, bajo el agua y el sol que lo bañaban en ese momento, brillaban y evidenciaban más su volumen.

Teresa se mordió el labio inferior. Hacía ya un tiempo que deseaba a Rosendo y cada vez le costaba más disimularlo. Mari y Ramoneta, que además eran sus dos mejores amigas, no paraban de decirle que no tenía nada que hacer con él, que Rosendo era el jefe y que cuando se casara elegiría a una chica rica, no a una de ellas. Teresa les daba la razón con tal de que se callaran, pero en su mente sólo se repetía un insistente deseo.

Rosendo se alejó sin volver a cruzarse con las chicas y se fue a la herrería. Como siempre y para poder ver bien la incandescencia del hierro, el herrero trabajaba en la penumbra de aquella especie de anexo que obraba como taller. Junto a él estaba su hijo Jordi. Ambos maniobraban empapados en el sudor que el intenso calor provocaba. En cuanto entró Rosendo, Matías dejó el fuelle sobre la mesa y le ofreció la mano para saludarlo.

—Buenos días, señor Roca.

—Buenos días, Matías. Necesitamos más piconas, picos y palas.

—Perfecto. Esto no para de crecer, ¿eh? Ya tengo unas cuantas herramientas preparadas, así que ahora mando a Jordi a que las lleve al almacén, ¿de acuerdo?

Rosendo asintió satisfecho. Le agradaba ver cómo todos se implicaban en la mina y en el poblado y cómo cada uno trataba de adelantarse a su manera a las necesidades que iban surgiendo.

—Ya que estoy aquí, ¿te hace falta algo? —le preguntó Rosendo.

—Sí, me iría bien una olla, mi mujer se ha encaprichado y ya sabe… Iba a acercarme luego a pedírsela a Esteve…

—No te preocupes, ya voy yo —lo interrumpió—. Tengo que pedirle otras cosas también.

Jordi, en cuanto oyó el nombre de Esteve, dejó de golpear con su martillo. Le vino a la mente la imagen de la hija del alfarero, Ana, y la posibilidad de ir a verla lo empujó a intervenir en la conversación:

—Padre, puedo ir yo, de vuelta del almacén.

El padre miró extrañado a su hijo. Rosendo, moviendo la mano, insistió:

—Tengo que ir igualmente. —Y dirigiéndose a Matías, añadió—: Le diré que os traiga esa olla, tranquilo.

Mientras Rosendo y Matías se despedían, Jordi se ajustó el delantal de cuero y volvió a golpear con fuerza la pieza de hierro que reposaba sobre el yunque: se había quedado con las ganas de visitar a Ana.

El taller de Esteve Massip era similar al del herrero. Aquella mañana el alfarero se encontraba trabajando en el interior, con las puertas abiertas, moldeando lo que parecía ser una jarra. Del horno irradiaba un calor intenso.

Sin apartar la mirada de las manos que estaban dando forma hábilmente al barro, Esteve saludó a Rosendo:

—Buenos días. ¿Qué le podemos ofrecer, señor Roca? —dijo esbozando una sonrisa.

—Pues venía buscando algo parecido a lo que estás haciendo. Necesito una jarra grande y algunos vasos. Y Matías dice que necesita una olla.

Esteve Massip se detuvo un instante. Cogió un trapo que tenía cerca y, limpiándose las manos, se incorporó del taburete.

—Espere que llame a mi hija… ¡Ana! Ven, por favor. —Y volviéndose hacia Rosendo, añadió—: La olla tendré que hacerla, pero con la jarra y los vasos le ayudará mi hija, tenemos varias ya cocidas que le pueden servir.

Tras un silencio Esteve añadió:

—¿Le importa si continúo?, no puedo dejar que se seque la arcilla…

—Adelante.

El alfarero se sentó y continuó moldeando la pieza tras salpicarla con el agua de un cuenco que tenía junto al torno. Impulsó con el pie la rueda mediante la cual movía el plato; el barro comenzó a girar de nuevo entre sus manos.

—Esta chiquilla… ¡Ana! ¡Te estamos esperando! —gritó Esteve viendo que no llegaba.

—¡Ya voy, padre, ya voy! Ya estoy aquí, no hace falta que gri…

La joven se sorprendió al ver la figura de Rosendo en el taller. Se ruborizó ligeramente y bajó la mirada. Esbozó una tímida sonrisa y preguntó a su padre:

—¿En qué puedo ayudarle?

Señalando con la cabeza a Rosendo, Esteve le explicó:

—Enséñale, por favor, las jarras y los vasos que tenemos hechos, a ver si le sirven.

Ana, en un gesto nervioso, se secó las manos con el delantal que llevaba puesto mientras se dirigía a la esquina donde tenían instalado una especie de mostrador. Detrás del mueble había unas estanterías repletas de utensilios. La joven se puso al otro lado del tablero y preguntó algo inquieta a Rosendo:

—Bien, ¿qué le gustaría ver?

Fue el padre quien habló desde la otra punta del taller:

—Las jaaaarras, enséñale las jarras y los vasos… —le recordó Esteve.

Ana, con el rostro ya enrojecido, lanzó una mirada furibunda a su padre. Rebuscó entre los estantes.

—Aquí tenemos esta jarra que acabó mi padre hace unos días, una jarra que, como verá, ha sido elaborada con mucho detalle…

Ana hablaba como había visto que se hacía en las tiendas de Vic. Durante aquella rápida visita se había fijado en el gesto serio, profesional y a la vez cercano de los comerciantes. Ella, sonriendo ahora continuamente, acompañaba con las manos la forma de la jarra. Sus ojos verdes la delataban, puesto que se veía incapaz de fijarlos en los de un Rosendo curioso. Tener al minero tan cerca, prestándole una atención absoluta, le hacía sentir un agradable cosquilleo por todo el cuerpo y una ligera sensación de embriaguez. De repente la voz del padre la interrumpió:

—Ana, hija, enséñale varias jarras y que él decida la que le gusta, que con tanto parloteo vas a marearlo.

La joven clavó otra mirada a Esteve al tiempo que fruncía los labios. En esta ocasión, su rostro enrojeció por completo. Rosendo intercedió:

—Está bien, me has convencido. Me llevo la jarra. —Y en sus labios apareció un asomo de sonrisa.

Ana abrió los ojos y sonrió a su vez de oreja a oreja.

—¿Sí? ¡Es que es muy bonita! Yo siempre lo digo, mi padre es un artista.

El padre la miró divertido de reojo.

—Ahora los vasos… —continuó Ana. Se volvió de nuevo hacia las estanterías dando la espalda a Rosendo. Se agachó y comenzó a buscar en la parte baja de los repisas mientras seguía hablando—. Vamos a ver… Por aquí teníamos unos cuantos a juego… Mmm… ¡Aquí están! Mire…

Ana se incorporó con los brazos llenos de vasos y la punta de la lengua asomando entre los labios. Rosendo hizo el gesto de querer ayudarla pero ella, al verlo, lo frenó:

—Ya, ya puedo yo…

El sonido de un vaso estrellándose contra el suelo la paralizó. Al instante, un par más cayeron. Rosendo los cogió al vuelo antes de que rebotaran sobre el mostrador. Ana, turbada, miró a su padre, quien fingió estar plenamente concentrado en su trabajo.

—Oh… perdón, perdone… gracias… —se disculpó dirigiéndose a Rosendo.

Éste la tranquilizó:

—No pasa nada, son cuatro los que quería y aquí están —dijo señalando los dos de su mano y los dos que sostenía ella—. Me los llevo.

Un tanto abochornada, Ana apuntó trabajosamente en una hoja el precio de cada cosa. Después le pasó la nota y trató de componer una sonrisa que no acabó de formarse. Mientras Rosendo sacaba las monedas de un saquito y las depositaba encima del tablero, la joven metió los objetos en una caja que rellenó de paja. Ana recogió el dinero mientras realizaba una brevísima genuflexión y daba unas tímidas gracias. Él asintió de forma caballerosa, tomó la caja y se despidió de Esteve. En cuanto se quedaron solos, el padre comentó:

—Bueno, incluso con el vaso roto, parece que has hecho una buena venta, ¿eh? —dijo sonriendo. Había terminado el trabajo y se estaba liando un cigarrillo.

A Ana le subió la tensión a los ojos y gritó:

—¡No te burles de mí! ¡He quedado como una idiota! —Y con un sonoro portazo salió corriendo del taller hacia el interior de la casa.

Esteve, boquiabierto, sólo acertó a rascarse la cabeza mientras musitaba:

—Hay que ver qué carácter…

Poco después, la primavera se disponía a despedirse con la llegada del solsticio de verano. La noche de San Juan, la más corta del año y también la más mágica, llenaba de música y bailes cada rincón del pueblo.

A Héctor se le había ocurrido que podían organizar algo allí mismo, en el poblado, sin necesidad de bajar al pueblo. Le costó un poco convencer a Rosendo y le ganó por insistencia. Y también porque Henry estaba encantado, hacía tiempo que no tenía oportunidad de bailar y divertirse rodeado de mujeres, que era lo que Héctor le había prometido que ocurriría.

Contrataron a un par de músicos y dejaron limpia una zona cercana al río donde harían la hoguera. La jornada de ese día se acortó.

Rosendo cenó con sus padres y Narcís, mucho más exaltado con la verbena que su hermano mayor. El joven se había hecho alto, persistía en su delgadez y había desarrollado algunos de los rasgos de Angustias, como la oscura cabellera o los enormes ojos negros, que le daban un aspecto de Don Juán que tenía enamoradas a varias mozas de la zona.

—Supongo que a nuestro pequeño lo espera más de una. ¿Y a ti, Rosendo? ¿Qué hay de tus conquistas? —le preguntó con desenfado Narcís padre.

Rosendo, que masticaba un trozo de coca, negó con la cabeza.

La madre, mientras se llevaba varios platos de la mesa, asintió con gesto exagerado:

—Eso, hijo, cuéntanos. Seguro que debe haber alguien…

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