Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
Cuando llegó a la mansión, subió las escaleras de tres en tres hasta el primer piso. A esas horas su padre estaría seguramente en la biblioteca departiendo sobre correrías pasadas con Baltasar de las Heras. Su hermana y su mujer estarían en el salón, simulando que bordaban pero en realidad hablando mal de ellos, los hombres Casamunt. Llevaba ya un año casado y se encontraba enclaustrado en un matrimonio aburrido como había sido el de sus padres, como lo era el de su hermana, como lo sería el de sus hijos.
Al entrar en la biblioteca, Fernando no pudo ocultar su enfado.
—Acabo de ver a Rosendo Roca. Tiene ya a un pequeño ejército de peones en su mina.
—Bueno, hijo, cuántas veces te lo tengo que decir: cuanto mejor le vaya a él, mejor para nosotros —respondió el padre mientras miraba su reloj de bolsillo—. ¿No entiendes aún que algún día todo eso será tuyo?
—Lo entiendo, pero será bueno hasta cierto punto, padre, porque… ¿y si pierdes autoridad frente al resto? Hasta hace dos días era un muerto de hambre, y ahora…
—Mira, Baltasar, son ya las doce y cuarto. Hora del brandy —y mirando a Fernando continuó—: Recuerda, hijo, que los muertos de hambre, como tú les llamas, cultivan nuestras tierras y te cuidan el caballo, te pulen la silla de montar, te hacen la cena…
—Sí, pero comen de nuestra mano. Éste… —Fernando alzó la mano señalando a la nada, como si Rosendo Roca ocupase todo el espacio exterior— parece que quiere tener más poder que nosotros.
—Te repito, Fernando, que cuanto más dinero gane, mejor para nuestros intereses.
Baltasar de las Heras, que no perdía hilo de la conversación entre padre e hijo, añadió:
—Creo que no te duele el dinero que gane, sino que nunca se haya sometido a ti. Pero ése es tu problema, Fernando, tú eres quien debe hacerse respetar, tú eres quien debe estar por encima de él por educación, por categoría, por apellido.
Fernando no soportaba que su cuñado, a quien consideraba un parásito, le diera lecciones.
—¿Acaso tú te crees que estás por encima de él? —preguntó mascullando.
—Yo estoy aquí sentado, charlando amigablemente con mi querido suegro, mientras él está embutido en una pared con barro hasta las rodillas. Me inclino a pensar que estoy bastante por encima de él. No veo necesidad de nada más. ¿Tú sí?
Ante la risa cómplice de Valentín Casamunt, Fernando optó por marcharse. Bajó las escaleras a toda velocidad sin percatarse de que su hermana subía luciendo un amplio vestido de tul. Ésta, apartándose, le inquirió:
—¿Qué te pasa? Parece que hayas visto al diablo…
—Rosendo Roca está prosperando cada vez más y ni a papá ni a ese fantoche que tienes por marido parece importarles.
Los ojos de Helena se encendieron cuando escuchó el nombre de Rosendo. Esforzándose para simular frialdad, le dijo con voz templada:
—Pues habrá que hacer algo. Si no son ellos… alguien tendrá que actuar. Vayamos a hablar, ahora que tu mujer está entretenida con su labor. Además, esta mañana me he encargado de rellenar la botella de brandy de papá, así que nadie nos molestará.
Ambos hermanos subieron las escaleras con parsimonia. Fernando, con gesto contrariado y dubitativo. Helena, pensativa, ya había empezado a maquinar.
Siguiendo el curso del río, Cristóbal Perigot discurría ufano con su mula
Pepa
haciéndole requiebros y morisquetas por el camino hacia Navas. El peso de la carga lo obligaba a ir frenando para evitar que volcase el carro o la mercancía.
Llegó entonces a un tramo que nunca le había gustado, un lugar rodeado de bosque donde el camino se estrechaba. Respiró hondo y se dispuso a liarse un cigarrillo para distraer los nervios. Cuando ya había depositado el tabaco en el papel y estaba llevándoselo a los labios para humedecerlo, el cigarrillo se le cayó.
Algo había hecho temblar al carro de forma súbita. Quiso volverse para ver qué era pero notó antes el frío acero de una navaja en su cuello. Una voz ronca le habló desde atrás:
—Para el carro y no te hagas el listo.
En el camino aparecieron tres hombres más con la cara tapada y blandiendo navajas. Esta vez sus temores se habían hecho realidad: bandoleros.
—¿Y cuántos dices que eran? —Rosendo sostenía mediante unas tenazas una brasa con la que estaba encendiendo una vela.
—Eran cuatro, señor. No pude verles la cara.
Perigot retorció la barretina entre sus manos. Cuando no le preguntaban, miraba hacia abajo el irregular suelo de barro prensado del almacén.
—¿Y te registraron a ti, o miraron si podían quedarse con la mula?
—No, fueron directos a por el carbón.
Rosendo miró a Henry, que se atusaba la perilla mostrando preocupación.
—¿Qué armas llevaban?
—A mí me amenazaron con una navaja muy grande, que me pusieron en el cuello. Después de descargar los sacos, me golpearon. No sé con qué. Todavía tengo el chichón, mire. —Perigot bajó la cabeza y se señaló en la parte posterior.
—No es tu culpa, Cristóbal.
Don't worry
—dijo Henry tratando de calmar al carretero que, callado y mirándose las alpargatas sucias, estrujaba cada vez más fuerte la barretina—. Ahora, ve a descansar, anda, tranquilo.
Cristóbal Perigot abandonó la cabaña arrastrando los pies, abatido. Henry se encogió de hombros.
—Unos ladrones han robado la carga.
Well,
era algo que tenía que pasar tarde o temprano, ¿no?
—No conozco a nadie que robe una carga de carbón y se olvide del dinero —susurró Rosendo pensativo—. Ni han mirado en los bolsillos de Perigot para ver qué llevaba… Es muy raro.
Rosendo se quedó un rato quieto. Sin mirar a Henry, comenzó a mover la cabeza en señal de negación. Al final habló:
—Mañana iré yo en el carro. Quiero ver si se confirman mis sospechas. Creo que volverán a atacar.
—¿A atacar?
All right,
pero creo que no debes ir solo. Yo tengo un sable y aquí hay cazadores que nos pueden dejar escopetas. Si sólo llevan navajas, será fácil. Pero ¿por qué crees que volverán a robar?
Rosendo negó con la cabeza y buscó en su memoria aquella palabra, al principio tan extraña, que había leído en uno de los libros que, cada vez con más frecuencia, le traía su madre. Al fin había comprendido su significado.
—No es un robo, Henry, es un sabotaje…
No lejos de allí, en medio del bosque, sólo las piedras y los árboles podían escuchar aquellas voces secretas:
—¡Pues vaya con el botín de hoy! Afilao, ¿en qué te vas a gastar el dinero? Yo me compraré un purasangre… —dijo el más alto de los asaltantes mientras señalaba el montón de sacos y se reía de su propia ocurrencia.
—Ya vale con la tontería —zanjó Raimundo.
Alrededor del fuego, Raimundo Bizcarreta imponía sus opiniones a sus tres acompañantes.
—Tenemos un encargo y lo cumpliremos. El dinero nos lo pagarán al acabar el trabajo, ¿estamos?
Al silencio le siguió un comentario a regañadientes:
—Yo espero ver pronto algo más que ese asqueroso carbón. Tengo las uñas de un minero…
—Pues hueles igual, Pasodoble, así que vas a juego —prorrumpió el Afilao, que dio un codazo al otro socio y soltó una escandalosa carcajada.
—Bueno, ya está bien de bromitas y de quejas. Aquí se hace lo que yo diga y sanseacabó. Si no os gusta, cogéis el camino y cada uno a su pocilga. Tú, Pasodoble, puedes volver a mendigar, que era lo que hacías cuando te rescaté.
el afilao
puede volver a su antiguo trabajo de vigilante de… ¡Oh! Se me olvidaba que perdiste tu empleo y ya no tienes nada que vigilar. Y tú, Enano, te puedes ir… pues no sé a dónde te puedes ir… quizá a tomar por el culo porque te encontré tirado en mitad del camino de Balsareny, borracho y lloriqueando, diciendo que te querías morir… Volved a vuestra antigua y miserable vida si no os gusta la que llevamos. A mí no me arrastraréis, no. Ni loco.
La mirada de los tres hombres vibraba con los centelleos irregulares de la hoguera. Los tres se habían puesto serios y se quedaron reconcentrados, asumiendo la verdad de las palabras de Raimundo Bizcarreta. En silencio, fueron abandonando el círculo que formaban alrededor del fuego y se taparon con sus capotes sin mirarse ni hacer comentarios. Al acabar su aplastado cigarro, Raimundo cogió un cubo de agua y volcó su contenido encima de las brasas. Un humo blanco ascendió sinuoso hasta más allá de las copas de los árboles mientras las brasas crepitaron con un rumor sordo que se fue atenuando lentamente, hasta que desapareció por completo. Una oscuridad densa acompañó el sueño de los cuatro salteadores.
Rosendo iba subido al pescante de la carreta de Perigot, solo.
Llevaba puesto un pantalón raído de pana y una faja que ceñía su camisa. Una inusitada barretina coronaba la caracterización lograda sólo a medias, pues su cuerpo y el de Perigot, rechoncho tras tantas horas de conducción y tabernas, apenas se asemejaban. Se cubría las piernas con una manta.
Cuando entró en el tramo donde fue asaltado Cristóbal, dejó que
Pepa
marcara el paso mientras él permanecía quieto, con los sentidos alerta. Apenas se escuchaba más que el chirriar del carro, el trote tranquilo de la mula y la respiración pausada de ésta, que llenaba de vaho la fría mañana.
Entonces Rosendo sintió una violenta sacudida. Sin dar tiempo a nada más, sacó de debajo de la manta un pequeño trabuco ya cargado. Se dio la vuelta rápidamente y durante un segundo pudo ver cómo los ojos del asaltante se abrían como platos. De reojo vio también que varias sombras interrumpían el camino, sombras que soltaron una exclamación al oír un disparo y ver la cara ensangrentada de su jefe, que cayó hacia atrás de forma ostentosa. El cuerpo de Raimundo quedó boca arriba sobre la carga, con las manos agarrotadas. De entre los sacos apareció Héctor con otra escopeta, apuntando hacia el camino. Los tres bandidos, desconcertados, no sabían qué hacer. Y menos todavía cuando de la arboleda surgió Henry en su caballo
Brave,
blandiendo el sable.
Rosendo dejó el trabuco en el pescante, se bajó del carro y, dirigiéndose a los bandidos, preguntó:
—¿Quiénes sois? ¿Por qué os interesa tanto el carbón de Rosendo Roca?
Rosendo cogió del cuello a uno de ellos, un tipo orondo al que levantó con facilidad un palmo del suelo.
—¡Aaaah! No lo sé, nosotros hacemos lo que dice Raimundo, ese al que has matado.
—Y qué os decía, ¿que os ibais a hacer ricos con el carbón?
Rosendo lo posó sobre el suelo sin soltarlo. Al bandido se le había caído el pañuelo y respiraba con dificultad. Empezó a toser, por lo que la mirada de su interrogador se dirigió al que estaba al lado, un hombre que cojeaba ligeramente. Éste se bajó el pañuelo a instancias de Rosendo y explicó con voz nerviosa:
—Somos unos mandados de Raimundo. Lo había contratado no sé quién y él nos decía lo que teníamos que hacer. Ayer, hasta que nos llevamos el carbón, ni siquiera sabíamos lo que robaríamos ni a quién —explicó el Pasodoble.
—Es Rosendo Roca —susurró con sorpresa el tercer bandolero, el más alto de los tres, el apodado el Enano. Un silencio remató la frase del bandolero, que miraba a sus compañeros con expresión interrogadora.
—Nosotros no sabíamos… —balbució uno de ellos.
Rosendo alzó la mano como pidiendo tiempo para pensar. Se encaminó hacia el carro y dejó a los individuos, encañonados por Héctor, mirándose unos a otros. Se subió a la trasera donde yacía inerme Raimundo Bizcarreta y rebuscó entre sus bolsillos. En el interior de la raída chaqueta que llevaba puesta encontró una bolsa de cuero con monedas de plata en su interior.
—¿Sabéis quién soy yo?
—Sabemos quién eres —afirmó el Pasodoble, que se erigió en portavoz del pequeño grupo—. Y sabemos lo que haces. Estás dando trabajo a varios en la zona y los que trabajan para ti están contentos. Te respetamos por ello.
—Bien. No sé qué os prometió Raimundo. Yo os ofrezco un sueldo digno si trabajáis para mí. Necesito seguridad para mis transportes. No quiero que esto vuelva a suceder.
Los tres individuos se miraron entre ellos, desconcertados. Uno a uno fueron aprobando con leves gestos.
—Te agradecemos que nos des una oportunidad. No te arrepentirás —dijo el Enano.
—Está bien. Ahora podéis dar sepultura a vuestro jefe.
—Mejor sería que se lo comiesen los buitres —espetó el Afilao, la lengua siempre dispuesta. Después presentó formalmente al trío—: Yo soy el Afilao. Éste es el Pasodoble porque… digamos que le gusta mucho bailar, y a éste tan alto como un caballo lo llamamos el Enano.
Rosendo siguió con la vista la voluminosa figura del Afilao. El bandolero cogió la pala de entre los sacos de carbón y, aliviado, se dirigió en compañía de los otros dos hombres hacia el lugar donde cavarían la tumba de su patrón. Rosendo observó la escena con la bolsa de cuero en la mano. Sus dedos acariciaron la «C» labrada en el borde de la bolsa; ahora tenía la prueba que confirmaba sus temores.
Angustias no dejaba de asomarse a la puerta de la casa para mirar hacia el camino. Le habían llegado noticias del atraco del día anterior y se alteró sobremanera al ver partir esa mañana a Rosendo en el carro. Rosendo no le había dicho nada, aunque Narcís
Xic,
enfadado porque su hermano no había contado con él para acompañarlo y protegerlo del peligro, le había explicado algo. Cuando vio llegar el carro con Rosendo llevando las riendas, suspiró aliviada. Pero al verlos pasar con aquellos tres hombres sentados sobre la carga, sintió una punzada en el pecho. Por un momento, temió lo peor: tenía miedo de que su hijo quisiera dar un escarmiento a aquellos asaltantes y los ajusticiara públicamente. Angustias odiaba la violencia y no quería que Rosendo se manchara de sangre.
Salió al paso del carro y su hijo, tras detener la marcha y pasar las riendas a Héctor, bajó para acercarse a su madre. Mientras Héctor y los demás seguían su camino hacia la mina, Rosendo tomó de los brazos a su madre y le preguntó preocupado:
—¿Qué ocurre, madre? ¿Está bien?
Con la respiración algo entrecortada por la breve carrera, Angustias indagó señalando al carro:
—¿Ésos… ésos son los…?
Rosendo, mirándola a los ojos, contestó:
—Sí, son ellos.
—¿Y qué vas a hacer, hijo? ¿Qué harás con ellos? —añadió ella llevándose una mano al pecho.
—Los he contratado. Ahora trabajan para mí. Protegerán nuestra mercancía, nuestro carbón.