Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—Los chicos siguen en Escocia. Se quedarán allí un tiempo. Henry ha ido a ver a Sira nada más llegar.
—Tú deberías haber hecho lo mismo con Ana…
—Pantenus… —le advirtió Rosendo con voz seria.
—Sí, sí, sí… Héctor se disponía a ponerme al día sobre lo ocurrido justo cuando has llegado. —Pantenus decidió volver a la cuestión que los ocupaba y dirigiéndose a Héctor añadió—: Supongo que éste es un buen momento para que nos cuentes la historia desde el principio.
Rosendo tomó una de las sillas y la puso al lado de Pantenus. Héctor se sentó a continuación y empezó a relatar lo sucedido con voz temblorosa:
—El pueblo se niega a trabajar. Quieren que disolvamos el grupo de guardias porque lo consideran peligroso.
Héctor titubeó antes de continuar.
—De hecho, quizá lo haya sido un poco…
Los oyentes fruncieron el ceño esperando a que Héctor se explicara. La historia de Elvira, Miguel y
el rajas
cayó como un golpe en la estancia donde se encontraban. Tras un silencio, Rosendo preguntó:
—¿Dónde demonios está el Rajas? —preguntó Rosendo.
—Se ha marchado.
—¿Cómo que se ha marchado? —insistió Rosendo—. Ese hombre debía recibir un castigo.
—Como tú no estabas, le di a elegir entre quedarse y esperar tu castigo o marcharse. Y escogió lo segundo —razonó Héctor.
Rosendo no respondió. Sus manos se estrangulaban la una a la otra en una acción repetida.
—Además, durante la misa de Todos los Santos, don Roque se dedicó a dar «consejos» al pueblo — continuó Héctor—. Cuando todo parecía haber pasado, los convenció de que debían movilizarse contra los hombres
del Barbas
.
—¿Y le hicieron caso? —Rosendo se sorprendió. Pensaba que a pesar de las artimañas del sacerdote, no era fácil que su gente se dejara llevar.
—Sí. Desde esta mañana.
—No es de extrañar, Rosendo —los disculpó Pantenus—. A quién no asustan las armas…
—Y claro, después de sentirse atacados, los guardias también se han movilizado. Están molestos por el rechazo del pueblo. Alegan que no es justo que por la falta de uno de sus miembros se hayan olvidado de sus esfuerzos.
—También es comprensible. —Pantenus de nuevo puso en práctica sus dotes mediadoras.
—Es todo —dijo Héctor bajando la mirada—. Ahora reclaman que hasta que no echemos del poblado a los responsables del orden, ellos no volverán al trabajo.
Rosendo tomó la palabra de forma sosegada, seguro de que entre los tres podrían resolver aquel problema.
—Tenemos que negociar, es la única solución, y todos van a tener que ceder para llegar a un acuerdo.
Héctor escuchaba las palabras de Rosendo con atención. No podía evitar preguntarse cómo aquel hombre había aprendido tanto teniendo casi el mismo origen que él. Habían pasado la infancia juntos, en dos casas similares en el mismo valle.
—Precisamos de una base legal, Pantenus. —Rosendo se dirigió al abogado.
—Haremos una nueva normativa. Creo que es lo más conveniente —concluyó el abogado con confianza.
—La cuestión es cómo mantener bajo control a los guardas —planteó Rosendo.
Rosendo y Pantenus parecían haber iniciado uno de esos diálogos que sólo ellos comprendían. Cuando se ponían mano a mano, muy pocos tenían ocasión de intervenir en sus coloquios.
—Podemos hacer que no pasen tiempo en el poblado. Que viajen acompañando a los transportistas… —propuso Héctor sintiéndose reforzado de nuevo. Sus palabras provocaron un silencio que le resultó incómodo.
—Me parece buena idea —resolvió Pantenus—. Elaboraré un plan según el cual estos hombres se dedicarán exclusivamente a la seguridad del transporte de mercancías y no tendrán derecho alguno sobre los habitantes. De esta manera, dejarán de disponer de sus armas mientras estén dentro del poblado. Sólo en determinadas circunstancias de peligro para la aldea podrán tomarlas para defendernos. Pedro sabrá cuidar de eso, ¿no?
—De acuerdo. Mañana por la mañana los reuniremos a todos en la plaza y se lo comunicaré —sentenció Rosendo—. Al toque de las campanas de las siete.
Cuando se disponían a salir de la sala, Héctor se aproximó a su jefe y le tocó el hombro para que se detuviera.
—Lo siento. Te he defraudado —le dijo cabizbajo.
—Eso no es cierto. Tú no pusiste el trabuco en la cara de nadie —lo consoló Rosendo. En aquel momento sólo sentía el deseo urgente de salir de allí e ir a ver a Ana.
—Quizá si lo hubiera hecho, ahora no…
—Héctor, has estado muchas semanas al cargo de todo esto. Has hecho un buen trabajo. —Señaló al interior y concluyó la conversación—: Quiero que este puesto lo ocupes tú de aquí en adelante.
Pasó por la plaza de Santa Bárbara bajo una luz mortecina. Hacía frío y un fino manto de humedad empezaba a cubrir el suelo convirtiéndolo en una superficie brillante. Al levantar la vista, el halo blanco de la luna en cuarto creciente anunciaba una fuerte helada. Siguió caminando con cautela en medio del silencio absoluto. Las gentes se preparaban para dormir cuando un chasquido sordo reveló la presencia de un vecino que se asomaba por la cancela. Rosendo volvía a casa con la certeza de que debía actuar rápido. Seguro que de aquella delicada situación saldrían reforzados, pensó.
La reunión le había dejado un regusto amargo. Pantenus había apuntado una idea importante: para la paz social es tan importante la presencia de la ley y la justicia como su apariencia pública: «La mujer del César no sólo debe ser honesta, sino parecerlo», había recordado Pantenus. Para contrarrestar la situación, Rosendo iba a proponer la creación de una hermandad de accidentes. Era una idea que había asimilado en New Lanark. Para un trabajo de riesgo como el de la mina, asegurar un futuro a las viudas y a los que se vieran impedidos para el trabajo era esencial. Le serviría para sofocar las quejas por el incidente sin obligarlo a retirar la mínima seguridad que, estaba convencido, necesitaban.
Al coronar la cima del Cerro Pelado se volvió para divisar las viviendas que se arracimaban abajo, a sus pies. Respiró profundamente y continuó el trecho que quedaba. Tenía unas ganas extraordinarias de ver a Ana. La echaba aún más en falta estando allí, apenas a unos pasos, que separado de ella por todo un mar.
Al abrir la puerta, Anita, que estaba frente a la chimenea, salió corriendo a saludarlo. Se colgó del cuello de su padre y gritó con entusiasmo.
Ana apareció en el comedor, alertada por el escándalo. Vestía el mismo camisón amplio de rayas verticales que llevaba el día en que su marido partió hacia Escocia. Rosendo la había rememorado una y otra vez sin conseguir representársela tal cual era. La soñaba difusa, como una figura angelical que le reprendía con el dedo índice estirado sobre algo que no recordaba. Una vez despierto intentaba recuperarla, pero no podía concretar sus rasgos, su silueta liviana como una pluma, su graciosa nariz, sus ojos color verde que centelleaban con el reflejo del fuego y cambiaban según incidiese la luz en ellos. Le daban ganas de levantarla en brazos y llevarla en volandas al dormitorio. Y nunca más ya separarse de ella.
La cara de Ana, sin embargo, no denotaba el entusiasmo de su hija y parecía hacer realidad el desagradable sueño de Escocia. Se sentaron en las butacas alrededor de la chimenea. A requerimiento de Anita, Rosendo explicó por qué los dos hermanos no habían regresado con él.
—¿Ya sabes lo de la mina? —preguntó Ana de improviso.
—Sí, he estado hablando con Héctor y Pantenus —respondió Rosendo.
—Claro, siempre hay algo más importante que tu familia —dijo Ana.
Un silencio denso como una cortina oscura se extendió por cada uno de los rincones de la estancia. Anita se levantó, dio un beso a su padre y otro a su madre, que articuló una sonrisa triste como respuesta.
—Os dejo solos, pero me voy a la cama con la condición de que mañana me cuentes todas vuestras aventuras por Escocia. Buenas noches, mamá —dijo Anita, a modo de despedida.
Ana se mantuvo callada. Luego se levantó y se retiró a la habitación. Rosendo la siguió desconcertado: un recibimiento como aquél era lo último que se hubiera esperado. Cuando Rosendo entró en el dormitorio Ana estaba sentada sobre la cama, con la vista fija en el pañuelo que tenía entre las manos.
—¿Qué pasa, Ana? —preguntó Rosendo.
Ella le enseñó la tela blanca. Al desplegarla, Rosendo reconoció la prenda por el bordado. No encontró nada raro en ello.
—Es mi pañuelo. ¿A qué tanto misterio?
—Lo tenía Helena.
Un escalofrío violento recorrió el espinazo de Rosendo. Los recuerdos de juventud se agolparon en su mente y no pudo evitar volver a sentirse una víctima culpable. Su respiración se entrecortó y no supo qué decir.
Tras unos instantes eternos, Ana añadió:
—Yo confío en ti, yo quiero confiar en ti, pero en el pueblo se dice que… Hay días en que una se siente más entera y otros en que parece que todo esté en contra y las fuerzas se acaban… La lavandera le contó a Pepita una historia terrible. Rosendo, dime que nada de eso es cierto.
—Puedes estar tranquila —contestó Rosendo—. Sea lo que sea lo que se rumorea, no es más que otra treta de esa mujer. Sabes que sólo tengo ojos para ti.
Ana empezó a llorar y Rosendo la atrajo hacia sí en un intento por sacarla del estado de aflicción en el que se encontraba. Le acarició el pelo y ella declaró:
—Nunca lo he creído, Rosendo, de verdad. No tengo dudas sobre nosotros. Igual que hiciste tú cuando los rumores eran sobre mí y como respuesta me pediste que me casara contigo. Desde el mismo día en que te conocí supe que eras un hombre bueno porque tienes la mirada limpia. Y por eso te quiero tanto. Es sólo que ante tu ausencia me he hundido y no he podido evitar culparte por dejarme sola, abandonada ante las maniobras de esa arpía… Lo siento. Siento no ser la mujer fuerte que tú crees. —Hizo una pausa y continuó—: A veces creo que estoy en un segundo plano, que no soy lo más importante en tu vida.
—Pero eso no es verdad, Ana. Todo lo hago por ti y los chicos —se defendió—. Todo.
—Lo entiendo, Rosendo. Pero ¿crees que no sé que hace ya horas que has llegado? El otro día, sin ir más lejos, Laura me dijo en el mercado, delante de todo el mundo, que si iba a pasar la Navidad sola, que fuésemos Anita y yo a su casa. Lo hizo sin malicia, pero daba por hecho que tú no vendrías y ésas son las cosas que duelen, porque alientan las malas lenguas —argumentó Ana.
—Tienes razón, lo lamento. Te prometo que esto acabará un día y entonces tú y yo tendremos todo el tiempo del mundo para querernos —soltó Rosendo en un arranque poco habitual en él.
—Ya, pero para entonces, igual los Casamunt han conseguido lo que se proponen y nos han arruinado la vida —interpuso Ana con pesimismo.
—No podrán. Todo está ya preparado. Antes de que ellos pensaran la jugada, yo ya había decidido con Henry nuestro siguiente paso. Te lo explicaré.
2 de noviembre de 1858
Quiero mucho a Ana. Los problemas de la mina son tan urgentes que a veces me olvido de que tengo una familia. Y ellos son lo que realmente me empuja a esforzarme. Le debo a Ana un descanso y, en cuanto pueda, se lo proporcionaré. Desde el inicio de la mina no he parado de trabajar. De hecho, la estancia en New Lanark ha sido lo más parecido a un descanso en veintisiete años. Y ha sido lejos de Ana. Unas veces por orgullo, otras por ambición, lo cierto es que no me tomo un respiro. Necesito ver las cosas con distancia. Pero si no me equivoco, falta poco para poder tomar esa distancia y detenerme un rato. Y entonces podré cuidarla como se merece. La llevaré a tantos lugares, disfrutaremos de tantas cosas que nunca nos hemos podido permitir…
A veces pienso si todo esto vale realmente el esfuerzo. Con lo conseguido hasta ahora, ni yo ni ninguno de los míos pasará más penurias. ¿Para qué entonces seguir adelante y poner en riesgo el futuro? ¿Para qué tantos desvelos? Ahora los trabajadores han aprovechado mi ausencia para reclamar. Quizá tenían razón y algo debía cambiar. Pero ¿no he actuado siempre de manera justa? ¿No he ido siempre más allá que ellos en sus peticiones? Me duele su desconfianza, pero necesito seguir. Lo conseguiremos.
Del viaje a Escocia, un pensamiento: ¿No habré sido demasiado duro al animar a Rosendo Xic a actuar, siendo todavía un muchacho? Espero que ni la culpa ni la inconsciencia aniden en su mente. La responsabilidad de ambos extremos recaería sobre mí. No soy capaz de olvidarlo.
El invierno había sido crudo ese año. Las nieves se habían presentado precoces y a menudo la niebla se había aferrado al curso tranquilo del Llobregat. A punto de acabar el frío, Rosendo
Xic
y Roberto llegaron de Escocia. Estaban exultantes. La estancia había sido provechosa. El viaje de regreso se les hizo corto, más por la impaciencia de llegar a la aldea que por su duración. Roberto, nada más bajarse del carro en Manresa, apabulló a su padre con lo aprendido y le mostró el voluminoso paquete de libros técnicos que había adquirido. Rosendo lo detuvo:
—Primero has de llegar a casa y saludar a tu madre y a tu hermana. —Y luego, dirigiéndose a los dos, dijo—: Hoy os toca estar en familia. Coged vuestro equipaje.
Roberto asintió con una sonrisa. Era consciente de que a veces el entusiasmo le podía. Los chicos trasladaron el equipaje al coche de caballos que los estaba esperando y en cuanto inició el avance, Rosendo
Xic
y Roberto se mantuvieron en silencio. El paisaje familiar, tras varios meses de ausencia, se les aparecía de nuevo teñido de cariño y de cierta melancolía.
Henry abrió tras oír que llamaban a la puerta del despacho. Los dos hijos Roca entraron llevando entre ambos la pizarra que usaban en sus clases. Mientras Roberto acababa de colocarla, Rosendo
Xic
buscó un lugar donde sentarse. Héctor, que debido a su nuevo cargo compartía ahora el despacho con Henry, enarcó las cejas mirando al hijo mayor de Rosendo. Rosendo
Xic,
en voz baja, le respondió:
—Va a explicarnos una idea para la mina.
Henry, que estaba al lado, escuchando, apuntó:
—Right. ¿Debo entender, pues, que habéis aprovechado vuestra estancia en New Lanark?
—Lo hemos intentado, al menos. —Rosendo
Xic
esbozó una sonrisa—. En cuanto sales de casa todo es nuevo y debes estar alerta. Hemos aprendido muchísimo. Gracias, Henry.