Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
Éste la recibió encantado.
—¿Y ya habéis elegido un nombre?
—Sí, se llamará Rosendo, Rosendo
Xic.
Narcís asintió satisfecho y dijo:
—Es un buen nombre.
—Sí, sí que lo es.
—A tu hermano mayor no pudimos ni siquiera ponerle nombre. Se nos fue antes de nacer…
La cabeza de Narcís se inclinó mirando al suelo y su semblante se tornó triste.
—No lo sabía —respondió un impresionado Rosendo.
—Es horrible que se muera un hijo. Aunque todavía no haya nacido.
Se hizo un silencio alterado sólo por las repetidas caladas que daba Narcís a su cigarro. Al minero le agradó la sinceridad con la que su padre le estaba hablando, no era algo usual en él, siempre ofuscado por las pequeñas cosas. Esa noche lo sintió un poco más cerca que de costumbre.
Montse apareció en la cocina con Anita y anunció con timidez:
—La niña pide jugar con su abuelo.
—¡Perfecto! —respondió Narcís después de sacudirse su pena y de respirar hondo—. ¿Dónde está mi princesa? —exclamó mientras cogía en brazos a la pequeña.
La colocó en sus rodillas y le hizo trotar a gran velocidad. A ella le encantaba reír con su abuelo convertido en un caballo que no cesaba de relinchar.
Rosendo permaneció en silencio observando la escena. Cayó en la cuenta de que su padre nunca había jugado así con él. Seguramente porque nunca jugaba, sólo trabajaba. Por lo menos ahora tenía ocasión de hacerlo con su nieta.
El 31 de agosto de 1839 el general liberal Baldomero Espartero y el general carlista Rafael Maroto se abrazaron simbólicamente en Vergara, ratificando así el documento que ponía fin a la Primera Guerra Carlista en el norte de España. Pese a que este acuerdo provocó la llegada a Cataluña de combatientes descontentos con ese convenio, el número de soldados sublevados se redujo en más de la mitad, por lo que perdieron casi toda su fuerza.
Instigadas por una derrota ahora probable, las tropas carlistas concentradas en Runera abandonaron al fin aquellas tierras. El capitán Salgot y sus subordinados se marcharon una silenciosa mañana de domingo antes de que saliera el sol. La espera que Pantenus había estado solicitando a Rosendo obtenía, después de dos años, su recompensa.
Para cuando llegó el día en que Rosendo debía acudir a su cita anual con los Casamunt, éste ya había decidido no cumplir con las obligaciones impuestas por el capitán carlista. Ana volvía a estar de nuevo embarazada y el inminente aumento de la familia, unido a la ausencia de los militares en la zona, lo habían decidido a poner fin a esa injusticia.
Mientras esperaba en el establo de la finca de los señores, Rosendo no pudo evitar preguntarse cómo estaría su hermano, pues llevaban ya varios meses sin noticias de él. Su preocupación, sin embargo, se trasformó en satisfacción al imaginar la cara de los que, de nuevo, iban a verse derrotados por un simple minero.
Entonces, el mozo de cuadra desapareció por la puerta con el paso desigual que le provocaba su cojera: los señores habían llegado.
—Hombre, Rosendo. Un año más… —dijo Valentín Casamunt con su usual entusiasmo en cuanto lo vio.
Rosendo se dio cuenta de que con cada pago que pasaba, ese hombre parecía estar más encogido, con el pelo más cano y el rostro más arrugado. Además, su boca expulsaba un olor desagradable con cada palabra que pronunciaba debido a la maceración del licor de la copa que siempre llevaba en la mano.
Helena y Fernando ni siquiera lo saludaron.
—Parece que al menos el campesino ha aprendido a vestirse mejor —comentó Fernando.
—Y a lavarse —concluyó Helena burlona.
Una vez el patriarca se hubo sentado y sus hijos se hubieron colocado a su espalda, el minero les hizo entrega de la bolsa de cuero con el dinero. La dejó encima de la mesa y esperó.
Al extraer las monedas, los tres señores fruncieron el ceño casi simultáneamente.
—Aquí falta dinero —demandó Fernando de inmediato—. ¿Dónde está el libro de cuentas?
Rosendo se lo entregó y Fernando lo abrió rápidamente. Valentín se lo quitó y se dispuso a observar las ganancias del último año. Tras unos minutos revisando las hojas repletas de números, preguntó:
—¿Dónde está el resto, Rosendo? Aquí sólo está nuestro acuerdo inicial.
—No hay nada más —respondió sin titubear.
—¿Cómo que no hay nada más, miserable? —gritó encolerizado Fernando.
—En el contrato que firmamos sólo se fijó el canon y el diezmo. Si queréis más que eso, id a reclamarlo legalmente.
—Serás… —Fernando se abalanzó sobre él.
—¡Quieto! —gritó Valentín, furioso, mientras se levantaba y cogía bruscamente el faldón de la chaqueta de su hijo.
Rosendo no se inmutó. Fernando se quedó parado frente a él con el puño cerrado y la cara enrojecida.
—Estás muerto —le dijo en un susurro.
El minero recuperó el libro de cuentas, dio media vuelta y se marchó del establo con paso tranquilo, dejando tras de sí a los tres señores, que ahora deberían asimilar su derrota.
—No vuelvas a desobedecerme o te dejo sin nada —amenazó Valentín a Fernando.
Dicho esto, el patriarca cogió el dinero y abandonó la cuadra tambaleándose. Cuando desapareció por la cuesta que llevaba al exterior, Fernando se revolvió y le dio tal puntapié a la mesa que le rompió una pata. A pesar de ello, el mueble no cayó. Aquella especie de premonición sulfuró aún más al futuro señor Casamunt, que no dudó en empujarlo hasta tumbarlo en el suelo.
Helena observaba la escena en silencio. Su condición de mujer la obligaba a mantenerse al margen en un asunto como aquél. Por lo menos de forma directa.
—Eres un cobarde —le dijo sin más.
Mientras caminaba hacia el patio central de la finca, se lamentó por la familia que tenía.
Cada vez que disponía de dinero suficiente en metálico, Valentín Casamunt viajaba con celeridad a Barcelona para invertir una cuantiosa porción en alguno de los placeres que la ciudad le ofrecía. Se trataba básicamente del juego y, sobre todo, de la prostitución.
El Raval estaba repleto de obreros e industrias, y en algunas de esas callejas transitadas por inmigrantes recién arribados en barcos procedentes de todo el mundo, los burgueses arrendaban sus propiedades a «hombres y mujeres de negocios» que quisieran establecer su propia «sede social pública». La Musa Despierta era el lugar más frecuentado por el respetable señor Casamunt; allí siempre visitaba a Elvira, una muchacha con un bonito pelo rubio que le llegaba hasta la cintura, unas piernas largas y unos pechos rotundos que provocaban más de una exclamación cada vez que se paseaba por el barrio.
—Buenas tardes, señor Casamunt —lo saludaba afectuosa en la recepción del prostíbulo madame Godard, una francesa cincuentona que había llegado de París hacía ya muchos años y que conservaba un marcado acento francés. Los pechos de aquella mujer eran los más grandes que Valentín había visto nunca, aunque también lo eran sus brazos y sus caderas.
—Buenas tardes, madame Godard. ¿Cómo va el negocio? —preguntó el señor Casamunt tratando de no dirigir su mirada al escote de aquella mujer.
—Bueno… Supongo que el trabajo en las fábricas deja a los hombres demasiado cansados como para querer después un poco de diversión—respondió con un bufido.
Al ver la mirada inquieta de su interlocutor, madame Godard añadió enseguida:
—Elvira se está preparando, no tardará.
Aquel vestíbulo estaba decorado con un gusto refinado. Si alguien no supiera a qué estaba dedicado el lugar, podría confundirlo con un hotel cualquiera. Una cómoda estilo fernandino, de inspiración clasicista y caoba pulida con coronas de laurel, servía de base a un espejo repujado en plata en el que Elvira se miraba siempre antes de salir a buscar a la clientela.
—Hola, Cariño —surgió del pasillo la dulce voz de Elvira.
—Hola —saludó secamente Valentín.
—Vamos.
La prostituta y su acompañante entraron en el cuarto, mucho más simple que el recibidor del prostíbulo.
—Desnúdate —ordenó Valentín mientras se sentaba en una silla que había frente a la cama—. Quiero mirar cómo lo haces.
Elvira se desprendió lentamente de todas las capas de ropa que llevaba y se quedó frente a él en silencio. Sabía que le gustaba.
—Ahora túmbate y abre las piernas.
Le encantaba dar órdenes. La muchacha se sentó sobre la cama, se tumbó y abrió las piernas, mostrándole sin pudor su sexo.
—Mastúrbate.
Elvira comenzó a tocarse mientras el potentado señor Casamunt la miraba fijamente desde su silla. En cuanto ella comenzó a suspirar, él se incorporó de la silla, se bajó los pantalones y empezó a acariciarse. La chica ya conocía el siguiente paso: gimiendo de placer empezó a pedirle a su cliente que la penetrara. El señor Casamunt seguía tocándose sin decir nada, a lo que la chica debía responder retorciéndose de deseo sobre el lecho. Elvira miró de reojo al señor Casamunt y cuando vio que su miembro ya estaba enhiesto, le suplicó con fingida desesperación que la tomara. Sofocado por la excitación, el señor Casamunt se colocó sobre ella, se agarró con fuerza a las sábanas para darse impulso y penetró a Elvira sin que ésta hiciera ningún gesto para tocarlo. Eso lo tenía prohibido. El estruendo de la cama chocando contra la pared aumentaba con cada empellón de su cadera. Los gemidos que Elvira dejaba escapar con simulada lujuria excitaron rápidamente a Valentín hasta llevarlo al orgasmo de inmediato. Irguió la espalda en un espasmo violento y se dejó caer justo al lado de Elvira. Se subió los pantalones mientras la prostituta dejaba escapar un suspiro de satisfacción con el que daba por finalizado el acto.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo Elvira.
—Dime.
—¿Por qué no me dejas tocarte? Te gustaría mucho lo que puedo hacer con estas manos —dijo mientras las levantaba y las giraba en el aire.
—No lo dudo. Pero aquí y en todas partes, el único que hace algo soy yo.
Y dicho esto, Valentín se levantó de la cama, soltó unas monedas que cayeron ruidosas al suelo y salió del cuarto. Elvira se despidió de su cliente sin ocultar un gesto de hastío.
Habían pasado ya tres años desde que Rosendo se enfrentó a los señores Casamunt. Desde entonces, los acontecimientos se habían sucedido: el 6 de enero de 1840 nacía el tercer hijo de Rosendo y Ana, Roberto; y justo seis meses más tarde, la marcha hacia la frontera francesa de las últimas tropas carlistas, dirigidas por el general Ramón Cabrera, daba por finalizada la guerra.
Era ya noche cerrada en las tierras yermas de los Casamunt y el cielo lucía plenamente despejado, lo que contradecía la rutina de aquel otoño, frío y lluvioso hasta entonces. Bajo las estrellas, una sombra caminaba rápida y cauta a pesar de que el defecto en una de sus piernas obstaculizaba el ritmo vivo que pretendía.
Se acercó después de rebasar el cerro pelado y rodeó el pueblo minero sumido en el más absoluto de los silencios. Alcanzó la parte trasera de la aldea y, poco a poco, se introdujo en ella. Utilizaba en su avance las sombras alargadas que nacían en la punta de los tejados y que lo engullían todo a su alrededor. De esta forma, conseguía resguardarse de la luz de la luna llena que aquel día presidía el firmamento.
Caminando a tientas, llegó a los establos, donde los caballos empezaron a lanzar violentos resoplidos. Cogió algo de paja y salió de allí rápidamente. Continuó avanzando al tiempo que evitaba hacer ruido sintiendo cómo el frío le calaba los huesos. Su respiración producía vahos invisibles en la oscuridad. Todo él era una gran mancha negra, no debían reconocerlo. Cuando estuvo próximo a la mina, se arrastró hasta llegar al almacén y se situó tras él, en el cobertizo donde estaban apilados unos troncos ya cortados. Al instante, su silueta fue absorbida por una densa umbría.
Un chisporroteo rompió el silencio. Un humo blanco y espeso comenzó a expandirse rápidamente detrás del almacén movido por la paja y los troncos abrasados. Después sólo hubo luz, una luz anaranjada. Su misión había sido completada.
Narcís padre se hallaba sentado en la cocina de la casa del cerro pelado cuando empezó a oler a chamuscado. Había estado en la cantina de Fidel bebiendo y hablando hasta bien entrada la noche y no tenía sueño. Le extrañó que alguien pudiera estar quemando algo a esas horas. Salió al exterior de la casa y, desde la puerta, pudo distinguir una luz amarilla que se movía intermitente justo al lado de la mina. Después de afinar un poco más la vista y de comprender lo que sucedía, empezó a correr cerro abajo mientras gritaba con todas sus fuerzas:
—¡Fuego, fuego!
Cuando las personas empezaron a salir de sus casas se encontraron con que una humareda gris les impedía ver nada. Todavía dormidos y desconcertados, buscaron a su alrededor el motivo de aquel alboroto. Algunos gritaban y otros sólo miraban sin entender.
Los primeros cubos de agua llegaron algo tarde. Sin embargo, gracias a las recientes lluvias, al incendio le costaba propagarse. La voz de alarma corrió de boca en boca hasta que la mayor parte de los habitantes del poblado estuvieron ante él tratando de sofocarlo.
A pesar de la movilización y la humedad, el fuego alcanzó finalmente el almacén de la mina. Motivados por la solidaridad, cada habitante del poblado aportó su granito de arena colocándose como eslabón de la cadena que intentaba salvar el precario edificio y, por ende, el poblado. Narcís se situó al final de esa hilera, vaciando sin descanso los cubos que los demás le iban pasando. Rosendo lo observó desde la distancia. Debían darse prisa en apagarlo. De repente, una explosión cortó el aire y los tumbó a todos.
El silencio posterior duró largo rato. Después, las primeras siluetas empezaron a levantarse del suelo tratando de comprender lo que había sucedido: la pólvora que se guardaba en el interior del cobertizo había detonado. Poco a poco, comenzaron a escucharse quejidos aislados y peticiones de auxilio mientras el humo y las llamas no cesaban de luchar por continuar su curso.
Los que se vieron capaces, se levantaron aturdidos y acudieron a prestar su ayuda a los afectados. Algunos cuerpos permanecieron inermes en el suelo, cubiertos por los escombros de la caseta derruida. Los cubos permanecían quietos en el suelo, vacíos, testigos mudos de la tragedia.
Rosendo se incorporó, y sacudiendo la cabeza sin poder creérselo, miró hacia donde había visto a su padre minutos antes. Rápidamente se dirigió hacia allí. Cuando hubo avanzado lo suficiente, logró distinguir unas alpargatas que le eran familiares. Las piernas estaban inmóviles. Por los jirones de la camisa se veían terribles quemaduras en carne viva. Cuando Rosendo estuvo ya cerca, reconoció el rostro, de su padre. Una mueca de dolor delataba la débil presencia de vida en él. El minero aupó a su progenitor con sumo cuidado. Éste, sin abrir los ojos, posó su cara en el pecho de su hijo y, tal vez por primera vez en una vida que sentía que se le escapaba aceptó el amor y la protección que su hijo le ofrecía sin protestar, conocedor de que era ya tarde para pedirle más.