Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
Cuando Rosendo volvió a casa aquella tarde después de pasar dos días en Barcelona no esperaba encontrar la agitación que halló.
—¡Madre! —gritó tras cruzar el umbral de su casa. Al no ver a nadie salió a la parte trasera. Encontró a Angustias en el corral rodeada de animales. Entró en el recinto y le dio un beso en la mejilla.
—Estas gallinas ya casi no ponen huevos —se quejó ella.
—Barcelona es increíble, madre. Le encantaría.
Angustias posó al fin su mirada en la silueta de Rosendo y asintió diciendo:
—Vaya, qué guapo estás.
Rosendo vestía un elegante traje con levita y camisa blanca, y en su cabeza reposaba un sombrero de alas anchas.
—Me lo he comprado allí. Pantenus, mi abogado, cree que las formas también son importantes.
—Me alegro de que haya ido bien tu viaje, hijo —le respondió en una actitud más bien abatida.
—¿No se encuentra bien?
—Tengo que hablar contigo —le confesó mientras entraban dentro de la casa—. Siéntate, cariño.
Cuando los dos hubieron tomado asiento, Angustias pensó mucho en cómo anunciar lo que había descubierto. Tras unos segundos en silencio, sin más, dijo:
—Ha ocurrido algo mientras estabas fuera.
Rosendo se tensó de inmediato.
—¿Qué? ¿Ha pasado algo con padre o con Narcís? —preguntó inquieto.
—Con Ana. Ha pasado algo con Ana —respondió con la mirada gacha.
Rosendo frunció el ceño preocupado y esperó a oír más.
Angustias continuó titubeante:
—Dicen que Ana y el hijo del herrero han tenido… bueno, que han intimado mientras tú estabas fuera.
Rosendo apretó la mandíbula e irguió la espalda sin decir nada. Empezó a acariciar con una de sus manos la solapa algo abultada de la levita.
—También dicen que has ido a la ciudad para… para… tú ya me entiendes, Rosendo.
Angustias tomó aire antes de continuar:
—Ella está sufriendo mucho. No se atreve ni a salir de casa… Amelia dice que es culpa suya, por ser tan amable con todo el mundo. Yo no creo que haya hecho nada, hijo. Es que alguna gente puede llegar a ser muy mala…
Al ver que la mano de Rosendo se posaba inmutable en su solapa, a la altura del corazón, Angustias le preguntó inquieta:
—¿Qué tienes ahí hijo? ¿Te ha pasado algo?
—No es nada —respondió él, y sin decir más se levantó y se marchó. Quería que ella se lo dijera, escucharlo de su voz, verlo en su mirada.
Ana estaba en la cocina en compañía de Amelia.
—No debías haber aceptado pasear con ese Jordi. Tienes que aprender a ser más responsable —la reprendía su madre mientras pelaba las patatas para la cena.
Ana tenía los ojos llorosos y no decía nada.
—Lo siento —repitió otra vez—. Él sólo me pidió charlar un rato. No sabía que pasaría esto. Lo siento…
—No importa lo que tú creas. Importa lo que los demás crean —añadió Amelia que, como siempre, iba enfundada en su traje oscuro—. Para empezar, no deberías llevar ese pelo tan largo suelto, no es decente. Tendrías que hacerte una trenza o un moño, como debe guardarse ya en una chica de tu edad.
Ana no hacía más que secarse las lágrimas con un extremo del delantal de rayadillo que llevaba sobre la falda. En ese momento alguien llamó a la puerta y Amelia fue a abrir. La silueta de Rosendo mostraba su corpulencia bajo el dintel.
—Ven conmigo —ordenó con el semblante serio. Ana se quedó sin aliento. Rosendo respondió cogiéndole la mano con rapidez—. Volvemos enseguida —anunció antes de salir.
Rosendo emprendió la marcha sin pronunciar palabra. Caminaron durante un largo trecho, él con la mano en la solapa de su levita y ella con sus tristes ojos verdes, esperando afligida el temido momento del abandono. Subieron con paso ligero hasta la cima del cerro pelado próximo a la aldea.
Entonces Rosendo se detuvo en seco.
—¿Te gusta este sitio?
Desde aquel lugar se veían todas las casas que componían el poblado, la mina, los campos de trigo, los huertos…
—Sí —respondió ella en un tono apenas audible.
—¿Te gustaría vivir aquí? —preguntó, mirándola directamente a los ojos enrojecidos por el llanto.
—¿Cómo? —inquirió ella con expresión confusa.
—Si te gusta, podríamos vivir aquí. Los dos, juntos.
Ana abrió los párpados de forma exagerada.
—Me dan igual los rumores. Sólo te quiero a ti.
Rosendo extrajo del interior de su solapa la rosa blanca, algo magullada, pero no por ello menos bella, y se la entregó a Ana.
Después de un momento de desconcierto, ella lo abrazó agradecida y le respondió entre sollozos:
—¡Sí, sí que quiero! ¡Claro que quiero!
Y su abrazo estrechó con más fuerza el cuerpo de aquel hombre al que amaba con toda su alma.
Jubal Fontana era maestro de obras en Cardona y alrededores. A pesar de su juventud, su fama se había extendido con rapidez. Así, cuando Rosendo acudió a Henry para que buscara a alguien capaz de edificar su nueva casa, el escocés encontró la excusa perfecta para presentarlos.
El maestro de obras tenía unos hombros casi tan anchos como los de Rosendo. Sin embargo, su menor estatura, junto a unas facciones delicadas, enmarcadas por cuidadas patillas, y su manera poética de mirar y hablar de la construcción habían convertido a Jubal en todo un galán. Enfundado en unos calzones largos de pana, su camisa de mil rayas, el chaleco y la faja que rodeaba su cintura, se mostraba como un joven fuerte de alma lírica.
Aquel día, recién acabado el verano, Rosendo paseaba junto a Jubal por la aldea mientras le explicaba con todo lujo de detalles la casa que tenía en mente. La vivienda debía ser sobre todo grande ya que, además del espacio para el matrimonio y sus futuros retoños, había que contar también con el traslado de Narcís, Angustias y su hermano. El minero y el maestro de obras acababan de bajar del cerro pelado, donde le había mostrado el lugar exacto en el que quería construirla.
—Me la imagino de dos plantas —especificó Rosendo al recordar los altos edificios de Barcelona—. Vamos a vivir cinco personas. Más los hijos que podamos llegar a tener.
—De acuerdo.
—Además, me gustaría que tuviera unas escaleras —añadió al rememorar las que había visto en la finca de los Casamunt.
—Claro, para comunicar las dos plantas.
—No, me refiero a unas escaleras en el exterior, que den a la puerta.
—Pero unas escaleras en lo alto de un cerro no es cosa fácil —advirtió Jubal.
—Habrá que adecuar el terreno, sin duda —insistió Rosendo con expresión inmutable.
—Entendido, señor Roca —respondió mientras sus manos jugueteaban con la gorra de visera. enseguida se dio cuenta de que aquel hombre sabía lo que quería.
De pronto, un tumulto de gente los interrumpió con sus gritos y movimientos:
—¡Sinvergüenza! ¡Bellaco!
Rosendo, extrañado por el revuelo, se dirigió hacia los alborotadores.
—Discúlpame, Jubal.
Se plantó sin mentar palabra delante de ellos. Señaló con la cabeza al hombre que Héctor llevaba cogido por los brazos esperando una respuesta inmediata.
—¡Es un ladrón! —gritó uno.
—Ha robado en la casa de Antonia —informó más serenamente Héctor.
—¡Qué susto, Dios mío! —gritó ésta—. Cuando lo vi ahí con las gallinas…
Numerosas voces siguieron a la de la víctima exigiendo justicia.
—Hay que entregarlo a la autoridad, que lo metan en la cárcel —vociferó una—, ¡que lo ahorquen!
Los ánimos se estaban caldeando demasiado. Rosendo se sintió obligado a tomar casi instantáneamente una decisión. Cuanto más tiempo transcurriera, más confusión habría. Al fin, anunció:
—Yo me hago cargo. —Y tras un breve silencio, continuó—: Seguidme a la alameda.
Rosendo buscó a Jubal con la mirada, se acercó a él y le dedicó unas últimas palabras:
—Vuelva mañana para empezar la obra.
—De acuerdo —respondió el joven sin dudarlo. Comprendió que no debía ni pensar en contradecir al minero.
Cuando Rosendo llegó a la alameda el número de personas congregadas había crecido. Todos querían ver cómo el joven Roca resolvería el conflicto. Entre el gentío estaba también Teresa, que observaba embelesada la influencia que ejercía Rosendo sobre el grupo. Los álamos junto al río formaban un sendero al final del cual había un tocón. El minero cruzó el corrillo que los aldeanos habían hecho y con aire solemne se colocó junto a los restos del tronco. Él sería el juez y aquellos frondosos árboles su jurado. La gente aglomerada calló de repente.
Rosendo inició entonces su interrogatorio:
—¿Qué ha hecho este hombre?
—Me robó —contestó Antonia—. Lo he pillado justo cuando se llevaba en un saco a cuatro de mis gallinas.
—¿Las ha devuelto?
—Ha tenido que hacerlo —respondió Héctor, que cogía con fuerza los brazos del acusado—. Yo estaba cerca de la casa, he oído los gritos de Antonia y al verlo salir del corral le he atrapado.
—¿Dónde está el saco?
—¡Aquí! —respondió la afectada levantando la prueba del delito.
La señora se acercó a Rosendo y se lo entregó. Éste lo abrió para comprobar su contenido y, asintiendo, continuó:
—¿Cómo se llama?
—¡Sinvergüenza! —exclamó la dueña de las aves.
—Señora, cálmese, por favor. ¿Cómo te llamas? —repitió delante del cuatrero.
—¿Y a ti qué te importa? —respondió éste despectivo mientras intentaba soltarse de las manos de Héctor.
—Tu nombre, vamos —insistió Rosendo impasible.
El ladrón aguantó en silencio todo lo que pudo, hasta que pareció darse cuenta de que esa decisión no le serviría de nada.
—Guillem Espronceda.
—Guillem Espronceda, ¿por qué has robado a Antonia?
—Yo no he robado nada.
—¿Por qué has robado y ahora me mientes? —dijo Rosendo inalterable.
—Ya te he dicho que yo no he robado nada.
Rosendo lo miró en silencio y al fin dijo:
—Traedlo aquí.
Cuando Héctor lo hubo llevado junto al tocón, Rosendo continuó:
—¿Qué brazo utilizas para trabajar?
—El derecho, ¿por qué? —preguntó Guillem extrañado.
—Poned su brazo derecho sobre el tocón —ordenó a Héctor y a otro de los hombres—. Conseguidme un mazo.
Al escuchar la decisión del minero, los allí presentes expresaron su sorpresa y en cierta manera, su temor.
—¡Yo no he hecho nada! ¡Soltadme, cabrones, soltadme! —gritaba trastornado.
—Estiradle bien el brazo —ordenó Rosendo con tono calmoso.
Fue Jordi Giner quien consiguió el mazo. Había estado escondido entre el gentío desde el principio. Rosendo cogió el objeto de las manos del hijo del herrero sin ni siquiera mirarlo.
El hombre que estaba a punto de recibir el golpe se retorcía arrodillado en el suelo mientras trataba de liberarse.
—¡Dejadme, dejadme! —gritaba una y otra vez.
Rosendo levantó el mazo con parsimonia, acumulando toda su fuerza en la mano derecha y, decidido, dio un solo golpe seco y certero sobre el antebrazo de Guillem Espronceda. El crujir de los huesos rompiéndose fue el detonador de un grito enajenado que parecía provenir de un animal. El ladrón aulló y sudó congestionado. Incapaz de pronunciar palabra, dedicó entonces una última mirada a Rosendo que denotaba una mezcla de dolor y desconcierto. Dolor por su extremidad quebrada y desconcierto por el poder que aquel hombre se había adjudicado a sí mismo.
—Lleváoslo. Entablilladle el brazo y echadlo de aquí. No quiero volver a verlo nunca más.
El gentío siguió conmovido a los hombres que se llevaron al maleante. Rosendo había demostrado ser capaz de imponer la justicia necesaria.
Cuando la causa hubo terminado y los presentes se dispersaron, Jordi Giner y Teresa se cruzaron entre la multitud.
Jordi fue el primero en hablar:
—Te dije que no serviría para nada. No sé por qué te hice caso.
—¿A qué te refieres? —preguntó sorprendida.
—¿Es que no sabes que Ana y él se van a casar?
La expresión de Teresa se tornó rabiosa al oírlo.
—Van a construir una casa en el cerro pelado. Será su nuevo hogar —seguía explicando con voz titubeante. enseguida añadió señalando el tocón—: Ya has visto que no podemos hacer nada en su contra. El poblado lo adora.
Al descubrir la tristeza que ensombreció el rostro de Teresa, Jordi lo acarició con ternura. Fue un impulso, ni siquiera lo pensó.
Teresa observó abatida a su cómplice en ese enredo y sintió la calidez de su mano. Asumió al fin su derrota y decidió desviar su interés en otra dirección.
—Y Ana también lo adora —respondió mientras cogía la mano del joven sin dejar de mirarlo.
Jordi no la soltó.
Esa misma noche, Rosendo se encontraba en el almacén preparando algunas de las lámparas de aceite que los mineros del turno de día iban a necesitar. De pronto, la puerta se abrió y dio un golpe contra la pared.
—Tenemos que hablar —anunció Henry con tono grave al entrar.
—¿Qué pasa? —preguntó preocupado el minero entreviendo la llegada de nuevos problemas.
—No te lo vas a creer…
Henry cabeceaba con apariencia resignada, con las manos cruzadas a su espalda.
—¿Recuerdas al director de Textiles del Vallés?
—Sí.
—¿Recuerdas que le dije que le mandaría el listado de nuestros clientes?
—Sí.
—Pues hoy he vuelto a la fábrica. Quería saber si
míster
Vilatasca había tomado una decisión sobre nuestra oferta, si había valorado nuestros servicios. —Las explicaciones se sucedían sin pausa.
El minero movió las manos para pedirle que abreviara.
—Cuando he llegado y me ha saludado… —interpuso un breve silencio antes de continuar—, me dice: «Señor Gordon, creo que usted y yo tenemos que hablar de negocios.»Henry se quedó callado, conteniendo la respiración y esperando a que Rosendo dijera algo.
—¡Hemos cerrado un trato, Rosendo! —La expresión del escocés se tornó eufórica. Comenzó a saltar y a alzar los brazos al cielo—. Pantenus Miral ha hablado con él y no sé qué es lo que le habrá dicho, pero ha decidido comprar nuestro carbón.
It's great, wonderful!
Rosendo suspiró tranquilo. No gritó ni saltó junto a Henry. Habían superado un obstáculo, pero estaba seguro de que se encontrarían con más.