Read La herencia de la tierra Online

Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (57 page)

BOOK: La herencia de la tierra
2.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Fernando lo escuchaba en silencio, con la respiración cada vez más acelerada. Álvaro pensó que aquél era un momento tan bueno o tan malo como cualquier otro y continuó:

—Tengo que darle una noticia, padre… Anita y yo nos queremos casar —se atrevió a decir.

Los puños de Fernando se cerraron con dificultad, como si sus articulaciones estuvieran oxidadas.

—Nos ama…

Álvaro no pudo terminar la frase. Su padre le golpeó con la mano abierta en la mejilla. El joven pareció asustarse más por el ruido que por el dolor.

—¿Qué haces, bestia?

La voz enfurecida de Helena surgió desde las escaleras. Había presenciado toda la escena aguardando el momento más adecuado para intervenir. Álvaro se volvió hacia ella en busca de una mirada cálida que lo alentara.

Fernando, perplejo, se volvió a sentar en su butaca.

—Vaya, ya llegó tu tía para defenderte… —dijo con burla.

—Sí, al contrario que tú, yo me preocupo por él —respondió Helena seria.

—Pues que os vaya bien… —resolvió Fernando desacreditando a su hermana. Recuperó su copa de vino y la volvió a llenar.

—Sube a tu cuarto, cariño. Voy a hablar con tu padre. —Helena besó a Álvaro en la frente y le acarició el cabello—. Lávate esas heridas. Y, por cierto, enhorabuena —añadió susurrándole al oído mientras dibujaba una sonrisa en su rostro.

Álvaro, con el paso cansado y afligido, abandonó la sala sin decir nada. Cuando Helena escuchó que se cerraba la puerta del dormitorio, se dirigió a su hermano.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó con desprecio a la vez que se acercaba a él con paso violento.

—¿Yo? ¿Qué estás haciendo tú con mi hijo? No habrá nada raro entre vosotros… —la provocó Fernando, que seguía bebiendo y desvió la mirada hacia otro lado. Le costaba fijarla.

—¿Estás loco? Eres peor de lo que pensaba…

—¡Bah! ¿No sabes aceptar una broma? —Fernando acercó la copa a sus labios y dio un largo sorbo.

—Cada día te pareces más a nuestro padre, ¿no te das cuenta?

Fernando miró firme a su hermana. No le gustaron sus palabras.

—No es cierto. No me parezco en nada a él.

Helena aprovechó para aproximarse más y sentarse en la butaca que se hallaba a su lado.

—Eres una réplica exacta. Tú tampoco sabes aprovechar las oportunidades cuando las hay.

Fernando frunció el ceño en señal de no comprender. Era el momento que Helena llevaba tiempo esperando.

—El otro día te plegaste completamente a sus peticiones. Parecía que él era el amo y tú el siervo, fue patético. —Helena rodaba embalada por una fuerte pendiente—. Estoy segura de que Rosendo estuvo detrás de los últimos abandonos. Y cuando amenazó con no permitir que nadie volviera a ocupar nuestras tierras, tú no fuiste capaz de decirle nada. ¿Cuánto hubiese estado dispuesto a aguantar? En tus partidas de cartas supongo que te tirarás algún farol. Pero claro, con la de veces que pierdes, no debes saber cuándo los demás los tiran. Rosendo Roca tiene lo que quiere. Todo esto —continuó alzando los brazos al aire— forma parte de un plan específicamente diseñado para hacernos débiles. Ese campesino está creciendo y tú eres tan estúpido que ni te das cuenta.

Escuchar esa realidad irritó a Fernando que, tras acabarse de un trago el contenido de su copa, volvió a llenársela con manos temblorosas. Después de sorber, manifestó:

—¿Y ahora lo dices? Con Rosendo te vi muy conforme y callada…

—Eso lo debiste malinterpretar —respondió Helena.

—En cualquier caso aquí las decisiones las tomo yo, ¿no?

—Sí, y tú serás el que nos lleve a la ruina.

Capítulo 71

Roberto Roca caminaba siguiendo muy de cerca a Ernesto Stockhaus. Éste iba dando múltiples indicaciones que todos intentaban observar. La prolijidad verbal de Ernesto Stockhaus era una bendición y un castigo. Atendía cada uno de los innumerables problemas que se le presentaban y soltaba sus soluciones como si todo el que le escuchaba hubiese asistido al proceso de creación de esa esquirla de pensamiento. Sólo Roberto era capaz de anotar mentalmente cada una de esas ideas para considerarlas más adelante. Aquel hombre era capaz de pensar en una infinidad de cosas a la vez y de revelarlas todas como ensartadas a un hilo continuo. El leve rastro de acento alemán proporcionaba a su hablar una sonoridad de papel arrugado.

—A ver, señores, esto tiene que estar más compactado, más junto, más prieto, que no haya poros entremedio. ¡Eh, tú, el de la masa!, más deprisa que se seca. Roberto, recuérdame que luego pasemos por la fragua porque necesito más plomadas. O mejor, ve tú y me dices cómo van. Si tienen alguna acabada me la acercas, que les voy a enseñar a utilizarla a esos gañanes de la nave de la entrada que me traen por la calle de la amargura. ¡No quiero que esas paredes fallen ni una pizca! Mira, el maestro de obras. ¡Eh, tú, maestro de obras! —gritó el ingeniero desviando la cabeza—, ¡a ti quería verte yo! Una cosa, creo que deberías…

Y poniéndose a la par de Jubal, empezaron a caminar juntos mientras el profesor continuaba con las instrucciones. Variaba ahora el destinatario, pero no la profusión de las mismas.

—Me llamo Jubal.

Su voz sonó como un susurro.

—…deberías controlar el trabajo en estas paredes maestras y además tener preparada una cuadrilla para cuando empecemos la construcción de la sala de máquinas. Maestro de obras, creo que…

—Me llamo Jubal. —La voz sonó un poco más fuerte esta vez, interrumpiendo el desbordante discurso.

—¿Perdona? No te he oído. ¿Decías algo? —Stockhaus hacía como que se colocaba la mano alrededor de su oreja y se agachaba para acercar su oído a la boca de Jubal.

—¡Que me llamo Jubal Fontana y estoy harto de que me llame «maestro de obras» y se dirija a mí como un vulgar aprendiz con el que no comparte usted sus ideas! ¿Cómo quiere que haga mi trabajo si no me informa del proyecto en su entera envergadura? —dijo Jubal en un arranque de furia.

Tras sus palabras, los que estaban alrededor se volvieron atraídos. Esperaban la previsible explosión del supuesto mal carácter de Ernesto Stockhaus. Después de unos instantes que parecieron eternos, el ingeniero lo cogió por los hombros con fuerza y empezó a agitarlo:

—¡Bravo, señor Fontana, bravo! Ya pensaba que no tenía usted sangre en las venas. Verá cómo usted y yo haremos buenas migas. Necesito de cada uno lo mejor para tirar adelante este proyecto faraónico y no puede ser que nos andemos con timideces y tonterías. Si alguna de mis ideas le parece estrafalaria, la discutimos. Yo le mando a paseo, usted me grita que no tengo ni idea y ya verá cómo, poco a poco, nos acercamos a la perfección. Porque no sé si sabe usted que la perfección es imposible. Ya Kant, un ilustre compatriota de mi padre, diferenció entre la idea y su concreción, y creo que usted y yo podremos un día…

La voz de Ernesto Stockhaus se convirtió de nuevo en una inagotable avalancha de palabras. Jubal tomó aire y, engarzado como la disertación, se dejó llevar por el brazo del locuaz arquitecto e ingeniero.

Roberto presenció la escena anclado en mitad del polvoriento camino. Ajeno a la intensa actividad, sabía que debía partir pero todavía estaba afectado por la conversación. Muchas veces le pasaba: se quedaba pensativo hasta que se daba cuenta de que en el eterno diálogo del profesor iba entreverada una orden. Recordó entonces que debía ir a por las plomadas y arrancó a caminar con paso decidido hacia la fragua.

El paisaje de las obras era el de un hormiguero en plena ebullición. Una frenética actividad cubría todos los lugares donde se posaba la vista. En la entrada sur, los trabajadores descargaban los pesados ladrillos macizos que provenían de diferentes zonas: de Navas, de Manresa, de Terrassa, de Sabadell. Las maderas y el resto de los materiales también se iban apilando. Con la misma celeridad con que sus portadores los depositaban en el suelo, desaparecían en busca del lugar donde debían ser colocados en la magna construcción. Más allá, al resguardo de una de las paredes maestras ya levantadas, una procesión de mujeres aventaba unas fogatas mientras otras depositaban alimentos en las grandes ollas donde hacían la comida de los obreros. El borboteo del caldo difundía en volutas de humo el cálido aroma del estofado de cordero con patatas que la cohorte de cocineras se afanaba en concluir antes del mediodía. Cerca del río, muchachos prácticamente imberbes portaban los cubos llenos de agua con paso tambaleante. Los compañeros con los que se cruzaban llevaban los suyos vacíos y se dirigían, ligeros y alegres, a llenarlos. Entre gritos y risas, chacotas y escarnios, los últimos sabían que, a la vuelta, el turno de burla sería de los otros.

Desde que habían iniciado la construcción de la colonia, algunos de los mineros habían sido relevados de sus obligaciones bajo tierra para trabajar allí. La mayoría lo hicieron de buen grado, puesto que se les ofrecía la posibilidad de aplicarse al aire libre. El criterio que se siguió fue el de antigüedad; los más antiguos fueron los destinados a abandonar la mina. Roberto había pensado en el trabajo de la mina como en una especie de servicio obligatorio para entrar a trabajar en la fábrica, pero estaba claro que la plantilla de uno y otro lugar sería muy desigual y pronto no habría suficiente con todos los trabajadores de la mina para cumplir con el trabajo de la fábrica. En cualquier caso, la situación se daría una vez terminada la construcción y para eso todavía faltaba mucho. Por lo menos hasta entrado el verano, según indicaban todas las previsiones.

En el camino hacia la fragua, Roberto vio cómo su padre bajaba de casa acompañado de un hombre oscuro y pequeño. Al ver a los dos andando juntos, se le antojaron de diferente especie, destacando ambos en el contraste: uno, grande y robusto; el otro, pequeño y moreno, doblado sobre sí mismo. El insólito individuo tenía el cráneo irregular surcado de encrespados cabellos, unos negros y otros canosos, que le poblaban la cabeza a duras penas y dejaban entrever el cuero cabelludo. Iba ataviado con un largo abrigo de lana fina, de color oscuro, que apenas dejaba asomar las manos ganchudas. Los pies enfundados en unos brillantes zapatos negros. Roberto saludó a su padre desde la lejanía y siguió su camino a la fragua extrañado por una presencia ajena en aquella remota región.

—Mire, desde aquí se puede apreciar una buena vista de lo que será la futura colonia —decía Rosendo mientras caminaba hacia el extremo más occidental del Cerro Pelado, donde la colina cambiaba su vertiente. No era una montaña escarpada pero la pendiente permitía una vista general sobre el cauce frondoso del Llobregat—. Allí, en aquel remanso, desviaremos el cauce —continuó la explicación señalando al río—, el canal discurrirá cerca de las casas hasta llegar a las naves de producción. No quiero abrumarle con los enojosos detalles del proceso de manufactura. Aunque si tiene interés puedo hacer que venga Roberto, mi hijo menor. Es el hombre que acabo de saludar —indicó Rosendo con orgullo, señalando hacia atrás con el pulgar.

—No hace falta. No se preocupe. Veo que lo tiene todo pensado. Hasta el último detalle —dijo el hombrecillo.

—Lo más importante es la fecha de inicio de la producción y ésa la tenemos prevista. La inauguración de la fábrica está pensada, en principio, para el día quince de agosto. Tenemos como responsable a un ingeniero un tanto puntilloso con los plazos que nos asegura el día exacto. Tenemos también apalabrada la venta de lo que manufacturemos hasta el final del próximo año. Le puedo mostrar la lista de interesados. —E inició el movimiento de ir hacia la casa.

—Tranquilo, señor Roca. Hay tiempo para todo. Cuando decido emprender un negocio me lo tomo muy en serio y lo examino con calma. Como comprenderá, no puedo dejar a la buena voluntad de los deudores la seguridad del empréstito —dijo el hombre enarcando las cejas. Al hacerlo, la comisura de sus labios subió y se contrajo en una sonrisa helada. Su aspecto era tan cabal que cada gesto parecía engranarse en un mecanismo perfecto.

—Le agradezco su franqueza, señor Estern —dijo Rosendo sinceramente.

—No me la agradezca. En Rotterdam aprendí a comportarme así y cuando llegamos al Cali de Girona nos trajimos nuestra manera de hacer. En cuanto Pantenus me habló de usted y de su iniciativa, me informé. Ha levantado una mina con sus propias manos —se admiró el hombre.

—No lo he hecho solo —dijo Rosendo con humildad.

—Me lo imagino, porque nadie es capaz de trabajar solo. La virtud estriba en saber rodearse de las personas adecuadas y usted tiene ese don, señor Roca.

—Me tiene usted demasiada consideración, señor Estern —respondió Rosendo con una leve sonrisa.

—No se equivoque, señor Roca —replicó el hombrecillo—, yo cobro siempre las deudas comprometidas, cueste lo que cueste. Sé que con usted las cosas irán bien, somos hombres de palabra y su negocio tiene buenas perspectivas.

La declaración de Estern no dejaba de representar una amenaza, aunque no hubiese sido formulada como tal. Por el pensamiento de Rosendo pasó una pregunta como un espadazo en el agua: ¿a qué se refería con ese «cueste lo que cueste»?

—Cumpliremos —articuló Rosendo, que trataba de quitarse de encima los funestos pensamientos.

—No tengo la menor duda. Además, con esos Casamunt usted se está asegurando la victoria, ¿verdad? —preguntó Efrén Estern, con un brillo en sus diminutos ojos.

—Bueno, si las cosas salen mal, la maquinaria será nuestra y con su venta le podríamos devolver una parte importante del préstamo —respondió Rosendo.

—Todos confiamos en el éxito de su empresa —resolvió Estern.

—Y yo les agradezco el apoyo a usted y a su comunidad.

Los dos hombres volvieron caminando hacia la casa. Ana, en la puerta, lucía un precioso vestido de lino blanco que concordaba con su mirada serena y con la deliciosa sencillez de su carácter.

—Esta tarde mi otro hijo varón nos explicará los pormenores del negocio, los contratos y las posibles expectativas de futuro —añadió Rosendo.

—Me encantará oírlo, señor Roca —concluyó Efrén Estern.

A un lado de las naves todavía en construcción se había descartado construir nada más. El terreno más cercano al río era susceptible de inundaciones durante algunas crecidas excepcionales originadas por el deshielo o las tormentas de septiembre. Sin embargo, de manera provisional, se optó por establecer allí los barracones para albergar a algunos de los recién llegados. La noticia había traspasado los límites del valle y gentes de diferente condición se agolpaban en busca de un trabajo estable.

BOOK: La herencia de la tierra
2.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Prodigal Wife by Marcia Willett
The Chinese Assassin by Anthony Grey
A Pinch of Snuff by Reginald Hill
Waking Lazarus by T. L. Hines
Poison by Chris Wooding
ODD? by Jeff VanderMeer
The Sea by John Banville
Where Souls Spoil by JC Emery
The Wanted Short Stories by Kelly Elliott