La herencia de la tierra (26 page)

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Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
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Horas más tarde los carlistas llegaron al poblado transportando el carromato en el que se veían varios balazos y manchas de sangre. En cuanto los vieron acercarse a la casona fueron recibidos con vítores. Los alegres saludos concluyeron cuando se supo la noticia de que habían sufrido la pérdida de tres soldados y que otro estaba herido muy grave.

Narcís, con la imagen de Paco agonizante entre sus brazos y la mirada hueca, ignoraba las aclamaciones recibidas. Tenía el cuerpo magullado y le dolía sólo con respirar. Sin embargo, poco a poco, una extraña sonrisa se le fue dibujando en el rostro… Había experimentado lo que era tener cerca la muerte, incluso había visto morir a un compañero, pero, ante todo, había conocido el sabor de la victoria, un sabor mezcla de pólvora, sangre, gritos y dolor. Y le gustaba.

Durante los días siguientes que el capitán les concedió de permiso, Narcís se dedicó a beber más que nunca, a acostarse con las prostitutas de Navas, a fanfarronear de su excelente puntería y a contar a todo aquel que quisiera escucharlo cómo había matado él solo a tres enemigos cristinos.

Recibió las felicitaciones del sargento y éste le dijo que informaría debidamente al mando. En cuanto lo llamaron para que se acercara al cerro pelado, donde lo recibiría el capitán Ernesto Salgot, se preparó para escuchar más albricias. Parecía que iba a recibir las congratulaciones del capitán ante su propia familia. Al fin llegaba lo que se merecía. Todos estaban a punto de ver cómo Narcís, el pequeño, el irresponsable, se había convertido en todo un héroe con tan sólo diecinueve años.

El joven Roca caminó con paso tranquilo, deleitándose con lo que sería su paseo triunfal. Cuando llegó a la casa y Montse, la joven criada, le abrió la puerta, Narcís la cortejó sirviéndose de su atractivo físico y de sus logros militares. Aquella muchacha no debía alcanzar los dieciséis años y miraba a ese joven moreno y confiado como si fuera el hombre más sabio del mundo. Enrojecida, Montse lo hizo pasar al salón. Allí, a un lado de la larga mesa, estaban sentados los oficiales de la compañía, el capitán, el sargento y el alférez. Al otro lado esperaban Rosendo y Pantenus.

Le sorprendió no ver allí a ningún otro miembro de la familia y que, en cambio, sí estuviera presente el abogado de Barcelona. Asimismo, Narcís se esperaba un recibimiento más ceremonioso, que estuvieran todos de pie para aplaudirle y entregarle una medalla o alguna otra condecoración similar. Sin embargo, nadie aplaudió al verlo entrar en la sala. Sólo le indicaron que se mantuviera de pie entre los oficiales y Rosendo.

—Soldado Narcís Roca: ha sido convocado aquí por el juicio que estamos realizando a Rosendo Roca, quien ha sido acusado de ser un liberal. Por la autoridad que me confiere el general Urbiztondo, estoy acreditado para celebrar este juicio y emitir la sentencia que corresponda.

El juicio empezó sin parte acusadora alguna. Ese rol lo ejerció el capitán leyendo un escrito que tenía en sus manos. Pantenus, entre otras mil objeciones, protestó por la irregularidad del proceso, la falta de pruebas y por no haber sido avisado siguiendo el procedimiento. Sus apelaciones a la recta jurisprudencia, empero, sólo consiguieron impacientar al capitán Salgot, que parecía estar ansioso por acabar con el proceso.

Mientras tanto, Narcís observaba aquella situación sin comprender muy bien cuál iba a ser su papel en ella.

—Bien, señor Roca. La acusación que pende sobre usted es muy grave, podría ser considerado un traidor a la patria —lo miró fijamente antes de añadir—: pero tengo en cuenta la excelente acogida que me han prestado usted y su familia. Además, considero que la valentía demostrada por su hermano en nuestras tropas debería ser suficiente aval como para librarlo de toda acusación insidiosa. Pero… —esos «peros» exasperaban a Rosendo, quien por otro lado permanecía imperturbable sin abrir la boca— tengo aquí un documento avalado por el general en el que recoge la acusación de la familia Casamunt, grandes patriotas desde hace siglos. Y una acusación así no puede desecharse. Entre lo solicitado por los Casamunt está la invalidación del contrato que Rosendo Roca tiene firmado con Valentín Casamunt desde hace seis años. La explotación de la mina pasaría a ser, pues, propiedad íntegra de la familia. Pero… —ahí Rosendo no pudo evitar dejar escapar un bufido, reprimido con un gesto de Pantenus— debido a la situación bélica en la que nos encontramos, y debido también a la situación de irregularidad legal que nos acoge hasta que nuestras tropas victoriosas se hagan con la capital catalana, decido, a la espera de que eso suceda y de lo que dictamine un tribunal ordinario, lo siguiente: Señor Rosendo Roca, deberá compartir al cincuenta por ciento todas las ganancias anuales que obtenga del usufructo de la explotación minera, considerándose que una negativa o incumplimiento del pago le condenaría, por lo pronto, a perder todos los derechos de los que ahora provisionalmente disfruta. Asimismo, dispongo que la familia Casamunt pueda nombrar al personal necesario para que realice las comprobaciones que necesiten para controlar tan de cerca como deseen y estimen oportuno que está pagando ese cincuenta por ciento estipulado. Y declaro en vigor esta sentencia a partir del día de hoy.

El capitán se levantó, saludó circunspecto a los presentes y se dirigió hacia su aposento, que irónicamente pertenecía a la misma persona a la que acababa de procesar.

Rosendo y Pantenus permanecieron un rato más sentados en el mismo lugar. El abogado se volvió y, apoyándole la mano en el brazo, trató de consolarle:

—Ya te dije Rosendo que no ganarán. Antes de que nos demos cuenta, dejarán esta comarca y podremos seguir como hasta ahora. Piénsalo. Sólo es cuestión de esperar. —A pesar de su esfuerzo, Pantenus no podía disimular su disgusto mientras removía en su bolsillo el reloj que siempre lo acompañaba.

Los ojos de Rosendo se perdieron en el vacío. Su rostro se mostraba inexpresivo y su figura desolada, como presa de un gran agotamiento. Narcís, quien estuvo firme todo el rato sin decir nada, se volvió hacia Rosendo y le dijo:

—Ya ves, hermanito, esta vez te he salvado el pellejo yo a ti. Parece que también tú me necesitas…

Rosendo lo miró con gesto serio. Era verdad. Si su hermano no se hubiera unido a las tropas carlistas, podía haberlo perdido todo. Así, sin más. Descubrir el poder que los Casamunt continuaban desplegando sobre él generó un ardor en su estómago que creció hasta propagarse por su garganta. Era lo más parecido a la ira pura. Una ira que debía doblegar como fuera. Apoyó su cabeza entre las manos, sujetándose las sienes. Sólo era capaz de pensar en esa condena, en ese cincuenta por ciento que debía entregar, y en ese riesgo de que, al final, lo perdiera todo.

No lo hizo, pero estuvo muy cerca de intentar abatir la pared a puñetazos.

5 de octubre de 1837

En medio del pesimismo por los últimos acontecimientos causados por los Casamunt, hoy he sido padre. El parto ha sido muy largo y Ana ha gritado mucho. Emilia Sobaler me ha dejado estar a su lado. Decía que la comodidad era muy importante para que él bebé naciera bien y Ana estaba más cómoda cuando yo le cogía la mano.

En cuanto ha empezado a dolerle el vientre, Ana ha sabido que el momento había llegado. No sabía porqué, pero así era. Entonces la he dejado con madre y padre, he cogido mi caballo y he cabalgado hasta la casa de la partera lo más rápido que he podido. enseguida he vuelto con Emilia que, aunque ya tiene muchos años, se mueve como si no fuera así. La he llevado al dormitorio y se ha preparado para ayudar a nacer a mi hijo.

Ha pedido una palangana llena de agua caliente y unoscuantos paños.

Montse lo ha subido todo corriendo al dormitorio. Emilia ha recomendado a Ana que caminara durante un rato antes de volver a tumbarse. Ana no dejaba de gemir y de respirar cada vez más fuerte, y yo quería ayudarla. Su camisón y lasmantas estaban empapados en sudor. Parecía que con cada soplido conseguía deshacerse un poco de ese dolor que le había quitado el color de la piel.

De repente, Emilia ha anunciado que el bebé ya asomaba la cabeza y he apretado con fuerza la mano de Ana. Casi al instante, el resto del cuerpo de la criatura ha salido. Todo estaba manchado de sangre. Ha sido entonces cuando Emilia nos ha anunciado que era una niña. Ha cortado él cordón que unía a la pequeña a su madre y, después de un silencio, la niña ha empezado a llorar. Sonaba muy profundo. Entonces, la partera ha cogido uno de los paños y la ha limpiado. Yo no podía dejar de pensar que había mucha sangre a los pies de Ana y que podía ser peligroso, Ella me ha tranquilizado, me ha dicho que era normal, que no me preocupara. Me ha dado a la chiquilla y la he cogido.

Anita. Ése es el nombre de mi niña. No sé qué palabras escribir para explicar qué he sentido al cogerla y mirarla. Sus manos y sus pies son más pequeños que un dedo mío. Y casi no tiene nariz. Sí tiene bastante pelo, como su madre. Sólo quiero cuidar de ella y protegerla. No quiero que nadie haga nada que la perjudique.

Al entregarle la niña a Ana ya sabía cómo debía llamarse; es como ella, aunque más pequeña. Se la veía muy cansada, pero cuando ha visto a la pequeña se ha recuperado. Como si la necesitara para volver a sentirse bien. Le he pasado un paño mojado por la frente y él rostro y ha recuperado el color. Cuando la niña estaba en sus brazos ha buscado el pecho de su madre. Sabía perfectamente cómo encontrarlo. Ana me ha sonreído y me ha dicho: «Anita. Nuestra niña se llamará Anita.»

Capítulo 33

El siguiente año pasó volando. El enfrentamiento entre carlistas y cristinos se mantuvo abierto y parte de las tropas asentadas en Runera fueron movilizadas. Narcís se marchó junto a su pelotón para continuar experimentando el adictivo sabor de la batalla.

En el otro conflicto, éste de un cariz más local, protagonizado por los Casamunt y Rosendo Roca, la tentativa que los señores habían llevado a cabo para recibir el cincuenta por ciento de los beneficios de la mina no había salido exactamente como ellos esperaban.

El primer pago, que Rosendo se había visto obligado a efectuar tan sólo unos días después del juicio, había sido muy elevado. Su mujer iba a dar a luz pronto, de manera que, resignado, optó por entregar hasta el último real. Sin embargo, no podía dejar de sentirse ultrajado por unos individuos que querían apropiarse de sus ganancias. Se trataba de un dinero que le costaba mucho esfuerzo ganar y cuyo destino debía ser la subsistencia de su gente y de su familia.

El segundo pago de ese nuevo convenio fue algo diferente. Cuando Fernando Casamunt accedió a los libros de cuentas para comprobar la cantidad que le correspondía, descubrió que los beneficios estaban muy por debajo de lo deseado. Rosendo había obrado siguiendo las sabias instrucciones de su abogado. El veintiuno de septiembre de 1838 la mayor parte de los beneficios se habían reinvertido en materiales y mejoras para la mina, de tal modo que el liquido resultante era tan ínfimo que había provocado el bochorno de los cobradores. Un bochorno que, ante la falta de alternativas, se resolvió con un incómodo silencio. Rosendo había conseguido una pequeña victoria y sus fuerzas se renovaron por completo.

Mientras tanto, la familia Roca continuaba creciendo casi tan rápido como la aldea. En ese día de principios de otoño, el matrimonio acababa de tener a su segundo hijo. A diferencia del primer parto, éste había sido muy rápido. El recién nacido, con su piel, cabello y ojos más oscuros que los de Anita, mostraba los rasgos característicos del padre.

En el dormitorio, Rosendo se hallaba en compañía de Ana, Angustias y Amelia. La primera, cansada pero emocionada, hacía lo imposible por mantenerse despierta mientras Rosendo, ya todo un experto padre, sostenía al recién nacido dormido entre sus brazos.

—Rosendo —lo llamó Angustias—, me gustaría comentarte algo. Creo que éste es el mejor momento para hacerlo. —Sonrió mirando al bebé.

—Dime, madre.

Amelia se aclaró la garganta como intentando llamar la atención. Angustias rectificó:

—Bueno, sí, Amelia también ha querido intervenir en algo que llevo pensando desde hace tiempo… ¡Ay! —gritó Angustias de repente.

Todos la miraron extrañados. Angustias giró levemente la cabeza y frunció la boca, Amelia la había pellizcado en el brazo.

En esos últimos años las dos mujeres pasaban mucho tiempo juntas tratando de colaborar en las distintas actividades que surgían en el poblado. Con personalidades tan distintas, se había establecido entre ellas una ajustada rivalidad.

—Si no dices bien las cosas, tendré que corregirte… —anunció la madre de Ana refunfuñando.

—Como te estaba diciendo, hijo, Amelia —habló con rotundidad— y yo creemos que, con todos los niños que hay correteando por aquí, sería una buena idea crear una escuela.

En cuanto Angustias calló, Amelia le tomó la palabra:

—Podríamos dividirlos en varios grupos según las edades.

Angustias le robó el turno de nuevo:

—Podríamos enseñarles a contar, a dibujar, a leer, a escribir…

—Y Ana nos ayudaría.

Era como si las dos mujeres formaran parte de un concurso para ver quién aportaba más información.

Rosendo escuchó atento la petición. Le pareció factible. Todas las mejoras que pudiera ofrecer a la aldea serían pocas, considerando el esfuerzo que sus habitantes se habían visto obligados a llevar a cabo desde la llegada de los carlistas.

—De acuerdo —dijo sin más.

Angustias sonrió entusiasmada. Los años habían dejado huellas perceptibles en sus oscuros ojos y en sus deslucidas manos, infatigables a pesar de su cuerpo generalmente enfermizo, pero no habían hecho mella alguna en su férrea voluntad.

Esa misma noche, Rosendo y su padre compartían en la amplia cocina impresiones sobre los últimos sucesos. El aroma del caldo que Pepita preparaba proporcionaba una cálida sensación a hogar. Un otoño más, la imponente cocina de leña combatía los primeros vientos helados.

—¿Cómo está mi nieto? —preguntó Narcís jovial.

El padre de Rosendo había dejado de trabajar en los campos de trigo para dedicarse únicamente al huerto. Desde entonces su humor había mejorado y sonreía con más frecuencia. Ahora era Rosendo el que mantenía a la familia y Narcís había aprendido a aceptarlo e incluso a disfrutarlo.

—Es muy fuerte.

—Como su padre —respondió y ofreció una mirada complaciente a su hijo mayor mientras se liaba un cigarrillo.

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