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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (24 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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Pese a que ese día de enero se presentaba como el más frío del año, la aldea entera se hallaba preparada para asistir a una cálida celebración. La boda de Rosendo y Ana iba a ser el acontecimiento más importante de ese recién estrenado 1837, o al menos eso era lo que todos creían.

Tras llamar a la puerta, Amelia entró nerviosa en el dormitorio de Ana.

—Pero… ¿todavía estás así? ¡Ay, hija! Es conveniente que la novia se haga esperar, ¡pero sólo un ratito!

Ana permanecía delante del espejo comprobando cada uno de los detalles del vestido. La madre la miró absorta:

—¡Pero qué guapa estás!

Ana sonrió.

—Ande, madre, ayúdeme con el peinado.

La madre le acercó una silla y le puso encima un trapo para que no sé manchara el vestido. Al sentarse Ana, le comentó:

—¿De verdad cree que era necesario que el vestido fuera blanco?

—¡Claro que sí! El blanco significa pureza, y no hay otra más pura que tú.

—Ya… —dijo realizando un mohín de preocupación—, pero ya sabes que hay gente que dice que vestirse de blanco es cosa de ricos… ¡Es que ha debido de costar muy caro!

La madre dejó de peinarla un instante para darle un beso en la cabeza.

—Es el día de tu boda y tu marido es el amo de todo esto. ¡Claro que te mereces este vestido! Ten por seguro que todas irían de blanco si pudieran, así que no hagas caso de comentarios envidiosos. Y, por lo que sé, a Rosendo le encantó la idea.

Ana se llevó la mano al pecho:

—¿Ha visto el vestido Rosendo? —preguntó alarmada.

—No, Ana, no —dijo Amelia—. Sabe del color y nada más. Pero ahora debe de estar al caer…

—¡Pero madre! ¡No me puede ver…!

Amelia dejó escapar una risa:

—¡Y no te verá, tranquila! La tradición manda y ésta dice muy claramente que la novia tiene que ver el traje del novio para comprobar que está bien puesto. Si él se casara con algo fuera de lugar sería una mala señal para vuestro matrimonio y nadie quiere eso… Rosendo entrará con los ojos vendados y tú podrás ver su traje, ¿entendido?

Ana asintió entre excitada y divertida. Tenía muchas ganas de ver a Rosendo y sobre todo estaba deseando casarse. Ser el centro de atención era algo que la incomodaba. Además, el traslado a la nueva casa no dejaba de ser querido y temido a la vez, se iba a separar por primera vez de sus padres ya que éstos habían rehusado la invitación de Rosendo de trasladarse al cerro pelado.

Unos golpes en la puerta la sacaron de sus pensamientos: era Rosendo. Entró, en efecto, con los ojos vendados y acompañado por su hermano Narcís. Rosendo caminaba dubitativo, los brazos estirados hacia adelante, como tanteando. Ella no pudo evitar soltar una risa al verlo así, aunque en su risa también había admiración: el traje a medida le sentaba como un guante y Rosendo lucía espléndido. Ana realizó la pantomima de colocarle bien la prenda y, sin decir nada, se despidió haciéndole un gesto con la mano a Narcís. Éste frunció la boca accediendo, sujetó del brazo a su hermano y lo guió hasta la salida. Ana oyó a Rosendo preguntar mientras atravesaban el umbral:

—¿Ya está todo? ¿Has visto a Ana?

A lo que Narcís, sonriente, le contestó en susurros mientras le daba palmaditas en el hombro.

Amelia sentó de nuevo a su hija.

—Venga, tenemos que acabar ese peinado. —Y para sorpresa de Ana anunció—: Creo que voy a dejarte el pelo suelto.

Ana le dedicó una sonrisa y Amelia se la devolvió:

—¡Vais a ser una pareja radiante!

La ceremonia se celebró en la pequeña iglesia abarrotada de Runera. Acudieron a la cita habitantes del poblado, comerciantes que conocían a Rosendo e invitados directos como Pantenus o Henry. Cuando los novios salieron del templo para abrir la comitiva hacia la fonda, empezó a nevar. Parecía un gesto de bendición de la naturaleza.

El convite había sido organizado por Henry, quien, entusiasmado, convenció a la dueña para que ese día la posada fuera sólo para ellos. Rosendo, pese a las delicias del banquete, no logró abrir el apetito; en su estómago había un nudo fruto de los nervios de la boda. No dejaba de mirar a la novia enamorado y admirado de que pudiera estar aún más bonita de lo que ya de por sí era.

Allí estaban también Narcís padre e hijo, quienes sin ningún remilgo engullían regándolo todo con abundante vino tinto.

—Oye, hermanito —dijo Narcís con la voz medio tomada por el alcohol—, te felicito de veras… La comida es rica, el vino está increíble… y te llevas una mujer preciosa… ¡Salud!

Rosendo levantó su copa, aunque el comentario sobre Ana lo incomodó un poco.

La familia de los recién casados se hallaba sentada en la misma mesa que el joven Narcís, pero eso no le impidió tomar su jarra y tras levantarse, clamar:

—¡Vivan los novios!

Los presentes contestaron con otro sonoro «vivan» que llenó el comedor de la fonda. Satisfecho de su éxito, Narcís se volvió hacia los novios, dio un largo trago de vino y, tras secarse los labios con la manga, le dijo a su hermano:

—Rosendo… de verdad, te vuelvo a felicitar… Es normal que muchos te envidien… Todo lo que te propones, lo consigues. ¡Eres un hombre de éxito. Supongo que es lo bueno de ser el hermano mayor…

El padre le tiró del pantalón para que se sentara de una vez. Narcís se dejó caer en la silla con el ceño fruncido. Siguió comiendo y bebiendo de forma ruidosa hasta que, ante la mirada de reproche de Angustias, se levantó.

—Voy a ver al resto de los invitados —dijo—, quiero asegurarme de que todo está bien.

Hizo una torpe reverencia y se marchó. Con pasos tambaleantes fue recorriendo las mesas saludando a unos y a otros, repartiendo besos en las mejillas de las mozas que se dejaban y abrazos tanto a los sobrios como a los que ya estaban borrachos.

Ana miró un rato a Narcís en su deambular, pero pronto su atención volvió a centrarse en Rosendo. De vez en cuando cruzaba miradas con él, sentía el roce de su piel cuando sus manos se tocaban al ir a coger un trozo de pan o a tomar la copa. No podía dejar de sonreír.

Angustias le estaba señalando algo sobre el vestido de una invitada cuando un estruendo los interrumpió. Al ponerse todos en pie vieron al fondo que una mesa se había volcado. Rosendo se acercó y vio que el culpable había sido su hermano: al ir a saludar a un amigo de correrías, ambos habían caído sobre la mesa y la habían tirado al suelo. El amigo, ya incorporado, manchado de vino y de comida, se limpiaba con las manos mientras reía a carcajadas. Narcís seguía en el suelo medio inconsciente. Rosendo se agachó para auparlo y cuando lo tuvo sujeto, su hermano pequeño le sonrió y le soltó con el aliento apestando a vino:

—Mi salvador… no sabes cuánto te envidio, eres mi salvador y mi condena… Nunca tendré lo que tú tienes… —tras lo cual perdió el conocimiento.

Rosendo trató de espabilarlo y varios brazos acudieron en su ayuda. Un amigo de Narcís lo tomó del hombro y le dijo:

—No te preocupes, Rosendo, tú vuelve a tu mesa, nosotros nos encargamos de él.

Y lo sacaron al patio para que le diera el aire.

Al rato, tras los postres, Rosendo miró afuera a través de la ventana: el día se iba apagando. La madre, atenta a su gesto, le comentó:

—Rosendo, hijo, creo que deberíais iros a la casa antes de que sea de noche. Tenéis una calesa que os está esperando. Será una pena que os perdáis el paseo. Ha dejado de nevar y debe de estar todo precioso. Ya nos encargamos nosotros del resto, no te apures.

Rosendo no se hizo de rogar. Tomó de la mano a su esposa y se despidió de los asistentes. Muchos se levantaron de los asientos para desear lo mejor a la joven pareja y dedicarles algún que otro comentario subido de tono. Ya en el carruaje, agitaron las manos, felices, mientras Perigot tiraba de las riendas para llevar a los recién casados hasta lo que sería su nuevo hogar.

Rosendo abrazó a Ana para ayudarla a mitigar el frío. La nevada había sido lo suficientemente abundante como para dejar un manto blanco sobre los campos que rodeaban el cerro pelado.

Tras descender de la calesa, lo primero que hicieron fue recorrer la casa. Ana todavía no la había visto, así que Rosendo prendió una de las velas y con ella fue encendiendo los quinqués que había por todas las salas. La joven comenzó a corretear de puro contento por los pasillos y habitaciones. Cuando Rosendo jugando a perseguirla, la alcanzó finalmente, la llevó en brazos hacia la sala grande con la chimenea. Permanecieron al calor del hogar hablando de los pormenores de la boda y de los días previos hasta que por la ventana descubrieron que la noche era ya cerrada. La mirada encendida de Rosendo, con una mezcla de ternura y pasión, hizo que Ana se sintiera la mujer más deseada del mundo. Con suavidad, se dejó llevar de la mano de su marido hacia el dormitorio.

No podían parar de besarse mientras subían las escaleras. Besos llenos de dulzura y de calor. Ana sabía que Rosendo ardía por estar con ella desde aquella cálida noche de San Juan, pero había respetado su decisión de esperar y ahora ahí estaban, a punto de hacer el amor. En esos seis meses de expectación había oído hablar a más de una chica de lo que sucede en esa noche. Algunas afirmaban que dolía mucho y otras que era algo fantástico. Sin embargo, a pesar del miedo, estaba impaciente por conocer en primera persona qué era lo que se sentía.

Ya en el dormitorio, Ana pidió que no hubiera luces, a lo que Rosendo accedió. Sólo encendió la pequeña chimenea de la estancia para calentarla un poco. Ana aprovechó esos momentos para quitarse el vestido. Rosendo, en cuclillas, cuidaba de avivar las llamas y trataba de no mirar cómo ella se desnudaba entre tiritones. Con un tímido «ya», Ana indicó a Rosendo que había terminado de ponerse el camisón. Éste, con paso calmo, fue hasta la cama y se desvistió. Iluminado tibiamente por la escasa luz de las llamas, Ana pudo vislumbrar el cuerpo de Rosendo. Aunque sólo fue un instante, sus ojos se posaron en su entrepierna. Volvieron entonces por un momento los miedos a la primera vez, pero se disiparon en cuanto sintió los besos de Rosendo en su cuello y en su boca. Mientras las fuertes y cálidas manos de él la acariciaban por debajo del camisón y llegaban a sus recodos más íntimos. Notó cómo un hormigueo le recorría todo el cuerpo. Poco a poco, Ana se fue relajando y sus manos también empezaron a tocar con timidez al principio y con ansia después, el fornido cuerpo de su marido.

Tumbados en el lecho, el contacto con los músculos y la candente piel de Rosendo la fue encendiendo. No opuso resistencia cuando él comenzó a quitarle el camisón. Aunque hizo un amago de taparse los pechos, se contuvo y, en cambio, rodeó con sus brazos el cuello de su esposo y lo atrajo hacia sí. Rosendo tomó con suavidad la mano de Ana y la posó en su entrepierna mientras él no dejaba de acariciar su pureza, ahora tiernamente húmeda. Ella notó el calor del miembro y, de forma instintiva, lo tomó. Dejándose guiar por el deseo, Ana separó sus muslos y lo condujo hacia su sexo. Si bien experimentó una punzada al principio, ésta fue ligera y rápidamente dio paso al deleite. Ante los pasionales movimientos de Rosendo, Ana fue perdiendo la conciencia de sí misma hasta que se sintió fundida con su amado. Pronunció entonces una súplica que decía «más», y cuando Rosendo aceleró el vaivén sobre ella, se aferró con fuerza a la espalda de su marido mientras de su boca entreabierta se escapaban gozosos gemidos de placer.

El resto de la noche transcurrió entre conversaciones y risas bajo las mantas, incursiones de Rosendo hacia la despensa en busca de comida y nuevos arranques de pasión. Debía de ser cerca de la madrugada cuando ambos quedaron dormidos. Con la llegada de la mañana, la luz blanca del nuevo día los sorprendió abrazados. enseguida comenzaron a besarse de nuevo y volvieron a hacer el amor. Mientras descansaban, todavía palpitantes, oyeron un extraño bullicio que provenía del exterior. Rosendo se envolvió con una manta, abrió el balcón y se asomó para averiguar de dónde provenía. Al poco entró de nuevo en la habitación tiritando de frío.

Ana, expectante, le preguntó:

—¿Qué sucede, cariño?

—Son soldados. Están llegando al poblado.

La expresión de Rosendo era de desconcierto y preocupación. Sabía que tarde o temprano tenía que ocurrir, era algo inevitable que se venía fraguando ya desde cuatro años atrás, cuando con la muerte de Fernando VII, en 1833, se proclamó reina a su hija Isabel bajo la regencia de su madre, María Cristina. Descontentos, los partidarios del infante Carlos se sublevaron en varias provincias españolas y dieron lugar a la Primera Guerra Carlista, pero eso era algo que ocurriera lejos, muy lejos de su mina.

Para alivio de Rosendo, que tanto recelo sentía hacia los soldados y cualquier tipo de contienda en que éstos se vieran involucrados, las facciones insurgentes actuaron en Cataluña sin coordinación al principio, pero en 1835 el general de brigada Juan Antonio Guergué emprendió desde Navarra la llamada Expedición a Cataluña, de la que un año después tomaría el mando el mariscal de campo Blas María Royo de León, logrando para su causa victorias tan importantes como la conquista de Solsona.

Y ahora aquí estaban al fin, se lamentó. Hasta ese momento, la guerra no había alcanzado las tierras de Runera y del Cerro Pelado, pero los últimos avances carlistas frente a los cristinos habían con vertido la zona en un efervescente caldo de cultivo, y algo le decía que lo peor estaba todavía por llegar.

Rosendo se vistió de nuevo con el traje de boda y se encaminó a la aldea. La gente, alarmada por la llegada de los soldados, ya había salido de sus casas. En la distancia, pudo ver cómo un vecino hablaba con un oficial y lo señalaba a él. El oficial se aproximó, y en cuanto estuvo cerca de Rosendo desmontó y se presentó con un seco saludo marcial:

—Capitán Ernesto Salgot, de la Tercera Compañía de la Brigada de Berga, al servicio de Dios y de nuestro rey Carlos V. ¿Es usted Rosendo Roca?

Rosendo asintió con un escalofrío. Ya estaban allí, en sus tierras. Tras la salida de la Expedición Real en junio de 1837, Juan Antonio Urbiztondo, marqués de la Solana, fue designado comandante general del ejército carlista catalán. En julio de ese mismo año, Urbiztondo conquistó Berga y la convirtió en capital catalana del carlismo. Sin embargo, no sabía por qué, no pensó que fueran a llegar allí tan pronto. El día se había levantado tapado por nubes blancas, y amenazaba con volver a nevar. El capitán rondaba los cuarenta años e iba vestido con una impecable casaca azul y tocado con una boina roja. Su rostro era serio sin ser severo y estaba adornado con un poblado bigote. Su gesto se mantuvo envarado y su voz rotunda, acostumbrada como estaba a hablar siempre en un tono elevado.

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