Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
Ante el silencio del minero, Pantenus justificó el suceso:
—El conflicto real era la pobreza, no nos equivoquemos. La gente explotó, harta de su condición y de su incierto futuro. También incendiaron la fábrica Bonaplata, la primera en España en introducir la máquina de vapor.
—¿Por qué hicieron eso?
—A más máquinas, menos trabajadores, ¿entiendes? Piensa que dentro de estas murallas la presión va creciendo. Cada vez hay más hombres y mujeres que viven en casas diminutas, hacinados entre talleres, comercios y animales… —Tras un breve silencio añadió—: Mira, no todo en esta ciudad es tan malo, aquí tienes el único lugar en el que se venden flores.
Rosendo se acercó al puesto y tras inspirar el aroma que las flores desprendían, compró una espléndida rosa blanca pensando en que se la daría a Ana en cuanto la viera. Quizá había llegado el momento de dar un paso más en su relación. Sonriente, cogió la rosa y pensó que la cuidaría con esmero mientras continuaban descendiendo por aquel maravilloso paseo.
—Ésta es la estatua de Hércules, mítico fundador de Barcelona, y ahí está la calle Escudellers, lugar al que asisto con frecuencia para escuchar algunas tertulias interesantes de progresistas franceses.
Pantenus hablaba sin parar y era evidente que disfrutaba haciéndolo.
—Te gusta mucho esta ciudad, ¿verdad?
—Sí. Me encanta ver lo rápido que está creciendo. Pese a todos los conflictos que te he contado, tiene muchas posibilidades. Observa —volvió a las explicaciones—, ésa es la calle Arc del Teatre. Bajo este arco se reúnen comerciantes ambulantes, con sus cestos y carros, para vender sus productos.
Ya estaban alcanzando el final de la Rambla y los comentarios del abogado se sucedían sin apenas pausa:
—¿Ves donde están todas aquellas velas? —Señaló a lo lejos el barrio de la Barceloneta—. Son naves, la mayoría procedentes de América, con cargas de algodón. El lugar en el que atracan es el puerto. Antes había una pequeña isla de arena cerca de la costa, la isla de Maians, y la unieron a la playa para construir el dique. Justo al lado tienes el mar.
Rosendo se detuvo. Su mirada estaba más perdida que nunca. La profundidad y extensión en el horizonte del agua se le antojaron infinitas. En el mar punteado por aquellas telas blancas ondeando al viento, el minero vio una puerta al mundo. En ese instante, observando ese fenómeno maravilloso, inabarcable y fascinante, que le dejaba más que nunca sin palabras por su belleza y hasta, durante unos momentos, también sin respiración, se sintió embargado por una emoción muy intensa, que contadas ocasiones había sentido antes, tal vez al calor de una sonrisa. Se volvió hacia su nuevo camarada y, rompiendo su seriedad habitual, le regaló una de las suyas, que tan poco prodigaba. Le estaba enormemente agradecido por aquel regalo: ver el mar. En ese momento decidió que no se separaría jamás de ninguno de los dos.
En la aldea la actividad aumentaba con cada día que pasaba. Mientras Rosendo llevaba a cabo su primera visita a Barcelona, Henry realizó un censo de todas las familias que habían ido llegando al poblado con la intención de quedarse. Sentado a una mesa improvisada en el almacén, el escocés apuntaba los nombres y las profesiones de varias decenas de personas.
—Well,
que pase el siguiente… —gritaba—:
The next one, please!
—¿Nestuán, hay algún Nestuán por aquí? Bueno, pues me toca a mí —anunció un hombre que esperaba en la extensa cola que salía del cobertizo y llegaba hasta la aldea.
—Buenos días, dígame.
—Soy carnicero y experto matarife. Octavi Llopis, para servirle, señor inglés.
Una sonrisa de oreja a oreja enmarcaba su presentación. Con un único mechón de pelo atrincherado en mitad de la frente, su gran cabeza calva y su expresión relucían por igual.
—Antes que nada, míster Llopis, no soy inglés, sino escocés.
—Perdone, ¿esco…? —preguntó arrugando el ceño.
—Escocés —insistió Henry.
—Ah —respondió algo confuso, y repitió con dificultad—: es-co-cés.
—Perfecto. ¿Se podrá garantizar la calidad de la carne que comemos?
—Por supuesto, los animales que pasan por mis manos quedan más secos que una ciruela pasa. También soy limpio, limpísimo. Con decirle que en mi último trabajo los compañeros preferían mis viandas a las que ellos mismos preparaban…
—Y, perdone la indiscreción, ¿qué pasó con ese empleo?
—El matadero se trasladó a Barcelona y yo y la ciudad somos como el aceite y el agua, usted sabe…
—
All right.
¿Tiene familia?
—Sí, están allí mismo.
—Muy bien, ya hemos terminado. Encantado,
míster
Llopis, de ahora en adelante nos veremos a menudo por aquí. —Y tras estrecharle la mano desvió la mirada hacia la fila que se encontraba frente a él—: El siguiente,
please.
—Ahora voy yo —resonó una voz de tono grave desde el quicio de la puerta.
Henry levantó la cabeza de la libreta y se encontró con un individuo corpulento.
—Me llamo Gustavo López y soy extremeño. Salí de mi tierra porque quería ver mundo y, paso a paso, me he ido ganando el pan como comerciante. Toda la vida la he pasado de pueblo en pueblo, pero ahora, con la edad y esos «carlistos», como yo los llamo, busco un lugar tranquilo donde quedarme. Me han dicho que en su mina están formando un pequeño pueblo y me ha picado la curiosidad. La verdad es que…
—Sí, sí, gracias. Por favor, sea breve. ¿Tiene usted familia?
—Pues sí, están todos afuera. ¡María! —gritó en un tono tan fuerte que obligó a Henry y a los que estaban en el almacén a taparse los oídos.
—Bueno, déjelo, en otra ocasión conoceremos a María, no se preocupe. —Y, acariciándose la perilla, continuó preguntando—: ¿Qué es lo que dice que vende?
—De todo. Le puedo conseguir lo que quiera. Desde tabaco, alcohol, comida… Viajo a todas partes para satisfacer las demandas de mis clientes.
—Pero, a ver, un momento, ¿no me ha dicho usted que quiere quedarse en un lugar tranquilo?
—Ah, no. Yo sin el camino no puedo vivir. Lo que pasa es que mi María está un poco cansada de andar todo el día para arriba y para abajo con los chiquillos y…
Henry alzó la mano para hacerlo callar.
—¿Tiene muchos hijos?
—No muchos. Cuatro y uno en camino.
—Ah, no muchos.
Oh, my God!
Personas de procedencias variadas se fueron sucediendo ante el mostrador de Henry a lo largo de toda esa jornada. Comerciantes, mineros, cantineros… todos habían oído hablar de una nueva aldea que crecía imparable y querían formar parte de ella.
Jordi Giner golpeaba con el martillo el fragmento de hierro candente sobre el yunque. Dirigía miradas de soslayo a su padre que, desafinado, canturreaba mientras limaba una pequeña pieza. Cuando el joven herrero vio que Matías dio por finalizado el trabajo al lanzar el objeto dentro del cesto de mimbre, se quitó los pesados guantes de cuero y se dirigió a él algo alterado.
—Padre, ¿puedo salir ya? Cuando vuelva prometo recoger el taller.
—¿Qué pasa, es que tienes una cita? —preguntó Matías, al tiempo que le daba un codazo.
—No, padre, es que he quedado con una amiga para dar un paseo, eso es todo. Sólo dispone de un rato libre.
—Bueno, bueno, tú sabrás… Yo a vuestra edad sí que…
—Padre, de verdad, no quisiera llegar tarde.
—Ah, sí, sí, perdona. Anda, vete.
Jordi Giner se retiró el delantal de cuero y lo colgó detrás de la puerta. Metió la rizada cabeza en un barril lleno de agua y se subió los tirantes que le aguantaban los pantalones. Cuando acabó de abotonarse la camisa, salió al exterior. Matías lo observaba alejarse con una sonrisa de satisfacción que coronaba sus duras facciones.
El joven llegó inquieto a la improvisada plaza. Las viviendas formaban un conjunto irregular, pues éstas se habían ido construyendo en función de la horizontalidad del terreno. Pese a todo, de manera espontánea, ese espacio vacío y rectangular había surgido por necesidad en el centro del poblado. Muchos de los mineros que habían acabado su turno a las seis se pasaban por la cantina de Fidel, una pequeña taberna a la que los aldeanos acudían para tomar tanto su vaso de vino como su plato de potaje. El jolgorio solía ser habitual, y más en verano, cuando a esas horas el calor dejaba de ser sofocante.
Entre el gentío que entraba y salía del local, una figura destacaba por encima de las demás. Ana Massip vestía un traje claro, entallado en la cintura y vaporoso a partir del talle. En su rostro destacaba la mirada despierta con que observaba todo lo que la rodeaba. Jordi la reconoció enseguida y se le acercó alegre. Tras el saludo los jóvenes decidieron dar un paseo. El herrero tenía una propuesta que hacerle a Ana.
El sendero serpenteaba tranquilo entre prados y árboles. En un recodo alejado se sentaron sobre la hierba para charlar tranquilamente. Al poco, ella, sorprendida, le preguntó:
—¿Y a qué se debe este repentino interés por aprender a leer y escribir?
—Pues no sé, me gustaría hacer algo más que trabajar el hierro.
—Creo que es una buena idea, Jordi, todos tenemos derecho a querer ser un poco mejores.
—Entonces, ¿podrías?
—No sé —respondió Ana insegura.
—No entiendo por qué. Serías como una profesora para mí. Mi profesora de lectura —concluyó y le guiñó un ojo.
Ana sonrió y continuó exponiendo sus dudas:
—Pero es que tampoco sé tanto. Creo que sería mejor que hablaras con Angustias.
—¿Angustias? ¿La madre de Rosendo? —Un gesto sombrío asomó en la cara de Jordi Giner.
—Sí, claro —respondió ella—. Podemos ir ahora mismo a preguntárselo. Seguro que lo hace encantada. Ella sí es una buena profesora —informó la joven mientras se levantaba agarrándose a la mano de Jordi.
En ese momento, apareció por el camino Teresa acompañada de sus dos amigas inseparables, Mari y Ramoneta, y saludaron a la pareja con sorna.
—¿Ya os vais? ¡Niña, qué prisas! —espetó Ramoneta dando un codazo a Mari mientras las tres soltaban una carcajada.
Jordi y Ana no respondieron. La joven no podía suponer las consecuencias de aquel inocente encuentro.
Aquel viernes fue día de mercado. Los hombres que se hallaban en el interior de la cantina presenciaban atentos la discusión que se había desatado.
—¡Oye, listo, que tú no eres el amo! ¿Qué te has creído?
—Yo llegué primero. Vete a tomar aire por ahí.
—¿El primero de qué? —Una vena se marcaba palpitante en mitad de la frente de Llopis.
Octavi Llopis había entrado colérico en la taberna. En medio de ese ambiente distendido había preguntado por Gustavo López. Estaba sentado en la barra, bebiendo tranquilamente, cuando Llopis lo increpó.
—Venga, chicos, tranquilos, que aquí no quiero jaleo… —intervino Fidel, el cantinero, un individuo a quien su escasa corpulencia lo había llevado a convertirse en un hombre conciliador.
Sin embargo, los dos enzarzados parecían no escucharlo. Así que optó por callarse.
—Me voy un momento y al volver descubro que alguien intenta quitarme el sitio de mi puesto de carne —seguía diciendo Llopis, cada vez más enojado con Gustavo.
—¿Tu sitio? ¿Qué pasa, acaso lo has comprado? —declaró López, y soltó una carcajada mientras daba un trago a su vaso de vino—. ¡A mí me han dicho que me coloque en esa esquina y no hay quien me mueva!
—¡Ya verás tú si te muevo yo a mamporros! —lo provocó Llopis mientras se arremangaba la camisa.
López se puso en pie dispuesto a responder al ataque.
—Alto ahí, aquí no se mueve ni el gato. —La voz de Pasodoble irrumpió con fuerza. El guarda sostenía un trabuco con ambas manos.
—Por favor, no quiero problemas… —suplicó Fidel todavía con más angustia.
—¿Quién te ha dado vela en este entierro? —preguntó López al recién llegado.
Llopis no tardó en apoyarlo:
—Sí, a ver si vas a recibir tú también.
—No sé si os habrán informado pero soy responsable del orden en esta aldea.
—What's…
¿Qué pasa aquí? —La voz meliflua de Henry silenció el lugar de golpe. Tras escuchar los gritos que surgían de la cantina, el escocés había entrado resuelto para averiguar qué estaba sucediendo.
—Gracias a Dios… —suspiró Fidel, ya tranquilo.
—Están causando alboroto por no sé qué sitio y parece que son un poco reacios a recibir ayuda. Si quiere que me haga entender… —dijo el Pasodoble mientras comenzaba a golpear el trabuco contra su mano izquierda.
—Tranquilo, lo arreglaremos hablando —intervino Henry.
—Vaya humos que guarda ése. ¡Ven aquí a ver si me callas! ¡Ven aquí si eres hombre! —gritó López mientras el Pasodoble se retiraba haciendo caso omiso a las increpaciones.
Henry puso la mano sobre el hombro de Gustavo López para intentar tranquilizarlo e insistió:
—¿Cuál es el problema?
—Mire, señor escocés —explicó Octavi Llopis—, yo he llegado y he empezado a colocar mi puesto en la plaza. Me he ido un momento y cuando he vuelto me he encontrado con que alguien, es decir, él —añadió mientras señalaba a su enemigo—, había empezado a plantar el suyo casi encima del mío.
—Hombre, si te metes en mi terreno… A ver si te crees que toda la plaza es tuya.
—Miren ahí fuera —los interrumpió Henry. Elevó el brazo y señaló la plaza que se extendía a las puertas de la cantina—. ¿Ven que hay más personas preparando sus puestos alrededor de la plaza?
Ésta se hallaba repleta de comerciantes que anunciaban a voz en grito sus ofertas y pregonaban la más alta calidad de sus productos.
—Sí —respondieron al unísono.
Henry continuó:
—¿Ven que alguno tenga problemas?
—No —respondieron ambos mirándose con saña.
—
All right.
Ahora mismo no está Rosendo Roca, el jefe de la explotación, y las decisiones están en mis manos. Como veo que no están muy dispuestos a ceder y yo tengo mucho trabajo, les propongo que compartan esa esquina. Quizá estando así de juntos acaben llevándose bien por necesidad.
Los comerciantes respondieron sin excesivas muestras de contento:
—Vale, vale…
Parecía que Henry había terminado su discurso, pero volvió a hablar:
—
Shake your hands.
Esas manos, por favor. Un trato sólo puede cerrarse con un apretón,
gentlemen.