Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—Hemos recibido órdenes de asentarnos aquí como centro de operaciones para liberar esta zona de la influencia de cristinos y contribuir a que nuestro señor el infante Don Carlos sea coronado rey de España. ¿Aquella casa de allá es suya? —Sin esperar respuesta, continuó—: Le comunico que a partir de hoy mismo me alojaré en ella. El resto de la tropa se instalará en la casona que tan amablemente nos ha cedido la familia Casamunt. Además, ellos me informaron de que la población no tendrá inconveniente en alimentar a mis hombres. Espero que contribuya a la causa dando las órdenes precisas. Tenga usted muy buenos días. ¡Por Dios, por la patria y por el Rey!
Dicho esto, el capitán dio un taconazo y se volvió para montar de nuevo en su caballo y espolearlo enseguida. Rosendo se quedó ahí, de pie y solo. El ruido de otros caballos al trote le hizo levantar la vista. Henry y Pantenus se acercaban. Instantes más tarde, el escocés ayudaba a Pantenus a desmontar mientras decía:
—Hemos venido en cuanto nos han avisado. Han tomado Runera.
Pantenus se rascó la cabeza todavía sin peinar.
—Malditos carlistas, Rosendo —dijo en un tono sombrío—. Quieren deshancar a la reina Isabel. Condenados absolutistas, no pensé que llegaran hasta aquí…
El minero preguntó:
—¿Hay algún modo de que se vayan de aquí?
Pantenus, con el semblante serio, apuntó:
—Es algo complicado de resolver. Lo que corresponde ahora es determinar qué hemos de hacer. ¿Qué te ha pedido el oficial?
—Ha dicho que él se alojará en mi casa y que la población ha de mantener a la tropa.
—¿Y qué has contestado tú? —preguntó el escocés.
Rosendo se encogió de hombros.
—Bien —intervino Pantenus—, por ahora, y hasta que las tropas de la Reina pongan orden, no nos queda otro remedio que obedecer. Debes organizar a la población para que atienda a los soldados. No tenemos forma de oponernos. Seguramente sea cosa de poco tiempo, así que no nos molestarán demasiado, ¿de acuerdo? Yo voy a regresar a Barcelona y me informaré allí de cómo está la situación. Pero ya te avanzo, Rosendo, que los carlistas no ganarán, no pueden ganar, ¡el progreso, a estas alturas, no hay quien lo detenga!
Rosendo suspiró intranquilo. No entendía qué estaba sucediendo y, sin embargo, mientras escuchaba a Pantenus recordó de repente la bala que su hermano Narcís guardaba con tanto celo.
Aunque los habitantes del poblado continuaron con su trabajo, su rutina se vio alterada de forma irremediable por la presencia de los soldados. Después de siete meses, éstos se habían afincado en la aldea como si aquello fuera definitivo. Mientras tanto, los campesinos de la zona debían llevarles alimentos y los habitantes del poblado se veían obligados a restar horas a su jornada para realizar las tareas de cocina y limpieza en la casona. Todos se mostraban enormemente molestos por la presencia de esos altaneros, jaraneros e irritantes soldados. Todos menos uno: Narcís Roca hijo.
En su entusiasmo Narcís llegó incluso a confraternizar con ellos. Por las noches la tropa no se andaba con remilgos a la hora de gastar su real diario en vino o licor, y en eso Narcís se mostró como un fiel aliado. Con frecuencia se apuntó a sus borracheras y pronto empezó a realizar prácticas de tiro, con las que se demostró que tenía una puntería envidiable.
Aquel caluroso día, la familia Roca y el capitán Salgot, obligados a convivir bajo el mismo techo hasta que aquella difícil situación terminara, estaban en casa sentados alrededor de la mesa a la espera del último comensal, Narcís hijo. El padre, impaciente, pidió a Rosendo que empezaran a comer.
—Tú mujer está embarazada y no tiene por qué pasar hambre —Ana lucía una hermosa barriga de seis meses—. Ese chico ha de tener consideración con los demás. Estamos muy ocupados como para estar esperándolo todo el día —dijo refunfuñando.
Ante ese permiso tácito, el capitán, con buen apetito, se lanzó a comer el entrante y la olla aranesa que Pepita, la cocinera recientemente contratada por los Roca, había preparado. Los demás lo siguieron en completo silencio. Cuando estaban terminando el cocido, apareció Narcís portando una boina roja y un fusil.
—Perdonad el retraso, tenía asuntos urgentes que solucionar… —y en tono grave añadió—: Familia, capitán, el nuevo soldado de la Tercera Compañía de la Brigada de Berga los saluda.
Se hizo un gélido silencio. El capitán se levantó entonces de la mesa y realizó el saludo marcial, llevándose la mano a la frente. Narcís, hinchando pecho, se lo devolvió.
—Bienvenido, hijo, España te estará siempre agradecida. ¡Qué orgullo para los tuyos! —Y se volvió para ver al resto de los comensales.
Todos miraban la escena atónitos. En el rostro de Narcís padre se había dibujado un rictus de rabia. Rosendo se mostraba apesadumbrado, igual que Angustias.
—¡Vamos, vamos! —terció el capitán—. Sé que la guerra provoca miedo en los familiares de los milicianos, pero les aseguro que alistarse es la mejor manera de hacerse un hombre y dar sentido a la vida.
Con buen humor, el capitán siguió comiendo. Narcís hijo, ufano, se sentó a la mesa y se abalanzó sobre su plato. Angustias no pudo más: conteniendo un sollozo, se levantó a la vez que se disculpaba. Y Ana, con dificultad por el volumen de su vientre, se marchó siguiendo sus pasos.
El capitán rió y exclamó:
—¡Ah, las mujeres! Hermosas pero de espíritu débil. Por eso suelen adorar a los soldados, porque les ofrecemos la fuerza y la protección que necesitan.
Rosendo, sin apartar la mirada de su hermano, preguntó:
—¿Y quién ayudará ahora a padre?
El hermano, con evidente gesto de fastidio, replicó:
—Pues si tú estás muy ocupado, ya contratarás a alguien. Tienes dinero para eso.
La comida continuó en silencio, tan sólo roto por los comentarios y las historias de batallas ganadas que el curtido militar relataba.
A la mañana siguiente, mientras el capitán Salgot desayunaba en el porche de los Roca, recibió la visita de un polvoriento jinete que le traía un sobre. Tras abrirlo se puso en pie, ordenó que le ensillaran su caballo y finalmente dijo para despedirse:
—Las obligaciones con la patria me reclaman.
Espoleó al caballo y se dirigió hacia la casona.
Al entrar en ella, el capitán reclamó la presencia del sargento y del alférez. Cuando ambos estuvieron ante él, les informó de que estaba previsto que pasara cerca de allí un convoy con armas del ejército partidario de la reina regente.
—Hay orden de interceptarlos y neutralizarlos.
—¿Cuántos hombres serán necesarios, señor? —preguntó el alférez.
Ernesto Salgot se atusó el bigote mientras pensaba. Después dijo:
—No debemos malgastar unidades. Según me informan, es un grupo de veinte soldados que custodian municiones. Como contamos con el factor sorpresa será suficiente con que empleemos diez como máximo.
—Está bien, señor.
—Recuerde… No pueden fallar. Para asegurarnos, usted irá con ellos. Insisto, deben neutralizarlos. Totalmente.
El sargento tragó saliva.
—Sí, señor, entendido.
El capitán se volvió y, al recordar algo, completó el giro mientras levantaba una mano con el dedo índice estirado, hasta que se encontró de nuevo frente al alférez:
—Se me olvidaba, llévese a Narcís Roca. Tiene que recibir su bautismo de fuego.
—¿Algo más, capitán? —se aseguró el alférez.
—No. Si me necesitan estaré en la finca de los señores Casamunt. Han solicitado mi presencia y no debo hacerlos esperar.
Con el calor pegado al cuerpo, Narcís seguía los pasos de sus compañeros aferrado a su fusil. Era su primera misión y quería ser el mejor. Trataba de disimular los nervios soltando bromas hasta que un compañero lo reprendió:
—Cállate ya. No estamos para tonterías. —Y, acercándose al oído, le dijo—. ¿Tú sabes lo que significa «neutralizar», muchacho?
Narcís notó el fuerte aliento impregnándole el rostro.
—Significa —prosiguió— que la misión no estará concluida hasta que matemos a todos los hombres. No podemos capturar prisioneros ni dejar heridos.
El soldado se alejó de Narcís dando un par de zancadas largas. Éste apretó la boca y con la mano derecha comprobó que su navaja, aquella que Rosendo le había regalado años atrás, estaba en su sitio. Intuía que le iba a hacer falta.
Llegaron a la ladera de la montaña que daba al camino por el que pasaría el convoy. Había otra carretera mucho más concurrida que atravesaba Runera, así que la única forma de pasar desapercibidos era avanzar por allí. El sargento, un individuo rollizo y despeinado, ordenó a los reclutas que se escondieran detrás de los árboles y matorrales. A Narcís le tocó situarse a escasa distancia de los demás, detrás de una roca por encima del camino.
—Tu misión será disparar al carretero. Espera a que esté por ahí —le dijo el sargento, y le señaló un recodo—, lo tendrás suficientemente cerca. En cuanto tú dispares, atacaremos todos. Es muy importante que no falles. Si todo sale bien y el carretero cae muerto, el convoy se parará. Entonces deberás cargar tu arma lo más rápido posible y subirte a ese peñasco. Desde ahí dispararás otra vez al que seguramente vaya a sustituir al conductor. Si fallas, tendrás que lanzarte sobre él. Tendrás a Paco —continuó, refiriéndose a un compañero ubicado a su derecha tras un árbol—, quien te dará apoyo por si hay algún problema. Y recuerda, tenemos que neutralizar la caravana. Vete encomendando a tu virgen favorita, porque la fiesta no tardará en empezar.
El sargento se alejó después de darle una palmada en el hombro y se dirigió hacia donde estaba el resto de la tropa caminando en cuclillas con dificultad mientras respiraba sonoramente. Luego se escondió entre la maleza y al poco se hizo el silencio. Sólo quedaba esperar.
Los minutos se hacían eternos. Paco le lanzó a Narcís una bota y le susurró que llevara cuidado, que era ratafía de la buena. Narcís dio un largo trago y notó cómo bajaba el licor con sabor a nueces hasta su estómago. Sintió un ligero mareo, pero se le pasó enseguida. Devolvió la bota a Paco y siguió pendiente del camino. No se oía nada, sólo el ulular del aire abrasador.
El corazón le latió con fuerza cuando escuchó el ruido de lo que debía ser el convoy. Vio cómo Paco se agachaba aún más detrás del árbol. Narcís se tapó la boca durante un momento: la respiración se le había agitado tanto que temía que se le pudiera oír por toda la quebrada. Después de varias inspiraciones profundas, se asomó cauto tras la roca; la carreta avanzaba pesadamente. Al frente, seis soldados iban con los fusiles preparados. Tres más por banda y seis atrás completaban la escolta. Sobre el pescante estaban el conductor y un ayudante. En ese momento, con manos temblorosas, Narcís cargó su arma maldiciéndose por no haberlo hecho antes. Echó de nuevo un rápido vistazo y vio que estaban a punto de llegar al lugar señalado. Paco lo miraba atento mientras Narcís buscaba la mejor postura de tiro sin revelar su situación. Cuando se hubo situado, volvió a respirar hondo varias veces. Cerró un ojo y apuntó, esperando a que pasara el carromato. En ese instante, se dio cuenta de que cuando fuera a disparar tendría muy cerca a los seis soldados que iban delante. Notó un escalofrío que le recorrió toda la columna hasta que, de pronto, se convirtió en calor. enseguida tendría que descargar tanta tensión acumulada.
En cuanto tuvo el objetivo en el punto de mira apretó el gatillo. Éste golpeó el cebo provocando una deflagración que hizo explotar la pólvora. Notó cómo el fusil reculaba más de lo previsto, había puesto más pólvora de la que debía. Sin embargo, no erró el tiro: la cabeza del carretero cayó hacia atrás mientras un chorro de sangre salía de ella como un surtidor. La bala había impactado en el blanco y reventó su resistencia.
Sin dar tiempo a que los enemigos reaccionaran, el resto de la tropa lo siguió y empezó a disparar. Sentado con la espalda apoyada en la roca, Narcís volvió a cargar el fusil, esta vez sin temblor en las manos pero con más prisa, más desesperado. Varias balas silbaron al pasar por encima de su cabeza. Una de ellas rebotó en una roca y cayó al lado, a punto de impactar contra su brazo. Resopló antes de volverse e incorporarse para una nueva descarga cuando, de pronto, vio que Paco disparaba hacia donde él estaba. Narcís abrió los ojos espantado y notó cómo un cuerpo le caía encima; Paco se había encargado de un soldado que había subido como el rayo la distancia que les separaba de la carretera. El soldado herido se retorcía sobre la tierra seca que iba volviéndose roja. Narcís miró a Paco para agradecerle que le hubiera salvado la vida y vio cómo éste le hacía gestos para que apuñalara al enemigo. La víctima continuaba pataleando y emitía sonidos guturales tratando de respirar. Narcís, sin tiempo para pensar, sacó la navaja, la abrió y, con ella en el aire, dudó un instante. El soldado lo miraba con ojos desorbitados, llenos de terror. Narcís, conteniendo unas náuseas atroces, dejó caer la navaja sobre el cuello del herido. Tras un par de gemidos, éste dejó de moverse. El joven Roca guardó el arma ensangrentada y volvió a asomarse hacia el camino para apuntar con el fusil.
Tal y como el sargento le había prevenido, otro soldado ya había tomado las riendas del carromato. No era el ayudante que había visto al principio, porque también ése yacía muerto. Narcís apuntó hacia el nuevo conductor con sangre fría. Tan absorto estaba en su acción que no se percató de que otro soldado subía por la pendiente directo a él con un puñal en la mano. Fue Paco quien, tras salir de su escondite, disparó sobre él. Un instante después, Narcís ya había acertado en la sien del nuevo conductor. Se giró hacia su compañero y le ofreció una rápida reverencia por haberle salvado la vida de nuevo. Paco le sonrió socarrón y, cuando se dispuso a levantar su mano para devolverle el saludo, se dobló bruscamente por la mitad, un disparo le había alcanzado el vientre.
Como movido por un resorte, Narcís se asomó sin prudencia por encima del peñasco. Vio, entonces, cómo el que había disparado a su amigo trataba de cargar su fusil otra vez. Sin pensárselo dos veces, sacó su navaja y se lanzó sobre el soldado emitiendo un grito salvaje. El cristino, sorprendido con las manos ocupadas, sólo tuvo tiempo de levantar la cabeza para ver cómo un carlista con la mirada inyectada en sangre se abalanzaba sobre él. Narcís le clavó la navaja en el cuello antes de que ambos perdieran el equilibrio y cayeran al suelo. Apuntalado sobre él, el joven Roca volvió a asestarle navajazos una y otra vez, mientras su boca formaba una mueca grotesca, retorcida por la fuerza y la furia. Su voz se había convertido en un extrañó sonido animal.