Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
Familias enteras con sus cachivaches se arracimaban en estricto orden de llegada frente a la puerta de acceso a los barracones. Allí, en una mesa, Héctor y Rosendo
Xic
se ocupaban de recibir y elegir a los candidatos. Empezaron abrumados por la cantidad de público. Entre la fila se rumoreaba que incluso darían educación a sus hijos. Por explícitas órdenes de Rosendo, la mayoría de los contratados eran familias. Sus integrantes solían ser más responsables, ya que no sólo estaba en juego su futuro, sino también el de sus pequeños. Además, todos aportarían su granito de arena en la construcción: las mujeres y los niños podrían realizar ciertas labores y también, una vez acabada la etapa de edificación, formar parte de la plantilla. En Can Seixanta y en New Lanark habían visto que muchas mujeres desarrollaban su trabajo a la par de los hombres.
Entre la ansiosa fila, un hombre solo, de mirada esquiva, esperaba su turno. Cuando se despejó la gente que tenía delante y accedió a la mesa, su mirada se relajó. Una sonrisa amplia enseñó unos dientes tan amarillentos y sucios como la ropa que vestía. Ésa no era sin embargo la característica que más destacaba en su faz. En el pómulo, justo debajo de la sien, una fina cicatriz ascendía vertical hasta debajo del ojo, como una lágrima. Sobre ella, ampliando la herida, un ojo velado por una tela blanca le daba una apariencia más siniestra que si lo hubiese perdido. Los demás lo miraban con cierto fastidio. Estaba claro, según los indicios, que no iba a ser contratado y, sin embargo, se había mantenido impasible esperando su turno. Ahora incluso se disponía a presentar su petición.
—Siguiente. A ver, ¿nombre? —dijo Héctor sin mirar a quién se dirigía.
—Buenas tardes. Soy Diego Bonilla, servidor de ustedes —dijo el hombre haciendo una declaración de intenciones.
Ante ellos, el individuo de tez clara y pelo anaranjado, con barba de varios días y cara surcada por dos profundas arrugas, los miraba con su único ojo útil. Rosendo Xic y Héctor se buscaron la mirada, en un intento por adivinar lo que pensaba el otro.
—Espero que no se dejen intimidar por este ojo mío… —dijo Diego Bonilla con una sonrisa seca.
—No, no —negaron ambos al unísono.
Continuó Rosendo
Xic:
—¿Tiene usted experiencia en el textil?
—Por eso estoy aquí. Entré con catorce años a trabajar en la empresa de los hermanos Rives, en Sabadell. Mis padres emigraron allí desde su pequeño pueblo del Pirineo. Pasé por varias secciones y llegué a ser encargado, pero la fábrica fue quemada por unos que se hacían llamar ludistas, aunque yo creo más bien que eran unos malnacidos. Así perdí mi trabajo y he deambulado desde entonces en busca de otro. Hasta que oí que aguas arriba del Llobregat estaban construyendo una gran fábrica y decidí venir y probar suerte.
Un breve silencio siguió a la explicación del extraño individuo Rosendo
Xic
parecía reflexionar sobre el asunto. Se oyó la voz de Héctor tratando de acelerar la situación. Todavía había mucha gente en la fila y a la jornada apenas le quedaban un par de horas. No podían bajar el ritmo de contrataciones.
—Hazte a un lado y espera hasta que acabemos, tendremos tu caso en consideración y te comunicaremos lo que decidamos —dijo Héctor. Tenían expresas indicaciones de Rosendo de contratar a familias numerosas. Aunque la frase había sonado como una conclusión, se produjo un breve cuchicheo y Héctor acabó levantando los hombros en señal de resignación.
—Creo que ya lo hemos decidido —dijo Rosendo
Xic
aguantando la mirada del aspirante—. ¿Estás dispuesto a trabajar de momento en la construcción de la fábrica?
—Sí. No me importa el trabajo duro —afirmó Diego Bonilla con seguridad.
—Está bien. Pasa. Dentro encontrarás otra mesa como ésta donde apuntarán tu nombre y te asignarán un lugar donde dormir. Bienvenido —concluyó el joven Rosendo.
Mientras el individuo se alejaba con su petate al hombro, Héctor, intranquilo, se acercó nuevamente al oído de Rosendo
Xic:
—Las indicaciones de tu padre fueron claras respecto a lo de la familia y, además, no veo por qué tenemos que contratar a un tullido para el trabajo.
—¿Has disparado alguna vez con un arma? —preguntó sorpresivo Rosendo
Xic.
—¿A qué viene esto? Sí he disparado, hace ya algunos años, cuando una banda de asesinos a sueldo, todos suponemos que contratados por…
—Ya he oído la historia —lo interrumpió Rosendo
Xic—.
¿Y a que guiñas un ojo para disparar? Quiero decir que con un solo ojo también se ve, a veces incluso mejor que con dos, que sea tuerto no me preocupa en absoluto. Necesitamos a hombres con experiencia, Héctor. Las indicaciones de mi padre son generales y está claro que debemos seguirlas pero se pueden adaptar en casos como éste. Además, ya has visto por qué perdió su trabajo. Seguro que tenemos un aliado entre los trabajadores en caso de conflicto.
—Bueno, pero nada nos asegura que todo eso sea verdad, ¿no crees? —dudó Héctor.
—Tenemos varios meses, hasta que la fábrica esté construida, para ver si nos equivocamos o no —le concedió Rosendo
Xic.
—De acuerdo, aunque no me fio. Parece que esconda algo tras ese ojo muerto.
Levantaron la carpa entre varios hombres cuando faltaba poco para que comenzaran los oficios religiosos. La gran lona, encargada con mucha antelación, se había retrasado finalmente y los operarios se afanaban para instalarla a tiempo. Eran los únicos que no vestían sus mejores galas ese esperado 15 de agosto de 1860, el día de la Asunción. Ana se recogió el pelo y pensó que no dejaba de ser irónico que hubiera llegado tarde la tela de la carpa justo cuando se iba a inaugurar una fábrica textil. Luego se abanicó con energía, pues hacía bastante calor.
Rosendo y Ernesto Stockhaus salieron de una de las naves charlando animadamente. Ana saludó a su marido con la mano y fue el profesor quien respondió alegre, cortando su monólogo. Los dos hombres se acercaron y Stockhaus se adelantó para recibirla. La tomó de la mano y se la llevó a los labios con un gesto enérgico.
—Bien hallados los ojos que tienen la suerte de contemplarla, bella dama —dijo el profesor—. ¿Está todo listo para la ceremonia? Seguro que sí, Rosendo ya me comentó que usted se encargaba y que su eficacia es ya conocida por aquel que haya podido disfrutar de su colaboración. Es algo que me encanta. La eficacia, quiero decir. No hay nada que odie más que perder el tiempo en algo que por descuido o por desidia tarda más de lo previsto. Para eso está la planificación, ¿no cree? Es mejor dedicar unos momentos a pensar qué y cómo se va a hacer antes que pretender descubrirlo al mismo tiempo que se hace. Quizá me estoy enredando, ¿verdad? Es este calor, que me tiene agotado. Por cierto, debería darse un descanso, la veo algo fatigada. ¿No hay nadie por aquí que pueda traerle agua fresca? —Giró sobre sí mismo sin encontrar a nadie, excepto a Rosendo, que permanecía a su lado en silencio, como esperando turno—. Claro, no estaba previsto. ¿Ve lo que le decía? Bien, permítanme que los deje, he de ultimar unos detalles.
—¿No va acompañarnos a la misa? —preguntó Ana.
Ernesto Stockhaus hizo un gesto de fastidio, como si hubiese olvidado algo.
—Créame que con gusto los acompañaría, vaya que sí, que mi santo padre era un buen cristiano, como lo sigue siendo mi madre, pero acudiré ya empezada la misa, puesto que es urgentísimo que solucione ese par de asuntos; lo que les decía antes, ¡planificación! Pero no los molesto más, me voy. Nos veremos más tarde. A sus pies, señora. Como siempre, un placer.
Y, tras un par de reverencias, Stockhaus se marchó en dirección a la fábrica. Ana tomó del brazo a Rosendo mientras caminaban.
—Mira, la carpa ya está instalada —le dijo Ana—. Sólo faltan las mesas. Y los músicos. ¿Ya tienes preparado tu discurso?
—Sí, pero ya sabes que las palabras no se me dan demasiado bien —admitió Rosendo.
—¿Eso significa que sólo vas a decir «Gracias por venir. Queda inaugurada la fábrica. Adiós»? —Y rompió a reír.
Rosendo la miró complacido. Ana mantenía siempre ese optimismo que le daba fuerzas. Ese último año y medio había sido muy agitado y la paciencia de su esposa le había resultado un acicate para seguir adelante. Le gustaba oírla reír y saber que era feliz. Ana se estaba limpiando las lágrimas que se le habían escapado con la risa.
—¡Uf! Bueno, vayamos a la iglesia, no lleguemos tarde a misa.
Una vez acabada la ceremonia religiosa, afortunadamente sin ninguna velada alusión ni arengas enardecidas por parte de don Roque, que se limitó a cumplir por una vez su tarea, volvieron en coche de caballos hacia la fábrica. El resto de la población se reunió en la plaza de Santa Bárbara para dirigirse paseando hacia la fiesta de inauguración. La expectación y la alegría eran grandes. Todos, de un modo u otro, habían participado en la construcción y se sentían cómplices de algo que iba a cambiar la comarca si no la estaba cambiando ya.
Confundido entre la multitud se encontraba Severino Font, el nuevo médico contratado después de que Salvador Lluch muriera; el viejo boticario se había ido marchitando poco a poco tras el fallecimiento de Angustias. El doctor recién llegado era un individuo joven que paseaba su timidez intentando pasar desapercibido entre la gente. Esperaba poder presentarse y conocer al responsable de todo aquel movimiento. Si por un momento dudó en aceptar ese destino, ahora veía que no se había equivocado. Estaba con el progreso.
Cuando la nueva plaza de Robert Owen se llenó, decidieron que era el momento de comenzar. Habían colocado una cinta en la entrada y a su lado se situaron Rosendo Roca y familia. Tras ellos, Pantenus y Arístides, Stockhaus, Jubal, Héctor y una representación de los trabajadores. Como escenario habían colocado una tarima de madera a la que se subió Rosendo.
—Gracias a todos los que estáis aquí —comenzó a decir Rosendo al tiempo que la gente se fue callando—, gracias a todos los que habéis colaborado en esta nueva empresa. A partir de mañana comenzaremos a trabajar. Y si todos ponemos de nuestra parte, esto dará riqueza a la comarca. Todos saldremos ganando.
Enlazó unas pocas palabras más, igualmente sobrias y comedidas, y bajó del cajón. Tomando unas tijeras que le hizo llegar su esposa, cortó la cinta y se guardó un trozo. La gente prorrumpió en aplausos y en vítores. Roberto era de los que más gritaban, llevado por la euforia generalizada.
Rosendo abrió las puertas de la fábrica y se produjo un pequeño revuelo. Pedro
el Barbas
y sus hombres procuraron que la gente no se agolpara. El alboroto, sin embargo, duró poco porque a medida que la gente entraba la agitación se disolvía, parecía como si, conmovidos, accedieran a una iglesia. Todos caminaban despacio para no hacer ruido y se mantenían en silencio o susurraban. Sus miradas recorrían el recinto, maravillándose ante la maquinaria y la considerable altura del techo.
En el exterior, Ana indicó a los músicos que comenzaran a tocar y se aseguró de que todos los camareros contratados estuvieran en sus puestos. Rosendo se acercó a ella acompañado de un joven.
—Querida, éste es Severino Font, el nuevo médico.
Ana sonrió y correspondió al saludo del doctor con una leve inclinación de cabeza. Severino parecía una persona correcta y se notaba que el entusiasmo del momento se le había contagiado. No pudo evitar sentirse algo incómoda ante su mirada penetrante, pues parecía estar evaluando un diagnóstico.
Al poco de sonar los primeros compases, la gente fue saliendo para acercarse a la carpa donde se disponían las mesas y las viandas. Era ya la hora de comer y todos mostraron buen apetito. enseguida las primeras parejas se pusieron a bailar, mientras los niños hacían de las suyas dando saltos y brincando. Varios se entretenían imitando a los mayores en sus movimientos.
Rosendo se mantenía sosegado, un tanto aparte del jolgorio general. Cerca de él, Ana departía amistosamente con Anita y Rosendo
Xic
mientras bebían vino rosado. Héctor bailaba y canturreaba, agarrado con fuerza a Sara. Nadie le había visto tan alegre desde hacía años.
Roberto se acercó a una joven muchacha que comía un pequeño bocadillo con deleite. Ella miraba su bocadillo y a Roberto alternativamente. La muchacha de Perth que había conocido en New Lanark quedaba ya muy lejos, casi en el olvido. Rosendo
Xic,
por su parte, se fijó en la acompañante. Creyó que era su deber como caballero no dejarla allí sola. Acudió en su rescate invitándola a bailar. Considerado también fue Álvaro, que se aproximó a Ana y le solicitó permiso para bailar con su hija. Le fue concedido sin dudar.
Rosendo se acercó finalmente a su esposa y la rodeó con su brazo. Miraba complacido cómo se divertían todos, aunque no podía evitar pensar en la jornada del día siguiente. Ernesto Stockhaus se acercó en ese momento con paso vacilante consultando una pequeña libreta. Guardó el cuaderno en cuanto estuvo a su lado y los saludó realizando una reverencia ante Ana.
—Profesor, da la sensación de que sigue más pendiente del trabajo que de la fiesta —comentó Ana.
—Cierto, cierto, querida. Pero es que mañana comenzamos… bueno, comienza, mejor dicho —se corrigió dirigiéndose a Rosendo—, espero que me disculpe, pero no puedo evitar pensar que este proyecto es un poco mío. Por otro lado no soy muy ducho en el arte de la danza. Más bien al contrario. Tengo asumido que incluso un elefante cojo bailaría con más gracia que yo. Es cosa genética. Pero yo que usted, Rosendo, si me permite la confianza, no tardaría en salir a bailar con tan bella dama, no vaya a ser que cualquier otro se adelante.
Y con un guiño se alejó. Libreta en mano se puso a revisar de nuevo sus notas. Ana miró a Rosendo, le ofreció la mano con gesto coqueto para que la sacara a bailar y éste, sin poder reprimirse ante la gracia de su mujer, aceptó la oferta y comenzó a moverse con paso torpe y vacilante. Todos los que estaban a su alrededor no pudieron dejar de sonreír cómplices ante la visión de Rosendo Roca bailando.
Aunque quien más sorprendido se mostró fue Diego Bonilla. Esperaba desde su llegada ver a Rosendo Roca. El nombre le era, en efecto, familiar, pero dudaba de que el imbécil retraído y miserable de su infancia pudiera ser el mismo que había levantado esa fábrica. Diego Bonilla se quedó petrificado cuando lo vio bailar con la que suponía su mujer. Seguía siendo torpe y grandote, pero sus maneras eran otras. Llevaba un traje de paño beis que parecía bueno al criterio de Bonilla. Sin duda se trataba de aquel niño que lo había humillado y magullado. Sintió un escalofrío y pensó que, más allá de guardarle rencor, le reclamaría alguna compensación. Seguro que algo estaría dispuesto a concederle, no en vano su vida había sido muy diferente por culpa del maldito ojo.